EL TERRITORIO

A. Consideraciones generales





El territorio no es sólo el asiento permanente de la población, de la nación o de las comunidades nacionales que la forman. No únicamente tiene una acep¬ción física, sino que es factor de influencia sobre el grupo humano que en él reside, modelándolo de muy variada manera. Puede decirse que el territorio es un elemento geográfico de integración nacional al través de diversas causas o circunstancias que dentro de él actúan sobre las comunidades humanas, tales como el clima, la naturaleza del suelo, los múltiples accidentes geográfico, los recurso económicos naturales, etc., y que estudian la sociogeografía como parte de la sociología, la geografía humana y la economía.





Como elemento del Estado, el territorio es el espacio dentro del cual se ejerce el poder estatal o imperium. En este sentido significa, como lo afirma Burdeau,







un cuadro de competencia y un medio de acción. Como esfera competencia del Estado delimita espacialmente la independencia de éste frente a otros Esta¬do, es el suelo dentro del que los gobernantes ejercen sus funciones, es el ambiente físico de vigencia de las leyes y de demarcación de su aplicatividad -territorialidad- fuera del cual carecen de eficacia normativa -extraterri¬torialidad-. Como medio de acción del Estado, el territorio es un "instrumen¬to del poder" puesto que "quien tiene el suelo tiene el habitante", siendo "más fácil vigilar y constreñir a los individuos si se les puede asegurar por medio del territorio en el que viven". "Cuando el hombre no puede escapar a la acción de los gobernantes sino abandonando la tierra que le nutre, su vulnerabilidad se vuelve más grande." "Los trabajos públicos, la reglamentación de la pro¬piedad inmueble, la explotación de las riquezas naturales, la defensa nacional y aún el arreglo del poder conforme a su repartición entre centros locales, implican la utilización del territorio."



Entre el Estado y el territorio hay, pues, una relación de imperium mas no de dominium, lo que significa que la entidad estatal no es "dueña o propieta¬ria" del espacio territorial, es decir, no ejerce sobre éste un "derecho real" dentro de la concepción jurídica civilista, o sea, como equivalente a "propie¬dad", ya que en todo caso se trataría de un "derecho real institucional" como la califica Burdeau siguiendo a J. Dabin. "El Estado, dice, procede de la asig¬nación de un suelo a un pueblo, la institución estatal no tiene por qué despre¬ciar e te medio que le es propio para realizar la idea de derecho que ella encarna. En este sentido existe incontestablemente entre la tierra y el poder un nexo institucional. Sin embargo, sobre un bien material este vínculo no debe confundirse con el que traduce la propiedad porque sirve a intereses bien diferentes en cuanto a su naturaleza y a su extensión. Es, pues, un derecho real de naturaleza particular cuyo contenido se determina por la exigencia del servicio de la institución."



Independientemente de cómo se conciba al territorio en relación al Estado, o sea, como elemento de su ser jurídico político o como condición de su exis¬tencia, lo cierto es que no puede haber entidad estatal sin espacio territorial. Así, según asevera Biscaretti: "En los casos en que falte algún territorio estable" (como sucedió con los hebreos esparcidos por todo el mundo ha ta el año de 1948, en que surgió el Estado de Israel), o aquél no aparezca relacionado permanentemente con el pueblo que vive sobre él (como ocurre con los pue¬blos nómadas), entonces no hay Estado, por lo menos en el sentido que se le confiere hoy con la indicada expresión. Obsérvese, por lo demás que en la época moderna, como inconsciente confirmación de tal realidad (y, parejamente, con la innegable evolución experimentada por el concepto en cuestión a través de la Historia), suelen designarse precisamente los Estados con el nombre geográfico de su territorio: mientras que el mismo vocablo que sirve genéri-



















camente para nombrarlos se conexiona, evidentemente, con el verbo estare, que implica el presupuesto de una sede fija y determinada."



Debemos agregar que el territorio del Estado no sólo comprende el terri¬torio que suele llamarse "continental", sino el mar territorial y el espacio aéreo. En cuanto al primero, su extensión se fija por las normas de Derecho Inter¬nacional Público y por los tratados internacionales cuyo estudio no nos corres¬ponde abordar en esta obra. Por lo que atañe al espacio aéreo, el Estado tiene, en las capas aéreas existentes sobre su territorio, "derechos de policía y de sobrevigilancia" como sucede con el mar territorial, sin poder impedir ni el vuelo de aeronaves que inofensivamente las cruzan ni la práctica de experimen¬tos científicos sin propósitos bélicos o agresivos.

Las consideraciones que anteceden y la concepciones doctrinales que hemos invocado nos llevan a la conclusión de que el territorio, como elemento del Estado (condición de su existencia según Burdeau) es el espacio terrestre, aéreo y marítimo sobre el que se ejerce el imperium o poder público estatal al través de las funciones legislativa, administrativa o ejecutiva y judicial o jurisdiccio¬nal, o sea, la demarcación geográfica dentro de las que éstas se desempe-ñan. Por esta razón, el ejercicio extraterritorial de las citadas funciones es jurídicamente inadmisible. Suponer lo contrario equivaldría a aceptar la situa¬ción caótica y conflictiva que se produciría por las continuas interferencias entre los poderes públicos de dos o más Estados sobre un mismo territorio, con el consiguiente rompimiento del equilibrio internacional. Es inconcuso, por lo de¬más, que los destinatarios de dichas funciones son los sujetos físicos y morales de variada Índole que existen y actúan dentro del ámbito espacial que comprende el territorio. Además, todos los bienes de cualquier especie que en él se hallen o que natural o físicamente lo compongan, son susceptibles de ser materia de las mismas funciones, es decir, del imperium del Estado. Sin embargo, tales bienes pueden ser igualmente objeto del dominium estatal en una perspectiva o relación jurídica diferente, esto es, no como materia sobre la que se ejerza el poder público, sino como elementos que integran el patrimonio del Estado. Ahora bien, este patrimonio se forma por todos aquellos bienes que el orden jurídico fundamental imputa en dominio al Estado y que obviamente son distintos de los que componen la esfera jurídico-económica de los sujetos físicos o morales, individuales o colectivos, privados o sociales, que existan dentro del territorio estatal. De esta consideración se infiere que dentro del Estado hay dos grandes tipos de dominio o propiedad, a saber, el estatal y el no estatal,







comprendiendo este último los bienes que pertenezcan a las personas físicas o morales de carácter privado y a las entidades sociales o socio-económicas que existan y operen dentro del mismo Estado.





B. El territorio del Estado mexicano



a) Observaciones previas





Tomando en consideración que México es un Estado federal, es indispensa¬ble formular algunas reflexiones generales sobre la implicación jurídica del ele¬mento territorio en eta forma estatal. E tas reflexiones se su citan por la cues¬tión consistente en determinar si en un Estado federal existe un territorio unitario o la suma de los "territorio" pertenecientes a las distintas entidades federativas. Para dilucidar dicha cuestión es impresindible, a nuestro entender, reafirmar la idea de que el territorio, como elemento geográfico del Estado es el espacio terrestre, aéreo y marítimo dentro del que la entidad estatal ejerce su poder, al través de las funciones legislativa, ejecutiva y jurisdiccional y por conducto de sus respectivos órganos o autoridades. Ahora bien. en la estructura federativa de un Estado existen dos esferas dentro de la que tales funciones desempeñan a saber, la federal y la que corresponde a las entidades federadas. Estas esferas no se demarcan territorialmente sino por la materia en relación a la cual las mismas funciones se ejercitan. Así, el orden jurídico fundamental de un Estado federal, o sea, su Constitución, determina las materias obre las que las autoridades de la Federación pueden legislar y realizar su actividades administrativas y jurisdiccionales, incumbiendo por exclusión a los órganos de la entidades federativa, dentro de su respectivo territorio, la expedición de leyes el de empeño de actos administrativo y la solución de controversias en materia no expresamente imputadas a la potestad federal. Estas ideas no denotan sine el principio que e contiene en el artículo 124 constitucional. en cuanto a que "las facultades que no están expresamente concedidas a los funcionarios federales, e entienden reservadas a los Estados." De este principio se infiere que las circunscripciones territoriales de las entidades federales son espacios geográficos ejercen su imperio tanto las autoridades federales como las del Estado miembro de que se trate dentro de su correspondiente ámbito competencial. Consiguientemente, el territorio de un Estado federal es el espacio donde sus órgano ejercen las funciones legislativa, ejecutiva y judicial, implicando un todo geográfico independientemente de las porciones territoriales en que se divida y 1as cuales corresponden a cada entidad federativa. Dicho de otra manera, dentro del territorio que pertenece a cada Estado miembro existen dos ámbitos competenciales n lo que tales funcione se desempeñan, a saber, el federal y el loca extendiéndose el primero a todo el e pació formado por conjunto de las citadas circunscripciones territoriales de las entidades federadas. Ello implica, por ende,





















que al territorio de un Estado federal se le denomine también “territorio na¬cional" por ser el asiento físico de toda la nación independientemente de las porciones espaciales que dentro de él se imputen jurídicamente a las entidades federativas.



b) Su comprensión





El artículo 42 constitucional, en su fracción I, establece que "El territorio nacional comprende el de las partes integrantes de la Federación", o sea, el de los Estados, y el Distrito Federal que la componen, según lo indica el artículo 43 de la Ley Suprema. Estas disposiciones de la Constitución deben interpre¬tarse en el sentido que ya expusimos, es decir, en cuanto que el imperio del Estado federal mexicano se ejerce sobre todo el espacio geográfico integrado con las porciones territoriales que pertenecen a cada entidad federativa, al tra¬vés de las tres funciones que también hemos indicado. Huelga decir que la extensión física de ese espacio resulta de la suma de tales porciones territoriales, abarcando una superficie total de un millón novecientos sesenta y siete mil ciento ochenta y tres kilómetros cuadrados, sin incluir el área insular que es de cinco mil trescientos sesenta y tres kilómetros cuadrados.





El territorio mexicano comprende también "El de las islas de Guadalupe y las de Revillagigedo situadas en el Océano Pacífico" (frac. III del art. 42 const.) y el de las islas en general "incluyendo los arrecifes y cayos en los mares adyacentes" (idem., frac. II). Es lógico que, para que las islas, arrecifes y cayos y sus "zócalos submarinos" (idem., frac. IV), pertenezcan al territorio mexicano se requiere que estén ubicados dentro de la zona que comprende el mar territorial de nuestro país, ya que fuera de sus límites no se extiende su imperio.



La plataforma continental también integra el territorio del Estado mexicano según lo establece la fracción IV del artículo 42 constitucional. Dicha plata¬forma, llamada igualmente C( zócalo continental", se ha definido como "el lecho del mar y el subsuelo de las zonas marinas adyacentes, a las costas, pero situadas fuera de la zona del mar territorial, hasta una profundidad de dos-





cientos metros, o más allá de este límite, hasta donde la profundidad de las aguas suprayacentes permita la explotación de los recursos naturales de dichas zonas", así como "el lecho del mar y el subsuelo de las regiones submarinas, análogas, adyacentes a las costas de las islas". Estas definiciones fueron formu¬ladas por la Convención sobre la Plataforma Continental de la Conferencia sobre el Derecho del Mar, reunida en Ginebra en 1958.







El artículo segundo de dicha Convención "reconoce derechos de soberanía al Estado ribereño sobre la plataforma continental, a los efectos de su explora¬ción y de la explotación de sus recursos naturales. Este derecho se reconoce en forma exclusiva en favor del Estado ribereño, aunque éste no explore los recursos naturales de su plataforma y con independencia de su ocupación real o ficticia, así como de toda declaración expresa.



"EI mismo artículo de la Convención explica el alcance de la expresión 're¬cursos naturales', aclarando que se entiende por tales los recursos minerales y otros recursos no vivos del lecho del mar y del subsuelo. También comprende los organismos vivos pertenecientes a especies sedentarias, es decir, aquellos que en el periodo de exploración están inmóviles en el lecho del mar o en su sub¬suelo, o sólo pueden moverse en constante contacto físico con dicho lecho y subsuelo”.



Seguramente, como consecuencia de la mencionada Convención interna¬cional se reformó en enero de 19ó0 el artículo 42 constitucional, a efecto de incluir, como perteneciente al territorio mexicano la plataforma continental en ambos litorales, con el alcance físico y jurídico cuyos términos se acaban de transcribir debiéndose recordar, por otra parte, como lo hace Felipe Tena Ramírez, que por virtud de la reforma practicada al mismo precepto en enero de 1934, "realizada para acatar un laudo del rey de Italia, pronunciado en un arbitraje internacional entre México y Francia, desapareció de dicho artículo







el nombre de la isla de la Pasión, conocida internacionalmente con el nombre de Clipperton, la cual pasó al dominio de Francia."



Al referirnos al territorio como elemento del Estado en general, afirmamos que se compone no solamente del espacio terrestre, sino del aéreo y del marí¬timo. Esta integración la consignan, en cuanto al territorio mexicano, las frac¬ciones V y VI del aludido artículo 42 constitucional, las cuales consideran que comprende "Las aguas de los mares territoriales en la extensión y término que fija I Derecho Internacional", así como "El espacio situado obre I territorio nacional (se entiende el terrestre y el marítimo), con la extensión y modalidades que establezcan el propio Derecho Internacional". Claramente se advierte de las disposiciones transcritas que en lo concerniente a la extensión y otras modalidades del mar territorial y al espacio aéreo, nuestra Constitución, es decir, el derecho interno fundamental de México, se remite a las normas jurídicas internacionales establecidas principalmente en lo tratado o conven-ciones de este tipo y cuyo estudio rebasaría el contenido de la pre ente obra.



Sin embargo, debemos observar que la extensión del mar territorial no se ha delimitado invariablemente en las reuniones y documentos internacionales. Así, "En la Conferencia de La Haya, 1930, no hubo acuerdo sobre la extensión del mar territorial, aunque eran mayoría los países partidarios de extender sus lími¬te más allá de las tres millas marinas", debiendo agregarse que "En tanto que la Comisión de Derecho Internacional de las Naciones Unidas, en su proyecto del año de 195ó, establece que la soberanía se extiende a la zona del mar adyacente a las costas de un Estado (art. 1), así como al espacio aéreo situado sobre ese mar territorial y al lecho y subsuelo de ese mar (art. 2), y agrega en el segundo párrafo del artículo 3 que el Derecho Internacional más allá de doce millas", y "en la III Reunión del Congreso Internacional Interamericano de Juriscon¬sultos, realizada en México en 195ó, se declaró que cada Estado tiene competen¬cia para fijar su mar territorial hasta límites razonables, atendiendo a factores geográficos y biológicos, así como a las necesidades económicas de su población )' a su seguridad y defensa".





Al tratar acerca del territorio como elemento del Estado en general, diji¬mos que es el espacio donde se ejerce el imperium o poder público que se desarrolla mediante las funciones legislativa, administrativa y judicial que des¬empeñan los órganos estatales respectivos. Esta concepción jurídica la expresa el artículo 48 de la Constitución al disponer que los diferentes elementos que integran el territorio nacional -luego hemos enunciado y comentado somera-mente-, "dependerán directamente del Gobierno de la Federación". Debe¬mos anticipar que por "gobierno" no sólo se entiende la actividad pública directiva del Estado, sino el conjunto de órganos estatales que ejercen las funciones tantas veces aludidas. Por consiguiente, el citado precepto constitu¬cional, al declarar que las diversas porciones que componen el territorio nacional dependerán del Gobierno federal, está indicando que es el Estado mexi¬cano mismo o "Federación" el que ejerce el imperium sobre ellas por conducto de sus diferentes autoridades, sean legislativas, administrativas o judiciales La mencionada declaración constitucional no se refiere, por ende, a la "propie¬dad" del Estado mexicano sobre las indicadas porciones territoriales, debiendo advertir, sin embargo, que éstas, independientemente de ser partes del espa¬cio terrestre en el que se despliega el imperium, son materia del dominio estatal en los términos del artículo 27 constitucional que después estudiaremos .



Por otro lado, el mismo artículo 48 de la Constitución excluye del imperium federal a "aquellas islas sobre las que hasta la fecha hayan ejercido jurisdicción los Estados".







Esta curiosa disposición, que debió incluirse en un precepto transitorio y no permanente, no la contenía el proyecto constitucional presentado al Congreso do Querétaro por don Venustiano Carranza ni se incluyó en el texto del artículo 41 propuesto por la Comisión dictaminadora respectiva en la que figuraron lo diputados l\1achorro Narváez, Jara e Hilario Medina. Es más, la misma Comisión reafirmó el imperium federal sobre todas las islas situadas en el mar territorial y sobre las que tradicional e históricamente han pertenecido a México aseverando que "El artículo 48 del proyecto emplea la palabra 'adyacentes' par significar las islas pertenecientes a México. Para hacer constar de una manera terminante el dominio eminentemente (sic) de la nación sobre otras islas que no sean precisamente adyacentes, como la de Guadalupe, las de Revillagigedo y la de la Pasión, en el proyecto, que sometemos a la aprobación de esta hone rabie Asamblea se ha suprimido aquella palabra, y, por lo tanto, queda en los siguientes términos:



"ARTÍCULO 48. Las islas de ambos mares que pertenezcan al territorio nacional, dependerán directamente del Gobierno de la Federación."



Ahora bien, la propia Comisión, tomando en cuenta las objeciones de algunos diputados, volvió a presentar el texto de dicho artículo 48 exceptuando ¿la "dependencia directa" del gobierno federal las islas sobre las que "hasta ] fecha (es decir hasta la promulgación de la Constitución actual, o sea, el de febrero de 1917) hayan ejercido jurisdicción los Estados". En esta fórmula quedaron comprendidas todas aquellas islas que por tradición, consenso general















y por causas geográficas y económicas han sido consideradas como pertenecien¬tes a las entidades federativas con costas en ambos litorales del territorio conti¬nental nacional.





c) Breve referencia histórica





El territorio del Estado mexicano, como el de cualquier otro Estado del orbe, ha experimentado variaciones durante el transcurso de la vida indepen¬diente de nuestro país. A estas variaciones nos referiremos sin aludir al terri¬torio de la Nueva España, punto que abordamos en el capítulo primero de la presente obra.



Al crearse el Estado mexicano mediante la Constitución federal de 4 de octubre de 1824, su territorio obviamente tenía la misma extensión que el de la Nueva España aumentado con lo de Yucatán y Chiapas. En la Cons¬titución de Cádiz de marzo de 1812 el territorio de la Nueva España comprendía la Nueva Galicia, la Península de Yucatán, Guatemala, Provincias Internas de Oriente y Provincias Internas de Occidente. (Art. 10.) El Decreto Constitu¬cional sancionado en Apatzingán el 22 de octubre de 1814 dividió la "América Mexicana" en diez y siete provincias, que eran México, Puebla, 11axcala, Ve¬racruz, Yucatán, Oaxaca, Tecpan, Michoacán, Querétaro, Guadalajara, Guanajuato, Potosi, Zacatecas, Durango, Sonora, Coahuila y Nuevo Reino de León. (Art, 42), habiéndose agregado por Ley de 17 de noviembre de 1821 las de Nuevo Santander, Texas y Nueva Vizcaya.



El Acta Constitutiva de la Federación de 31 de enero de 1824 sustituye e' nombre de "Provincias" por el de "partes integrantes" del territorio nacional denominación que recibiría la designación de "estados" o de "departamentos' respectivamente en los regímenes federal y centralista. Según sostiene el distinguido historiador don Edmundo O'Gorman, "en los días inmediatos anteriores a la promulgación de la Constitución general (de octubre de 1824) el terri torio (de nuestro país) quedó dividido en la forma que a continuación se dice Estados: Chiapas, Chihuahua, Coahuila de Texas, Durango, Guanajuato, In terno de Occidente, México, Michoacán, Nuevo León, Oaxaca, Puebla de los Angeles, Querétaro, San Luis Potosí, Tamaulipas, ante Santander, Tabasco Tlaxcala, Veracruz, Xalisco, Yucatán y Zacatecas; y en los Territorios de La Californias, Alta y Baja, o Nueva y Antigua; el Partido de Colima (sin el pueblo de Tonila) y Nuevo México".



Según dijimos, al crearse el Estado mexicano mediante la Constitución Federal de 4 de octubre de 1824, su territorio tenía la misma extensión que la de la Nueva España aumentado con los de Yucatán y Chiapas. Como afirma don Lucas Alamán, la extensión del territorio nacional a la sazón "dese la frontera de los Estados Unido reconocida por e1 tratado d Onís (Luis de), hasta la de Guatemala, contenía 216,012 leguas cuadradas de cinco mil yardas castellanas". En otras palabras, el territorio del Estado mexicano comprenden esa época, además de su extensión actual, la de los territorios de Alta California, de Santa Fé de Nuevo México y la del Estado norteamericano de Texas. Según opinión de tan distinguido historiador, el mencionado tratado fl una de las causas para que la rica región de la provincia de Tejas se color zara con grupos de familias suyos dirigentes, Moisés y Esteban Austin, tenían el propósito de segregarla de la República Mexicana.



"Por el tratado de Onís, dice Alamán, habiéndose cedido á los Estados Unidos las Floridas, e estableció que los vecinos de estas provincias que quisieses retirarse al territorio español, podrían hacerlo, con cuyo motivo solicitó de Cortes de España Moisés Austin, una concesión de terreno para colonizar c trescientas familias emigradas de las Floridas, que se habían de radicar en provincia de Tejas, una de las internas de Oriente, la mas adecuada para es intentos por estar bañada por el golfo de Méjico, en el que desaguan multitud de ríos que proporcionan riegos para la agricultura, comunicaciones para comercio interior y fácil explotación de sus frutos por los puertos que en desembocadura forman. Aunque Austin obtuvo lo que solicitaba, fué en tiempo que hecha la indepedencia, necesitó confirmación por el gobierno mejicano pero habiendo muerto Moisés, le sucedió en la solicitud su hijo Estévan, que lo obtuvo de Iturbide, y para dar mas impulso á la colonización, se formó un















reglamento por la junta instituyente. Establecida la federación, se fijaron por una ley en 1824 las reglas que habian de seguir los Estados en las concesiones de terrenos, dejando á estos la facultad de distribuirlos segun los reglamentos particulares que formasen. Las concesiones se multiplicaron más allá de toda consideración de prudencia, y como los que las obtenian eran aventureros extran¬jeros ó especuladores mejicanos que no tenian medios de hacerlas valer, las fueron enagenando á ciudadanos de los Estados Unidos, hasta establecerse en Nueva York un banco para la venta de tierras en Tejas, que era el punto que llamaba entónces la atencion, en 'que tuvo no pequeña parte D. Lorenzo de Zavala, por las concesiones que se le habian hecho."



No está en nuestra intención, por no corresponder el tema respectivo al contenido de esta obra, hacer referencia a los hecho políticos y militares que culminaron en el Tratado de Guadalupe Hidalgo de 2 de febrero de 1848 con el que concluyó la guerra entre México y los Estados Unidos y mediante el cual nuestro país se vio obligado a ceder a esta potencia imperialista "más de la mitad de nuestro territorio", como afirma don Alfonso Toro, "a cambio de la mísera suma de quince millones de pesos". La cesión territorial pactada en dicho tratado comprendió "además de Tejas, el terreno entre El Nueces y el Bravo, perteneciente en su mayor parte a Tamaulipas, todo el territorio de Nuevo México y toda la Alta California", o sea la mitad del territorio "que la república poseía al hacerse la independencia". Es sobradamente conocida la múltiple y diversa motivación que obligó al Gobierno mexicano a celebrar tan tremendo tratado de "paz" bajo la presión terrible y omino a de las armas norteamericanas que estaban decididas a apoyar por la fuerza la destrucción total de nuestro país y la incorporación de todo el territorio nacional a los Es¬tados Unidos. Rebasaría los límites del presente estudio exponer y comentar los hechos y circunstancias históricas, políticas, económicas y militares que provocaron nuestra derrota por el invasor estadounidense y la aceptación del aludido tratado en cuya confección y en condiciones notoriamente desventajosas los comisionados mexicanos, encabezados por don Luis de la Rosa, a la sazón Ministro de Asuntos Exteriores, realizaron loables esfuerzos de dialéctica patrió¬tica para evitar que el león norteamericano se engullera mayores extensiones territoriales de nuestro suelo. Contra el mencionado tratado se alzaron voces que no fueron sirio iracundas e inútiles lamentaciones frente a una situación fáctica consumada irreversiblemente, pero que en el fondo no expresaban sino el que¬brantamiento impune de las normas de convivencia internacional por el vecino poderoso en detrimento del débil. Entre esas voces se escucharon, en el Senado, la de Otero, y fuera de él, ya como diputado saliente, la de Rejón, o sea, por curiosas coincidencias, las de los próceres de nuestro juicio de amparo.















Otra mutilación sufrió el territorio del Estado mexicano en diciembre de 1853 al celebrarse el llamado "Tratado de la Mesilla" bajo el gobierno de Santa Anna. La "Mesilla" era una pequeña faja de tierra ubicada en los límites del Estado de Chihuahua y el entonces Territorio de Nuevo México que fue cedido a los Estado Unidos por el tratado de Guadalupe Hidalgo, según dijimos. MacLane, gobernador de dicho territorio, pretendía que la Mesilla se encontraba dentro de la extensión de éste, circunstancia totalmente falsa, ya que dicha área nunca dejó de localizarse dentro de los límites de la República Mexicana demarcados en el mencionado tratado de "paz", habiéndolo recono¬cido así por general Roberto B. Campbell, nombrado por el gobierno estadou¬nidense para abocarse al conocimiento de tal cuestión y "en cuyo concepto ni la Mesilla había dejado jamás de pertenecer a México y de ser gobernada por las autoridades de Chihuahua, ni su población había manifestado el menor deseo de pertenecer a los Estados Unidos". Aprovechándose de la sicosis de temor a una nueva invasión norteamericana tendiente al apoderamiento de más porciones de territorio mexicano y explotando el hecho de que la Mesilla se encontraba ocupada por tropas estadounidenses que el gobernador chi¬huahuense, general Trías, estaba incapacitado material y militarmente para desalojar, Santa Arma fraguó la venta de dicha franja, y habiéndola consu¬mado en el tratado respectivo, recibió la cantidad de diez millones de pesos. El negocio de la Mesilla fue generalmente vituperado, pues como afirma Al¬fonso Toro, "Esta venta escandalosa, que sólo sirvió para enriquecer al mismo Santa Anna y a su favoritos, y para aumentar el despilfarro y la tiranía del











gobierno, acabó por provocar un levantamiento popular contra la dicta¬dura."



Es evidente que el territorio de un Estado no sólo se merma por cesiones, ventas o laudo internacionales que se efectúen o dicten en favor de otro, sino también cuando el jus imperii que sobre él se ejerce se menoscaba en el sentido de reconocerlo parcialmente a un Estado extranjero. Este último fenómeno se ha registrado desafortunadamente en detrimento del Estado mexicano. Así, debemos recordar que en el artículo VIII del Tratado de la Mesilla a que antes aludimos y sin relación alguna con la venta de esta porción territorial, se rei¬teró por el Gobierno mexicano la autorización que otorgó al de los Estados Unidos el 5 de febrero de 1853 para construir un camino de madera y ferroviario en el itsmo de Tehuantepec. Ahora bien, al establecerse esa reiteración, ambo gobiernos convinieron en celebrar un arreglo para el tránsito por dicho Istmo de tropas y material de guerra de los Estados Unidos, obligación que no surgió felizmente para nuestro país en virtud de que la condición suspensiva a que estaba sujeta, es decir, la construcción del mencionado camino, no se rea¬lizó, pues la vía del ferrocarril actualmente existente "no es la autorizada en 5 de febrero de 1853 a que se refiere al artículo VIII del Tratado de la Mesi¬lla", según sostiene con acopio de datos don Salvador Diego Fernández, distin¬guido internacionalista.



La aquiescencia para que fuerzas armadas de otros países actúen, bajo cualquier causa, fuera de alianza bélica alguna, dentro del territorio de un Estado, significa un grave atentado al jus imperii de este último. Tal hecho se autorizó potencialmente en el tratado conocido con el nombre de M cl.ane Ocampo celebrado en el año de 1859 y precisamente durante la lucha frati-cida entre liberales y conservadores conocida como la «Guerra de Reforma".



Comentando dicho tratado, el autor últimamente citado afirma: "Como pronto se advirtió, pues, que el camino proyectado en 1853 no se construiría, los Estados Unidos hubieron de aguardar nueva ocasión para el logro de sus deseos en el Istmo; presentóseles en el año de 1859 cuando negociaron en Veracruz con el Gobierno de don Benito Juárez el Tratado MacLane-Ocampo. Aleccionados ya por lo vano que les resultara el artículo VIII del pacto de la Mesilla al refe¬rir todas sus estipulaciones a un solo camino, en lo firmado con don Melchor Ocampo se amplió el concepto expresado: 'Convienen ambas repúblicas en proteger todas las rutas existentes hoyo que existieren en lo sucesivo a través de dicho Istmo y en garantizar la neutralidad del mismo' (artículo 29); Y naturalmente, los demás artículos también se refieren a cualquier ruta que atraviese el Istmo; por ejemplo, el artículo quinto que autoriza al ejército de los Estados Unidos de América a dar protección en las 'precitadas rutas', A pesar de la amplitud y sagaces previsiones de este abominable Tratado, Mé¬jico quedó libre de sus compromisos debido al Senado de los Estados Unidos que rehusó la ratificación, aunque no por favorecernos sino por motivos de política interna."













c. El dominio del Estado mexicano



a ) Consideraciones previas



Hemos aseverado en repetidas ocasiones que el territorio es el espacio en el que se ejerce el imperium estatal al través de las funciones legislativa, eje¬cutiva y judicial por conducto de los órganos o autoridades correspondientes. Ese imperium es el poder público mismo del Estado, siendo sus destinatarios o gobernados todos los sujetos físicos o morales que dentro de dicho espacio existen y actúan. Por consiguiente, en lo que respecta al imperium, el Estado obra como persona moral suprema cuya voluntad actuante, expresada me¬diante dichas funciones públicas, somete a sus decisiones a todo lo que se halle dentro de su territorio.



Independientemente de que el Estado es titular del poder de imperio, es también sujeto de dominio, o sea, dueño de bienes de di tinta naturaleza y cuya propiedad, por exclusión, no ha reconocido en favor de personas físicas o moral de diferente Índole que dentro de su territorio se encuentren. El con¬junto de bienes de que el Estado es propietario constituye un dominium. Esta consideración reafirma la personalidad del Estado, es decir, su concepción como persona moral suprema de derecho público, toda vez que sin esa perso¬nalidad, el Estado no podría ser dueño o titular del dominium ni tampoco, obviamente, sujeto de los derechos y obligaciones inherentes a la mencionada calidad.



Se habrá advertido que utilizamos en las ideas anteriormente expuestas los conceptos y vocablos "dominio" y "propiedad" indistintamente. Esta utilización se funda en la sinonimia que existe entre ambos, a pesar de que, mediante sutilezas apreciativas, se ha tratado de diferenciarlos.



Según afirma el jurista Mateo Goldstein "contra estas sutilezas jurídicas, que pretenden introducir diferencias y discriminaciones que la ley no aporta y que aún permanecen confusas en el desenvolvimiento histórico de la institu¬ción que nos ocupa, se alzan autores modernos como Castán que sostienen que, entre dominio y propiedad, no hay diferencias de extensión y contenido y que debe eliminarse una disputa bizantina alrededor de un asunto que carece de verdadero contenido jurídico y legal.



"Por lo demás, en la doctrina francesa, que tanto gravita aún sobre nuestros Códigos e instituciones, ni Demolombe, ni Aubry y Rau, ni otros forjadores del Derecho positivo, establecen una distinción y consideran absolutamente sinóni¬mos ambos términos. En el Derecho alemán ni siquiera se menciona, más que a título histórico, la palabra dominio, la que se sustituye por la más comprensiva de propiedad. Los tratadistas romanos, sin entrar en especulaciones de esta índo¬le, al tratar de los derechos, típicamente del dominio, los intitulan directamente derechos de propiedad o propiedad solamente."













Por otra parte, debemos advertir que cuando nuestra Constitución alude a la nación como titular del dominio o propiedad de diferentes bienes, se refiere concomitante o simultáneamente al Estado' mexicano como persona moral suprema en que la comunidad nacional está estructurada jurídica) política¬mente. Aunque entre los conceptos de "Estado" y "Nación" hay una indis¬cutible diferencia desde el punto de vista jurídico y sociológico que impide confundirlos o identificarlos, en lo que concierne al dominio o propiedad y atendiendo a la heterodoxa terminología constitucional, deben tomarse como equivalentes.





b) La propiedad originaria





El artículo 27 constitucional, en su primer párrafo, dispone que "La pro¬piedad de las tierras yaguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional, corresponde originariamente a la nación, la cual ha tenido y tiene el derecho de transmitir el dominio de ellas a lo particulares, constituyendo la propiedad privada." El concepto de "propiedad originaria" no debe interpre¬tare como equivalente al de propiedad en su connotación común, pues el Es¬tado o la nación no usan, disfrutan o disponen de las tierras yaguas existentes dentro de su territorio como lo hace un propietario corriente. En un correcto sentido conceptual la propiedad originaria implica lo que suele llamarse el do¬minio eminente que tiene el Estado sobre su propio territorio, dominio que, siendo distinto de la propiedad bajo este calificativo, equivale al poder público de imperio de que hemos hablado. Por consiguiente, la "propiedad originaria" a que alude la disposición constitucional transcrita, significa la pertenencia del territorio nacional a la entidad estatal como elemento consubstancial e insepa¬rable de la naturaleza de ésta. Un Estado sin territorio sería inconcebible; por ello, todas las tierras nacionales forman parte de la entidad estatal mexicana como porción integrante de la misma. En realidad, es indebido hablar de la "propiedad originaria" que tiene la nación o el Estado mexicano sobre las tie¬rras yaguas, ya que la propiedad en general implica una referencia de algo extrapersonal (como el bien o la cosa) a un individuo y, como el territorio constituye un elemento esencial del Estado, es evidente que no puede haber entre éste y aquél una relación extrínseca, ya que implican una unidad como todo y como parte, respectivamente.



En síntesis, el concepto de "propiedad originaria" empleado en el primer párrafo del artículo 27 constitucional equivale sustancialmente a la idea de dominio eminente, o sea, a la de imperio que el Estado como persona jurídica ejerce sobre la parte física integrante de su ser: el territorio.



Semejante consideración formula el jurista M. G. Villers en una interesante monografía sobre el artículo 27 de la Constitución, al asentar que "el dominio originario a que se refiere esta primera parte del artículo 27 es el dominio emi¬nente, tal como se reconoce en el Derecho Internacional, es el ejercicio de un acto de soberanía de la nación sobre todo el territorio en el cual ejerce actos de autoridad. El dominio originario que tiene la nación no es el derecho de usar,

















gozar y disponer de todas las tierras yaguas existentes en el territorio nacional, sino facultad potencial o una facultad legislativa respecto de las tierras y aguas como objeto de los derechos; es la facultad de ejercitar actos de soberanía sobre todo el territorio nacional, con exclusión de cualquiera otra potencia extranjera, uno de los cuales actos es transmitir a los particulares el dominio de las tierras yaguas que no están sujetas a propiedad individual, pues respecto a las que ya están constituidas en esta última forma, la nación tiene el deber de respetarlas conforme a otros preceptos también de carácter constitucional”.



La equivalencia entre "propiedad originaria" y "dominio" se establece, según se habrá advertido, en el mismo primer párrafo del artículo 27 constitucional que ya hemos transcrito, pues perteneciendo a la nación dicha propiedad, ésta se transmite como "dominio" a los particulares para constituir la propiedad privada.



Sin embargo, se ha afirmado constantemente que el origen histórico de la disposición contenida en el primer párrafo del artículo 27 constitucional se implica en la famosa bula Inter Coeteris del Papa Alejandro VI de 4 de mayo de 1493, por medio de la cual otorgó a los soberanos españoles verdaderos derechos de propiedad sobre las tierras descubiertas al occidente de una línea ideal trazada a cierta distancia de las Azores. Lógicamente no puede decirse que el sumo pontífice romano confiriera propiedad alguna a los soberanos espa¬ñoles y de Portugal; lo que hizo fue dirimir una contienda posesoria surgida entre lo monarcas de ambos países, en la que dichos gobernantes se disputa¬ban el dominio de las tierras descubiertas, ocupadas por la fuerza material de la conquista.

Sobre este particular, el licenciado Villers dice: "La Bula de Alejandro VI no habla de transmisión del 'dominio', ni es razonable que confiera dominio en la acepción que se ha dado a este vocablo con el alcance de un derecho de propiedad puesto que aun sin discutir los derechos de Su Santidad para dictar la Bula de que se trata, en derecho no parece admisible que haya tenido facultad para conceder un derecho de propiedad que no tenía, atento al principio jurí¬dico de que nadie puede transmitir lo que no tiene."



"En las distintas pragmáticas de los reyes de España se encuentra con fre¬cuencia el concepto de que por virtud de haber transmitido a ellos 'el dominio de las tierras descubiertas', se abrogaron (sic) la facultad de otorgar mercedes, lo que da idea de que aquellos soberanos interpretaron el alcance de la Bula de Alejandro VI en el sentido de que les había conferido un derecho de propiedad, y por eso transmitan derechos de esa clase en las mercedes. Pero tomando en consideración la gran amplitud de facultades que tenían los reyes de España después del descubrimiento de México, no se permitía discutir la naturaleza de estos derechos.



"A juzgar por los términos de la Bula y especialmente la razón o motivo de su expedición, que era resolver el conflicto entre España y Portugal sobre el











límite de las tierras descubiertas, seguramente que el objeto de la Bula fue confe¬rir un derecho de soberanía en favor de España con exclusión de Portugal. El conflicto entre España y Portugal era de soberanía y de jurisdicción, y si resol¬ver ese conflicto fue lo que se sometió o sugirió al Sumo Pontífice, por el emba¬jador de España en Roma, no es posible admitir que el Papa haya conferido un derecho de propiedad que no era objeto de conflicto. La naturaleza de las resoluciones que determinan los linderos entre Estados, no es atributiva de pro¬piedad, sino de soberanía o jurisdicción y lo mismo se observa tratándose de Estados soberanos que de Estados comprendidos dentro de una nación soberana. Por esto no puede admitirse que al emplear el vocablo 'dominio' en las cédulas pragmáticas de España, se haya podido significar 'propiedad', sino 'soberanía', que se traduce en lo que actualmente se llama ‘dominio eminente'."



"La nación mexicana, al constituirse en forma independiente de España, reasumió su soberanía propia y surgieron sus derechos sobre el territorio nacional, prescindiendo de lo que di pusiera el Sumo Pontífice al resolver el conflicto de límites entre España y Portugal. El concepto de la soberanía no permite reco¬nocer validez a aquella disposición primitiva de Su Santidad; por el contrario, exige desconocer toda autoridad extraña que menoscabe la soberanía del país y desvirtúe los derechos que originariamente y en forma fundamental ha tenido la nación mexicana para constituirse y para dictar toda clase de leyes."



"Desde el momento en que se constituyó y se declaró independiente, sancionó la nación, implícitamente, que todos los derechos de ella como nación y como estado soberano e independiente, dimanan de su misma existencia y no de otro Estado ni por acto de donación o enajenación que le hubieren hecho otros pue¬blos igualmente soberanos u otras autoridades como Su Santidad, aunque enton¬ces tuvieran también poderes temporales."



"Si los derechos de la nación mexicana no están derivados de la voluntad papal, ni derivados tampoco de los soberanos de España, debemos reconocer que el origen de todos los derechos de la nación mexicana sobre las tierras y aguas provienen del derecho de soberanía desde el momento en que se constituyó polí¬ticamente o aun desde que se declaró independiente de España."



"El Acta Constitutiva de 31 de enero de 1824, en su artículo 2 previno que la nación mexicana es libre e independiente para siempre de España y de cual¬quier otra potencia y que no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. Por virtud de este artículo, la nación mexicana, uno de cuyos elemen¬tos es el territorio con las tierras yaguas, al declarar que no podían ser patrimo-nio de ninguna familia ni persona, desconoció tácitamente la disposición de Su Santidad el Papa, quien según los Reyes de España, había dado las tierras y aguas de Nueva España al patrimonio de los soberanos ibéricos. Desde ese mo¬mento de dictarse el Acta Constitutiva de 1824, no podía reconocerse ningunos derechos de regalía sobre tierras yaguas de México, a favor de aquellos sobera¬nos. El artículo 3 de la misma Acta de 1824 declaró que la soberanía re ide radical y esencialmente en la nación, y que por lo mismo pertenece exclusiva¬mente a ésta el derecho de adoptar y establecer por medio de sus representantes, la forma de gobierno y dictar las leyes fundamentales que le parezcan más convenientes para su conservación y mayor prosperidad, modificándolas o variándolas según lo crea conveniente. En virtud de esta declaración, la nación mexicana, por efecto de su soberanía, ha tenido perfecto derecho para dictar sus propias leyes y, como consecuencia, todas las leyes españolas que estuvieran en pugna con las leyes que se dictaran en la República, no podrían subsistir porque habría sido contrario al derecho de soberanía dimanado de este artículo ter¬cero.

Muy interesante resulta, por otra parte, la interpretación que de la bula alejandrina hace el justamente llamado "padre de los indios", fray Bartolomé de las Casas, quien deriva la "soberanía" de los reyes de Castilla sobre las tierras descubiertas y conquistadas, del deber que les impusieron los Papas en el sentido de incorporar a la religión cristiana a los pueblos indígenas que habi¬taban dichas tierras. Consiguientemente, para el ilustre fraile el Sumo Pontífice no "atribuyó" a la corona de España la "propiedad" o el "dominio" de los vastos territorios situados al occidente de la línea a que se refería la mencionada bula, sino que éstos por necesidad debían quedar bajo la soberanía española en atención a que estaban poblados por grupos humanos que debian ser evangelizados.

No podemos resistir el deseo de transcribir el pensamiento de tan egregio va¬rón, expuesto en una época en que las ideas que lo informan se consideraban peligrosamente heterodoxa. Dice al efecto Las Casas: "Al Papa Alejandro sexto, su sucesor Paulo tercero, y los demás que han hablado de la concesión de las Indias á los Reyes de Castilla jamas mencionaron guerras porque sabían que trataban de personas que no estaban súbditas á la iglesia. Únicamente habláron de predicación evangélica porque no pasaban de aquí las facultades pontificias; y por eso lo que llamamos concesión de las Islas y Tierra-Firme á los Reyes de Castilla no se puede interpretar sino por concesión privativa del derecho de pre¬dicar alli consiguiente a la circunstancia de ser descubridores del país; y concesión que se hizo apreciable, porque la esperanza de la conversión de los habitan¬tes del país preparaba un derecho para gozar la soberanía de protección " de alto poder sobre los habitantes y sus gefes gobernantes, por medio de la civiliza¬ción, del comercio, de los conocimientos nuevos, y de otras ventajas que la con-formidad de culto y costumbres debían producir.

"Mas esos mismos papas previendo la conversión de los Indios, y la recep¬ción del bautismo, pudiéron hablar de ellos desde entónces considerándolos como súbditos de la iglesia que habían de ser por la profesión solemne de la santa fe católica, apostólica, romana en el bautismo, y disponer de las facultades ponti¬ficias relativas á todos los cristianos. Los papas son tenidos y reputados como señores espirituales de todo el mundo cristiano; y como tales se creen autorizados para mandar todas las cosas temporales y profanas que puedan ser útiles ó nece¬sarias para conseguir ó proporcionar el bien espiritual de las almas de los súbdi¬tos fieles cristianos apostólicos. Por consiguiente Alejandro sexto, Paulo tercero y; los otros papas creyéron convenir para el fin espiritual expresado mandar que los nuevos súbditos suyos espirituales reconociesen por soberano suyo y de su propios soberanos al Rey de Castilla, de quien habian recibido el beneficio espi¬ritual del cristianismo, y el temporal de la civilización. Juzgáron que este manda to era necesario y conveniente para el fin, porque les pareció que solo así podrí ser permanente la fe católica en los Indios cristianos nuevos; mediante que sol así habría obispos, sacerdotes, ministros del culto, predicadores y catequista







consolidados y profundamente instruidos en la religión cristiana que quisieran tomarse la pena de ir á predicar á los Indios, enseñarles el catecismo y la buena moral, y administrarles los santos sacramentos y otros auxilios espirituales, como efectivamente lo han procurado los Reyes católicos y el Emperador nuestro se¬ñor en sus instrucciones, reales cédulas, y cartas-órdenes de su consejo de las Indias.



"Este es el título verdadero de adquisición de soberania de las Indias que tienen los Reyes de Castilla. Este concediéron los papas y no tuvieron intención de conceder otro; porque no podían disponer de la soberanía de los Indios, miéntras estos no fueran súbditos de la iglesia por el cristianismo. Y todo esto hace ver cuan lejos estuviéron los papas de conceder la facultad de hacer gue¬rras contra los Indios; así como también cuanto se aparta de la verdad el egre¬gio doctor Sepulveda cuando supone que las guerras hechas á los desgraciados Indios han sido mandadas por nuestros Reyes y conformes á lo prevenido por los papas en sus bulas."



No justificándose la atribución de la "propiedad originaria" de las tierras y aguas en favor de la nación por la célebre bula pontificia Inter Coeteris ni por el régimen jurídico que sobre el particular existió durante la época colonial, la más acertada explicación que puede darse al párrafo primero del artículo 27 constitucional, desde el punto de vista de su gestación parlamentaria, consiste en suponer que lo. constituyentes de Querétaro trataron de fundar, en la de¬claración contenida en dicha disposición, la intervención del Estado en la pro¬piedad privada para solucionar, sobre todo, el problema agrario. En otras pa¬labras, urgía establecer una base hipotética que legitimase principalmente el fraccionamiento de los latifundios de acuerdo con un principio teórico prima¬rio, el cual se tradujo en considerar que la nación es la "propietaria origina-ria" de todas las tierras yaguas comprendidas dentro del territorio nacional, a fin de excluir todo derecho preferente que sobre ellas alegases lo particulares. Ahora bien, según lo hemos dicho, la propiedad a de origen" a que alude el precepto constitucional citado no es sino la atribución al Estado mexicano de todo el territorio que integra su elemento físico como ingrediente sustancial de su ser y sobre el que desarrolla su poder de imperio. .



Con vista a la implicación del concepto "propiedad originaria", la propie¬dad privada constitucionalmente deriva de una supuesta transmisión efectuada por la nación en favor de los particulares de ciertas tierras y sus aguas com¬prendidas dentro del territorio nacional. Pues bien, respecto de las propieda¬des privadas ya existentes en el momento en que entró en vigor el artículo 27 de nuestra Constitución, este mismo precepto, en sus fraccione VIII, IX y XVIII, consignó declaraciones de nulidad plenarias en relación con actos, con¬tratos, concesiones, diligencias judiciales, etc., que hubieren entrañado contra¬vención a la Ley de 25 de junio de 1856 y que se hayan celebrado u otor¬gado con posterioridad al primero de diciembre d 1876; así como facultades















de revisión, en favor del Ejecutivo Federal, sobre todos los contratos y conce¬siones hechos por los gobiernos que hubieren actuado con anterioridad a la Constitución vigente desde el mencionado año de 1876, "que hayan traído por consecuencia el acaparamiento de tierras, aguas y riquezas naturales de la na¬ción por una sola persona o sociedad", pudiendo el Presidente de la República declarar nulos tales contratos y concesiones "cuando impliquen perjuicios gra¬ves para el interés público". Fuera de los casos de nulidad contemplados por el artículo 27 constitucional en las disposiciones señaladas, nuestra Ley su¬prema en realidad reconoció La propiedad privada existente con antelación a su vigencia sobre tierras yaguas no consideradas por dicho precepto de propie¬dad nacional. Dicho reconocimiento, que es de naturaleza tácita, desean a sobre el supuesto hipotético de que, perteneciendo la propiedad originaria de las tierras yaguas comprendidas dentro d 1 territorio d 1 Estado mexicano a la nación, ésta transmitió su dominio a los particulares, constituyendo así la propiedad privada respecto de ellas. Claro está que las propiedades de parti¬cular que hayan existido con anterioridad a la Constitución de 1917 y cuyos actos generativos no sean nulos o anulables conforme a las prescripciones con¬tenidas en su artículo 27 (fracs. VIII, IX y XVIII), para que puedan válida¬mente substituir, no deben entrañar ninguna de las incapacidades adquisitivas a que el propio precepto se refiere (y a las cuales aludiremos brevemente con posterioridad), pues de lo contrario la nación puede entablar las acciones judi¬ciales que le competen contra sus titulares para que los bienes respectivos (tie¬rras yaguas por lo general) ingresen al patrimonio nacional (art. 27 const.,frac. VI, último párrafo). '



Huelga decir, por último, que si alguna persona física o moral afectada por cualquiera incapacidad constitucional adquiere por transmisión privada los bie¬nes en relación con los cuales se establece dicha incapacidad, también pueden ejercitarse tales acciones.



Equivaliendo la "propiedad originaria" de las tierras yaguas en favor de la nación a la pertenencia que el Estado tiene respecto del territorio nacional como parte substancial de su ser, el goce, disfrute y disponibilidad de las mis¬mas los ha transferido, o mejor dicho reconocido, a los particulares, surgiendo de esta guisa de propiedad privada. Al hacerse esta declaración en el artículo 27 constitucional en ejercicio de su facultad auto-limitativa, el Estado y sus autoridades están obligados jurídicamente a respetar la propiedad privada, como consecuencia de la sumisión ineludible que se debe al ordenamiento supremo. Naturalmente que ese respeto a la propiedad privada, que esa intangibilidad de la misma, no son absolutos, pues el Estado tiene la facultad de imponerle todas las modalidades que dicte el interés público e inclusive hacerla desapare¬cer en cada caso concreto de que se trate, facultad que debe ceñirse a las limi¬taciones constitucionales que La Ley Fundamental expresamente impone al mencionado derecho. Fuera de estas restricciones, el Estado y sus autoridades carecen de todo poder para vulnerar la propiedad privada.















c) El dominio o la propiedad de la nación o del Estado mexicano





Si la "propiedad originaria" o "dominio eminente" equivalen al jus imperii estatal, según dijimos, el "dominio directo" o simplemente el "dominio" a que alude el artículo 27 constitucional en varias de sus disposiciones, implica la "propiedad nacional o estatal". La equivalencia e implicación mencionadas las so tiene el distinguido jurista mexicano Oscar Morineau, quien afirma. "De la lectura cuidado a del artículo 27 se desprende que dominio, dominio directo y propiedad de la nación son la misma cosa" y refuta las ideas de destacadas personalidades de nuestro foro que aseveran lo contrario.

A

l respecto, Morineau manifiesta que "Es muy importante advertir que todos los juristas que rechazan la interpretación anterior se fundan en argumentos extraños a la Constitución y que ninguno de ellos trata de conciliar los términos de la norma que pretenden interpretar. Este es el error que cometen los licen¬ciados don Miguel Macedo, don Trinidad García, don Carlos Sánchez Mejora¬da, don Alberto Vázquez del Mercado, algunos CC. Ministros de la Suprema Corte citados textualmente en el apéndice de este libro y todos los juristas mexi¬canos y extranjeros que no respetan el principio de la supremacía de la Constitución cuando fundan sus tesis en principios extraños y opuestos a la disposición expresa de la mencionada Constitución. Interpretan una norma jurídica sin to¬mar en cuenta la norma interpretada; de aquí. se sigue que sus afirmaciones sean necesariamente antijurídicas e ilógicas. on antijurídicas por no fundarse en el principio de la supremacía, por fundarse en normas inferiores que no pueden derogar el precepto constitucional. Estas normas inferiores en que fundan su interpretación son algunas veces las leyes secundarias, tales como la Ley Minera. Otras veces se fundan en la legislación española o colonial derogada en México o finalmente, se fundan en opiniones personales. Sus interpretaciones son ilógicas porque la interpretación de una norma necesariamente debe fundarse en la mis¬ma norma y no en otra opuesta, porque el descubrimiento de la esencia de un objeto debe encontrarse en dicho objeto y no en otro distinto.



"Yo habría deseado interpretar el artículo 27 sin necesidad de mencionar personas, pero esto es imposible, supuesto que todos los errores cometidos en la interpretación del precepto se deben, no a la ley interpretada, sino a los intér¬pretes, y es tal el prestigio de estos intérpretes que a nadie se ha atrevido a leer simplemente el artículo 27 para comprender su alcance, sino que después de pasar la vista por el precepto lo hacen decir todo lo contrario de lo que dice. Probaré hasta la evidencia que las interpretaciones de los juristas citados no se fundan en la ley interpretada, sino que afirman lo contrario de lo que ella es¬tablece."



Después de hacer una cuidadosa y bien meditada exégesis del artículo 27 constitucional, concluye Morineau categóricamente que " ... la única interpre¬tación posible derivada de la letra del artículo 27 nos obliga a identificar domi¬nio, dominio directo y propiedad de la nación", agregando que "Independiente¬mente de la interpretación gramatical categórica anterior y también indepen¬dientemente de los antecedente del artículo 27, veamos si es posible dar a las













palabras 'dominio directo' un significado distinto. En primer lugar no podemos decir que dominio directo sea igual a dominio eminente, porque éste es una manifestación de la soberanía que tiene la nación sobre todo el territorio: es la facultad de crear normas y de aplicarlas en todo el territorio nacional. Si el dominio eminente ya lo tiene todo Estado por definición y el nuestro por dispo¬sición expresa de la Constitución no hay razón para que vuelva el Constituyen¬te a atribuirlo a la nación en forma expresa tratándose del subsuelo. Otra razón por la cual no podemos equiparar los términos, consiste en que el dominio eminente no se refiere a un dominio especial del Estado sobre un bien determi¬nado, no es un derecho patrimonial. Decir que el Estado tiene dominio eminente sobre el subsuelo es igual a decir que lo tiene sobre mi casa, es igual a no decir nada que no esté ya dicho por definición del Estado y por disposición expresa de la Constitución. El dominio eminente que tiene el Estado no es el derecho de propiedad ni derecho real alguno, es su imperio, su facultad de legislar, de atribuir actividades potestativas, ordenadas y prohibidas a los hombres -y de hacer que se cumplan-: el poder legislativo, judicial y ejecutivo. Por este mo-tivo, cuando la Constitución en el párrafo cuarto del artículo 27, habla de dominio directo obre el subsuelo necesariamente está tratando de algo comple¬tamente distinto del imperio: está atribuyendo al Estado la propiedad del sub¬suelo. Esta atribución la hace mediante una norma constitucional, no porque e trate de un precepto constitucional por naturaleza sino precisamente porque no lo es y para poder darle el rango de norma suprema que no pueda ser violada ni por el mismo Gobierno se ve obligado a incluirlo expresamente en la Consti¬tución.



"Tampoco podemos darle al dominio directo la acepción que tiene en dere¬cho civil, diciendo que es el dominio que conserva el Estado al otorgar al conce¬sionario el dominio útil, supuesto que en derecho civil el dominio útil en la enfiteusis se otorga invariablemente a cambio de una prestación pecuniaria de¬terminada y tratándose del Estado éste no recibe a cambio de los derechos de explotación que otorga en la concesión, ninguna contraprestación pecuniaria. Tampoco se pueden equiparar los términos, porque si decimos que la concesión otorga el dominio útil, fatalmente admitimos que antes de otorgarlo la nación tenía el dominio pleno y el principio de la inalienabilidad le prohíbe al Gobierno transmitir cualquier dominio.



"Finalmente, y por la misma razón, tampoco podemos equiparar el dominio' directo al dominio radical de las leyes españolas, supuesto que de acuerdo con éstas la nación previamente tendría el dominio pleno, antes de la concesión, y el principio de la inalienabilidad le prohíbe al Gobierno transmitir la propiedad aunque sea en forma condicional, aunque sea conservando el Estado el dominio radical. Es decir, el principio de la inalienabilidad obliga al Gobierno a conser¬var todo el dominio que tiene la nación y a no otorgar ninguna clase de dominio mediante la concesión."



Las ideas anteriormente transcritas, expuestas reiteradamente por Mori¬neau, explican claramente el sentido y alcance de las disposiciones contenidas en los párrafos cuarto y quinto del artículo 27 constitucional. Sobre todos los

bienes que estos párrafos mencionan, la nación, es decir, el Estado mexicano tiene el dominio directo, que no es posible identificar con el "dominio emi¬nente", el cual, según se ha dicho, equivale al imperium estatal ejercitable so¬bre todo el territorio nacional al través de las funciones legislativa, ejecutiva y jurisdiccional.



Esta concepción la sustenta el doctor Gabino Fraga al afirmar que "Conside¬rar el dominio directo como un dominio eminente, en realidad viene a ser contrario al espíritu que se revela en el texto del párrafo 4" del artículo 27 constitucional.



"En efecto, el dominio eminente se tiene por la Nación sobre todos los bienes que están sometidos a su jurisdicción; consiste simplemente en la facultad de legislar sobre determinados bienes, en la facultad de expropiarlos cuando son necesarios para un fin de utilidad pública. En una palabra, el dominio eminente no es una forma especial de propiedad, sino un atributo de la soberanía, que consiste en ejercer jurisdicción sobre todos los bienes situados en el territorio en el que se ejercita dicha soberanía.



"Por lo mismo considerar que el dominio directo es igual al dominio eminen¬te, equivale a considerar a las substancias minerales en la misma situación que todos los demás bienes que están dentro de la República, e indudablemente. según antes indicamos, este no pudo haber sido el sentido de la nacionalización operada por el artículo 27, porque en esta nacionalización, además de tenerse el





propósito de establecer la jurisdicción federal sobre las substancias minerales determina que sobre ellas la Nación tiene una propiedad inalienable e imprescriptible y que sólo por concesión pueden los particulares hacer aprovechamiento."



Ahora bien, el dominio o la propiedad que la nación o el Estado mexicano tienen sobre los bienes señalados en dichas disposiciones es inalienable imprescriptible (párrafo sexto). Estas características implican sendas prohibiciones para los órganos del Estado, integrantes de su gobierno, n el sentido que ninguno de los mencionado bienes puede segregar del dominio o propiedad nacional o estatal por acto jurídico alguno, así como el impedimento que la posesión que sobre ellos ejerzan los particulares o entidad distinta del Estado, sociales o privadas, pueda convertir en propiedad por el trascurso del tiempo. No está por de más recordar que la inalienabilidad y la imprescriptibilidad de los bienes a que se refieren los citado párrafo del artículo 27 se justifican plenamente, pues si se atiende a su naturaleza misma, enajenación o su conversión en materia del dominio no estatal o nacional, generarían la merma del territorio mexicano, por una parte, y el desplazamiento de recurso naturales de capital importancia económica hacia sectores distintos y hasta opuesto a los intereses del país, por la otra.



d) Concesibilidad de los bienes del Estado



Los bienes del dominio o propiedad del Estado o de la nación enumerad en los párrafos cuarto y quinto de dicho precepto, están sujetos al régimen t concesión, en cuanto que su explotación, uso o aprovechamiento pueden concesionarse a particulares (personas físicas) o sociedades "constituidas conforme a las leyes mexicanas" (párrafo sexto). Del mencionado régimen se excluyen el petróleo y los hidrocarburos de hidrógeno sólido, líquido o gaseosos o minerales radiactivos así como la generación, conducción, transformación, distribución y abastecimiento de energía eléctrica "que tenga por objeto













la prestación de servicios públicos" (idem.). Por ende, las actividades técnico¬económicas que se relacionen con dichas materias sólo la nación o el Estado pueden de empeñarlas al través de órgano centralizado, organismos descen¬tralizado o cualquiera otra entidad estatal, en los términos que se establezcan por la legislación secundaria respectiva.



Tema que no deja de tener importancia es el concerniente a la determinación de la naturaleza jurídica de la concesión y respecto del cual la doctrina de Derecho Administrativo ha sido divergente tanto en México como en el ex¬tranjero. Refiriéndonos únicamente a nuestro país, debernos recordar que el jurista Alberto Vázquez del Mercado considera a la concesión minera (y por ex¬tensión a la demás) como fuente de derechos reales cuyo titular es el concesionario fundando su apreciación en las siguientes razones.



"El rápido examen que hemos llevado a cabo de la do trina relativa al derecho real y del derecho real público, dice, así como de la naturaleza del que crea la concesión minera y el estudio somero de cada una de las leyes que han Estado en vigor en nuestra República, confrontadas con los datos obtenidos de las diversas leyes que rigen en los distinto países, no permiten afirmar sin vacilación alguna que las minas se consideran universalmente como inmuebles, sometidas a las normas de los bienes raíces y que el derecho nacido de la conce¬sión otorgada al particular para la explotación de la riqueza minera, tiene todo los atributos de un derecho real que puede ser gravado por otro derechos reales como la hipoteca."



La opinión de Vázquez del Mercado la refuta con atendibles y sólidos ar¬gumentos el jurisconsulto Oscar Morineau, quien los expone en una bien docu¬mentada obra que hemos citado. Por considerar que el examen de la natura¬leza jurídica de la concesión es una cuestión que no atañe estrictamente al Derecho Constitucional sino al Administrativo, nos abstenemos de comentar el pensamiento de tan destacado jurista, conformándonos con transcribir la tesis conclusiva que opone a la sustentada por Vázquez del Mercado.



"Si partimos de la Constitución (párrafos cuarto y sexto del artículo 27) dice Morineau, resulta que la concesión contiene en esencia dos elemento: a) el derecho otorgado al concesionario, de explotar los minerales que se encuentran en el subsuelo concesionado de localizarlos, extraerlos y apropiárselos, entendién¬dose que las leyes secundarias pueden y deben concederle todo los derechos conexos que sean necesarios o conveniente para el objeto de la explotación; b) las obligaciones a cargo del concesionario, de establecer trabajos regulares y de cumplir con las leyes.



"Es evidente que el, Gobierno no puede enajenar la propiedad sobre el subsuelo, por ser inalienable Y por este motivo la concesión no transmite ni el con¬cesionario adquiere la propiedad o derecho real alguno: el subsuelo en México no es susceptible de propiedad privada. La concesión tampoco transmite la lla¬mada posesión originaria (susceptible de prescribir) en vista de que la propiedad













de la nación es imprescriptible. En virtud de la concesión de explotación, el titu¬lar se convierte en propietario de los minerales una vez extraídos, una vez que se convierten en bienes mueble, y éstos con fundamento en el derecho que tiene de explotar, en la misma forma que el arrendatario de un bosque tiene el dere¬cho de disponer de los árboles y el aparcero de las cosechas. En resumen, la concesión minera es un acto administrativo mediante el cual la nación, sin trans¬mitir el dominio o un derecho real sobre el subsuelo concesionado, otorga al titu¬lar de la concesión el derecho a explotar el subsuelo, con todos los derecho conexos que son necesario o convenientes para que pueda efectuar trabajos d exploración y explotación, y hacer la construcciones necesarias, otorgándole así mismo las protecciones más amplias posibles frente a terceros. Frente a la Fede¬ración tiene el concesionario todas las protecciones que son necesarias para realizar la finalidad de la concesión y el aprovechamiento de la riqueza nacional por parte de un particular; tiene la misma protección que tiene un arrendatario frente al propietario arrendador, quien no puede detentar la cosa mientras dure el contrato, quien está obligado a proteger al arrendatario, etc. Esta es la natu¬raleza jurídica de la concesión en México y yo no veo que pueda existir incerti¬dumbre acerca de los derecho que otorga."



Además, contradiciendo a Vázquez del Mercado, el mismo Morineau afirma Que la doctrina extranjera que' invoca tan distinguido mercantilista en apoyo de su tesis, no es aplicable a la naturaleza constitucional de la con¬cesión en México.



A este propósito asevera: "El resto de las opiniones citadas por don Alberto Vázquez del Mercado, en cuanto sostienen que la concesión minera otorga dere¬chos reales, no son aplicables a México y solamente tienen interés en cuanto nos informan que en otros países dicha con ce ión otorga derechos reales. Esta doc¬trina era perfectamente aplicable a México antes de 1917. Por este motivo el distinguido especialista en derecho administrativo y en derecho minero, Dante Callegari, en su obra 'L'Ipoteca Mineraria', 1934, al referirse al derecho comparado, con exclusión del derecho mexicano, asimila el derecho del concesionario al dominio útil, pero prefiere recurrir a cada legislación, para derivar la natura¬leza de los derechos que otorga la concesión de los preceptos del derecho positivo. Así. en el Japón, la concesión transmite derechos reales en virtud de que los artículos 15 y 17 de la Ley de 7 de marzo de 1905 declaran expresamente que el derecho de explotar es inmobiliario e hipotecable. Por el mismo motivo en Francia la concesión es un derecho real porque el artículo 1º. de la Ley de 9 de septiembre de 1919 declara que la concesión constituye un derecho inmobi¬liario susceptible de hipoteca mientras que el artículo 53, fracción YI expresa¬mente resuelve que es un derecho real inmobiliario. En Alemania el derecho emanado de la concesión se considera derecho real. Pero cuando Callegari se refiere al derecho mexicano, no solamente cita textualmente y en español el párrafo cuarto del artículo 27 de la Constitución (página 143 de la obra de Callegari), sino que dice: 'Por el contrario, en el sistema domanial -en la forma como debe entenderse modernamente -, la minería pertenece al Estado y está comprendida dentro de sus facultades plenas de disponibilidad ... y puede con-

















ceder ceder el ejercicio de la minería a perpetuidad o por tiempo limitado, a título de propiedad o como simple derecho de goce. En otras palabras, dispone de las minas como del resto de los bienes estatales, estableciendo la modalidad de su ejercicio' (página 141).



"Al preguntarse el mismo autor qué clase de propiedad tiene el Estado sobre el subsuelo, si propiedad o un derecho diverso, manifiesta: 'También en este respecto, la mayor parte de las leyes disipan cualquier duda, declarando que las minas son propiedad del Estado. Así lo disponen las leyes más antiguas, como la española y la servía, así como las más recientes, tales como la rusa, la mexi¬cana ... ' (página 144).



"Al preguntarse si esta propiedad debe considerarse entre los bienes del do¬minio público o entre los del dominio privado contesta: 'la inclusión entre los bienes del dominio público es excepcional y la encuentro, entre todas las leyes que he examinado, solamente en dos. En la Constitución mexicana, la cual decla¬ra que el dominio de la nación sobre las minas es inalienable e imprescriptible, carácter que corresponde precisamente a los bienes domaniales en sentido es¬tricto' (página 145).



"Al hablar de los sistemas que no otorgan la propiedad al concesionario, como el mexicano, dice: 'Por el contrario en el segundo sistema la propiedad permanece en el Estado, el cual otorga solamente un derecho de goce sobre la mina.' 'Por el contrario en el caso en que el Estado conserva la propiedad de la mina y atribuye solamente un derecho de disfrute, no debe sostenerse que sea posible la hipoteca. En efecto, el concesionario tiene solamente un derecho de explotación, esto es, de utilización de los productos o sea un bien incorpóreo, cuya naturaleza jurídica ha sido objeto de controversia, pero el cual ciertamente no es el de propiedad de la mina.



"Refiriéndose el autor especialmente a México dice: 'La domanialidad se realiza, según esta disposición (el párrafo cuarto del artículo 27 que cita textual¬mente y en español) extendiendo la propiedad del Estado a todo el subsuelo minero y además incluye las minas entre los bienes del dominio público. Es así la única legislación, de las que se han examinado ,que hace expresamente esta amplia asignación, ya que la del Código español es mucho menos amplia.' (Página 203.)



"Por lo expuesto y de acuerdo con el derecho positivo mexicano y con la doctrina aplicable a México, las concesiones mineras otorgan derechos personales y no otorgan derechos reales y mucho menos el derecho de propiedad."



Desechando la idea de que la concesión entrañe un acto contractual o ex¬clusivamente un acto unilateral del Estado, don Gabino Praga la considera como un acto mixto o complejo que comprende "un conjunto de actos jurídi¬cos" en que concurren el interés público estatal y el interés privado del concesio¬nario. "Tratándose de actividades que se relacionan con las atribuciones del Estado, afirma, el interés público es indudable", ya que "El estado no sola¬mente desarrolla esas actividades en forma directa, sino que las encomienda a los particulares", agregando que "al lado del interés público exige también el interés particular del empresario que obtiene la concesión”. Por su parte,







don Andrés Serra Rojas, refiriéndose específicamente a las concesiones mineras y de aguas, asevera que en ellas intervienen dos elementos fundamentales: "por una parte el Estado-concedente y por la otra el particular-concesionario", añadiendo que "En virtud de la relación que se establece, el Estado permite al concesionario el goce de los derechos que las leyes determinan en este tipo de concesión; por su parte el Estado puede exigir el cumplimiento de las cláusulas y disposiciones legales, ejerciendo sus derechos de poder público cuan¬do no se cumplan esas obligaciones legales."



Por nuestra parte, estimamos que la concesión es un acto proveniente de la voluntad del Estado mediante el cual otorga a sujetos físicos o morales distintos de él, el derecho de usar, aprovechar o explotar bienes que jurídica¬mente le pertenecen, o de realizar actividades que constitucionalmente le están asignadas. Consideramos, en consecuencia, que el supuesto jurídico de la con¬cesión se implica en el dominio estatal o en la titularidad que tiene el Estado para desempeñar ciertas actividades o servicios públicos. En el primer caso, según se dijo, la materia de la concesión no son los bienes sujetos al dominio del Estado, sino su uso, explotación o aprovechamiento, que es la hipótesis 3 que se refiere el artículo 27 de la Constitución en sus párrafos cuarto, quin¬to y sexto a que ya hicimos alusión; y en el segundo la misma actividad ( servicio público cuyo ejercitante es la propia entidad estatal, a virtud de que constitucionalmente tal actividad o servicio se segregan de la esfera en que gravita la libertad de trabajo u ocupacional como contenido del derecho público subjetivo correspondiente derivado de la garantía del gobernado respectiva. En otras palabras, tratándose de las concesiones de servicios públicos, jurídicamente sólo pueden otorgarse por el Estado si éste, conforme a la Constitución, es quien deba prestarlos, de donde se infiere que, si el gobernado es quien, dentro del citado derecho subjetivo libertario, puede desempeñar cierta actividad que se vincule directamente a los intereses públicos, sociales o generales, el Estado no le puede expedir ninguna concesión, sino extenderle una autorización, un permiso o licencia. No es lo mismo, en efecto, conceder que autorizar. La concesión, en substancia, importa cesión, transmisión o dación por lo que necesariamente presupone que quien cede, transmite o da, tenga que sea materia de estos actos, pues ya Aristóteles sostenía que "nemo das qu, non habet", La autorización, en cambio, no entraña dichos actos sino que equivale a permisión para realizar cierta conducta o comportamiento. En conclusión el Estado concede lo que tiene como suyo o el desempeño de una actividad servicio de que es titular, permitiendo o autorizando a los gobernados q ejerzan una actividad que como tales les corresponde y siempre que la propia actividad esté directamente ligada al interés público, social o general, cuya preservación es un deber estatal.















Fácilmente se comprende, aplicando las anteriores ideas a los bienes que forman el dominio o la propiedad del Estado o de la nación conforme al artícu¬lo 27 constitucional, que la concesibilidad a que alude u párrafo sexto im¬plica la transmisión, cesión o dación a particulares o sociedades mexicanas de los derechos de uso, aprovechamiento y explotación que como dueño o pro¬pietario de dichos bienes corresponde a la entidad estatal o nacional, acto que se regulan por diferentes leyes administrativas. Los derechos que de la con¬cesión se derivan en favor del concesionario no son reales como lo pretende Vázquez del Mercado, sino personales, o sea no son in re sino ad rem, in que tampoco obviamente sean civiles ni contractuales, sino administrativos subjeti¬vo que se crean por un acto-condición emanado de la voluntad del Estado aplicativo del status jurídico abstracto que a cada materia concesible corresponde.

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