APRECIACIÓN GENERAL SOBRE EL PRESIDENCIALISMO MEXICANO

Se ha afirmado constantemente, y no sin razón, que el gobierno de México es presidencialista, en el sentido de que el Ejecutivo Federal o, mejor dicho, el individuo que periódicamente lo personifica cada seis años, ejerce una notable hegemonía sobre los otros dos poderes federales. Se ha sostenido, inclusive, que nuestro país soporta durante dicho lapso una dictadura presidencial, análoga a la que se ejercía por los reyes y emperadores en los regímenes monárquicos absolutos.



Tales aseveraciones, y otras muchas que se pudieren recordar en torno a la misma cuestión, son parcialmente verdaderas y, por ende, parcialmente falsas. En el ámbito de la- realidad política mexicana es cierto que el Presidente de la República ocupa una situación que linda con la autocracia. Sin embargo, conforme a nuestro sistema constitucional, esta consideración carece totalmente de certeza. El presidente-dictador es producto de inveterados vicios de la política nacional o, mejor dicho, de los políticos mexicanos. En el capítulo precedente de esta obra manifestamos que de acuerdo con sus facultades constitucionales, el Congreso de la Unión y las dos Cámaras que lo integran ejercen un indiscutible control sobre las actividades presidenciales, principalmente las que se desempeñan en el terreno económico a través de todos los funcionarios que componen la administración pública del Estado y que intervienen en los múltiples organismos paraestatales que existen en nuestro país. Además, y en el ámbito jurisdiccional, los tribunales federales, mediante el conocimiento que les incumbe en materia de amparo, controlan los actos del Presidente y de todas las autoridades administrativas del Estado desde el punto de vista constitucional, anulándolos en los casos en que transgredan los mandamientos de la Ley Fundamental de México.



Nadie puede negar, con vista a lo que se acaba de expresar, que en la órbita jurídica el Presidente está sometido al control legislativo y al control judicial, el cual sí se ejerce en la realidad. Si el control legislativo no se desempeña en el mundo de la facticidad política de nuestro país, no es por deficiencias de nuestra Constitución, sino porque, generalmente, los diputados y senadores no cumplen con el deber que este ordenamiento supremo les impone. Esta situación de hecho obedece a diferentes factores inherentes a la estructura política y humana, no de derecho, de México, los cuales a su vez reconocen como causa primordial la falta de vida democrática plena de nuestro país, que afortunadamente se ha venido superando en los últimos tiempos.

















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Es interesante recordar que el tratadista Jorge Carpizo con todo acierto señala las causas que denomina "facultades metaconstitucionales del presidente", que determinan la hegemonía de este alto funcionario en todos los aspectos de la política y de la economía mexicana, afirmando al respecto que: "Las causas del predominio del presidente mexicano son: a) es el jefe del partido predominante; b) el debilitamiento del poder legislativo; e) la integración, en buena parte, de la suprema Corte de Justicia; d) su marcada influencia en la economía; e) la institucionalización del Ejército, cuyos jefes dependen de él; f) la fuerte influencia sobre la opinión pública a través de los controles y facultades que tiene respecto de los medios masivos de comunicación; g) la concentración de recursos económicos en la Federación, específicamente en el Ejecutivo; h) las amplias facultades constitucionales y extraconstitucionales; i) la determinación de todos los aspect9Sinternacionales en los cuales interviene el país, sin que para ello exista ningún freno en el Senado; j) el gobierno directo de la región más importante y, con mucho, del país, como lo es el Distrito Federal y k) un elemento sicológico: ya que en lo general se acepta el papel predominante del ejecutivo sin que mayormente se le cuestione.



"Las razones por las cuales el presidente ha logrado subordinar al poder legislativo y a sus miembros son principalmente las siguientes: a) la gran mayoría de los legisladores pertenecen al PRI, del cual el presidente es el jefe, y a través de la disciplina del partido, aprueban las medidas que el Ejecutivo desea; b) si se rebelan, lo más probable es que estén terminando con su carrera política, ya que el presidente es el gran dispensador de los principales cargos y puestos en la administración pública, en el sector paraestatal, en los de elección popular y en el poder judicial; e) por agradecimiento, ya que saben que le deben el sitial; d) además del sueldo, existen otras prestaciones económicas que dependen del líder del control político, y e) la aceptación de que el Poder Legislativo sigue los dictados del Ejecutivo, lo cual es la actitud más cómoda y la de menor esfuerzo."



Una costumbre política, que ya tiene varios lustros de observarse sin interrupción, consiste en que el presidente en turno designe a su sucesor. Se suele afirmar que esta designación, propia de una monarquía hereditaria, desvirtúa el régimen democrático diseñado por la Constitución. Esta afirmación no es absolutamente veraz, sino condicionadamente cierta. La persona del presidente, no el órgano del Estado que encarna, es simultáneamente "jefe" del partido predominante, como lo observa Carpizo. Ambas calidades auspician el hecho de que de la voluntad presidencial emane el candidato de dicho partido a la presidencia de la República. En el señalamiento de su sucesor, el presidente no obra caprichosamente, pues su decisión obedece a una previa auscultación sobre múltiples factores que concurran en la personalidad del escogido y en el entorno político en que éste se mueve. Por otra parte, no es verdad que siempre y en todo caso el candidato del partido predominante fatalmente sea electo presidente, ya que los otros partidos políticos nacionales tienen el derecho de postular sus candidatos, existiendo la posibilidad de que a favor de alguno de ellos se manifieste la voluntad popular mayoritaria en los comicios respectivos. Si tal posibilidad











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no se ha actualizado en nuestra realidad política es porque dichos partidos, llamados "de oposición", no han arraigado suficientemente en la conciencia ciudadana para contrarrestar la influencia que en ella ejerce el partido predominante u "oficial". Es verdad que esa influencia se crea y mantiene con una profusa y muy costosa propaganda cuya solvencia proviene del erario nacional, privilegio del que no gozan los demás partidos políticos; pero también es cierto que gracias a esta situación, que pudiera antojarse antidemocrática, México ha conservado su estabilidad política y evitado la anarquía y la violencia que en otros países de incipiente democracia han sembrado incertidumbre, zozobra y temor.



Es muy importante advertir que lo que se entiende por "presidencialismo" en México implica un verdadero "sistema" integrado por diferentes reglas de juego político consuetudinarias. No están, ni pueden estarlo, escritas en ningún ordenamiento jurídico. Su aprendizaje, de suyo difícil, sólo se obtiene experimentando activamente la .política mexicana, lo que abarca muchos años de práctica. La observancia de esas reglas consuetudinarias es lo que caracteriza a nuestro presidencialismo. Su cumplimiento, en el caso de las elecciones populares, se arropa con el acatamiento de las normas jurídicas formales insertas en la Constitución y en la legislación ordinaria sobre la materia. Aristotélicamente hablando, dichas reglas del juego político implican la sustancia de nuestra vida política y las normas de derecho su forma. Por ello, consideramos que el sistema político mexicano en su sola dimensión de facticidad, como fuente de tales reglas, sí es presidencialista, sin que este carácter lo ostente dentro de nuestro sistema jurídico constitucional, en el que el presidente de la República, como todo funcionario, está subordinado al imperio del derecho.

PROCURADOR GENERAL DE LA REPÚBLICA y EL MINISTERIO PÚBLICO FEDERAL

A. Breves consideraciones generales



Otro colaborador inmediato del presidente es el funcionario llamado "Procurador General de la República", quien al mismo tiempo preside la institución denominada "Ministerio Público de la Federación" (Art. 102 const.). Su nombramiento y remoción provienen de la voluntad presidencial, por lo que dicho procurador depende directamente del presidente, así como la mencionada entidad, pues los diversos funcionarios que la componen derivan su designación de éste, según lo disponen dicho precepto de la Constitución y la Ley Orgánica respectiva, a cuyas prescripciones nos remitimos."



se ha sostenido, y así aparece de su gestación parlamentaria, que el Ministerio Público Federal es una institución que representa a la sociedad en las funciones que constitucionalmente tiene encomendadas y que son: la persecución de los delitos del orden federal ante los tribunales y su intervención en la administración de justicia impartida por los órganos judiciales de la Federación, primordialmente en los juicios de amparo, pues como dice don Alfonso Noriega., "Tenemos la convicción e insistimos en ello de que esta función es la más delicada que incumbe a la Procuraduría General (o sea, a dicha institución, agregamos), toda vez que se relaciona con la defensa misma de la pureza de la Constitución y con la vigencia y mantenimiento del régimen de libertades individuales, que es, a nuestro juicio, la esencia misma de nuestro sistema y la columna vertebral del régimen constitucional. " Las facultades en que se apoyan esas funciones se prevén en los artículos 102 y 107,











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fracclon XV, constitucionales, aunque este último precepto, tratándose del juicio de amparo, personifique al Ministerio Público Federal en el Procurador General de la República o en el agente que éste designare.



En lo que atañe a su función persecutoria, se ha dicho que la mencionada institución es de buena fe, en cuanto que no tiene la proclividad de acusar sistemática, inexorable e inexcepcionalmente a toda persona contra quien se formule alguna denuncia por algún hecho que se suponga delictivo, sino que, actuando como una especie de prejuzgador, debe determinar su presunta responsabilidad penal mediante la ponderación imparcial de los elementos de convicción que se allegue oficiosamente o que se le proporcionen. Ya en 1932, cuando fungió como Procurador General de la República, don Emilio Portes Gil afirmaba que "La acusación sistemática del Ministerio Público sería en esta época una remembranza inquisitorial muy ajena a las nuevas orientaciones del Derecho Público y del Derecho Penal Moderno, que de expiatorio está pasando a ser protector al mismo tiempo que de los intereses individuales, de los intereses sociales"



Por lo que concierne a su intervención en la administración de la justicia federal, el Ministerio Público debe ser un leal colaborador de los órganos jurisdiccionales, en el sentido de que, dentro del cuadro de su competencia constitucional y legal, vele por la estricta e imparcial aplicación de la ley en los actos decisorios y en la secuela procesal, a efecto de que, como ordena el artículo 102 del Código supremo, "los juicios se sigan con toda regularidad" y se logre la prontitud y expedición que deontológicamente deben tener. Esa intervención en la materia de justicia, según el pensamiento de don Luis Cabrera tiende a hacer fructíferos "los esfuerzos por la conquista del derecho", los que "serían estériles si no se vieran ayudados por la acción oficial de un representante de la sociedad que ayude en la lucha por el derecho, es decir, un órgano del poder público que se encargue de vigilar la aplicación de la ley, ilustrando a los jueces y ejercitando las acciones del orden público en defensa de la sociedad; este órgano es el Ministerio público".

Las funciones que se acaban de reseñar son las que constitucionalmente incumben al Ministerio Público Federal como institución social, correspondiendo su desempeño a los distintos órganos que lo integran dentro del sistema jerárquico establecido por la ley respectiva y en el que el procurador de la República tiene la categoría suprema. Ahora bien, este funcionario, individualmente considerado, está investido con facultades específicas distintas de las que conciernen a las expresadas funciones. Tales facultades las tiene en su carácter de "procurador de la República", es decir, de ((representante de la Federación" en los casos que señala el artículo 102 constitucional, pudiendo al respecto intervenir "personalmente en las controversias que se susciten entre













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dos o más Estados de la Unión, entre un Estado y la Federación y entre los poderes de un mismo Estado" (párrafo tercero); tener injerencia, por sí o por conducto de alguno de los agentes del Ministerio Público Federal; en todos los negocios en que la Federación sea parte, en los casos de los diplomáticos y cónsules generales, y en los demás en que deba intervenir dicha institución (párrafo cuarto); y fungir como consejero jurídico del gobierno (párrafo quinto) .



Del cuadro de facultades constitucionales que respectan al Ministerio Público Federal como institución y al Procurador General de la República como funcionario individualmente considerado, se. advierte que éste puede desempeñar una dualidad de funciones que se antojan incompatibles, según lo demostraremos a continuación. Como jefe del Ministerio Público Federal, es obvio que el procurador puede ejercitar las atribuciones que competen a esta institución consistentes en la persecución de los delitos federales ante los tribunales correspondientes y en su injerencia en la administración de justicia en el fuero federal y específicamente en el juicio de amparo, atribuciones que tienden sustancialmente a que se observen o cumplan las normas constitucionales y legales en todos los casos en que el aludido funcionario tiene competencia para intervenir. Por otra parte, el procurador, individualmente considerado y con prescindencia de su carácter de jefe del Ministerio Público Federal, es el representante jurídico de la Federación y el consejero o asesor de su gobierno, teniendo, bajo estas calidades, la misión de defender los intereses y derechos de la entidad que representa. Ahora bien, como jefe de la citada institución, el procurador debe siempre actuar imparcialmente, sin tomar partido en favor de ninguno de los sujetos que contiendan en los procesos federales en que tenga intervención a guisa de "parte equilibradora"; y en cuanto a los juicios penales, debe obrar con la buena fe que debe distinguir al comportamiento jurídico social del Ministerio Público, titular exclusivo y excluyente de la función persecutoria de los delitos del orden federal. A través de la investidura mencionada, el procurador debe gozar de independencia en el sentido de no estar vinculado, en una relación de subordinación jerárquica, a ningún otro órgano del Estado y ni siquiera al Presidente de la República. Tampoco debe favorecer las pretensiones de ninguna de las partes en los procesos federales, pues entre éstas y dicho funcionario no debe existir ningún litisconsorcio activo o pasivo.



Ahora bien, las atribuciones del procurador como representante jurídico de la Federación involucran necesariamente esa vinculación y ese litisconsorcio y, por ende, la mencionada parcialidad. En efecto, el multicitado funcionario es inferior jerárquico inmediato del Presidente de la República, quien lo puede nombrar y remover libremente, y atendiendo a la índole misma de la representación jurídica Que ostenta, tiene la obligación de preservar y defender los













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intereses del Estado Federal, máxime si se toma en cuenta que es, además, el consejo jurídico de su gobierno. No es conveniente para el buen funcionamiento de las instituciones jurídicas y la consecución de las finalidades que persiguen, que en un mismo órgano estatal converjan funciones incompatibles, convergencia que se registra dentro del ámbito competencial del procurador, quien, por ser simultáneamente jefe del Ministerio Público Federal y representante jurídico de la Federación, siempre se encuentra ante un dilema potencial o actualizado. En efecto, la primera calidad lo constriñe a velar por el acatamiento cabal y la debida aplicación de las normas constitucionales y legales que deben servir de base para la solución atingente de las controversias jurídicas en que intervenga con legitimación distinta de la de las partes. Este deber lo tiene que cumplir a pesar de que su observancia signifique la afectación de los intereses de la Federación, y como al mismo tiempo es representante jurídico de esta entidad, tiene la obligación de pretender que los fallos que se dicten en los juicios en que su representada sea parte, sean favorables a ésta.

La incompatibilidad constitucional a que nos referimos fue señalada con toda precisión y con acopio de argumentos por el licenciado Luis Cabrera en una ponencia que presentó en el Congreso Jurídico Nacional celebrado durante el mes de septiembre de 1932 bajo el patrocinio de la Barra Mexicana de Abogados. En dicha ponencia, el mencionado jurista propugnó la escisión de las dos especies de funciones encomendadas al procurador, en el sentido de que se le relevara de la jefatura del Ministerio Público Federal y se adscribiera este cargo a otro funcionario distinto, para que aquél conservara las facultades inherentes a la mera representación jurídica de la Federación. El pensamiento de Cabrera, impregnado de irrebatibles razones y expuesto en expresiones claras, contundentes y a veces irónicas, no puede pasar inadvertido para todo aquel que aborde el tema que ocupa nuestra atención, pues a pesar del tiempo transcurrido desde que lo externó, las proposiciones que lo condensan y los argumentos que las apoyan no han dejado de tener una actualidad tan imperiosa que exige las reformas constitucionales sugeridas por tan célebre y sagaz personaje de nuestra historia posrevolucionaria. Por estos motivos consideramos indispensable entresacar de su importante y trascendental ponencia algunos párrafos en los que demuestra la incompatibilidad entre la función del procurador como jefe del Ministerio Público Federal en lo tocante a su intervención como parte en el juicio de amparo, y sus obligaciones como representante jurídico de la Federación y como consejero del gobierno federal.

Al respecto afirma Cabrera: "La función más trascendental de todas las que se han confiado al Ministerio Público es la de intervenir como parte en los juicios de amparo en que se trata de impedir la violación de garantías constitucionales.

La función del Ministerio Público en materia de amparo es, como he dicho antes, la más alta y la más trascendental de las que la ley le asigna, porque significa la intervención de ese órgano para vigilar que los tribunales apliquen la Constitución.

"Esta función en México es notoriamente incompatible con el carácter



















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de subordinación al Poder Ejecutivo, que tiene el Ministerio Público en su calidad de consejero jurídico y representante judicial del mismo Poder.



"El Procurador General de la República es además, conforme a la nueva Constitución el Consultor Jurídico del Gobierno.

"Esta novedad tan importante se debe a los sesudos estudios hechos por el señor Lic. Don.José Natividad Macías, como preporción al proyecto de Constitución presentado al Congreso Constituyente por el C. Dn. Venustiano Carranza.

"Este carácter de Consultor Jurídico del Gobierno es notoriamente incompatible con las funciones del Ministerio Público propiamente dichas, pues especialmente al intervenir el Ministerio Público en la materia de amparo no podría desempeñar el doble papel de defensor de la Constitución y de Consejero del Gobierno en actos que el mismo Poder Ejecutivo hubiera ejecutado, precisamente bajo el patrocinio y conforme a la opinión del Procurador General de la República en sus funciones de Consejero de Gobierno."

"En mi opinión debe reformarse la Constitución de la República en todo lo que se refiere a la composición del Poder Judicial y del Ministerio Público haciendo una verdadera revolución en la administración de justicia.

"Propongo, en consecuencia, las siguientes bases para modificar el artículo 102 constitucional. Adrede no he querido entrar en los detalles de redacción de las reformas mismas, porque en mi concepto esto no puede hacerse sino cuando se haya reformado la composición de la Suprema Corte de Justicia.

"I. El Ministerio Público debe ser una institución encargada exclusivamente de vigilar por el cumplimiento estricto de la Constitución y de las leyes.

"II. El Ministerio Público debe ser el guardián de los derechos del hombre y de la sociedad y el defensor de las garantías constitucionales, interviniendo en todos los asuntos federales de interés público y ejercitando las acciones penales con sujeción a la ley.

"III. El jefe del Ministerio Público debe ser designado por el Congreso de la Unión, ser inamovible y tener la misma dignidad que los Ministros de la Suprema Corte.

" IV. El Jefe del Ministerio Público debe formar parte de la Suprema Corte y hacerse oír en sus sesiones personalmente o por medio de delegados.

"V. El Ministerio Público debe ser independiente del Poder Ejecutivo y pagado dentro del presupuesto del Poder Judicial.

"Independientemente de la institución del Ministerio Público habrá un abogado o Procurador General de la Nación.

"1. El abogado general de la Nación será un órgano del Poder Ejecutivo y dependerá directamente del Presidente de la República con la categoría de Secretario de Estado.

"2. El abogado general representará a la Federación en los juicios en que ésta fuere parte, y a las diversas dependencias del Ejecutivo cuando éstas litiguen como actores o como demandados.

"3. El abogado general será el Consejo Jurídico del Gobierno y el jefe nato de los Departamentos Jurídicos de las diversas dependencias administrativas.

"4. Un consejero encabezado por el abogado general fijará las normas de interpretación oficial de las leyes para los efectos de su aplicación concreta por cada una de las Secretarías y Departamentos."





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B. Somera referencia histórica



Es pertinente recordar que el órgano del Estado que actualmente se llama "Procurador General de la República" en su carácter de representante jurídico de la Federación, remonta sus orígenes al fiscal de las Reales Audiencias del régimen jurídico-político de la Nueva España, funcionario a quien las Partidas del rey don Alfonso el Sabio definían como "Home que es puesto para razonar et defender en juicio todas las cosas et los derechos que pertenecen a la Cámara del Rey."



Según afirma Alfonso Noriega, "La figura del Fiscal fue llevada con facultades muy diversas y complejas a la organización de las Reales Audiencias, núcleo central de la organización política de las colonias españolas en América, creadas por los monarcas 'para que nuestros vasallos tengan quien los rija y. gobierne en paz y en justicia y que fueron, sin duda, tribunales de prestigio superior a las audiencias de España, no sólo por el esplendor desplegado por algunas, sino principalmente por su influjo decisivo para la prosperidad y administración de los territorios.

"El Fiscal de las Reales Audiencias era, según lo define un comentarista, 'la voz e imagen del rey', y de acuerdo con la Real Cédula de 29 de agosto de 1570, asistía a la audiencia, aunque no hubiese causas fiscales, y se sentaba en el tribunal al lado del oidor más moderno y debajo del dosel."



La representación del rey, de su cámara y patrimonio que tenía el fiscal en el derecho neoespañol como natural y lógica proyección del derecho peninsular o metropolitano, subsistió como figura jurídica durante el constitucionalismo mexicano hasta antes de la Constitución de 1917. En efecto, desde la Constitución de Apatzingán hasta la Ley Fundamental de 1857, el fiscal o los fiscales representaban los intereses del Estado y formaban parte integrante de los cuerpos judiciales supremos del país, sin haber tenido encomendada la facultad de perseguir los delitos ante los tribunales, pues ésta correspondía a los jueces instructores conforme al sistema inquisitivo. El artículo 96 de la Constitución de 57 simplemente dispuso que "Los funcionarios del Ministerio Público y el Procurador General de la República que ha de presidirlo serán nombrados por el Ejecutivo", y el Código de Procedimientos Federales de 1897 estableció que dicha institución estaría "a cargo del Procurador General de la Nación, del Fiscal de la Suprema Corte, de los Promotores de Circuito y de los de Distrito" (Art. 37). Si se examinan las atribuciones con que tal ordenamiento investía al Ministerio Público Federal (Arts. 64 a 67), cuyo cuadro se integraba con las facultades que correspondían a cada uno de los funcionarios que lo componían, se observará que en su mayoría convertían a esa institución en un mero agente del presidente de la República y de los secretarios de Estado ante











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los órganos judiciales federales, sin haber sido titular de la acción penal, pues ésta sólo la podía ejercitar el Fiscal "en grado" o sea, en instancias ulteriores a la primera "en los procesos instruidos contra los presuntos responsables de delitos de la competencia de los Tribunales de la Federación" (Art. 65, fracción III).



Con toda razón don Venustiano Carranza, en la exposición de motivos del proyecto constitucional que presentó ante el Congreso Constituyente de Querétaro el primero de diciembre de 1916, al criticar severamente el sistema judicial inquisitivo que imperaba para la persecución y averiguación de los delitos del orden federal o común, propugnó la creación de una verdadera institución del Ministerio Público que tuviese a su cargo por modo exclusivo y excluyente el ejercicio de la acción penal estableciendo el régimen acusatorio.



Dado el interés que ofrecen las razones que para apoyar estos objetivos adujo el ilustre varón de Cuatro Ciénegas, no nos podemos resistir a transcribirlas:

"Las leyes vigentes, dice, tanto en el orden federal como en el común, han adoptado la institución del Ministerio Público, pero tal adopción ha sido nominal, porque la {unción asignada a los representantes de aquél tiene carácter meramente decorativo para la recta y pronta administración de justicia.



"Los jueces mexicanos han sido, durante el periodo corrido desde la consumación de la independencia hasta hoy, iguales a los jueces de la época colonial: ellos son los encargados de averiguar los delitos y buscar las pruebas, a cuyo efecto siempre se han considerado autorizados a emprender verdaderos asaltos contra los reos, para obligarlos a confesar, lo que sin duda alguna desnaturaliza las funciones de la judicatura.



"La sociedad entera recuerda horrorizada los atentados cometidos por jueces que, ansiosos de renombre, veían con positiva fruición que llegase a sus manos un proceso que les permitiera desplegar un sistema completo de opresión, en muchos casos contra personas inocentes, y en otros contra la tranquilidad y el honor de las familias, no respetando, en sus inquisiciones, ni las barreras mismas que terminantemente establecía la ley.



. "La misma organización del Ministerio Público, a la vez que evitará ese sistema procesal tan vicioso, restituyendo a los jueces toda la dignidad y toda la respetabilidad de la magistratura, dará al Ministerio Público toda la importancia que le corresponde, dejando exclusivamente a su cargo la persecución de los delitos, la busca de los elementos de convicción, que ya no se hará por procedimientos atentatorios y reprobados, y la aprehensión de los delincuentes.



"Por otra parte, el Ministerio Público, con la policía judicial represiva a su disposición, quitará a los presidentes municipales y a la policía común la

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posibilidad que hasta hoy han tenido de aprehender a cuantas personas juzgan sospechosas sin más mérito que su criterio particular."

LOS SECRETARIOS DE ESTADO y JEFES DE DEPARTAMENTO

El depósito unipersonal de la función administrativa del Estado exige, por imperativos prácticos ineludibles, que el presidente sea auxiliado por diversos funcionarios que, a su vez, son jefes de las entidades gubernativas que tienen a su cargo la atención de todos los asuntos concernientes a los distintos ramos de la administración pública. En el sistema presidencial, esos funcionarios reciben el nombre de "secretarios del despacho" y las mencionadas entidades el de "Secretarías de Estado" en que prestan sus servicios múltiples funcionarios y empleados cuyas categorías están jerárquicamente organizadas en relaciones de dependencia. Estas "unidades burocráticas" tienen como superior





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jerárquico al secretario respectivo, quien es subordinado directo e inmediato del presidente.



La necesidad de que éste sea auxiliado en las diferentes y variadísimas actividades administrativas que en razón de su cargo tiene encomendadas, se prevé en el artículo 91 constitucional, que dispone que «Para el despacho de los negocios del orden administrativo de la Federación, habrá un número de secretarios que establezca el Congreso por una ley, la que distribuirá los negocios que han de estar a cargo de cada Secretaría." Esta fórmula otorga amplias facultades al órgano legislativo federal para variar no sólo el número, sino también la competencia administrativa de las citadas entidades y de los órganos que las componen, según los requerimientos cada vez más exigentes del Estado contemporáneo en el orden económico, social y cultural, sin que para lograr este objetivo sea menester reformar la Constitución en cada oportunidad que reclame dicha variación. Por ende, el Congreso, en una ley ordinaria, puede ejercitar tales facultades pero siempre respetando la competencia constitucional del presidente en lo que a las funciones administrativa, legislativa y jurisdiccional concierne. Esta restricción a la potestad congresional se justifica por cuanto que, sin ella, el Congreso podría llegar hasta sustituir el régimen presidencial por el parlamentario, creando una especie de "gabinete" y convirtiendo al presidente en un "primer ministro" cuyas atribuciones alteraría a discreción, con patente subversión del orden establecido por la Ley Fundamental. En efecto, el presidente está investido de facultades constitucionales en lo que a dichas tres funciones públicas atañe y que únicamente él puede desempeñar por modo personal, inmediato e indelegable. Por consiguiente, las citadas facultades, cuya reseña expusimos en el parágrafo IV que antecede, no pueden ser desplazadas en favor de ningún secretario del despacho por el Congreso de la Unión, siendo inconcuso, además, que tampoco dicho alto funcionario puede proyectarlas fuera de su propia y estricta competencia constitucional encomendando su ejercicio decisorio a ninguno de sus colaboradores. Relacionando el status de las facultades que la Constitución confiere al presidente con la potestad que tiene el Congreso para crear secretarías de Estado y fijar la correspondiente esfera de atribuciones en favor de sus órganos integrantes incluyendo a sus respectivos titulares, se llega a la conclusión de que el desempeño de tal potestad puede traducirse en la expedición de leyes administrativas en cuyos ramos se obvie la intervención presidencial, pero siempre que no se afecten por modo alguno las facultades que directamente la Constitución concede a dicho alto funcionario. En otras palabras, cualquier secretario puede ser legalmente autorizado para desplegar la función administrativa en los ramos de que se trate sin la injerencia del presidente, siempre que la Ley Suprema no reserve a éste el ejercicio personal, directo, inmediato e indelegable de esas facultades.



Sin embargo, no debe considerarse que esta hipótesis, que se registra con frecuencia en la legislación administrativa, signifique el quebrantamiento de la











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unipersonalidad del Ejecutivo que caracteriza al sistema presidencial conforme al orden constitucional mexicano, ya que, por ficción, todos los actos de los secretarios del despacho son referibles al presidente, en cuanto que éste, aunque no tuviese competencia legal para realizarlos, sí responde políticamente de ellos y de sus consecuencias en los diversos campos de su incidencia. Con base en esa ficción, don Cabina Fraga sostiene que, merced a ella, "los actos de un Secretario de Estado no pueden jurídicamente ser revisados en la vía jerárquica por el Presidente de la República, porque falta esa jerarquía desde el momento en que el acto del Secretario es acto del Presidente".



Corroborando mutatis mutandis tal referencia ficta, la jurisprudencia de la Suprema Corte ha establecido que "sostener" que la Ley de Secretarías de Estado encarga a la de Economía (hoy de Comercio) la materia de monopolios, y que esa ley, fundada en el artículo 90 de la Constitución, debe entenderse en el sentido de que dicha Secretaría goza de cierta libertad y autonomía en esta materia, es desconocer la finalidad de aquélla, que no es otra que la de fijar la competencia genérica de cada Secretaría, pero sin que por ello puedan actuar en cada materia sin ley especial, ni mucho menos que la repetida ley subvierta los principios constitucionales, dando a las Secretarías de Estado facultades que, conforme a la Constitución, sólo corresponden al titular del Poder Ejecutivo; es decir, que conforme a los artículos 92, 93 y 108 de la Constitución, los Secretarios de Estado tienen facultades ejecutivas y gozan de cierta autonomía en las materias de su ramo y de una gran libertad de acción, con amplitud de criterio para resolver cada caso concreto, sin someterlo al juicio y voluntad del Presidente de la República, es destruir la unidad del poder; es olvidar que dentro del régimen constitucional el Presidente de la República es el único titular del Ejecutivo, que tiene el uso y el ejercicio de las facultades ejecutivas; es, finalmente, desconocer el alcance que el refrendo tiene de acuerdo con el artículo 92 constitucional, el cual, de la misma manera que los demás textos relativos, no dan a los Secretarios de Estado mayores facultades ejecutivas ni distintas siquiera de las que al Presidente de la República corresponden".



Podría pensarse, contrariamente a las ideas expuestas, que los secretarios de Estado asumen responsabilidad jurídica y política propia y distinta de la del Presidente de la República a virtud del referendo a que alude el artículo 92 constitucional, que establece: "Todos los reglamentos, decretos y órdenes del presidente deberán estar firmados por el Secretario del Despacho encargado del ramo a que el asunto corresponda, y sin este requisito no serán obedecidos." Sin embargo, el refrendo, que más que una facultad es una obligación, no altera la situación en que los mencionados funcionarios están colocados, en el







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sentido de ser meros colaboradores del presidente, en quien sólo se deposita la función administrativa federal. El refrendo tradicionalmente ha sido, en Derecho privado y público, el medio por el cual se legaliza algún acto proveniente de los órganos estatales, dando fe de la autenticidad de la firma de la persona que funja como su titular. Desde este punto de vista, el secretario del despacho, como refrendatario de los actos presidenciales a que se refiere el artículo 92 de la Constitución, no es sino un simple autentificador de la firma del presidente que calce los documentos en que tales actos consten. El tratadista Felipe Tena Ramírez adscribe al refrendo secretarial otras dos finalidades que hace consistir en limitar la actuación presidencial y "trasladar la responsabilidad del acto refrendado, del jefe del gobierno al ministro refrendatario". La finalidad limitativa, que podría estribar en la ineficacia de los actos del presidente por negativa del refrendo según el precepto constitucional invocado, es más aparente que real, ya que, correspondiendo a este alto funcionario la facultad de nombrar y remover libremente a los secretarios del despacho (Art. 89, frac. II), bastarían la destitución del secretario reticente y la designación del sustituto adicto para que el consabido requisito de eficacia se satisficiera plenamente.

Así lo considera dicho autor al afirmar que " ... si un Secretario de Estado se niega a refrendar un acto del presidente, su dimisión es inaplazable, porque la negativa equivale a no obedecer una orden del superior que lo ha designado libremente y que en igual forma puede removerlo", añadiendo que "Es cierto que el Presidente necesita contar, para la validez (sic) de su acto, con la voluntad del Secretario del ramo, pero no es preciso que cuente con la voluntad insustituible de determinada persona, puesto que puede a su arbitrio mudar a las personas que integran su gabinete." De estas ideas concluye Tena Ramírez que "El refrendo, por lo tanto, no implica en nuestro sistema una limitación insuperable, como en el parlamentario; para ello sería menester que el Presidente no hallara a persona alguna que, en funciones de Secretario, se presentara a refrendar el acto. El refrendo, en el sistema presidencial, puede ser a lo sumo una limitación moral; cuando un Secretario de relevante personalidad pública no presta su asentimiento por el refrendo a un acto del Presidente, su negativa puede entrañar una reprobación moral o política que el Jefe del Ejecutivo, consciente de su responsabilidad, debe tenerlo en cuenta."



En lo que concierne a la otra finalidad del refrendo, consistente en la asunción de responsabilidad política por parte del secretario al otorgado, tampoco opera en nuestro sistema presidencial a consecuencia de la unipersonalidad del Ejecutivo, pues, como dice el mismo Tena Ramírez, "El Presidente es responsable, constitucional y políticamente, de los actos de sus Secretarios, quienes













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obran en nombre de aquél y son designados libremente por él mismo.” No debemos olvidar que la irresponsabilidad política de los secretarios del despacho existe sólo a- nivel jurídico, ya que en el ámbito de la facticidad estos funcionarios sí son políticamente responsables. Además, dicha irresponsabilidad no excluye la penal, que sí es jurídica, por los delitos del orden común y oficiales que puedan cometer, cuestión ésta que abordamos con antelación en esta misma obra.



Por otra parte, la irresponsabilidad jurídico-política de los secretarios deriva no sólo de la condición de ser meros colaboradores del presidente, sino de la circunstancia de que no están vinculados constitucionalmente con el Congreso, salvo el caso a que se refiere el artículo 93 de la Ley Suprema, que dispone:



"Los Secretarios del Despacho, luego que esté abierto el periodo de sesiones ordinarias, darán cuenta al Congreso del estado que guarden sus respectivos ramos agregando que cualquiera de las Cámaras podrá citarlos "para que informen, cuando se discuta una ley o se estudie un negocio relativo a su respectivo ramo."



La primera obligación que impone este precepto debe entenderse en el sentido de que se acostumbra cumplir por mediación del mismo presidente al rendir éste el informe a que se refiere el artículo 69 constitucional, pues, dentro del sistema presidencial no puede concebirse de otra manera. En efecto, si cada secretario por separado y sin la injerencia presidencial diese cuenta por sí mismo al Congreso del estado que guarde su respectivo ramo, se rompería la unidad de dicho sistema que reside en la unipersonalidad del Ejecutivo, pretiriéndose con ello al propio presidente, fenómenos que no se provocan con el cumplimiento de la segunda de tales obligaciones, puesto que su observancia estriba en una simple información técnica al Congreso "cuando se discuta una ley o se estudie un negocio" que concierna a cualquier Secretaría. En efecto, una cosa es «dar cuenta de algo ya realizado a quien tenga el derecho de pedida, lo que supone responsabilidad en quien la debe rendir, y otra informar a alguien de algo para que actúe. Aplicada esta distinción a los supuestos que prevé el artículo 93 de la Constitución, resulta que en el primero dar cuenta el Congreso funge como revisor de la administración pública a través de sus diferentes ramos, y en el segundo como órgano que, para realizar sus propias atribuciones, necesita la información adecuada que le deben proporcionar los secretarios.



La facultad de las Cámaras integrantes del Congreso de la Unión para citar a cualquier Secretario de Estado a efecto de que rinda información cuando se discuta una ley o se estudie por ellas un negocio relativo al ramo de que se trate, debe entenderse extensiva frente a cualquier otro funcionario administrativo federal, así como, principalmente, a los directores de organismos descentralizados y de empresas de participación estatal. La anterior aseveración se funda en el espíritu que alienta el artículo 93 constitucional en que dicha facultad se consagra, espíritu que se forma por la causa final del mencionado precepto. En efecto, la causa o motivo que determinó el establecimiento de









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la propia facultad consistió en que las Cámaras legisladoras deben estar bien informadas Para discutir las iniciativas de ley que se formulen en relación con cualquier ramo de la administración pública, a fin de que el ordenamiento que expidan recoja la temática y la problemática que se suscite en dicho ramo.



En la época en que se creó la Constitución de 1917, la administración pública estaba integrada por distintos ramos encomendados a diversas Secretarías de Estado. Por esta razón de carácter histórico, en el artículo 93 constitucional sólo se hizo mención de los Secretarios respectivos, pues no existían organismos descentralizados ni empresas de participación estatal encargadas de desempeñar importantes servicios socioeconómicos y culturales en beneficio de los sectores mayoritarios componentes del pueblo de México.



Las transformaciones sociales, económicas y culturales que ha experimentado nuestro país desde 1917 hasta la actualidad, han hecho surgir la necesidad de que el Estado, ya no sólo a través de las tradicionales Secretarías, sino mediante instituciones que él mismo crea, realice una actividad diversificada. Para desempeñarla ha instituido organismos descentralizados y concurrido con los Particulares en la formación de empresas de interés público en las que figura como socio mayoritario y como controlador de las funciones respectivas.



Si en cualquiera de las Cámaras del Congreso de la Unión se discute una iniciativa de ley cuya materia normativa esté constituida por cualquier ramo de servicio público que esté encomendado a alguna institución pública o alguna empresa de participación estatal, es absolutamente indispensable que los directores de tales entidades, aunque no sean Secretarios de Estado, sean citados para que proporcionen a los cuerpos legislativos la información necesaria para el desempeño adecuado, correcto y certero de su cometido.



Además de la razón histórica que explica por qué en el artículo 93 constitucional sólo se hablaba de Secretarios de Estado, y de la interpretación extensiva que a dicho precepto debe darse a efecto de que la facultad que éste contiene se proyecte a los directores de organismos descentralizados y de empresas de participación estatal, opera el principio jurídico que dice «donde existe la misma razón debe existir la misma disposición" para corroborar la extensividad mencionada.



No es óbice para sostener válidamente las anteriores conclusiones la circunstancia de que dicho artículo 93 constitucional sólo se refería a los Secretarios de Estado, pues la interpretación literal de un precepto normativo no siempre equivale a su interpretación exacta, la cual debe fundarse no en el texto empleado por el legislador, sino en el espíritu y en la esencia causal y teleológica del mismo que ya quedó expresada. En muchos casos, la interpretación literal de una ley conduce a conclusiones aberrativas. Así, si se interpretara literalmente el artículo 1 de nuestra Constitución, los titulares de las garantías que instituye únicamente serían los individuos o personas físicas, sin tener este carácter cualesquiera sujetos privados, públicos o sociales que gozan de las mismas y las que, por esta razón, desde hace muchos años y en nuestras modestas obras, clases y conferencias, hemos denominado "garantías del gobernado".







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La interpretación literal del artículo 93 constitucional condujo a la aparente necesidad de reformarlo para el efecto de que también los Jefes de Departamentos Administrativos y los Directores y Administradores de Organismos Descentralizados y Empresas de Participación Estatal tuviesen las obligaciones que dicho precepto impone a los Secretarios de Estado. La mencionada reforma la estimamos innecesaria por las razones que acabamos de exponer en líneas anteriores, toda vez que la interpretación teleológico-causal del invocado artículo 93 auspicia la conclusión de que éste, antes de modificarse, comprendía a los funcionarios distintos de dichos Secretarios.



Mediante una importante adición introducida al precepto invocado, derivada de la iniciativa presidencial de octubre de 1977, se facultó a cualquiera de las Cámaras del Congreso de la Unión para integrar comisiones tendientes a investigar el funcionamiento de los organismos paraestatales y para hacer del conocimiento del Ejecutivo Federal los resultados de las investigaciones.



Dicha adición está concebida en los siguientes términos: "Las Cámaras, a pedido de una cuarta parte de sus miembros tratándose de los diputados, y de la mitad, si se trata de los senadores, tienen la facultad de integrar comisiones para investigar el funcionamiento de dichos organismos descentralizados y empresas de participación estatal mayoritaria. Los resultados de las investigaciones se harán del conocimiento del Ejecutivo Federal."



En la exposición de motivos de la citada iniciativa presidencial, se aducen razones muy atendibles que justifican la adición de referencia. "El desarrollo económico experimentado por el país en los últimos años, dice, ha provocado el crecimiento de la Administración Pública, fundamentalmente del sector paraestatal, multiplicándose el número de organismos descentralizados y empresas de participación estatal. Acorde con el propósito de la reforma administrativa y con los ordenamientos que de ella han surgido, se hace necesario buscar fórmulas que permitan poner una mayor atención y vigilar mejor las actividades de dichas entidades.



"Con el fin de que el Congreso de la Unión coadyuve de manera efectiva en las tareas de supervisión y control que realiza el Poder Ejecutivo sobre las corporaciones descentralizadas y empresas de participación estatal, se agrega al artículo 93 de la Constitución, un nuevo párrafo, que, en caso de ser aprobado, abre la posibilidad de que cualquiera de las dos Cámaras pueda integrar comisiones que investiguen su funcionamiento, siempre y cuando lo solicite la tercera parte de sus miembros tratándose de los diputados, y de la mitad si se trata de los senadores. Esta facultad se traducirá en nuevos puntos de equilibrio entre la Administración Pública y el Poder Legislativo.



"Los resultados de las investigaciones se harán del conocimiento del Ejecutivo Federal; éste será el que determine las medidas administrativas y el deslinde de las responsabilidades que resulten. De esta manera se conservan intactas las facultades del propio Ejecutivo, relativas a la dirección del sector paraestatal de la Administración Pública. sin que resulte quebrantado el principio de separación de poderes."





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Las consideraciones transcritas son lo suficientemente explícitas para justificar la adición mencionada que se practicó al artículo 93 constitucional. Abundando en las ideas que la informan, debemos recordar que los organismos paraestatales, es decir, los descentralizados y las empresas de participación del Estado, implican en la actualidad un sector muy importante en la actividad socioeconómica de México. Su patrimonio y los ingentes recursos que manejan convierten a dichos organismos en factores de suma trascendencia •para la vida del país. Aunque estrictamente no forman parte de la administración pública propiamente dicha, o sea, en su connotación clásica y formal, sus actividades sí inciden en diferentes ramos conectados estrechamente con dicha administración. A pesar de que su creación ha obedecido a un imperioso fenómeno de descentralización o desconcentración administrativa, el funcionamiento' de dichos organismos está controlado por el Ejecutivo Federal y ahora, como consecuencia de la indicada adición constitucional, por las Cámaras que componen el Congreso de la Unión.



Fácilmente se advierte que con motivo de dicho control, los indicados cuerpos legislativos' ya no solamente reciben información de los directores de los organismos paraestatales, sino que pueden ejercitar facultades investigatorias acerca de sus actividades y situación financiera, con el objeto de excitar al Presidente de la República para que, en su caso, tome las medidas pertinentes en el supuesto de que, de la averiguación que se practique, resulten anomalías e incluso responsabilidades de carácter civil o penal para sus funcionarios.



En cuanto a los Jefes de Departamento, su situación no ofrece diferencias sustanciales frente a los Secretarios del Despacho, pues unos y otros son meros colaboradores del presidente y su designación y remoción dependen de su exclusiva voluntad. Desde el punto de vista teórico, la divergencia entre el Secretario y el Jefe de Departamento consistía en que el primero tenía la facultad de refrendar los actos presidenciales y estaba vinculado con el Congreso o con alguna de sus cámaras integrantes en los términos del artículo 93 constitucional, mientras que el segundo carecía de tal facultad y vinculación. Así, el artículo 92 de la Ley Fundamental, antes de su reforma publicada el 21 de abril de 1981, establecía que "Los reglamentos, decretos y órdenes del presidente, relativos al Gobierno del Distrito Federal y a los Departamentos Administrativos, serán enviados directamente por el presidente del gobernador del Distrito y al jefe del Departamento respectivo."



Se suele argumentar, además, que la distinción entre "Secretaría de Estado" y







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"Departamento Administrativo" obedece a que la importancia del ramo que a aquélla pertenece es mayor que la del que corresponde a éste. Si este criterio puede ser atendible desde un punto de vista práctico, no existe ninguna razón jurídica que justifique tal distinción, pues dentro del sistema presidencial tanto los secretarios del despacho como los jefes de dichos departamentos son simples colaboradores del presidente." quien puede designar y remover libremente a unos y otros. Tampoco hace valedera la mencionada distinción, la diversidad de actividades que en el Congreso de Querétaro se supuso que debía existir entre las realizables por una secretaria y las desplegables por un departamento administrativo, pues ambos tipos de entidades desarrollan dentro de su respectivo ramo la administración pública del Estado en funciones técnica, política y económicamente coordinadas que no admiten ninguna separación dinámica tajante que rompa la situación de igualdad jurídica que debe existir entre todos los colaboradores inmediatos y directos del presidente.

RESPONSABILIDAD DEL PRESIDENTE

Durante el tiempo de su encargo el titular del Poder Ejecutivo Federal sólo puede ser acusado de traición a la Patria y delitos graves del orden común. Así lo dispone el párrafo segundo del artículo 108 constitucional. Sin embargo, la persona que haya ocupado este elevado cargo ya no goza, evidentemente, de este fuero inmunidad, que únicamente lo tiene el presidente durante el período de ejercicio de sus funciones como tal.



Ahora bien, la responsabilidad del ex-presidente puede originar un juicio político, una investigación y procesos penales o un juicio civil-constitucional, conforme a las consideraciones que a continuación exponemos.



a) El llamado ''Juicio político" contra un ex-presidente es evidentemente inútil o estéril en atención a la exigua pena con que los hechos que lo motiven están sancionados. El "juicio político" se inicia ante la Cámara de Diputados, la cual, de considerarlo procedente, se puede erigir en Jurado de Acusación 'ante la Cámara de Senadores, que es el órgano encargado de pronunciar el fallo correspondiente, según lo establecen claramente los artículos 109, fracción I y 110 párrafos tercero, cuarto y quinto de la Constitución. Las aludidas sanciones simplemente consisten "en la destitución del servidor público de que se trate y en su inhabilitación para desempeñar funciones, empleos, cargos o comisiones de cualquier naturaleza en el servicio público". Claramente se advierte que estas sanciones, tratándose de un ex-presidente, son imprácticas por no decir absurdas, puesto que a la persona que haya dejado de ser titular del Poder Ejecutivo Federal no se le puede destituir, y en cuanto a dicha inhabilitación, ésta será innocua, pues a tal persona no se le ocurriría sensatamente ocupar un cargo en el servicio público notoriamente inferior al de la Presidencia de la República.









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b) Por lo que concierne a la responsabilidad penal de un ex-presidente, su exigencia, por conducto del Ministerio Público, tendría que basarse en la comprobación plena de los hechos delictivos que la hagan surgir y en pruebas idóneas que acrediten su probable responsabilidad en su comisión. Debe advertirse, por otro lado, que si bien es cierto que el Presidente de la República, durante el tiempo de su 'encargo, sólo puede ser acusado por traición a la Patria y por delitos graves del orden común, la persona que hubiese tenido dicho carácter, ya como simple ciudadano, sí puede ser acusado por cualquier delito que hubiese perpetrado durante su gestión presidencial, aunque, como ya se dijo, el ejercicio de la acción penal en su contra debe fundarse en las condiciones anteriormente apuntadas, que son de muy difícil satisfacción.



c) Contra un ex-presidente, a nuestro entender, no debe promoverse ningún juicio político ni tampoco presentarse ninguna denuncia penal sin las pruebas idóneas que la apoyen. Dicha responsabilidad, distinta de la "política" y de la "penal", es de carácter constitucional, según lo demostraremos a continuación.

El artículo 87 de la Constitución establece que al asumir su cargo, el Presidente prestará ante el Congreso de la Unión o ante la Comisión Permanente, en los recesos de aquél, la protesta consistente en "guardar y hacer guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes que de ella emanen, y desempeñar leal y patrióticamente el cargo de Presidente de la República", gobernando "en todo por el bien y prosperidad de la Unión", en la inteligencia de que si faltare a este ingente compromiso, la Nación puede demandado.



La violación a este terminante y enfático precepto constitucional y de la obligación que involucra, se manifiesta en lo que genéricamente se denomina "mal gobierno", no sólo en lo que respecta a las infracciones Constitucionales en que el ex-presidente pudo haber incurrido durante su encargo, sino en los graves daños y perjuicios que su actuación hubiese causado al pueblo derivados de actos, informes y declaraciones engañosas, torpes o dolosos manejos financieros, olvido o desatención de los problemas que afectan a las grandes mayorías de la población, asunción de una política económica y social contraria a los intereses nacionales, protección de los grupos económicos minoritarios mexicanos o extranjeros, y en general, empobrecimiento del país y descrédito de éste frente a la comunidad internacional, generando pobreza, endeudamiento, malestar, zozobra, temor y desconfianza en los diversos ámbitos de la vida del pueblo.



Cuando los anteriores fenómenos se registran durante un sexenio presidencial, el ex-presidente respectivo debe responder ante la Nación, la cual, como entidad damnificada, tiene derecho de exigir la responsabilidad consiguiente. Esta responsabilidad se manifiesta en la obligación de resarcir los daños nacionales con los bienes que puedan integrar el patrimonio personal del ex-presidente. Así lo declara, en efecto, el artículo 1928 del Código Civil Federal que dispone: "B Estado tiene obligación de responder de los daños causados por sus funcionarios en el ejercicio de las funciones que les estén encomendadas. Esta responsabilidad es subsidiaria y sólo podrá















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hacerse efectiva contra el Estado, cuando el funcionario directamente responsable no tenga bienes, o los que tenga no sean suficientes para responder del daño causado".



La Nación, que es una persona moral así concebida jurídicamente por el artículo 25 fracción I de dicho Código, y que equivale heterodoxamente a la Federación, está representada por el Procurador General de la República en todos los negocios en que sea parte, según lo prescribe el artículo 102 constitucional en su apartado A, parágrafo cuarto. En otras palabras, es dicho Procurador el que tiene la obligación de promover contra el ex presidente responsable, violador del artículo 87 de la Constitución, el juicio respectivo ante el Juez de Distrito competente, substanciable según las disposiciones conducentes del Código Federal de Procedimientos Civiles. Contra el fallo que dicho Juez Federal emita procederá la apelación ante la Suprema Corte de Justicia conforme a lo establecido en la fracción III del artículo 105 constitucional.



La invocación de los susodichos preceptos revelan indudablemente que nuestra Constitución señala el camino jurídico para exigir la responsabilidad del ex-presidente derivada del desacato del artículo 87 de nuestra Ley Suprema; y aunque dicho ex-funcionario no tenga ostensiblemente bienes propios o los que aparezcan a su nombre sean notoriamente insuficientes para garantizar los graves daños que su mal gobierno haya causado a la Nación, la declaración que formule la Suprema Corte de Justicia sobre la referida responsabilidad, figuraría en la historia política y jurídica de México como un hecho relevante que pudiere servir de admonición para evitar ad-futurum la repetición de los "malos gobiernos presidenciales".



Es evidente que las anteriores consideraciones inciden en el ámbito jurídico deontológico. Es indudable, además, que pudieren ser quiméricas e imposibles de aplicarse a nuestra realidad política, en la que, por desgracia, los ex-presidentes se vuelven intocables por la protección que su sucesor en turno les acostumbra impartir, quizá por vía de gratitud, cautela, precaución o temor. Sin embargo, este síntoma del presidencialismo, que ha sido causa de muchos problemas nacionales, de su agravación y de su falta de solución, podría erradicarse si el Procurador General de la República, como una especie de defensor del pueblo y de representante de la Nación fuese independiente y no subordinado, como hasta ahora ha acontecido, del Presidente de la República que tiene la facultad de nombrarlo y removerlo libremente. Mientras esta subordinación subsista, el artículo 87 de la Constitución no deja de ser una mera declaración romántico-política que se formula en la ceremonia de la toma de posesión presidencial, pero que se olvida durante todo un sexenio. El día en que el Procurador Federal no sea nombrado, ni removido libremente, por el Presidente, surgiría un importante freno para el desarrollo del antidemocrático presidencialismo. Habría que reflexionar, por tanto, sobre la implantación de un nuevo sistema designativo del Procurador de la República que garantizara su independencia y confiabilidad. Sobre este tópico podría sugerirse que dicho funcionario cambiara de denominación y que se llamara, verbigracia, "Defensor de la Nación" para actuar en nombre de ella en los juicios,















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procesos o controversias en que sea parte, como en el caso del artículo 87 constitucional. Su designación podría hacerla el Senado de entre una lista de juristas que le presentara, por ejemplo, la Facultad de Derecho de la UNAM y que reunieran las mismas cualidades requeridas para ser ministro de la Suprema Corte, aboliéndose, además, la facultad presidencial de libre remoción. De esta manera se desvincularía al Presidente de la República de la procuración de justicia en cuyo ámbito no debiera actuar, ya que esta función no es administrativa sino ejercitable en la esfera jurisdiccional a la que el Ejecutivo Federal debe ser ajeno. Estas proposiciones generales asegurarían la efectividad real de la responsabilidad constitucional del Presidente prevista en el invocado artículo 87 y contribuirían a sanear el gobierno presidencial y eliminar la impunidad de quienes lo hayan desempeñado.



Por otra parte, debe hacerse la observación de que cualquier persona física o moral tiene el derecho de pedir por escrito y de manera pacífica y respetuosa al Procurador de la República, que ejercite en nombre de la Nación la acción indemnizatoria a que se ha hecho referencia, teniendo dicho funcionario la obligación de contestar, también -por escrito, la citada solicitud, dando a conocer la respuesta en breve término a la peticionaria conforme a lo dispuesto en el artículo 8 de la Constitución. En el supuesto de que se omita tal respuesta o ésta no sea congruente con lo pedido, la parte solicitante podrá promover el juicio de amparo ante el juez de Distrito competente por violación al invocado precepto.



En resumen, y como se habrá advertido de las consideraciones anteriores, nuestro sistema constitucional y legal sí permite someter a juicio a cualquier ex-presidente sin necesidad de reforma jurídica alguna.

LAS FACULTADES CONSTITUCIONALES DEL PRESIDENTE

A. Facultades legislativas

a) Consideraciones previas



Hemos dicho que dentro de la dinámica política y social de los pueblos no es posible adoptar rígidamente el principio de división o separación de poderes, en el sentido de que cada una de las funciones del Estado -la ejecutiva, legislativa y judicial- se deposite en tres categorías diferentes, de órganos de autoridad que por modo absoluto y total agoten su ejercicio con independencia o aislamiento unos de otros, de tal manera que el órgano ejecutivo no pueda desempeñar la función legislativa ni la judicial, que el órgano legislativo sólo deba crear leyes y que los órganos judiciales únicamente puedan realizar la función jurisdiccional. Bajo esta concepción estricta, y por ello impráctica o absurdamente utópica, no puede entenderse ni comprenderse el consabido principio. Entre las diversas clases de órganos estatales existen múltiples relaciones jurídico-políticas que suelen denominarse de supraordinación, regidas primordialmente por el ordenamiento constitucional y que, al actualizarse, generan una colaboración entre dichos órganos y suponen una interdependencia entre ellos como fenómenos sin los cuales no podría desarrollarse la vida Institucional de ningún Estado. Por esta razón, si bien es cierto que la función legislativa en grado o dimensión mayoritaria, no total, corresponde a los órganos que con vista de ella se denominan "legislativos" (Congreso de la Unión entre nosotros), también es verdad que en su ejercicio excepcional o el proceso en que se desarrolla interviene un órgano que no es primordial o prístinamente legislativo, sino ejecutivo (Presidente de la República conforme a nuestro orden constitucional). El poder legislativo, entendido como función, no como órgano, puede desempeñarse, en consecuencia, bajo cualquiera de las formas apuntadas, por el Poder Ejecutivo en la acepción orgánica del concepto, es decir, por el individuo en quien este poder, a título de actividad estatal, se deposita y que de acuerdo con nuestra Constitución se llama "Presidente de la República" (Art. 80).



Estas breves consideraciones plantean la cuestión consistente en determinar es son las facultades legislativas del presidente, bien traducidas en la creación de normas jurídicas abstractas, generales e impersonales, o bien reveladas en la

















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Injerencia que dicho funcionario tiene en el proceso de su elaboración. De ahí que las mencionadas facultades pueden clasificarse en dos grandes grupos, a saber: las de creación normativa y las de colaboración en el proceso legislativo. En el primer caso, es el Presidente de la República el legislador y en el segundo el colaborador del Congreso de la Unión en la tarea constitucional que éste tiene encomendada para expedir leyes sobre las materias que integran su órbita competencial.



b) El presidente como legislador



1. El artículo 49 de la Constitución y como excepción al principio de división o separación de poderes que consagra, establece que únicamente en los dos casos a que nos vamos a referir el Congreso de la Unión puede conceder facultades extraordinarias al Ejecutivo Federal para legislar, o sea, que en ellos éste puede fungir como legislador.



El primero de ellos se contrae al supuesto consignado en el artículo 29 constitucional, es decir, cuando se presente una situación de emergencia en la vida institucional normal del país, provocada por las causas que el propio precepto prevé. Según dijimos, previa la suspensión de garantías, el Congreso de la Unión puede otorgar al Presidente de la República autorización para tomar todas las medidas que estime necesarias a objeto de hacer frente a dicha situación; y es obvio que tales medidas no sólo pueden ser de carácter administrativo, sino legislativo. En esta hipótesis, el Ejecutivo Federal se convierte en legislador extraordinario con capacidad por sí mismo, sin la concurrencia de ningún otro órgano del Estado, para expedir leyes, o sea, normas jurídicas abstractas, generales e impersonales, cuyo conjunto forma lo que se llama "legislación de emergencia" con vigencia limitada a la duración o subsistencia de la situación anómala o emergente.



El segundo de los casos apuntados estriba en que el Congreso puede conceder al Presidente de la República facultades extraordinarias para legislar conforme a lo dispuesto en el segundo párrafo del artículo 131 de la Constitución, esto es, para expedir leyes que aumenten, disminuyan o supriman las cuotas de las tarifas de exportación e importación, que restrinjan o prohíban las importaciones, las exportaciones y el tránsito de productos, artículos y efectos, a fin de regular el comercio exterior, la economía del país, la estabilidad de la producción nacional, o de realizar cualquier otro propósito en beneficio del país". A través de esta última expresión, la disposición constitucional que comentamos, si no se interpreta restrictivamente, en el sentido de que sólo debe regir en el ámbito económico que implica su materia de regulación, podría significar el quebrantamiento del principio de división de poderes, pues daría lugar a que el Congreso de la Unión otorgara facultades extraordinarias al Ejecutivo Federal para dictar leyes tendientes a obtener "cualquier beneficio" para el país, lo que convertiría al Presidente de la República en un legislador con facultades dilatadísimas que no se compadecen con dicho principio. El propósito de realizar "cualquier beneficio" debe circunscribirse, por tanto, a los objetivos económicos que la misma disposición constitucional señala, ya que éstos implican su causa final, fuera de la que no tendría justificación ni legitimación alguna.







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2. Independientemente de que, previas las autorizaciones congresionales en los casos apuntados, el presidente puede expedir leyes, también la Constitución lo inviste con la facultad legislativa directamente, sin la intervención del Congreso, para reglamentar la extracción y utilización de las aguas del subsuelo "que pueden ser libremente alumbradas mediante obras artificiales" por el dueño del terreno donde broten, así como para establecer zonas vedadas respecto de dichas aguas y de las de propiedad nacional (Art. 27 const., párrafo quinto). La citada reglamentación inconcusamente debe contenerse en ordenamientos legales, o sea, en actos jurídicos abstractos, impersonales y generales llamados "leyes", debiéndose contraer estrictamente el cuadro normativo de éstas al alcance constitucional de dicha facultad presidencial, ya que, en el supuesto de que lo rebasara, se invadiría por el presidente la órbita competencial del Congreso de la Unión, órgano que tiene la atribución para legislar "sobre el uso y aprovechamiento de las aguas de jurisdicción federal" (Art. 73, frac. XVII). Aparentemente la facultad presidencial y la congresional a que nos acabamos de referir se encuentran en contradicción; sin embargo, la interpretación sistemática de las disposiciones constitucionales que las consagran las demarcan claramente, evitando su interferencia. En efecto, el presidente puede reglamentar la extracción y aprovechamiento de las aguas del subsuelo de terrenos particulares expidiendo las leyes respectivas, sin poder legislar sobre tales actos en relación con las aguas de propiedad nacional, pues en lo que concierne a éstas sólo puede establecer zonas vedadas. Por lo contrario, el Congreso tiene facultad, conforme al precepto constitucional invocado, para dictar toda clase de leyes sobre "aguas de jurisdicción federal", es decir, distintas de las que broten en predios pertenecientes a sujetos diversos de la nación, cuya propiedad hidrológica se establece en el párrafo quinto del artículo 27 de la Ley Suprema.



c) El presidente como colaborador en el proceso legislativo



Tres son los actos jurídicos-políticos mediante los cuales el Presidente de la República interviene en el proceso de elaboración legislativa, a saber: la iniciativa, el veto y la promulgación.



1. El primero de ellos entraña la facultad de presentar proyectos de ley ante cualquiera de las Cámaras que componen el Congreso de la Unión, para que, discutidas y aprobadas sucesivamente en una y otra, se expidan por éste como ordenamientos jurídicos incorporados al derecho positivo. Es obvio que dicha facultad comprende la de proponer modificaciones en general a las leyes vigentes sobre cualquier materia de la competencia federal de dicho Congreso o de la que tiene como legislatura local para el Distrito Federal. Asimismo, implica la potestad de formular iniciativas de reformas y adiciones constitucionales, a efecto de que, previa su aprobación por el Congreso de la Unión, se incorporen a la Ley Fundamental de conformidad con lo establecido en su artículo 135.













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La facultad de iniciar leyes que el artículo 71, fracción 1, de la Constitución, otorga al Presidente de la República siempre se ha estimado como un fenómeno de colaboración legislativa del Ejecutivo para con los órganos encargados de su expedición. En México todas las constituciones que han regido lo previeron, pues se ha considerado con toda justificación que es dicho funcionario quien, por virtud de su diaria y constante actividad gubernativa, está en contacto con la realidad dinámica del país y quien, por ende, al conocerla en los problemas y necesidades que afronta, es el más capacitado para proponer las medidas legales que estime adecuadas a efecto de resolverlos y satisfacerlas. Además, y esto acontece frecuentemente en la práctica, los proyectos de ley que emanan del Presidente de la República, por el mejor conocimiento de causa que su formulación supone, son los que menos errores, absurdos o aberraciones contienen, permitiendo su confección serena y desapasionada una mejor sistematización de las normas que comprende, sin motivarse, por lo general, en la demagogia política que suele matizar a los que provienen de los diputados o senadores.



Debe observarse, por otra parte, que la colaboración presidencial en las tareas del Congreso o de cualquiera de sus Cámaras integrantes concierne no sólo a la función legislativa, sino también a la político-administrativa de tales órganos, que se traduce en la expedición de decretos en sentido material, según se advierte del artículo 71 constitucional en su fracción i.



2. El veto, que procede del verbo latino "vetare", o sea, "prohibir", "vedar" o "impedir", consiste en la facultad que tiene el Presidente de la República para hacer observaciones a los proyectos de ley o decreto que ya hubiesen sido aprobados por el Congreso de la Unión, es decir, por sus dos Cámaras componentes. El veto presidencial no es absoluto sino suspensivo, es decir, su ejercicio no significa la prohibición o el impedimento insuperable o ineludible para que una ley o decreto entren en vigor, sino la mera formulación de objeciones a fin de que, conforme a ellas, vuelvan a ser discutidos por ambas Cámaras, las cuales pueden considerarlas inoperantes, teniendo en este caso el Ejecutivo la obligación de proceder a la promulgación respectiva.



Así se deduce claramente de los incisos b) y c) del artículo 72 constitucional que ordenan:



"b) Se reputará aprobado por el Poder Ejecutivo todo proyecto no devuelto con observaciones a la Cámara de su origen, dentro de diez días útiles; a no ser que, corriendo este término, hubiere el Congreso cerrado o suspendido sus sesiones, en cuyo caso la devolución deberá hacerse el primer día útil en que el Congreso esté reunido.



"c) El proyecto de ley o decreto desechado en todo o en parte por el Ejecutivo será devuelto, con sus observaciones, a la Cámara de su origen. Deberá ser discutido de nuevo por ésta, y si fuese confirmado por las dos terceras partes del número total de votos, pasará otra vez a la Cámara revisora. Si por ésta fuese sancionado por la misma mayoría, el proyecto será ley o decreto y volverá al Ejecutivo para su promulgación."



El veto puede oponerse por el Presidente de la República a cualquier ley o

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decreto que hubieren sido aprobados por el Congreso de la Unión, salvo que se trate de resoluciones de este organismo o de alguna de las dos Cámaras que lo forman, "cuando ejerzan funciones de cuerpo electoral o de jurado, lo mismo que cuando la Cámara de Diputados declare que debe acusarse a uno de los altos funcionarios de la Federación por delitos oficiales", sin que tampoco pueda ejercitarse respecto de la convocación a sesiones extraordinarias que expida la Comisión Permanente (Art. 72, inciso j) ).



Débese recordar, a mayor abundamiento, que según el mismo artículo 72, in capite, no procede el veto presidencial respecto de proyectos de ley o decretos emanados del ejercicio de las facultades exclusivas que competen a cada una de las Cámaras que integran el Congreso de la Unión señaladas en los artículos 74 y 76 constitucionales. Es evidente que, por lo que concierne a los actos unicamerales no se sustancia el procedimiento que indican los párrafos que componen dicho precepto, entre los cuales, como figura culminatoria, es el veto presidencial, conclusión a que se llega de la simple lectura de su texto.



Se presenta el problema consistente en determinar si el veto presidencial sólo es ejercitable tratándose de leyes ordinarias aprobadas por el Congreso de la Unión, o si también puede desempeñarse en lo que atañe a las reformas y adiciones constitucionales que dicho Congreso haya acordado.



La doctrina norteamericana, al interpretar la disposición equivalente a nuestro artículo 135 constitucional en la Carta fundamental de los Estados Unidos, considera que el Presidente no puede vetar ninguna modificación o adición que el legislativo federal haya introducido a la Ley Fundamental.



Entre nosotros, don José María del Castillo Velasco sostiene que: el Poder Ejecutivo no tiene injerencia en la discusión de las adiciones y reformas, ni le está concedido el derecho de concurrir a su examen con su opinión ni sus observaciones. Al poder legislativo, ejercido por el Congreso de la Unión, y las legislaturas de los Estados es a quien exclusivamente corresponde hacer las adiciones y reformas. "El ejecutivo concurre a la formación de las leyes por la ciencia de los hechos que en él se supone; pero cuando el pensamiento de la reforma constitucional es adoptado por la opinión pública; cuando la conciencia del pueblo se declara en favor de una adición o reforma, no hay otro hecho que conocer, ni es necesaria la ciencia del poder ejecutivo. La voluntad del Soberano se hace sentir en el congreso y en las legislaturas, y la adición o la reforma tiene que verificarse. El poder ejecutivo en su calidad de poder administrativo hace observaciones a las leyes por lo que éstas puedan afectar a la administración, pero los principios constitucionales no se subordinan, sino que por el contrario, ésta tiene que subordinarse a aquéllos."



Nosotros no participamos de las anteriores opiniones, pues a nuestro parecer el Presidente de la República sí está constitucionalmente facultado para ejercitar





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su facultad de veto tratándose de reformas y adiciones a la Constitución. En efecto, la facultad de iniciar leyes que en favor de dicho alto funcionario establece la fracción I del articulo 71 constitucional, comprende, a nuestro entender, no sólo los ordenamientos secundarios, sino también a cualquier modificación constitucional, ya que ésta sustancialmente es una norma jurídica abstracta, impersonal y general, o sea, una ley en sentido lato. Además, en muchas ocasiones las transformaciones o los cambios sociales exigen imperativamente la introducción, en la Constitución, de importantes enmiendas o adiciones, fenómeno que, por lo demás, se ha registrado frecuentemente en México. Ahora bien, el órgano estatal que por virtud de sus funciones está mejor capacitado para detectar la variadísima problemática que dichas transformaciones o cambios sociales provocan, es el Presidente como supremo administrador del Estado. Seria incongruente con la extensión e índole de las atribuciones presidenciales, que el Presidente no pudiese iniciar ante el Congreso de la Unión leyes o decretos que involucrasen reformas o adiciones a la Constitución, lo que, por otra parte, contrastaría con lo que en la realidad mexicana acontece con regular periodicidad.



De estas consideraciones se concluye que si el Presidente de la República puede proponer enmiendas constitucionales, también puede vetar las que haya acordado el Congreso de la Unión, antes de la intervención de las legislaturas de los Estados en el procedimiento reformativo o aditivo correspondiente en los términos del artículo 135 de nuestra Ley Fundamental.



El veto remonta sus orígenes hasta el régimen jurídico público romano, en que los tribunos del pueblo podían oponerlo a todo proyecto de ley que amenazara la independencia de la nación o que lesionara sus derechos o intereses. Su ejercicio se conoce con el nombre de "intercessio", al cual aludimos en nuestra obra El Juicio de Amparo, ratificando las consideraciones que a este respecto exponemos en ellas. En nuestro país, al Ejecutivo por tradición constitucional, se le ha reconocido la facultad vetatoria desde la Constitución española de Cádiz, que estuvo vigente en las postrimerías del régimen colonial, hasta la Constitución de 1917, pasando por la de Apatzingán (Art. 128), la Federal de 1824 (Arts. 55 y 56), la Centralista de 1826 (Arts. 35, 36 y 37 de la ley tercera) y la de 1857 ( Art. 71), pues su justificación es evidente por los motivos y razones que legitiman desde un punto de vista teórico-práctico la potestad presidencial de iniciar leyes y decretos, a la cual el veto complementa.



3. La promulgación es el acto por virtud del cual el Presidente de la República ordena la publicación de una ley o un decreto previamente aprobados por el Congreso de la Unión o por alguna de las Cámaras que lo integran. "Promulgar" es equivalente a "publicar", por lo que con corrección conceptual y terminológica la Constitución emplea indistintamente ambos vocablos en su artículo 72. La promulgación implica un requisito formal para que las leyes o decretos entren en vigor, debiendo complementarse, para este efecto, con el refrendo al acto promulgatorio que otorgan los Secretarios de Estado a que











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corresponda el ramo sobre el que versen, sin cuyo refrendo no asumen fuerza compulsaría (Art. 92 const. ). La promulgación no es una facultad, sino una obligación del presidente (Art. 89, frac. 1), y su incumplimiento origina que una ley o un decreto no entren en vigor por no satisfacerse el requisito formal que entraña. Ahora bien, ¿cómo puede constreñirse constitucionalmente al Ejecutivo a cumplir dicha obligación? La ley o el decreto no promulgados ¿cómo pueden adquirir vigencia si el presidente se niega o rehusa ordenar su publicación?



La protesta que otorga el presidente al asumir su cargo de guardar y hacer guardar la Constitución (Art. 87) le impone un deber cuyo quebrantamiento no tiene sanción alguna durante el desempeño de sus funciones, ya que en los términos del artículo 108 constitucional, sólo puede ser acusado por traición a la patria y delitos graves del orden común. Por consiguiente, el incumplimiento de la obligación que tiene de promulgar las leyes y decretos del Congreso de la Unión no origina acusación alguna, aunque implique la desatención de dicho deber y una grave violación constitucional. Tampoco el Congreso tiene a su disposición medios jurídicos para compelerlo al cumplimiento de tal obligación. Sin embargo, creemos que ante la negativa o rehusamiento presidencial, el acto promulgatorio, o sea, la publicación de una ley o decreto, puede asumirse por el Congreso de la Unión obviando al Ejecutivo. Conforme al procedimiento establecido por el artículo 72 constitucional, una ley o decreto se• estiman aprobados al agotarse éste, aunque el presidente no los promulgue. Pues bien, si dicho Congreso tiene la facultad de-expedir leyes o decretos en las materias que expresamente la Constitución coloca dentro de su órbita competencial, debe concluirse que tiene también la de hacerlos publicar para su observancia, si el presidente no lo hace. Suponer que el citado organismo carece de ella sería tanto como supeditar su actuación a la voluntad del Ejecutivo, quien por el solo hecho de rehusar a realizar el acto promulgatorio haría inútil toda la función legislativa, rompiendo el principio de división de poderes y reduciendo al Congreso a la inutilidad. La afirmación de que el Congreso no puede ordenar la publicación de las leyes y decretos que expida en el caso de que el Ejecutivo incumpla la obligación de promulgarlos, se antoja francamente absurda y desquiciante del orden constitucional, entrañando el peligro de la inmovilidad legislativa. Debe subrayarse que en la hipótesis de que el Congreso ordene la publicación a que nos referimos, no se requiere refrendo alguno, pues éste sólo significa un requisito de observancia de los actos presidenciales conforme al artículo 92 constitucional.



d) El presidente como titular de la facultad reglamentaria



Esta facultad está concebida en la siguiente fórmula que emplea la fracción 1 del artículo 89 constitucional: "Proveer en la esfera administrativa a la exacta observancia de las leyes que expida el Congreso de la Unión." Proveer significa hacer acopio de medios para obtener o conseguir un fin. Este consiste, conforme a la disposición invocada, en lograr "la exacta observancia", o sea, el puntual y cabal cumplimiento de las leyes que dicte dicho Congreso. Sin















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embargo, creemos que dicha facultad sólo la debe ejercer el Presidente de la República en la esfera administrativa, esto es, en todos aquellos ramos distintos del legislativo y jurisdiccional. En otras palabras, no puede desempeñarse en relación con leyes que no sean de contenido material administrativo, es decir, que no se refieran a los diferentes ramos de la administración pública estrictamente considerada. De acuerdo con esta idea, el presidente no tiene capacidad constitucional para proveer a la exacta observancia de leyes que no correspondan a este ámbito, sino a la esfera de los poderes legislativo y judicial. En efecto, las leyes, según lo hemos aseverado reiteradamente, son normas jurídicas abstractas, generales e impersonales que regulan la actividad de los diferentes órganos del Estado entre sí o frente a los gobernados, así como las relaciones entre particulares o entre entidades de diverso tipo socioeconómico que no despliegan el jus imperii. Su aplicación se encomienda por ellas mismas a distintas autoridades estatales que pueden ser formalmente administrativas, judiciales o inclusive legislativas. Ahora bien, únicamente cuando los órganos estatales de aplicación o cumplimiento de las leyes sean de carácter administrativo, puede el Presidente de la República desempeñar la consabida facultad y no, por exclusión, en los casos en que tal aplicación o cumplimiento correspondan a órganos de carácter legislativo o judicial. Así, verbigracia, este alto funcionario no puede ejercerla tratándose de las leyes que rijan las funciones del mismo Congreso de la Unión o de alguna de sus Cámaras ni de las que regulen las de las autoridades judiciales, pues en estos casos, la normación pertenece a dicho organismo legislativo, traducida en lo que se llama "leyes reglamentarias".



El ejercicio de la facultad presidencial de que tratamos se manifiesta en la expedición de normas jurídicas abstractas, generales e impersonales cuyo objetivo estriba en pormenorizar o detallar las leyes de contenido administrativo que dicte el Congreso de la Unión para conseguir su mejor y más adecuada aplicación en los diferentes ramos que regulan. Por ello, dicha facultad se califica como materialmente legislativa aunque sea ejecutiva desde el punto de vista formal y se actualiza en los llamados "reglamentos heterónomos" que, dentro de la limitación apuntada, sólo el Presidente de la República puede expedir, pues ningún otro funcionario, y ni siquiera los secretarios de Estado o jefes de Departamento, tienen competencia para elaborarlos.



La jurisprudencia de la Suprema Corte ha definido con claridad la naturaleza de los reglamentos heterónomos, así como la facultad presidencial para expedirlos. Dice al respecto nuestro máximo tribunal: "El artículo 89, fracción 1 de nuestra Carta Magna, confiere al Presidente de la República tres facultades: a) La de promulgar las leyes 'que expida el Congreso de la Unión; b) La de ejecutar dichas leyes; y c) •La de proveer en la esfera administrativa a su exacta observancia, o sea la facultad reglamentaria. Esta última facultad es la que determina que el ejecutivo pueda expedir disposiciones generales y abstractas













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que tienen por objeto la ejecución de la ley, desarrollando y complementando en detalles las normas contenidas en los ordenamientos jurídicos expedidos por el Congreso de la Unión. El reglamento es un acto formalmente administrativo y materialmente legislativo; participa de los atributos de la ley, aunque sólo en cuanto ambos ordenamientos son de naturaleza impersonal, general y abstracta. Dos características separan la ley del reglamento en sentido estricto: este último emana del ejecutivo, a quien incumbe proveer en la esfera administrativa a la exacta observancia de la ley, y es una norma subalterna que tiene su medida y justificación en la ley. Pero aun en lo que aparece común en los dos ordenamientos, que es su carácter general y abstracto, sepárense por la finalidad que en el área del reglamento se imprime a dicha característica, ya que el reglamento determina de modo general y abstracto los medios que deberán emplearse para aplicar la ley a los casos concretos."



Por otra parte, el mismo Alto Tribunal, al través de su Segunda Sala , ha sustentado el criterio de que dentro de la facultad reglamentaria con que está investido el Presidente figura la potestad de u crear autoridades que ejerzan las atribuciones asignadas por la ley de la materia a determinado organismo de la administración pública" .



La heternomía de los reglamentos implica no sólo que no pueden expedirse sin una ley previa a cuya pormenorización normativa están destinados, sino que su validez jurídico-constitucional depende de ella, en cuanto que no deben contrariarla ni rebasar su ámbito de regulación. Así, al igual que una ley secundaria no debe oponerse a la Constitución, un reglamento no debe tampoco infringir o alterar ninguna ley ordinaria, pues ésta es la condición y fuente de su validez a la que debe estar subordinado.



"Esta subordinación del reglamento a la ley, dice Tena Ramírez, se debe a que el primero persigue la ejecución de la segunda, desarrollando y completando en detalle las normas contenidas en la ley. No puede, pues, el reglamento exceder el alcance de la ley ni tampoco contrariarla, sino que debe respetarla en su letra y en su espíritu. El reglamento es a la ley lo que la leyes a la Constitución, por cuanto la validez de aquél debe estimarse según su conformidad con la ley. El reglamento es la ley, en el punto en que ésta ingresa en la zona de lo ejecutivo; es el eslabón entre la ley y su ejecución, que vincula el mandamiento abstracto con la realidad concreta."



La necesaria subordinación del reglamento heterónomo a la ley respectiva implica también, lógicamente, que si ésta se abroga, deroga o modifica, aquél experimenta los mismos fenómenos. En el caso de la abrogación legal, el reglamento queda sin aplicabilidad, puesto que se extingue, aunque no exista declaración expresa sobre esta extinción. De la misma manera, si la ley se deroga, el reglamento debe entenderse derogado en lo que concierne a aquellos





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preceptos que pormenoricen las disposiciones derogadas de la ley, registrándose el mismo fenómeno en cuanto a las modificaciones o reformas legales.



Las anteriores consideraciones, fundadas estrictamente en la lógica jurídica, tienen su innegable razón en el principio de que el Presidente de la República, titular de la facultad reglamentaria, no puede convertirse, motu proprio, en legislador tratándose de dicho tipo de reglamentos. Esta conversión operaría si, al desaparecer total o Parcialmente la ley reglamentada por su abrogación o derogación, o al modificarse o reformarse, se estimaran vigentes y aplicables los ordenamientos reglamentarios respectivos en su totalidad o en las disposiciones relacionadas con los preceptos legales derogados o reformados, circunstancia que a su vez implicaría elevar indebida e inconstitucionalmente tales ordenamientos a la categoría de verdaderas leyes formalmente consideradas.



La ineficacia de los reglamentos heterónomos, en las hipótesis que se acaban de plantear, ha sido proclamada por el Primer Tribunal Colegiado del Primer Circuito en Materia Administrativa, al sustentar el criterio que, dada su importancia, nos permitimos transcribir: "La facultad reglamentaria del Presidente de la República se ha desprendido tradicionalmente de la fracción primera del artículo 89 de la Constitución Federal, que lo faculta para proveer en la esfera administrativa a la observancia de las leyes. Ahora bien, de eso se desprende, a su vez, que esa facultad no le es otorgada por el legislador ordinario, pero también que no puede expedirse un reglamento sin que se refiera a una ley, y se funde precisamente en ella para proveer en forma general y abstracta en lo necesario a la aplicación de dicha ley a los casos concretos que surjan. O sea que sin ley no puede haber reglamentos, en principio, excepto en aquellos casos en que la propia Constitución Federal autoriza al Presidente a usar en forma autónoma su facultad reglamentaria, como lo es, por ejemplo, el caso de los reglamentos gubernativos y de policía a que se refiere el artículo 21 constitucional. Pero fuera de esos casos de excepción, el estimar que el Presidente está facultado para dictar disposiciones reglamentarias generales, con características materiales de leyes, aun cuando esos reglamentos no se encuentren apoyados o dirigidos a reglamentar precisamente una ley que lo sea también en sentido formal, es decir, emanada del Congreso, equivaldría a dar facultades legislativas al Presidente de la República, en contravención a lo dispuesto en los artículos 49, 73 y relativos de la mencionada Constitución. Así pues, un reglamento sólo puede tener validez legal cuando está dirigido a proveer a la aplicación de una ley concreta, a cuyos mandamientos debe ceñirse, por lo demás, sin poderlos suprimir, modificar ni ampliar en su sustancia. Y, en consecuencia, al ser abrogada la ley en que se apoyaba la validez de un reglamento, éste queda también automáticamente sin materia y, por ende, sin vigencia, pues no podría subsistir un reglamento al abrogarse la ley reglamentada, ya que ese reglamento vendría a implicar una facultad legislativa autónoma del Presidente de la República, que la Constitución no le da. Por lo demás, si una leyes abrogada, quedan sin vigencia sus reglamentos. Y si se dicta una nueva ley, que es la que abrogó a la anterior, el Presidente de la República deberá expedir un nuevo reglamento adecuado a la nueva ley o, si estima que subsiste parcialmente la materia legislativa, por contener la nueva ley disposiciones que en parte resulten iguales a las de la ley anterior abrogada, deberá









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decretarse en un nuevo acto reglamentario la vigencia del en lo que no contradiga a la nueva ley. Por otra parte, mismo Poder Legislativo, ya que si puede poner en vigencia, ordenar que se mantengan vivos los reglamentos anterior e lo que no contradiga a la nueva ley."



La facultad reglamentaria con que está investido el Presidente de la República no se agota en la expedición de reglamentos heterónomos idea hemos expuesto. También se desarrolla en lo que concierne a los reglamentos autónomos" que son los de policía y buen gobierno de lo 21 constitucional. Estos últimos no especifican o pormenorizan de una ley preexistente para dar las bases generales ésta deba aplicarse con más exactitud en la realidad, sine establecen una regulación a determinadas relaciones o aunque tales reglamentos no detallen las disposiciones de una ley propiamente dicha, ésta debe autorizar su expedición para normar la; generales que tal autorización comprenda. En otras palabro una cierta normación a través de sus diferentes disposición de la República incumbe la facultad reglamentaria para pormenorizar estas mediante reglas generales, impersonales y abstractas a fin de administrativa su exacta observancia en los términos del artículo 89, fracción I, de la Constitución, en cuyo caso se está en presencia de los heterónomos, los que, para tener validez jurídica, no debe de las prescripciones legales reglamentadas. Estos reglamentos, evidentemente, no son de policía ni gubernativos, por lo que no están comprendidos dentro de lo preceptuado por el artículo 21 constitucional.



Por otra parte, y según lo acabamos de decir, la ley puede por sí misma no establecer ninguna regulación, sino contraerse a señalar lo que se faculte al Presidente de la República o a los gobernadores de los Estados, dentro del Distrito Federal o de la entidad federativa correspondiente, para formular su reglamentación. Esta, por ende, no se revela pormenorización de disposiciones legales preexistentes, sino como normación per-se simplemente autorizada por la ley, normación que se implica en los llamados reglamentos autónomos que son precisamente los de policía y gubernamental citado precepto de nuestra Constitución.



Ahora bien, ¿hasta qué punto puede una ley autoriza la administrativa sin que haya delegación de facultades legislativas a favor del Presidente de la República que sea contraria a los artículos 49 y 29 constitucionales? En otros términos, ¿cuáles son las materias en que una ley se contraiga a autorizar los llamados “reglamentos autónomos", es decir, los gubernativos y de policía?



En el orden federal, el Congreso de la Unión tiene facultades expresas consignadas en la Constitución de la República para expedir las diversas materias a que ésta se refiere. Por tanto, en tales materias es dicho























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organismo d que debe establecer la normación correspondiente, sin que pueda desplazar como facultad legislativa en favor del Presidente de la República fuera de los casos contemplados por los artículos 49 y 29 constitucionales. Dicho alto funcionario está habilitado, conforme al artículo 89, fracción I, de nuestra Ley Suprema, para pormenorizar la normación que se contenga en las leyes expedidas por el Congreso de la Unión a través de los reglamentos correspondientes, sin que éstos tengan el carácter de reglamentos de policía y gubernativos. Dicho de otra manera, cualquier reglamento sobre alguna materia que esté comprendida dentro del ámbito legislativo federal del Congreso de la Unión, no puede tener dicha naturaleza. En conclusión, en el orden federal no pueden existir reglamentos gubernativos ni de policía, sino sólo ordenamientos que traduzcan una pormenorización de las leyes expedidas por dicho Congreso. Suponer lo contrario equivaldría a admitir los siguientes fenómenos inconstitucionales: a) delegación de facultades legislativas en favor del Presidente de la República fuera de los casos previstos por los artículos 49 y 29 de la Ley Fundamental (es decir, si el Congreso de la Unión se abstiene de normar por si mismo las diferentes materias de su competencia federal, autorizando simplemente a dicho funcionario para regularlas); b) invasión por parte del presidente de la República a la esfera competencial del Congreso de la Unión con quebranto del principio de la separación de poderes, en caso de que, sin estar autorizado por dicho organismo, expida reglamentos sobre las materias cuya ordenación incumbe a éste; e) usurpación de las facultades reservadas a las autoridades de los Estados con violación al artículo 124 constitucional, en la hipótesis de que el "Jefe" del Poder Ejecutivo Federal reglamente por si mismo materias cuya regulación no corresponda al Congreso de la Unión por no tener éste facultades expresas consignadas en la Ley Suprema; y, en general, violación a la competencia constitucional del mencionado alto funcionario.



Por lo que concierne al Distrito Federal, el problema que hemos planteado se complica, pues como para dicha entidad' el Congreso de la Unión tiene facultades legislativas de carácter reservado, o sea, para expedir leyes sobre materias que no sean del orden federal, sin que la competencia local de dicho organismo esté fijada constitucionalmente, ¿en qué casos de normación debe existir un ordenamiento legal propiamente dicho y en cuáles otros es posible que se autorice la expedición de reglamentos gubernativos y de policía en favor del Presidente de la República como gobernador nato del Distrito Federal ?



Conforme a la fracción VI, inciso primero, del artículo 73 constitucional, (f El gobierno del Distrito Federal estará a cargo del Presidente de 14 República, quien lo ejercerá por conducto del órgano u órganos que determine la ley respectiva." El concepto de "gobierno" a que dicha disposición alude debe estimarse en su acepción funcional, es decir, como la acción o la potestad de guiar o dirigir a la población que integra el elemento humano de dicha entidad federativa para obtener su bienestar, para satisfacer sus necesidades o para evitar su damnificación. La actividad gubernativa tiene como su jeto teleológico a la comunidad misma o a los individuos que en número ilimitado la componen y debe desempeñarse con el objeto de presentar o de beneficiar











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los intereses públicos. Dentro de esta finalidad, el gobierno se ejerce a través de diversas funciones específicas, a efecto de conseguir tales propósitos en las diferentes materias que constituyan el ámbito de incidencia de dichos intereses. Así, la acción gubernativa debe tender a evitar o reprimir cualquier acto o situación que altere la paz o tranquilidad pública; a velar por la salubridad colectiva; a procurar la seguridad común en diferentes aspectos; a proteger la moralidad de la población; a obtener y conservar la belleza de las villas o ciudades; a facilitar los medios económicos para el sustento de la comunidad tratando de aliviar las necesidades públicas o haciendo posible su mejor satisfacción; y, en general, a impedir la causación de un daño público, a colmar urgencias colectivas o a procurar un bienestar común. Por tanto, el Presidente de la República, a cuyo cargo está el gobierno del Distrito Federal, es decir, su dirección o rectoría, puede lograr cualesquiera de dichos objetivos mediante actos administrativos propiamente tales o a través de actos materialmente legislativos, o sea abstractos, generales e impersonales, los cuales no son otros que los reglamentos gubernativos y de policía. Estos, en consecuencia, tienen como materia de regulación cualquier actividad o situación que está vinculada directamente con alguno de los mencionados objetivos gubernamentales, pudiendo establecerse, en la normación reglamentaria, obligaciones o prohibiciones a cargo de 108 particulares, cuyo no cumplimiento o cuya transgresión signifiquen sendos obstáculos para la obtención de cualquiera de las citadas finalidades de interés colectivo. Quedan, por ende, fuera de la órbita material de los reglamentos gubernativos y de policía y dentro de la esfera competencial del Congreso de la Unión en su carácter de órgano legislativo para el Distrito Federal, los casos en que no se trate simplemente de dirigir o encauzar la actividad gubernamental en consecución de cualquiera de los referidos objetivos, y especialmente aquellos que conciernan a la normación de las relaciones de coordinación entre particulares, a la previsión de los delitos del orden común, a la imposición de tributos o contribuciones públicas y a la organización y funcionamiento de la actividad jurisdiccional. Ahora bien, teniendo el Congreso de la Unión amplias facultades legislativas en lo que respecta al Distrito Federal sobre materias que no compongan expresamente su esfera de competencia federal, puede por sí mismo establecer la normación para cualquier función gubernativa expidiendo las leyes correspondientes o contraerse a señalar los casos generales en que el Presidente de la República puede elaborar los reglamentos gubernativo" y de policía en los términos apuntados, sin que ello impida a dicho organismo asumir, a su vez, la función legislativa sobre los propios casos.



En la actual organización del Distrito Federal, por lo que atañe a la función administrativa, Se acogen las ideas generales que primeramente hemos externado. En efecto, según la base segunda de la fracción VI del artículo 73 constitucional, el Congreso de la Unión debe determinar, a través de la ley respectiva, el órgano u órganos mediante los cuales el Presidente de la República deba ejercer el gobierno de dicha entidad federativa. Pues bien, en cumplimiento de tal prevención de nuestra Constitución, el Congreso Federal expidió la Ley













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Orgánica del Departamento del Distrito Federal, creando diferentes órganos de gobierno mediante los cuales el Presidente de la República desempeña la función gubernativa correspondiente, misma que se ejerce en los casos señalados por dicha ley y por conducto de diversas dependencias (direcciones), cuya actividad está centralizada en un funcionario llamado "Jefe del Departamento del Distrito Federal". Ahora bien, el citado ordenamiento, al determinar las materias de la función gubernamental dentro de la mencionada entidad federativa, en algunas de sus disposiciones establece expresamente que dicha función debe desplegarse mediante reglamentos. Consiguientemente, es la mencionada Ley Orgánica la que, al organizar y regular para el Distrito Federal la actividad gubernativa que ejerce el "Jefe" del Ejecutivo Federal, atribuye a dicho funcionario la facultad de expedir reglamentos, o sea, disposiciones de carácter general, abstracto e impersonal, mediante las cuales desarrolla el gobierno de dicha entidad federativa. Tal facultad reglamentaria puede desempeñarse sin que previamente exista una ley que por sí misma establezca la normación a las distintas materias gubernativas previstas en la Ley Orgánica del Departamento del Distrito Federal, por lo que los reglamentos que con tal motivo se elaboren tienen una naturaleza autónoma, pues sólo se autorizan en el indicado ordenamiento legal.



Ahora bien, tratándose del régimen interior de los Estados, sus respectivas constituciones pueden prever (y así acontece en la realidad) facultades reglamentarias en favor de los gobernadores y cuyo ejercicio se traduce en la expedición de reglamentos heterónomos o autónomos. Por consiguiente, la demarcación de dichas facultades por lo que a unos otros atañe, responde a las ideas que brevemente se han expuesto. Debemos enfatizar que a las legislaturas locales no les es dable despojarse de sus atribuciones legislativas para desplazarlas hacia el gobernador, por lo que los reglamentos heterónomos de los Estados deben siempre reconocer, para su validez jurídica, una ley preexistente, y los autónomos una autorización general que en los ordenamientos legales locales secundarios o en las constituciones particulares se contenga. Suponer lo contrario implican quebrantar el principio de división o separación de poderes y que también es imperativo para los Estados, en el sentido de que sus constituciones deben consagrar lo. De no ser así, éstas violarían la supremacía de la Constitución Federal que, en los términos de su artículo 41, las supedita a sus mandamientos.



B. Facultades administrativas



La órbita competencial del presidente se compone primordialmente de facultades administrativas, en cuyo ejercicio este alto funcionario realiza actos administrativos de muy variada índole. El conjunto de estos actos integra la función administrativa, la cual, en su implicación dinámica, equivale a la administración pública del Estado. En ocasiones anteriores hablamos indiferenciadamente de "función ejecutiva" y "función administrativa", empleando ambas locuciones como sinónimas para distinguirlas de la "función legislativa" y de la "función jurisdiccional" . Esa sinonimia no encierra ningún desacierto si se





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toma en cuenta que dentro de un régimen de derecho, en el que impera como condición sine qua non el principio de legalidad lato sensu (que comprende el de constitucionalidad -superlegalidad según Maurice Hauriou- y el de legalidad stricto sensu), la función administrativa siempre debe desplegarse mediante la aplicación o ejecución, estricta o discrecional, de las normas jurídicas abstractas, impersonales y generales que componen dicho régimen. Sin embargo, esta aplicación o ejecución también se realizan necesariamente como medios para producir actos jurisdiccionales, o sean, los que dirimen o resuelven cualquier cuestión contenciosa. Por ende, en rigor lógico-jurídico, la ejecución, en su acepción de aplicación normativa, se traduce en un medio para emitir actos administrativos y actos jurisdiccionales, es decir, para desempeñar las funciones públicas respectivas, por lo que estrictamente no debiera identificarse la administrativa con la ejecutiva. No obstante, prescindiendo de este rigorismo, en el lenguaje y en la conceptuación jurídica se usan indistintamente las expresiones e ideas de "función administrativa" y "función ejecutiva", obedeciendo esta última dicción a la .tradicional diferencia entre lo "ejecutivo" por una parte, y lo "legislativo" y "judicial" por la otra. Estas reflexiones, que pudieran antojarse bizantinas, nos han impulsado a preferir la locución "facultades administrativas del presidente" sobre la de "facultades ejecutivas" del mismo funcionario, aunque en otras ocasiones las hayamos empleado como equivalentes siguiendo la clásica terminología jurídica.



Ahora bien, el acto administrativo denota un concepto genérico de carácter formal dentro del que caben múltiples actos materialmente específicos que se distinguen entre sí por su diferente motivación y teleología. Ese concepto significa que el acto administrativo, independientemente de su contenido material, se caracteriza por los elementos concreción, particularidad y personalidad frente a los actos legislativos o leyes, y respecto de los actos jurisdiccionales, que también ostentan los mismos elementos, en que, a diferencia de éstos, no resuelven ninguna cuestión controvcrtida. Fácilmente se advierte, por inferencia lógica, que la competencia administrativa del presidente se forma con todas aquellas facultades que lo autorizan para realizar actos de variada sustancia material que no importen solución contenciosa alguna y que presenten los elementos mencionados.













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Si a nuestro parecer las ideas de "función administrativa" y de "administración" se conciben claramente como conjunto de actos administrativos en los términos en que someramente acabamos de exponer el concepto respectivo, en la doctrina descubrimos criterios divergentes para definidas. No corresponde a la temática de la presente obra comentar las distintas definiciones que sobre "función administrativa" se han formulado, concretándose a recordar que ésta se suele distinguir de la "función política" para concluir que el presidente, según desempeñe una u otra, actúa como administrador o como órgano político del Estado.



Aludiendo a esta distinción, don Gabino Fraga hace esta interesante reflexión: "Se habla con frecuencia, dice, de actos de gobierno y de actos políticos como si se tratara de una particular actividad del Estado, no comprendida en algunas de las funciones que hemos definido, habiéndose llegado a afirmar que la actividad de gobierno es una cuarta actividad del Estado, que existe al lado de la legislación, la justicia y la administración.



"Se afirma que esta actividad es la que realiza el Poder en su calidad de órgano gubernativo o político, por medio de actos de soberanía que excluyen la idea de normas legales a las cuales haya de sujetarse, y la de intervención de tribunal que la controlen, oponiéndolo así a la actividad administrativa que se realiza bajo un orden jurídico y es susceptible de discutirse en la vía jurisdiccional."



Para ilustrar estas ideas, el citado jurista acude a la ejemplificación y dice que "cuando el Ejecutivo propone a la Comisión Permanente la convocación a sesiones extraordinarias, cuando convoca a elecciones en los casos del artículo 84 constitucional, cuando nombra los secretarios de Estado, cuando designa, en los términos constitucionales, ministros de la Suprema Corte de Justicia, está obrando como órgano político, pues sólo con ese carácter puede intervenir en el funcionamiento y en la integración de los poderes públicos", enfatizando, sin embargo, que "todos los actos que así ejecuta son sustancialmente actos administrativos, y lo que les da un sello especial es el elemento formal de emanar de un órgano político".



Por nuestra parte, reiteramos que el acto administrativo, como acto de autoridad que claramente se distingue del acto legislativo y del acto jurisdiccional conforme a los atributos que con antelación señalamos, puede comprender diferentes actos de contenido específico como los llamados "políticos". Lo "político" es• una de tantas motivaciones y finalidades que pueden no sólo tener los actos administrativos, sino también los legislativos, posibilidad que elimina, por ilógica, la distinción que aduce la doctrina. Pudiendo tener el acto administrativo una variada materialidad causal y teleológica, ésta no altera su naturaleza, es decir, no excluye ninguno de sus elementos característicos que ya hemos indicado. Así, tan administrativos son los actos de índole "política" que ejemplifica Fraga, como los que consisten en otorgar o negar una licencia, permiso o concesión, en cualquier decreto expropiatorio o en toda orden o acuerdo









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para ejecutar alguna obra pública. Todos estos actos son administrativa por la sencilla tazón de que son concretos, particularizados y personalizados, o sea, no tienen como atributos la abstracción, generalidad e impersonalidad que peculiarizan a las leyes, y, además, porque no dirimen ninguna controversia o conflicto jurídico preexistente, distinguiéndose así de los actos jurisdiccionales. Por consiguiente, todos los actos que constitucional y legalmente puede realizar el presidente, distintos de los que como legislador excepcional o como colaborador en el proceso legislativo desempeña y de los jurisdiccionales que insólitamente puede emitir, son actos administrativos que, a su vez, tienen diferente contenido, determinado por diversa motivación y teleología. Como ya dijimos, en aras del principio de juridicidad, tales actos, que en su conjunto desarrollan la función administrativa; deben traducir el ejercicio de alguna facultad que integre la competencia constitucional o legal del presidente. Nos contraeremos a examinar la primera, ya que el estudio de la segunda es un tema de Derecho Administrativo que no nos incumbe abordar en la presente obra.



Las facultades administrativas constitucionales de dicho funcionario no se encuentran sistemáticamente clasificadas, pues las disposiciones de nuestra Ley Suprema en que tales facultades se consagran se refieren a ramos distintos de la órbita en que se ejercen las funciones presidenciales sin seguir un criterio lógico, por lo que intentaremos agruparlas en la forma que a continuación exponemos.



a) Facultades de nombramiento



El presidente puede designar libremente a los secretarios del Despacho y a los oficiales del Ejército, Armada y Fuerza Aérea nacionales (Art. 89, fracs. II y V). Tratándose de los ministros, agentes diplomáticos y cónsules generales, coroneles y oficiales superiores de tales cuerpos armados, empleados superiores de Hacienda y Procurador de la República, el presidente puede nombrarlos, pero para que el nombramiento surta sus efectos se requiere la aprobación del Senado o de la Comisión Permanente, en su caso. (ldem, fracs. III, IV, XVII y XVIII). En cuanto a los ministros de la Suprema Corte, el presidente debe presentar una terna ante el Senado para que éste haga el nombramiento respectivo.



b) Facultades de remoción



Estas facultades las puede ejercitar el presidente libremente en lo que concierne a los secretarios del Despacho y a los agentes diplomáticos y empleados superiores de Hacienda. La remoción de los empleados burocráticos federales no la puede hacer el presidente "ad libitum", sino con causa justificada, según lo ordena la fracción IX del apartado B del artículo 123 constitucional, en relación con la fracción II del artículo 89.



















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c) Facultades de defensa y seguridad nacionales



Estas facultades las tiene el Presidente de la República como jefe del Ejército, Guardia Nacional, Armada y Fuerza Aérea, incumbiéndole el mando supremo de estos cuerpos para hacer frente a la grave responsabilidad que tiene a su cargo, en el sentido de defender al Estado mexicano, a su territorio y población contra agresiones exteriores y de asegurar el mantenimiento de las instituciones del país ante trastornos interiores (Art. 89, frases. VI y VII). Congruentemente con estas facultades, dicho alto funcionario está también investido con la de declarar la guerra en nombre de México "previa ley del Congreso de la Unión" (ídem, frac. VIII).



d) Facultades en materia diplomática



Conforme a ellas (Art. 89, frac. X) el presidente es el director de la política internacional de México y sólo a él compete definirla, dictando cualesquiera medidas que tiendan a establecer y mantener las relaciones de nuestro país con todas las naciones del orbe sobre la base del respeto recíproco de su independencia, libertad y dignidad, así como las que propendan a fomentar el intercambio comercial con ellas mediante la celebración de tratados y convenios cuya aprobación incumbe al Senado (Arts. 76, frac. I, y 133 Constitucionales) y no al Congreso reunido, como indebidamente lo dispone la fracción X del artículo 89.



e) Facultades de "relación política"



El presidente, en la situación constitucional de interdependencia y colaboración que ocupa frente al Congreso de la Unión, siempre está en constantes relaciones con este órgano del Estado. En la doctrina de Derecho Público estas relaciones han sido consideradas como "políticas", término que, por ser inadecuado, lo hemos sustituido por los vocablos "de supraordinación". Tales relaciones se producen por distintos actos que en el desempeño de sus facultades realiza el mencionado funcionario, principalmente frente al Congreso, a las Cámaras que lo componen y a la Comisión Permanente. Entre esos actos destacan los que consisten en la iniciativa y el veto de las leyes, así como en la excitativa a dicha Conclusión para que convoque al Congreso a sesiones extraordinarias (Arts. 89, frac. XI, y 79, frac. IV).



















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f) Facultades en relación con la justicia



Es obligación presidencial facilitar al Poder Judicial los auxilios que sus órganos requieran para el expedito ejercicio de sus funciones (Art. 89, frac. XII) mediante la suministración de la fuerza pública necesaria a efecto de que los jueces y tribunales puedan hacer cumplir coactivamente sus determinaciones en cada caso concreto.



Además, corresponde al presidente "conceder, conforme a las leyes, indultos y a los reos sentenciados por delitos de competencia de los tribunales federales y a los sentenciados por delitos del orden común en el Distrito Federal". El indulto a que esta disposición constitucional se refiere es el llamado «por gracia", no el necesario, o sea, el que se puede otorgar en los casos en que el interesado "hubiese prestado importantes servicios a la Nación" (Art. 558 del Código Federal de Procedimientos Penales y 612 del Código Adjetivo Penal para el Distrito Federal) .



g) Facultades generales de administración pública



La fracción XX del artículo 89 constitucional dispone que el presidente tendrá las facultades y obligaciones que expresamente le confiera la propia Constitución, distintas de las brevemente reseñadas. Ahora bien, el ámbito más amplio de atribuciones presidenciales se demarca por lo establecido en la fracción de dicho precepto, que faculta al citado funcionario para proveer en la esfera administrativa, a la exacta observancia de las leyes que expida el Congreso de la Unión. Esta facultad, que al mismo tiempo importa una obligación, la puede desempeñar el presidente mediante la formulación de normas jurídicas abstractas generales e impersonales que en cada ramo de la administración pública configuran los reglamentos heterónomos a los cuales hicimos referencia con antelación. Ahora bien, la facultad reglamentaria no impide que el presidente provea a la exacta observancia de las leyes que dicte el Congreso, a través de acuerdos, decretos o resoluciones de carácter concreto, individualizado y particularizado, es decir, realizando actos de índole administrativa de diverso y variado contenido y múltiple motivación y teleología. En este último supuesto es donde se encuentra el dilatado ámbito de competencia constitucional del presidente, .pues el desempeño de las facultades que lo componen abarca: todos las ramos de la administración del Estada, susceptible de legislarse por el Congreso de la Unión en las térrni.nas que señala la Constitución, a los cuales nos referimos en el capítulo inmediato anterior.

Por otra parte, estimamos que el presidente, como supremo administrador del Estado, no tiene facultades, sin embargo, para implantar empresas o entidades paraestatales en ningún ramo de la administración pública, pues la













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atribución respectiva la tiene el Congreso de la Unión con las limitaciones a que aludimos con antelación en esta misma obra.



h) Facultad para expulsar extranjeros.



Esta facultad se contiene en el artículo 33 constitucional que ya estudiamos anteriormente, remitiéndonos a las consideraciones que al respecto expusimos.



i) Facultad expropiatoria



Esta facultad, prevista en el artículo 27 constitucional, incumbe al, presidente en su carácter de órgano supremo administrativo de la Federación y de gobernador nato del Distrito Federal. Nos abstenemos de tratar la importante temática que comprende la materia expropiatoria en atención a que las cuestiones que la componen las abordamos en nuestra obra. "Las Garantías Indiviiduales".



j) Facultades en materia agraria



En esta materia, el presidente es la suprema autoridad, incumbiéndole dictar las resoluciones definitivas, entre las que destacan las concernientes a dotaciones de tierras yaguas en favor de los núcleos de población que carezcan de estos vitales elementos naturales (fracs. X, XI, XII Y XIII del artículo 27 constitucional. El estudio de dicha materia, en la que incide la problemática más importante y añeja de México, corresponde desde el ángulo jurídico a la asignatura denominada "Derecho Agrario", cuya temática está íntimamente vinculada a la sociología y a la ciencia económica,



C. Facultades jurisdiccionales



Hemos afirmado insistentemente que el acto jurisdiccional se distingue del administrativo en que aquél persigue como finalidad esencial -y sin que en puridad procesal sea necesariamente una sentencia- la resolución de algún conflicto o controversia jurídica o la decisión de cualquier punto contencioso, objetivos a los que no propende el segundo. Por consiguiente, por facultades jurisdiccionales se entienden las que se confieren por el derecho a cualquier órgano del Estado para desempeñar la finalidad mencionada. Aunque la competencia constitucional del Presidente de la República esté integrada primordialmente con las facultades administrativas que hemos reseñado y comprenda también a las legislativas en los términos a que igualmente aludimos, incluye asimismo por modo excepcional facultades jurisdiccionales. Así, cuando se trata de cuestiones contenciosas por límites de terrenos comunales que se susciten entre dos o más núcleos de población, a dicho funcionario compete resolverlas en primera instancia según el procedimiento que prevé y regula la legislación agraria. Si la resolución presidencial no satisface a alguno de los poblados

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contendientes, el inconforme tiene el derecho de atacarla en segundo grado ante la Suprema Corte, sin perjuicio de su inmediata ejecución (Art. 27 constitucional, frac. VII).



Independientemente del caso que acaba de anotar, las resoluciones restitutorias de tierras yaguas, por su propia naturaleza teleológica, ostentan el carácter de actos jurisdiccionales que emite el presidente, índole de la que también pueden participar las resoluciones dotatorias si en el curso del procedimiento agrario respectivo, en la primera o segunda instancia, se planteó alguna cuestión contenciosa por los dueños, poseedores o propietarios de los predios sobre los que se finque la dotación. Huelga decir que la naturaleza jurisdiccional que en este supuesto presentan las resoluciones dotatorias es meramente formal y no excluye su carácter sustancialmente social, por entrañar la culminación de la primera etapa de la Reforma Agraria, que ha sido uno de los principales objetivos de la Revolución de 1910 y que aún no se logra cabalmente.