LA DEMOCRACIA
A. Ideas generales
La definición de la idea de democracia plantea uno de los problemas más complejos con que se enfrenta la Teoría General del Estado y la Ciencia Polí¬tica. Más aún, su sentido ha sido variable en el decurso de la historia humana,
pues desde Aristóteles hasta nuestros días ha expresado una innegable evolución y en algunos regímenes políticos concretamente dados se la ha des¬viado hacia formas de gobierno impuras, como la demagogia. Para el estagi¬rita, la democracia es el gobierno que emana de la voluntad mayoritaria del grupo total de ciudadanos y tiene como finalidad el bienestar colectivo. Para él, el Estado democrático es aquel en que todos participan como dominadores y dominados. Sin embargo, la idea aristotélica no puede resistir actualmente su repudio como "democrática", ya que en el fondo representa una forma de gobierno de "ciudadanía aristocrática", pues la "libertad" y la "igualdad" sobre las que dicha idea se apoya y la "justicia" que perseguía sólo correspondían en la polis griega a un número reducido y privilegiado de su población.
"¿Qué libertad, qué igualdad, son las que Aristóteles preconiza? ¿Cuál es la justicia que define como suprema virtud del Estado? ¿Quiénes son los ciudada¬nos, es decir, los que tienen derecho a la cosa pública y deben participar directa¬mente de los comunes beneficios?", se pregunta Manuel Herrera ~' Lasso, y res¬ponde: "La libertad, la igualdad, la justicia misma, sólo se establecen en benefi¬cio de los ciudadanos. Y no son ciudadanos ni los esclavos, ni los metecos, ni los obreros. Como el soberano bien reside en el placer intelectual, todas las profesio¬nes útiles son incompatibles con el título de ciudadano. Los agricultores, los artesanos, los comerciantes, los industriales, no pueden ser miembros de la 'po¬lis'. A tal punto el pensamiento de entonces está informado en estos conceptos que tanto en Platón como en Aristóteles se encuentra, indiscrepante, la misma irreductible distinción entre las dos categorías: hombres superiores y hombres inferiores. ('Potentiores' y 'humiliores, dirán más tarde los romanos, de los componentes de la 'civitas'.)
Santo Tomás de Aquino también postuló a la democracia como la forma de gobierno que más conviene a los pueblos. Al respecto, el Doctor Angélico afirma¬ba: "Acerca de la buena constitución de los príncipes en una ciudad o nación, es necesario atender a dos cosas: primera, el que todos tengan alguna partici¬pación en el gobierno; así se conserva la paz del pueblo, y todos pueden amar y proteger tal constitución, como dice la Política, libro 2, cap. 1. Segunda, res-pecto al tipo de régimen y a la forma de gobierno; y siendo diversos los posibles tipos de gobierno, como dice la Política, libro 3, capítulo 5, se pueden éstos dividir en régimen real, en el cual sólo un hombre tiene el poder del gobierno; y en aristocracia, en la cual unos cuantos tienen el poder. Pero la mejor consti¬tución de una ciudad o reino es aquelIa en la cual uno solo tiene la presidencia de todos y es el depositario del poder; pero de tal modo que otros participen de tal poder, y que todos sean los dueños de tal poder, tanto porque puedan ser elegidos cualesquiera del pueblo, como porque deban ser elegidos por todos. Tal es la mejor política: la que está presidida por uno, pero con un régimen mixto; se da entonces también la aristocracia, ya que algunos participan del poder, y
la democracia, o sea el poder del pueblo, en cuanto al pueblo corresponde la elección de los gobernantes, los cuales pueden ser elegidos de entre el pue¬blo."
El concepto de democracia tal como ha surgido del pensamiento jurídico-¬político del siglo XVIII es correlativo a la corriente liberal y concomitante a las ideas de igualdad y libertad que ésta proclamó. Así, Kelsen sostiene que: "El Estado liberal es aquel cuya forma es la democracia, porque la voluntad estatal u orden jurídico es producida por los mismos que a ella están sometidos. Frente a esta forma se halla el Estado antiliberal o autocracia, porque el orden estatal es creado por un señor único, contrapuesto a todos los súbditos, a los que se excluye de toda participación activa en esa actividad creadora." En semejantes términos se expresa Tena Ramírez al afirmar que: "La democra¬cia moderna es resultante del liberalismo político, por cuanto constituye la fórmula conciliatoria entre la libertad individual y la coacción social. Mediante la democracia dio respuesta el liberalismo político a la pregunta de Rousseau de cómo encontrar una forma de sociedad en la que cada uno, aun uniéndose a los demás, se obedezca a sí mismo y mantenga, por consiguiente, la libertad anterior. Esa forma de sociedad consistió en que el poder de mando del Es¬tado sea exclusivamente determinado por los individuos sujetos a él. De este modo, el poder de mando persigue por objeto dónde ejercitarse el mismo sujeto de donde se origina."
Karl Loewenstein asegura que no puede darse un solo tipo de democracia y que en la facticidad histórica las formas "puras" que suelen incluirse dentro de este sistema no se presentan en la realidad o son muy raras. Para dicho autor, la democracia puede organizarse diversificadamente en distintas espe¬cies gubernativas variables en cada Estado específico. Esta variabilidad y diver-sidad obedecen, sostiene, a las tradiciones, necesidades, problemática, tempe¬ramento y demás factores socioeconómicos, culturales, políticos y geográficos inherentes a cada pueblo o nación.
En efecto, el citado tratadista afirma: "Desde las revoluciones del siglo XVIII se han formado dentro de esta referida estructura diversos tipos que se diferen¬cian entre ellos según qué detentador del poder ostente una situación preponde¬rante. Sin embargo, los 'tipos' puros son relativamente raros. Son más frecuentes, por lo tanto, los casos que presentan combinaciones sincréticas en las cuales un determinado tipo adopta rasgos característicos de otros. Estos préstamos que ciertos tipos realizan de otros dificultan frecuentemente la clasificación de un régimen político concreto bajo determinado tipo de gobierno. Además, entre los diversos tipos de gobierno asimilables al sistema político de la democracia cons¬titucional no hay ninguno que pueda pretender ser 'el mejor', en el sentido de que sea el tipo adecuado para todas las naciones. La preferencia de una nación por un determinado tipo parece estar relacionada misteriosamente con sus tra¬diciones y experiencia, como por ejemplo la tendencia de los alemanes a formar
un poder ejecutivo fuerte y la fuerza de atracción que el gobierno de asamblea ejerce en los franceses.'"
Conforme a este orden de ideas, la tipología que formula Loewenstein acerca de la democracia se integra con las siguientes formas de gobierno: a) la democracia directa, que se peculiariza "cuando el pueblo organizado como electorado es el preponderante detentador del poder"; b) el gobierno de asam¬blea, en el que el parlamento o congreso, como representante del pueblo, "es el superior detentador del poder"; c) el parlamentarismo que concierne a aquel tipo "en el cual se aspira a un equilibrio entre los independientes detentadores del poder, parlamento y gobierno, a través de la integración del gobierno en el parlamento: los miembros del gobierno-gabinete pertenecen al mismo tiempo a la asamblea", y d) el presidencialismo, cuando en el gobierno predomine el ejecutivo. A estas especies que suelen estructurar distintamente la democracia en cada Estado históricamente dado, Loewenstein agrega lo que llama "go¬bierno directorial", que es el gobierno colegiado y que se presenta en Suiza.
Por su parte, Carl Schmitt estima que la democracia "se ha convertido en un concepto ideal muy general, cuya pluralidad de sentidos abre plaza a otros diversos ideales y, por último, a todo lo que es ideal, bello y simpático", agregando que la democracia "se ha ligado e identificado con liberalismo, socialismo, justicia, humanidad, paz y reconciliación de los pueblos".
A su vez, el tratadista argentino Germán Bidart Campos llega al extremo de sostener la irrealidad de la democracia, pues para él es "fácticamente impo¬sible", manifestándose sólo como "pura normatividad escrita que no encarna en el orden de la realidad". Añade que 'existencialmente el gobierno del pueblo es irrealizable, y no sobrepasa a una utopía constitucionalizada en la norma escrita", concluyendo que "la democracia como forma de gobierno popular no es susceptible de realización; la práctica constitucional no la registra ni puede registrarla".
Claramente se observa que en la teoría jurídico-política no existe una idea uniforme de "democracia" ni tampoco se registra ninguna uniformidad abso¬luta en la implicación estructural que a esta forma de gobierno se acostumbra atribuir. Sin embargo, entre las diversas concepciones que la doctrina ha formulada sobre democracia se descubren denominadores comunes que indican una coincidencia de pensamiento, los cuales procuraremos señalar y explicar. La democracia, a guisa de forma de gobierno, no atiende, como la república y la monarquía, a la índole del titular máximo de la función ejecutiva o adminis¬trativa del Estado, sino a distintos elementos que concurren en la actividad gubernativa en que se traduce el poder estatal. Integra, por tanto, un sistema de gobierno que se caracteriza por diferentes atributos combinados y a los cuales nos referimos brevemente. Ya hemos dicho que la idea de democracia ha sido expuesta e interpretada de diversos modos. Para definirla, generalmente
se acude a la célebre fórmula que Lincoln utilizó en el año de 1863 y que la describe como "el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo". Etimo¬lógicamente, por democracia se entiende "el poder del pueblo" (demos, pueblo y kratos, autoridad), expresión que, como declara Herrera y Lasso, "no dice nada y dice todo”, y ya en los regímenes jurídico-políticos denominados "de¬mocráticos" adopta aspectos singulares de capital importancia para peculia-rizarse frente a otras formas de gobierno funcional como la aristocracia y la autocracia.
El elemento central sobre el que se asienta la democracia es el pueblo en su acepción política, no sociológica, la cual equivale, según dijimos en otra oca¬sión, al concepto de nación. Tampoco el "pueblo", conforme a tal acepción, comprende a la población toda del Estado. Dentro del sistema democrático su elemento capital, el "pueblo político", es un grupo dentro de la nación o "pueblo sociológico", y que comúnmente se designa con el nombre de "ciu¬dadanía".
"Lo que la democracia, tanto en su teoría como en sus aplicaciones prácticas, designa con el nombre de pueblo no es nunca el pueblo real, el pueblo en el sen¬tido físico de la palabra, constituido por todos los individuos que componen actualmente el grupo; es un concepto de pueblo, es decir, una sistematización abstracta de ciertos elementos tomados del pueblo real y a partir de los cuales se elabora la noción del pueblo. Poco importa que, según algunos de estos con¬ceptos, la noción esté tan próxima de la realidad que ésta casi la cubra; poco importa que el concepto englobe un número tal de individuos, que tienda a con¬fundirse con la verdadera suma de los miembros del grupo. Siempre quedará la idea de que el pueblo, como pieza del sistema político democrático, no es la entidad sociológica que responde a este nombre, sino un ser abstracto, creado tal vez con los caracteres del otro, pero sin embargo fundamentalmente distinto de él."
El "ciudadano" in abstracto es el nacional, pero jurídica y políticamente no todo "nacional" ~ ciudadano. Entre ambos conceptos hay una relación lógica ?e genero a especie, pues aunque todo ciudadano es nacional, la proposición inversa no es verdadera. La nacionalidad es, por ende, el presupuesto de la ciudadanía, de la cual quedan excluidos obviamente los grupos integrantes de la población que no sean nacionales.
Sin. Embargo, aun dentro del sistema democrático, la idea de "pueblo" en su sentido sociológico como equivalente a "nación" tiene también destacada importancia en lo que atañe a uno de los elementos característicos de dicho sistema, como es el que concierne a los fines del Estado, operando otros de
tales elementos en torno al concepto de "pueblos políticos" o "ciudadanía". Inclusive, si se analiza la fórmula de Lincoln se descubrirá fácilmente que la palabra "pueblo" está tomada en las dos acepciones apuntadas, ya que el gobierno "por el pueblo" se funda en el significado político de esta idea, en tanto que el gobierno "del pueblo" y "para el pueblo" en su connotación sociológica. .
La democracia aglutina sistematizadamente diversos principios cuyo con¬junto implica su caracterización como forma de gobierno. Es un sistema en que estos principios se conjugan en declaraciones dogmáticas del orden jurídico fundamental del Estado, en instituciones jurídico-políticas, en demarcaciones normativas al poder público y en los fines estatales a cuyo servicio éste se ejer¬cita. La falta de algunos de tales principios, dentro de un régimen político determinado, merma o elimina su auténtica calificación como democrático, aunque proclame los demás. El concepto de democracia es, por tanto, polifa¬cético, pero sus diferentes aspectos no pueden estimarse aisladamente para distinguirlo, sino que es menester apreciarlos en su conjunto para elaborarlo.
Por otra parte, debemos advertir que la democracia como forma de go¬bierno, es una estructura jurídicamente sistematizada en cuanto que se crea y organiza por el orden fundamental de derecho o Constitución. Es precisa¬mente en este orden donde se deben combinar todos los elementos que la peculiarizan a efecto de que el si tema gubernativo implantado en un Estado merezca el nombre de "democrático", enfatizando que su origen, su contenido y su finalidad es el pueblo, diferenciadamente en sus dos acepciones. Procu¬raremos, por tanto, señalar y explicar dichos elementos concurrentes, que son: declaración dogmática sobre la radicación popular de la soberanía; origen po¬pular de los titulares de los órganos primarios del Estado; control popular sobre la actuación de los órganos estatales; la juridicidad; la división o separación de poderes y la justicia social.
B. Primer elemento: Declaración dogmática sobre la radicación popular de la soberanía
Hemos aseverado que el pueblo en su sentido sociológico o la nación como unidad real, que entraña "comunidad de destinos históricos, de tradiciones, de recuerdos, de metas y esperanzas", tiene un poder que es la soberanía como capacidad de autodeterminación. Este poder es prejurídico en cuanto que existe en el mundo fenoménico y es fuente al mismo tiempo del orden funda¬mental de derecho o normatividad básica mediante el cual se crea el Estado. Ahora bien, el propio poder o soberanía no se agota en la producción de ese derecho, pues el pueblo o la nación siempre lo conservan como factor diná¬mico en situación potencial que se actualiza cuando se transforma esencial¬mente el orden jurídico fundamental del Estado o Constitución, ya que teóricamente
nunca puede enajenarse. En otras palabras, dentro de la institución llamada Estado, el pueblo o la nación siguen siendo soberanos, puesto que jamás pierden la potestad de autodeterminarse variablemente en sucesivos órde¬nes jurídicos fundamentales.
De estas breves consideraciones, que no hacen sino reiterar explicaciones precedentes, se concluye que no son lo mismo soberanía popular y democra¬cia, pues ésta, es cuanto forma de gobierno es uno de los objetivos, aunque no el principal, que puede perseguir el poder autodeterminativo o poder constituyente, cuando la implanta en el derecho fundamental, y sin perjuicio de que, mediante el propio poder, se establezca otra forma gubernativa. Si ge-neralmente, como ha sucedido en la historia política, el pueblo o la nación se inclinan por el sistema democrático, este "querer" no es el único en el ám¬bito de las posibilidades, toda vez que si así fuese, no habría "autodetermina¬ción" sino "predeterminación", o sea, no habría soberanía.
Ahora bien, Heller sostiene que "la democracia es una estructura de poder construida de abajo a arriba: la autocracia organiza al Estado de arriba a aba¬jo. En la democracia rige el principio de la soberanía del pueblo: todo poder estatal procede del pueblo; en la autocracia, el principio de la soberanía del dominador: el jefe de Estado reúne en sí todo el poder el Estado". Estas ter-minantes expresiones suscitan la reflexión sobre la vinculación entre democra¬cia y soberanía del pueblo o de la nación, es decir, sugieren el problema con¬sistente en determinar en qué medida recoge un sistema democrático el poder soberano. La democracia como estructura jurídica no da vida a la soberanía; antes bien, ésta la produce como institución política dentro del orden de dere¬cho fundamental del Estado. Entre soberanía y democracia hay, pues, una rela¬ción causal, en cuanto que aquélla es la causa y ésta el efecto; pero también existe un vínculo teleológico, ya que el fin es la implantación del sistema demo¬crático y el medio el poder soberano que lo establece jurídicamente. Ahora bien, ya creada la democracia como forma de gobierno, el orden jurídico funda¬mental que la instituye, para ser congruente con la fuente misma de su creación, que es la soberanía popular, debe declarar dogmáticamente y por simple vía re cognoscitiva, no constitutiva, que el poder soberano radica en el pueblo o en la nación y que el poder público del Estado, encauzado por el de¬recho, dimana de la soberanía. Dicha declaración, en el fondo, no tiene sino un valor teórico, pues ninguna norma jurídica puede arrebatar al pueblo su poder soberano, o sea, que el pueblo nunca se compromete a no variar el orden de derecho en que se autodeterminó. En resumen, un sistema de go¬bierno es democrático cuando el orden jurídico fundamental en que se im¬planta reconoce declarativamente que la soberanía reside en el pueblo, o sea, cuando en su nombre la asamblea constituyente reitera que el poder soberano
a él y sólo a él pertenece, de lo que se concluye que el primer elemento de que tratamos no es sino una fórmula dogmática que se contenga en la Cons¬titución.
Debemos advertir que, aun sin la mencionada declaración, el régimen de¬mocrático puede existir y operar si reúne los demás elementos a que aludire¬mos posteriormente. Sin embargo, y según puede observarse de las breves consideraciones que anteceden, la fórmula constitucional de que la soberanía reside "esencialmente y originariamente en el pueblo", no es sino un trasunto histórico de la tesis rousseauniana de la "voluntad general" que el constitucio¬nalismo mexicano ha recogido desde la Constitución de Apatzingán hasta nuestra actual Ley Fundamental. Aunque se cuestione la radicación real y efectiva del poder soberano en la comunidad popular y a pesar de las corrien¬tes escépticas que dudan y hasta niegan la soberanía del pueblo, lo cierto es que la declaración dogmática referida cuando menos debe conservarse como un signo o lema de dignificación de la colectividad como elemento humano del Estado, que siempre recuerde que sobre la actividad de los gobernantes, aun hipotéticamente, están los intereses de las grandes mayorías populares y que la investidura de los titulares de los órganos estatales primarios sólo se legi¬tima, dentro de un régimen democrático, por provenir de las decisiones de dichas mayorías. Así como en las monarquías absolutas la fórmula de legitimi¬dad gubernativa del rey expresaba: que éste recibía su poder de Dios -omnis potestas a Deo-, en la democracia la legitimidad de las autoridades del Estado procede, al menos en hipótesis o en teoría, de la voluntad del pueblo -omnis potestas a populo-, aunque muchas veces en la realidad política de ciertos países que se titulan "democráticos" ocurra todo lo contrario.
C. Segundo elemento: Origen popular de los titulares de los órganos primarios del Estado. La representación política
Tradicionalmente se ha señalado como signo característico de la democra¬cia el de que, en el sistema respectivo, el pueblo "se gobierna a sí mismo". Se suele afirmar, por tanto, que el gobierno democrático es un régimen de "autogobierno popular", aseveración que, en cuanto al principio que proclama, es verdadera, pues inclusive la acepción etimológica del vocablo "democracia" así lo indica.
Sin embargo, tal principio, dentro de la normatividad jurídica del Estado,
suscita diversas cuestiones que son de indispensable tratamiento para demar¬carla correctamente en su dimensión positiva y dinámica. Surge, en conse¬cuencia, la pregunta primordial de cómo opera ese "autogobierno", sobre todo si se atiende a que en la vida misma del Estado hay por necesidad "go¬bernantes" y "gobernados", es decir, "detentadores" del poder estatal y "desti¬natarios" de ese mismo poder, empleando la terminología no muy pulcra de Loewenstein. La diferenciación entre ambos tipos de sujetos desvirtúa lógica¬mente el mencionado concepto y lo hace realmente impracticable, toda vez que en los Estados, desde que rebasaron los estrechos límites de la "polis" griega, es imposible que funcione lo que se ha llamado la "democracia di¬recta". Por otra parte, en los sistemas democráticos, el pueblo indispensable¬mente tiene una participación en el gobierno, ya que sin ella no habría demo¬cracia; pero ¿cuál es esa participación y qué alcance tiene? Además, aunque el pueblo es una unidad real asentada permanentemente en un territorio, está integrado por distintos grupos que independientemente de sus condiciones económicas, sociales y culturales, se subsumen en dos grandes sectores: el de los capacitados jurídicamente para "participar" en el gobierno y el de los que están privados de esa capacidad. De ahí que el pueblo, en su implicación so¬ciológica como totalidad humana, no es el pueblo participante, que sólo es el "pueblo político", según lo hemos afirmado. Débese recordar también que dentro de este mismo no se forma una "voluntad unánime" en lo que atañe a los aspectos en que puede participar en el gobierno, o sea, en el propio "pue¬blo político" hay "mayorías" y "minorías" que tienen "quereres" opuestos y que se traducen en discrepancias de opinión. Estas son las principales cuestio¬nes que suscita el tema que nos proponemos abordar y en cuyo tratamiento la doctrina se ha ocupado profusamente.
Al crear el derecho fundamental o Constitución y al implantarse en él la forma democrática de gobierno, el pueblo se reserva, mediante una declara¬ción preceptiva expresa, la potestad de elegir a las personas que transitoria¬mente encarnen a los órganos primarios del Estado, que generalmente son el ejecutivo y el legislativo, pues aunque los titulares de los órganos judiciales no tengan origen popular, no por esta circunstancia el régimen respectivo deja de ser democrático. Ahora bien, esa potestad de elección, que puede vaciarse en diferentes formas jurídicas concretas que no viene al caso mencionar y que varían en cada sistema constitucional específico, no se reconoce comúnmente a la totalidad del pueblo, es decir, al pueblo sociológico como unidad real, sino a determinados grupos, dentro de él, que satisfagan ciertas condiciones previs¬tas jurídicamente. Estos grupos componen lo que hemos denominado el "pue¬blo político", siendo dichas condiciones lo que permite calificar a un sistema de gobierno como democrático o aristocrático, pues si se traducen en privile¬gios de diversa Índole de que sólo puede gozar una clase social determinada, se tratará de una aristocracia, y si son susceptibles de satisfacerse por la ma¬yoría popular, se estará en presencia de una democracia.
La satisfactibilidad mayoritaria de las condiciones jurídicas cuya colmación da origen al "pueblo político" (también llamado "cuerpo político" o "ciudada¬nía"), equivale a la igualdad política que es un atributo esencial de la democra¬cia, igualdad que supone un mismo tratamiento por el derecho para quienes se encuentren en la situación general que éste prevea. Esta situación, tratán¬dose del pueblo político, debe obviamente excluir a los incapaces jurídicos (menores de edad, verbigracia) o naturales, pues como afirma Emilio Rabasa:
"Conceder el ejercicio de un derecho a los incapacitados materialmente para disfrutarlo es, además de absurdo, atentatorio contra los capacitados. No pue¬de permitirse a los ciegos que formen parte del jurado calificador en un certamen de pintura, sin lesionar el derecho de los artistas y de los capacita¬dos para juzgar del arte. Lo que la igualdad exige es que a nadie se excluya entre los capaces, que a nadie se estorbe la adquisición de la capacidad; más aún, que se provea a los atrasados de los medios para adquirir la capacidad que les falta; pero mientras no la tengan, la igualdad exige, con el mismo o mayor imperio, que no se imponga la uniformidad que la suplanta y que la destruye."
La igualdad política es una especie de igualdad jurídica en general. Esta se traduce en que varias personas, en número indeterminado, que se encuentren en una determinada situación, tengan la posibilidad y capacidad de ser titulares cualitativamente de los mismos derechos y de contraer las mismas obligaciones que emanan de dicha situación. En otras palabras, la igualdad, desde un punto de vista jurídico, se manifiesta en la posibilidad y capacidad de que va¬rias personas, numéricamente indeterminadas, adquieran los derechos y con¬traigan las obligaciones derivadas de una cierta y determinada situación en que se encuentran.
La igualdad está, pues, demarcada por una situación determinada; por ende, puede decirse que dicho fenómeno sólo tiene lugar en relación y en vista de un estado particular y definido.
Para ilustrar nuestras anteriores apreciaciones, recurramos a la ejemplifica¬ción. El arrendatario, el mutuario, el comerciante, etc., tienen en términos abs¬tractos una situación jurídica determinada y específica establecida por el orden de derecho correspondiente. Pues bien, un comerciante, un arrendatario, un mutuario, personalizados, individualizados, gozan de los mismos derechos y res¬ponden de las mismas obligaciones que todas aquellas personas que tienen su misma situación jurídica de comerciantes, arrendatarios o de mutuarios. Por ende, ésta constituye el presupuesto, el campo de operación, del fenómeno de igualdad jurídica, que se revela, repetimos, en la posibilidad y capacidad que tiene una persona individualmente considerada de ser titular de derechos y contraer obligaciones que corresponden a otros sujetos numéricamente indeter¬minados que se encuentran en una misma situación jurídica. Por exclusión, no puede entablarse una relación igualitaria entre la posición concreta que guarde
una persona colocada en una situación jurídica determinada, con la que tiene un individuo perteneciente a otro estado de derecho particular diferente. El cri¬terio que sirve de base para constatar si existe o no igualdad desde un punto de vista jurídico es, pues, la situación de derecho determinada en que dos o más personas se hallen.
Ahora bien, el individuo, como persona jurídica, es susceptible de ser es¬timado por el orden de derecho bajo diferentes aspectos. Estas distintas ma¬neras de estimación del su jeto por el Derecho se establecen por una multitud de factores imputables a relaciones de diversa índole.
Así, una persona, que entabla con otra una relación jurídica a virtud de la cual la energía de esta última está bajo la dirección y dependencia de la primera a cambio de una retribución determinada, será considerada como patrón en esta situación especial. Por otra parte, esa misma persona, reputada como propieta¬ria o poseedora jurídica de determinados bienes inmuebles, es susceptible de ser causante del impuesto predial respectivo que paga al Estado. Y así sucesivamen¬te, toda persona, según la índole de las relaciones jurídicas Que haya entablado o con la que se haya formado, goza de diferentes situaciones de derecho deter¬minadas (como patrón, trabajador, causante, etc.).
Podemos afirmar, en consecuencia, que la persona jurídica, en su aspecto integral y completo de derecho, es susceptible de colocarse en tantas situacio¬nes jurídicas determinadas como relaciones o actos pueda entablar o realizar. En virtud de esa multiplicidad de situaciones de derecho determinadas que puede ocupar una persona, ésta puede ser objeto de una estimación igualita¬ria también variada, formulada en atención a los demás sujetos que estén co¬locados en un parecido estado.
La existencia de esas diferentes situaciones jurídicas determinadas en que una persona puede hallarse, obedece a un sinfín de factores, elementos y cir¬cunstancias (sociales, económicos, jurídicos, etc.) que el orden jurídico estatal toma en cuenta para regular las diversas relaciones que de las primeras se de¬rivan, originándose en esta forma los distintos cuerpos legales, cuyo contenido lo constituye precisamente esa regulación. Todo ordenamiento, específicamen¬te considerado, tiene como campo o ámbito de normación un conjunto de relaciones entre dos o más personas numéricamente indeterminadas que se encuentren en una determinada situación jurídica o en dos estados de derecho correlativos ( patrón-trabajador; donante-donatario; arrendador-arrendatario, etc. ). Pues bien, al imponer un ordenamiento los mismos derechos y las mis¬mas obligaciones a cualquier persona colocada en una determinada situación jurídica por él regulada, que los que establece para otros sujetos que en ésta se hallen, surge el fenómeno de igualdad legal. Esta se traduce, por ende, en la imputación que la norma de derecho hace a toda persona de los derechos y obligaciones que son inherentes a una situación determinada en que ésta pueda encontrarse.
En síntesis, la igualdad desde un punto de vista jurídico implica la posibili¬dad o capacidad que tiene una persona de adquirir derechos o contraer obli¬gaciones, cualitativamente, propios de todos aquellos sujetos que se encuentren en su misma situación jurídica determinada.
Por otra parte, fácilmente se deduce de las ideas esbozadas, que el con¬cepto de igualdad jurídica que mediante ellas hemos expuesto, no corres¬ponde al concepto abstracto, deshumanizado e irreal que proclamó el liberal-¬individualismo. En la vida de ningún pueblo puede existir la igualdad jurídica absoluta entre sus variadísimos componentes, pues la ley jamás debe prescin¬dir de las diferentes situaciones generales determinadas que se registran en la realidad social para normarlas diversamente. Este imperativo fue soslayado por el expresado régimen, ya que, adoptando una postura francamente qui¬mérica o utópica, consideró que todos los hombres debían ser iguales ante la ley sin tomar en cuenta las posiciones desiguales en que realmente están colo¬cados. En suma, la igualdad jurídica debe siempre acatar el principio que en¬seña "tratar igualmente a los iguales y desigualmente a los desiguales", el cual, proyectado hacia la vida de las sociedades humanas, genera la justicia social. Es obvio que ese tratamiento debe desembocar en la implantación jurídica de garantías sociales en favor de los grupos o clases económica y culturalmente desvalidos del conglomerado humano para asegurar la libertad de todos y cada uno de sus integrantes en la compleja y variada vida social. De ahí que la igualdad jurídica, según nuestra opinión, sea el resultado de un proceso de igualación socioeconómica que debe suministrar el contenido a la ley para que ésta se adecúe a los diferentes sectores reales que deba regir.
Aplicando las anteriores ideas a la igualdad política, ésta se revela en una situación jurídica determinada en que un número indeterminado de personas se encuentra para participar en el gobierno del Estado. Pero la igualdad polí¬tica, así concebida, no es característica del sistema democrático, ya que esa si¬tuación determinada puede ser de tal manera estrecha que sólo comprenda a grupos reducidos del pueblo y a sus individuos componentes entre los cuales existirá, sin embargo, una posición igualitaria que excluya a los que integren otros grupos. Tal sucede en los regímenes aristocráticos en que dicha situa¬ción, aunque jurídicamente prevista, está configurada por diversas condiciones de variada naturaleza (económicas, políticas, sociales o culturales) que única¬mente den acceso, a ella, a un número indeterminado, pero exiguo de perso¬nas. Para que exista realmente democracia se requiere indispensablemente que la multicitada situación o la igualdad política que entraña sea lo más extensa posible, es decir, que abarque a la gran mayoría del pueblo sociológico para que ésta integre el pueblo político o ciudadanía que puede intervenir en el gobierno. Es inconcuso, por otra parte, que la extensión de la mencionada igualdad, como sostiene Rabasa, no debe convertirla en uniformidad absoluta, sino compren¬der a todos los nacionales aptos para participar en el gobierno del Estado, ya que no sería "igualitario" que los aptos y los ineptos estuviesen a este respecto en la misma situación. La aptitud e ineptitud, que equivalen a capacidad e
incapacidad correlativamente, originan que en el derecho fundamental o cons¬titucional del Estado se otorgue la calidad de "ciudadanos" a los nacionales que sean naturalmente capaces y hayan rebasado determinada edad para que com¬pongan el pueblo político que es parte del pueblo sociológico. Estimamos que cualquier otra restricción a esa capacidad que no provenga de alguna de las limitaciones señaladas merma la democracia, llegándose inclusive a instaurar la aristocracia. No sería democrático un régimen en que la ciudadanía se re¬servara a los varones, a los que gozaran de cierta posición económica, a los que pertenecieran a determinada clase social o a los que tengan un especial grado de cultura. Un pueblo político así compuesto sería tan reducido que el sistema en que actuara no merecería el nombre de democracia. Su correcto calificativo sería el de aristocracia, manifestada de diversos modos, entre ellos el de pluto¬cracia o gobierno de los ricos.
Ahora bien, ¿cuál es la participación del pueblo político o ciudadanía en el gobierno democrático? Ya hemos recordado que el gobierno directo del pue¬blo, es decir, su autogobierno absoluto, es impracticable en el Estado moderno. Rousseau así lo admitió al afirmar: "bien mirado todo, no creo que en adelante le sea posible al soberano (pueblo o nación) conservar entre nosotros el ejer¬cicio de sus derechos, si la ciudadanía no es muy pequeña." "Si en las pe¬queñas repúblicas de la antigüedad, como Atenas y Esparta, dice, Miguel Lanz Duret , y aún en la misma Roma pudo haber el gobierno directo, especialmen¬te en lo que toca al ejercicio de la función legislativa, en los Estados modernos, tan complicados y tan llenos de problemas y responsabilidades, no cabe suponer la posibilidad de que el pueblo tenga el espacio adecuado para ejercitar en un momento dado todas las funciones políticas, ni el tiempo necesario para dedicarse a las mismas, puesto que necesita llenar las otras mil funciones de ca¬rácter doméstico, económico y social que desempeñan los ciudadanos actual¬mente; ni por último, puede tener los conocimientos y la capacidad intelectual bastante para el ejercicio de las difíciles funciones gubernamentales. Por lo tanto, en razón de todas esas imposibilidades que presenta el gobierno directo, el pueblo en la actualidad ha sido admitido simplemente a designar represen¬tantes, es decir, hombres ilustrados, especializados, dispuestos a consagrar todo su tiempo a las funciones públicas y que posean a la vez aptitudes suficientes para dirigir los negocios del Estado."
La entidad estatal, lo hemos dicho muy insistentemente, es una institución pública organizada en el derecho fundamental o Constitución, es decir, está dotada de órganos que, dentro de su respectivo marco competencial, desem¬peñan las funciones en que se desenvuelve el poder público. Pero esos órga¬nos, sin personificación, no pueden ejercerlas, requiriendo necesariamente de una o varias personas físicas que los encarnen. Estas personas físicas son sus titu¬lares, llamados funcionarios públicos. Ahora bien, si en el orden constitucional
se prevé que la elección de los titulares de los órganos primarios del Estado debe provenir del pueblo político, o sea, de los ciudadanos, se estará en presencia del segundo elemento que caracteriza al sistema democrático, siendo dichos órganos, según lo manifestamos en otra ocasión, generalmente el ejecutivo y el legislativo. En el acto electivo -sufragio- se registra la participación popular en el citado sistema, pues es la voluntad mayoritaria de la ciudadanía la fuente de la encarnación o personificación de tales órganos estatales.
Hemos subrayado la locución "voluntad mayoritaria" en virtud de que es imposible, o al menos insólito, que en la elección opere la voluntad unánime den¬tro del pueblo político. Lo común, Y pudiéramos decir lo inexcepcional o normal, es que haya discrepancias entre la masa de ciudadanos en cuanto a la designa¬ción de una persona o de varias para ocupar un cargo público, ya que cada elector tiene su propia opinión sobre los candidatos propuestos, la cual, inclu¬sive, puede dejar de emitirse, pudiendo darse el caso de que los sufragantes representen un número reducido en proporción al de la ciudadanía.
"Pero aun dentro de esa minoría cívicamente activa, dice Tena Ramírez, no es posible siempre -casi nunca es posible- obtener la adecuación íntegra entre el 'querer hacer' de cada uno y el 'deber hacer' de todos, pues para que así suce¬diera se necesitaría la unanimidad de voluntades individuales. A falta de unani¬midad, la democracia admite como expresión de la voluntad general la voluntad de la mayoría...", agregando más adelante: “A nuestro entender, la democracia se justifica y se practica íntegramente en cuanto proporciona oportunidad igual a todos para externar libremente su voluntad. Dar satisfacción igual a cada uno cuando el satisfactor tiene que ser único y cada quien lo quiere distinto, es lo que no puede hacer la democracia ni ningún sistema. El compromiso previo, implí¬cito en todo evento democrático, de que los disidentes habrán de someterse al criterio de los más, siempre y cuando aquéllos y éstos sean escuchados por igual, es lo que a nuestro juicio deja a salvo el principio de la autodominación; la dominación de la mayoría, aceptada de antemano a condición de ser discutida con libertad, es cabalmente una autodominación. Por lo demás, hay dos razones de orden práctico por las que debe prevalecer como decisión la voluntad de la mayoría. En primer lugar, es la mayoría la que generalmente tiene la fuerza, y ya sabemos que la autoridad sin la fuerza es una facultad abstracta; por lo tan¬to, la decisión debe corresponder a quien pueda imponerla. En segundo lugar, es la mayoría el único intérprete posible (aunque no infalible) de lo que es conveniente y justo para la colectividad; cuando se discute lo adecuado y justo de una medida que se va aplicar a todos, es natural que la opinión de la mayoría de los afectados sea la que se tome en cuenta."
Por su parte, el mismo Rousseau. Que tan celoso se mostró en sostener la indivisibilidad
divisibilidad de la soberanía, y por ende, en no admitir su fraccionamiento, se ve obligado a convenir en que la voluntad mayoritaria debe prevalecer sobre la voluntad minoritaria. "Sólo existe, dice, una ley que, por su naturaleza, exija un consentimiento unánime: es el pacto social. Fuera de este contrato primitivo, la voz del mayor número obliga siempre a los demás; es una consecuencia del con¬trato mismo", de lo que se concluye que la voluntad general no es la unánime, sino que se resume en la mayoritaria, y a este respecto agrega: "El ciudadano consiente en todas las leyes, incluso en aquellas que se hacen a pesar suyo. Cuan¬do se propone una ley a la asamblea del pueblo, lo que se pregunta a lo~ ciudadanos no es precisamente si aprueban o rechazan la proposición, sino SI dicha proposición es o no conforme a la voluntad general, que es la suya: cada uno de ellos, al emitir su sufragio, da su parecer a este respecto; y del cómputo de los votos se obtiene la deducción de la voluntad general. Así, cuando preva¬lece el parecer contrario al mío, esto no prueba que yo estaba equivocado, y lo que yo estimaba como voluntad general, no lo era en realidad."
A nuestro entender, la elección mayoritaria de los titulares de los órganos primarios del Estado se explica plenamente desde un punto de vista jurídico con independencia de los motivos prácticos que la apoyan. Esa elección es un acto formalmente jurídico, pero de contenido político. Corno tal, se prevé en el ordenamiento constitucional que puede disponer directamente que quede consumado con validez por la mayoría de los sufragios de los ciudadanos o remitir esta disposición a la legislación secundaria. En uno y otro caso hay un status jurídico que determina la prevalencia de la voluntad mavoritaria sobre la voluntad o voluntades minoritarias, de tal manera que, a pesar de que el sen¬tido de una y de otras sea opuesto en lo que concierne a la elección misma, de parte de las minorías existe una sumisión previa a la decisión de la mayoría de sufragantes señalados por el derecho, señalamiento que no puede dejar de es¬tablecerse, pues sin él la intervención popular en el proceso electoral sería im¬posible, toda vez que la elección no podría lograrse por unanimidad.
La elección popular mayoritaria, que puede ser directa o indirecta según en cada régimen político lo disponga su orden jurídico, confiere al elegido o a los elegidos la investidura inherente al órgano del Estado de que se trate, es de¬cir, los convierte en titulares individuales o colectivos de dicho órgano, capaci¬tándolos para desempeñar las funciones públicas que a éste competan. Se dice que desde este momento el titular o los titulares colegiados, según sucede res¬pectivamente en el caso del ejecutivo unipersonal y en el de los cuerpos o asambleas legislativas, ejercen las funciones correspondientes al cargo o a los cargos para el que o los que fueron electos, en representación del pueblo, que es el supuesto de las democracias representativas o "democracias gobernadas" como las llama Burdeau." Se afirma que los titulares de un órgano estatal no
actúan per-se, sino en nombre del pueblo todo, no en el de los que mayorita¬riamente los hubieren elegido.
"En su acepción política, que es también su acepción corriente y vulgar, dice Lanz Duret repitiendo las expresiones de Carré de Malberg, el término régimen representativo designa de una manera ya hoy de tradición, un sistema constitu¬cional en e1.cual el pueblo se gobierna por medio de sus elegidos, en oposición, sea al régimen de despotismo, en el que el pueblo no tiene ninguna acción sobre sus gobernantes, sea al régimen de gobierno directo, en el que los ciudadanos se gobiernan por sí mismos." "El régimen representativo, sostiene por su parte el autor francés mencionado, implica, pues, cierta participación de los ciudada¬nos en la gestión de la cosa pública, participación que se ejerce bajo la forma y en la medida del electorado. El régimen implica además cierta solidaridad o armonía entre elegidos y electores; a los elegidos se les nombra sólo por un tiempo limitado, y están obligados a volver, en intervalos bastante cortos, ante sus electores para hacerse reelegir; lo que, naturalmente, sólo conseguirán si se han mantenido, durante ese tiempo, de acuerdo con sus electores. Finalmente, el régimen representativo implica que las asambleas elegidas tendrán una pode¬rosa influencia en la dirección de los asuntos del país. No sólo hacen las leyes, de las que depende, entre otras cosas, la acción administrativa, sino que tam¬bién tienen la votación del impuesto, lo que coloca a la autoridad gubernamental bajo su dependencia, y además se hallan directamente asociadas a los actos de gobierno más importantes, no pudiendo hacerse éstos sino mediante su auto-rización."
La representación política fue negada por Rousseau, quien para apoyar su tesis manifestaba: "El soberano puede decir: 'Quiero actualmente lo que quiere tal o cual hombre'; pero no puede decir: 'Lo que este hombre quiera mañana yo lo querré también', pues sería absurdo que la voluntad se encadenara para el futuro. Así, si el pueblo promete simplemente obedecer, se disuelve por este acto, pierde su cualidad de pueblo; en el momento en que existe un amo, ya no hay soberano." Para Juan Jacobo, "los diputados del pueblo no pue¬den ser sus representantes: sólo son sus comisarios".
Por otra parte, cierta corriente doctrinal, a la que Duguit no es extraño, ha pretendido explicar la representación política como proveniente de un man¬dato, Carré de Malberg, fundándose en razones claras e inobjetables, rechaza enfáticamente esta idea, permitiéndonos transcribir las consideraciones en que las expresa, pues mediante los argumentos que esgrime queda despejado el equívoco en que se suele incurrir, al estimar a los titulares de los órganos del Estado, y especialmente a los legisladores, como "mandatarios del pueblo".
"Es fácilmente explicable, dice, que esta creencia en el mandato representa¬tivo haya podido arraigar en el espíritu popular, pues la masa del público se atiende a las apariencias. Ahora bien, a primera vista parece muy natural admitir que el diputado, ya que es el elegido de los ciudadanos, también de ellos recibe su •poder, y por consiguiente, parece lógico basar el régimen representativo en una delegación de poder que se opera entre los electores y los elegidos. Y sin embar¬go, esta teoría debe rechazarse totalmente. Sin hablar de sus graves inconvenien¬tes políticos, ocasionados por el hecho de que implica una subordinación ilimita¬da del elegido a sus electores, y colocándose puramente en el terreno propio de la ciencia del derecho, se observa que, desde el punto de vista jurídico, suscita obje¬ciones perentorias. Estas objeciones provienen del hecho de que en el supuesto mandato legislativo no se encuentra ninguno de los elementos constitutivos del mandato ordinario, así como ninguno de sus caracteres específicos. En cuan¬to se entra en el examen de la relación que se establece entre electores y elegidos, no hay más remedio que señalar, en efecto, cuatro diferencias primordiales entre la situación del diputado y la de un mandatario, diferencias que han sido seña¬ladas específicamente por Orlando. a) Ante todo, para que pueda considerarse al diputado como un mandatario, sería necesario que representara exclusiva¬mente al colegio electoral que lo nombró. Un mandato, como en principio todo acuerdo contractual, sólo puede producir efectos entre las partes que intervinie¬ron en el contrato y que trataron juntas... El diputado moderno, lo mismo que el diputado del antiguo régimen, sólo recibió poderes de su propio colegio. Si representa, pues, a todo el país, esto no puede realizarse en calidad de mandata¬rio. Este solo argumento basta ya para probar que la idea de mandato no puede conciliarse con los principios del régimen representativo actual. b) Una segun¬da diferencia radical entre el representante electivo y el mandatario de derecho privado se infiere del hecho de que, según los principios que rigen el mandato ordinario, éste, por su esencia misma, es siempre revocable a voluntad del mandante. Incluso cuando el mandato ha sido otorgado por un tiempo limitado, el mandante conserva el derecho de revocarlo antes de que llegue el término convenido. En el régimen representativo, por el contrario, y a diferencia de lo que ocurre en países de democracia directa como ciertos cantones suizos, donde el pueblo tiene el poder de disolver la asamblea legislativa, en ningún caso pue¬den los electores revocar a su diputado antes de la expiración normal de la legislatura; ni siquiera podrían revocarlo fundándose en sus faltas. e) Un tercer signo esencial del mandato, considerado en cuanto a sus defectos, consiste en que el mandatario es responsable, con relación al mandante, de la manera como lleve a efecto la misión que asumió; y por consiguiente, tiene la obligación de rendir cuentas de su gestión ante el mandante. En la esfera de la representación de derecho público no existe nada parecido, pues el diputado no es responsable, ante sus electores, de su conducta política, ni de sus discursos, ni de sus votos. No queda obligado jurídicamente a rendir cuenta alguna ante sus electores. d) A todas estas diferencias se agrega la última, de una importancia muy especial. En todos los casos de mandato propiamente dicho, al ser instituido el mandata¬rio por voluntad del mandante, no tiene, por lo mismo, más poderes que aque¬llos que le confiere su mandato. Sin duda, depende del mandante confiar al mandatario una procuración que se extienda ilimitadamente a todos sus asun¬tos o, por el contrario, que quede limitada a algunos asuntos especiales. Pero de
todos modos bien sea el mandato general o particular, constituye un principio absoluto que el mandante es dueño de su mandato, en el sentido de que tiene derecho a dictar al mandatario sus instrucciones respecto a la manera como en¬tiende que éste ha de actuar. El mandatario se encuentra, pues, ligado por los términos del mandato; y está obligado a seguir las órdenes del mandante. Por consiguiente, todo aquello que pudiera realizar fuera de sus poderes o en contra de sus instrucciones, sería nulo con respecto al mandante, el cual no puede obli¬garse por actos que no ha autorizado. Así, si el diputado es un mandatario, de ello hay que deducir que los electores podrán limitar sus poderes a su antojo, en el momento de la elección; podrán también indicarle un programa político, trazarle una línea de conducta; en resumen, imponerle órdenes precisas y obli¬gatorias. El diputado, por lo tanto, se limitaría a traer a la asamblea los votos que le hubieren sido dictados previamente por sus electores mandantes. Si vota¬ra contra las prescripciones de sus comitentes, su voto no tendría efecto respec¬to a ellos, y no quedarían ligados por la decisión de la asamblea. En una pala¬bra, si el diputado es un mandatario, queda sometido necesariamente, como tal, al régimen del mandato imperativo. .. Se puede ver por estos diversos rasgos cuáles son los caracteres de la función del diputado. El diputado no realiza un mandato que lo encadene, sino que ejerce una función libre. No expresa la voluntad de sus electores, sino que se decide por sí mismo y bajo su propia apreciación. No habla ni vota en nombre y de parte de sus electores, sino que forma su opinión y emite su sufragio según su conciencia y sus opiniones personales. En una palabra, es independiente con respecto a sus electores. Desde te dos estos puntos de vista, existe una absoluta divergencia entre la representación de derecho público y el sistema del mandato; pues los elementos esencial del mandato, aquellos que, por su definición misma, son indispensables para realización de este contrato, faltan todos en la representación de derecho público. Por lo tanto, ¿cómo pretender establecer una semejanza, incluso únicamente una analogía, entre la situación del diputado y la del mandatario? La verdad es que, entre la idea de la representación en el sentido que tiene ésta en derecho público y la de mandato, existe una absoluta incompatibilidad, que excluye toda clase de aproximación entre ellas. Se desprende de esto, dice Esmein, q la expansión usual de mandato legislativo, en todos respectos es incorrecto inexacta, es una expresión poco feliz de la que hay que abstenerse. La misma palabra 'representación' debe entenderse, en esta materia, con cierta prudencia. De todos modos, si los elegidos son representantes, no representan a sus electores."
A todas las consideraciones de Carré de Malberg sólo quisiéramos añadir que brevemente vamos a exponer para corroborar la idea de que los titulares de los órganos del Estado, y entre ellos los electos por la voluntad mayoritaria del pueblo, no son mandatarios de éste ni de sus electores, y que su denominación como tales encierra un despropósito jurídico. En la relación entre mandante y mandatario éste actúa por instrucciones expresas de aquél o, al menos, con su autorización general para desempeñar una conducta dentro de una esfera
predeterminada por el que confiere el mandato. Ahora bien, al elegirse a un funcionario público, los electores no lo instruyen ni lo autorizan para actuar. Tampoco le trasmiten poderes o facultades, pues estos poderes y estar facul¬tades están previstos en el orden jurídico como ámbitos competenciales. Las fun¬ciones del llamado "mandatario político" están prefijadas por el derecho al señalar éste la competencia para el órgano del Estado que. el funcionario per¬sonifica. La elección de los titulares de los órganos estatales no es sino un acto-condición para que encarnen a éstos en el ejercicio de las funciones que tienen consignadas jurídicamente dentro de su correspondiente ámbito com¬petencial. Los electores no trasmiten nada al elegido, ni éste queda sujeto o subordinado a su voluntad, sino a la de la ley. La ciudadanía designa a los funcionarios públicos de elección popular, pero no les otorga ninguna facul¬tad, ya que ésta proviene del derecho fundamental -constitucional- o se¬cundario -legal-o De ahí que el funcionario electo sólo debe obedecer al derecho y actuar conforme a él, obligaciones estas que proclaman el principio de legalidad en sentido lato. No hay, pues, entre electores y elegidos ninguna vinculación de mandato ni tampoco una representación de aquéllos por éstos. La representación es figurativamente de todo el pueblo sociológico y no úni¬camente del pueblo político y ni siquiera del grupo que dentro de él haya rea¬lizado mayoritariamente la elección. A nuestro entender, sólo así debe concep¬tuarse la democracia representativa que en muchas ocasiones es una mera fic¬ción y que no corresponde a la realidad por el desajuste entre los "represen¬tantes" y la nación "representada" o importantes sectores de ella.
Con razón afirma Tena Ramírez que "a menudo la representación legal no coincide con la representación real, lo que se traduce en un desacuerdo entre el gobernante y la opinión pública, el cual no tiene otro correctivo en los países de alta cultura democrática que la apelación directa al pueblo, mediante el ple¬biscito, el referendum o la disolución del parlamento. Pero cuando la mayoría real y efectiva, prevalida de su fuerza, abusa de las minorías, o cuando los gobernantes, con el pretexto de interpretar la voluntad mayoritaria, defraudan sistemáticamente el sentir popular, la democracia es un fracaso. Y es que ese sis¬tema presupone en los gobernantes y en los gobernados, en todos los que de algún modo intervienen en las funciones públicas, un respeto sumo por la opi¬nión ajena y una buena fe difíciles de guardar".
D. Tercer elemento: Control popular sobre la actuación de los órganos del Estado
Dentro de un sistema democrático, la ciudadanía debe estar en contacto permanente con los gobernantes, ejerciendo sobre éstos una especie de "control”
político respecto de su conducta. En una auténtica democracia, el pueblo jamás debe permanecer indiferente ante la actuación de los titulares de los órganos del Estado. Debe ser un "fiscalizador" o "vigilante" de esta actuación. Su participación en la buena marcha del gobierno no debe contraerse a la mera elección periódica de los titulares de los órganos estatales primarios y dejar que éstos se comporten según su arbitrio, desplegando muchas veces una conducta .contraria al orden jurídico y al bienestar general, postergando el cumplimiento de su deber como funcionarios públicos a la satisfacción de sus intereses personales, a su ambición o a su codicia. Sin esa fiscalización o vigilancia constante, la democracia sería una simple mascarada carente de con¬tenido dinámico, que es una de sus notas esenciales. El gobernante no debe ser el amo de los gobernados, sino su servidor, y esta calidad, característica de un sistema democrático, no existiría si el pueblo se redujera a elegirlo sin vigi¬larlo durante su gestión pública, pues como decía Rousseau, refiriéndose al pueblo inglés, que éste "cree ser libre, pero se equivoca totalmente; sólo lo es durante la elección de los miembros del parlamento: en cuanto son elegidos, el pueblo es un esclavo, el pueblo no es nada".
El control popular a que nos referimos es para Jellinek una "garantía del Derecho Público" del Estado que sólo puede operar en una democracia. Según el ilustre profesor de Heidelberg, ese control se ejerce por distintos medios jurídicos y políticos, tales como la acusación del funcionario, la respon¬sabilidad civil de éste frente al gobernado en particular por los hechos ilícitos -que cometa en su detrimento durante sus funciones, la libertad de expresión en sus diversas manifestaciones y la actuación de los partidos políticos, entre otros.
a) La libertad
El control popular a que hemos aludido y que según Burdeau peculiariza lo que llama "democracia gobernada", se traduce en diferentes actos, permitidos por el orden jurídico, que expresan lo que se llama libertad política y que es una especie de libertad en general que todo régimen democrático debe recono¬cer en favor de los gobernados, ya que sin ella éste no existiría. no Sólo con libertad jurídicamente garantizada, el pueblo puede ejercitar el control de que hemos hablado sin temor a las represalias de los gobernantes que son signos
de dictadura. Pero esa libertad genérica, y obviamente la libertad política, debe demarcarse convenientemente por el derecho para compatibilizarla con el orden social, en una adecuada correspondencia a efecto de impedir que, me¬diante su ejercicio irrestricto que la convierte en libertinaje, se provoque la anarquía y el caos dentro de la vida del Estado, sin que, por otra parte, se la deba restringir a tal extremo que se la desvirtúe y el régimen democrático se elimine.
La libertad social, que es la que interesa jurídicamente, se externa en una potestad genérica de actuar, real y trascendentemente, de la persona humana, actuación que implica, en síntesis, la consecución objetiva de fines vitales del individuo y la realización práctica de los medios idóneos para su obtención. Pues bien, ese actuar genérico de la persona, esa libertad abstracta del su jeto, se puede desplegar específicamente de diferentes maneras y en diversos ámbi¬tos o terrenos. Cuando la actuación libre humana se ejerce en una determi¬nada órbita y bajo una forma particular, se tiene a la libertad específica. Esta es, en consecuencia, una derivación de la libertad social genérica que se ejercita bajo ciertas formas y en una esfera determinada (libertad de expresión de pensamiento, de trabajo, de comercio, de imprenta, etc.). En otras palabras, las libertades específicas constituyen aspectos de la libertad genérica del indi¬viduo, o sea, modos o maneras especiales de actuar.
La libertad social, traducida en la potestad del sujeto para realizar sus fines vitales mediante el juego de los medios idóneos por él seleccionados, y la cual determina su actuación objetiva, no es absoluta, esto es, no está exenta de res¬tricciones o limitaciones. Estas tienen su razón de ser en la vida social misma. En efecto, la convivencia humana sería un caos si no existiera un principio de orden. Si a cada miembro de la sociedad le fuera dable actuar en forma ilimi¬tada, la vida social se destruiría a virtud de los constantes choques o pugnas que surgirían entre dos o más su jetos. En la pretensión de hacer prevalecer sus intereses propios sobre los de los demás, bajo el deseo de tener primacía sobre sus semejantes, el individuo aniquilaría al régimen de convivencia. Este, por tal motivo, debe implicar limitaciones a la actividad de sus componentes. La libertad objetiva, como ilimitada y absoluta actuación, sólo puede tener lugar en el hipotético "estado de naturaleza" de que hablara Rousseau, donde cada hombre, por el hecho de vivir aislado de sus congéneres, desempeña su conducta sin restricciones, de acuerdo con la capacidad de sus fuerzas natura¬les. El principio de orden, sobre el que se basa toda sociedad, toda convivencia humana, implica necesariamente limitaciones a la actividad objetiva del sujeto; por ende, éste estará impedido para desarrollar cualquier acto que engendre conflictos dentro de la vida social. Las limitaciones o restricciones impuestas
por el orden y armonía sociales a la actividad de cada quien, se establecen por el Derecho, el cual, por esta causa, se convierte en la condición indispensable sine qua non, de toda sociedad humana. Por eso el aforismo sociológico que expresa: ubi homines, societas; ubi societas, jus, es de validez apodíctica, en el sentido de implicar, en primer lugar, la índole eminentemente sociable del ser humano y, en segundo término, la imprescindible necesidad del orden jurí¬dico, bien sea consuetudinario o escrito, para que una sociedad exista y sub¬sista. Claro está que el orden de derecho es el factor que fija las limitaciones a la libertad social del hombre desde un punto de vista deontológico, ya que en la realidad histórica no faltan ni han faltado casos en que aquéllas son impuestas no jurídicamente, sino por la voluntad autocrática del gobernante.
Las limitaciones o restricciones a la libertad social del hombre que esta¬blece el orden jurídico tienen diversas cau as. En los regímenes netamente in¬dividualistas que se crearon a raíz de la Revolución francesa, la libertad hu¬mana no podía ejercerse sino cuando su desempeño no perjudicaba o dañaba a otra persona. El interés particular, como po ible objeto de vulneración de una desenfrenada libertad individual, era, pues, la barrera que a ésta se opo¬nía. La Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano claramente consignaba este criterio de limitación a la libertad en su artículo V, que disponía: "La libertad consiste en poder hacer todo lo que no dañe a otro. De aquí que el ejercicio de los derechos naturales del hombre no tenga más limitaciones que las que aseguren a los otros miembros de la sociedad el goce de esos mismos derechos: estos límites no pueden determinarse más que por la ley." Por tanto, como se puede colegir de la anterior transcripción, den¬tro del más estricto individualismo, las únicas limitaciones jurídicas a la liber¬tad del hombre obedecían a una sola circunstancia, a saber: cuando se causa¬ran, mediante su ejercicio, daños a un interés privado.
El criterio que sirvió de fundamento a las limitaciones de la libertad se transformó y amplió con el tiempo. Entonces, la simple producción de un daño a un particular ya no era el único ni el más importante dique al des¬arrollo abusivo de la potestad libertaria. El Estado, como realidad política y social, podría ser también vulnerado por un desenfrenado ejercicio de la liber¬tad. Fue así como, al lado del factor limitativo ya mencionado, se declaró que la libertad del individuo debería restringirse en aquellos casos en que su ejer¬cicio significara un ataque o vulneración al interés estatal o interés social. Jun¬to a la limitación de la libertad en aras del interés particular, se consagró la restricción a la misma en beneficio del Estado o de la sociedad.
Ahora bien, ¿cuándo existe ese interés social o estatal como criterio limita¬tivo de la libertad del individuo? Esta es una cuestión que no es posible resolver
a Priori; es menester tomar en consideración para tal efecto cada caso concreto que se presente, o mejor dicho, cada libertad específica de que se trate. Este es el método que generalmente adoptan las constituciones en el establecimiento de las limitaciones a la libertad humana, o sea, el consistente en consignar éstas en relación con cada libertad específica que reconozcan. Es más, por lo general, ni la Ley Fundamental ni las leyes orgánicas de garantías in¬dican en que casos se está en presencia de un interés social, estatal, público, gene¬ral, etcétera, para limitar las diversas libertades especificas; en la mayoría de las veces se concretan los ordenamientos jurídicos a mencionar simplemente el inte¬rés del Estado o de la sociedad como dique a la libertad humana en sus distintas y correspondientes manifestaciones. Por consiguiente, toca a la jurisdic-ción o a la administración establecer en cada caso concreto cuándo se vulnera el interés social o estatal por el desarrollo de una determinada libertad espe¬cífica.
No obstante, podemos afirmar que, si no se quiere degenerar en la absor¬ción del individuo por el Estado, como acontece en los regímenes totalitarios, las limitaciones a la libertad en presencia del interés social ó estatal, por un lado, deben estar plenamente justificadas, y por el otro, ser de tal naturaleza que no impliquen la negación de la potestad humana que se pretende res¬tringir.
En síntesis, la libertad social u objetiva del hombre se revela como la potes¬tad consistente en realizar trascendentemente los fines que él mismo se forja por conducto de los medios idóneos que su arbitrio le sugiere, que es en lo que estriba su actuación externa, la cual sólo debe tener las "restricciones que esta¬blezca la ley en aras de un interés social o estatal o de uno privado.
El reconocimiento por el orden jurídico de todas las libertades específicas y su erección en derechos públicos subjetivos del gobernado es un signo que distingue a la democracia de los regímenes totalitarios o autocráticos. Entre ellas, según lo dijimos precedentemente, hay algunas que se vinculan por modo directo al control popular sobre la actuación de los titulares de los órganos del Estado, ya que mediante su ejercicio este control se efectúa. Nos referimos a las libertades jurídicas de contenido político o que puedan enfocarse hacia objetivos políticos. Destacadamente deben señalarse la de imprenta, la de expre¬sión del pensamiento, la que entraña el llamado derecho de petición a las autoridades, la de reunión y asociación y la de realizar manifestaciones públi¬cas. Todas ellas, dentro de la demarcación social inherente a la libertad genérica, tema este que brevemente tratamos en líneas anteriores, son susceptibles de dirigirse hacia el desempeño de ese control, cuando, verbigracia, se censuran los actos y las decisiones de los funcionarios públicos, cuando se plantean pro¬blemas sociales de diferente índole, cuando se procura que las autoridades del Estado lo resuelvan, cuando se propugne la superación de las condiciones vita¬les del pueblo o de sus grupos mayoritarios, incluso mediante lo que suele llamarse el "cambio de estructuras", etc. La obligación que frente a tales libertades
asumen los titulares de los órganos estatales dentro de un régimen ver¬daderamente democrático que no se escude con falsía dentro de este nombre, consiste no sólo en respetarlas, sino también en atender las pretensiones que a través de su desempeño persiguen quienes las ejercen en el marco jurídico que las reconoce, para que de esta manera se entable una permanente comunicación o "diálogo" .entre gobernantes y gobernados, ya que sólo en los sistemas auto¬cráticos y totalitarios, de cualquier ideología que sean, a éstos incumbe "obedecer y callar". '
El diálogo, que es un intercambio alternativo de ideas, necesariamente debe desenvolverse en un ambiente pacífico, comprensivo y respetuoso. Consiste no sólo, como bien se sabe, en escuchar pasivamente, sino en ponderar las consideraciones que el interlocutor formula sobre algún tema y en emitir las propias opiniones. Por tanto, el diálogo, como signo del régimen democrá¬tico, no debe estribar simplemente en que los gobernados hagan peticiones, presenten sus protestas o realicen manifestaciones públicas de cualquier Ín¬dole, sino en que los gobernantes los escuchen y traten con ellos las cuestio¬nes, puntos o problemas sobre los que aquéllos versen.
La complejidad de la vida colectiva contemporánea, provocada por su vas¬tísima problemática en perpetuo acrecentamiento, imposibilita a los titulares de los órganos directivos del Estado para gobernar atingentemente al pueblo sin la imprescindible información que deben recibir de los diferentes sectores comunitarios donde diversificadamente incide dicha problemática. Esa infor-mación, que constituye el objeto primordial del diálogo político, es una de las bases sobre las que descansa todo gobierno democrático" y requiere un alto grado de politización y civismo en los detentadores y destinatarios del poder público. Ahora bien, es evidente que en el Estado moderno, el diálogo no puede entablarse en un ágora o plaza pública como sucedía en las antiguas polis griegas, sino a través de distintos medios que las circunstancias de cada país exijan y propicien; pero independientemente de su variabilidad, lo cierto es que no puede vivirse con autenticidad dentro de una democracia sin la permanente comunicación entre gobernantes y gobernados, ya que la vida democrática radica no en la mera consagración constitucional de sus princi¬pios y modalidades, sino en su cotidiana práctica, en su continuado dina¬mismo, que no debe contraerse al solo acto periódico de la elección de los funcionarios públicos.
Así, André Hauriou se refiere a lo que podríamos llamar "diálogo institucio¬nalizado" que es un rasgo característico del constitucionalismo occidental, según afirma. Ese diálogo lo impone la representación política entre los electores y los funcionarios elegidos; deriva del sistema pluripartidista, ya que, sostiene, "en los países del partido único la vida política se desenvuelve, no bajo el signo del diálogo, sino del monólogo"; se registra en las asambleas deliberantes y lo aus-¬picia la separación de poderes, particularmente entre el ejecutivo y el legislativo.
b) Los partidos políticos
1. Ideas generales
El ejercicio de la libertad de asociación origina la formación de los partidos políticos, cuya existencia y funcionamiento es otra de las características de la forma democrática de gobierno. Representan corrientes de opinión de la ciu¬dadanía sobre la problemática general de un pueblo y confrontan, valorizan y censuran la conducta de los titulares de los órganos del Estado. La vida demo¬crática no puede desarrollarse sin dichos partidos, los cuales, cuando son "de oposición", representan un equilibrio entre los gobernantes y los gobernados, o sea, fungen como controles del gobierno. Si se toma en cuenta que la elec¬ción de un funcionario obedece a la voluntad mayoritaria del "pueblo político" o cuerpo electoral según dijimos, los partidos son las entidades a través de las que las minorías ciudadanas intervienen en la cosa pública, y esta interven¬ción, que se manifiesta de variadas maneras que reconocen como fundamento la libertad de expresión eidética, puede llegar a ser un freno o contrapeso a la actividad gubernamental. Es más, los titulares de los órganos estatales, al menos los primarios, surgen generalmente de un partido político, cuyos prin¬cipios, programas y normas de acción política, social, económica y cultural ponen en práctica con motivo del desempeño de las funciones públicas que el cargo respectivo les encomienda. El partido político, por ende, es el laborato¬rio donde se formulan las directrices de un gobierno, cuyos funcionarios las desarrollan si, habiendo sido postulados por él, obtienen la mayoría de sufra¬gios. Sin los partidos políticos, la vida democrática estaría desorganizada y su¬jeta a la improvisación en la elección de los referidos titulares. La postulación de una persona como candidato a un puesto de elección popular es fruto de la selección que, entre sus miembros, haga un partido, tomando en cuenta un conjunto de calidades que debe reunir para ejercer atingentemente el cargo correspondiente. Desde el punto de vista meramente electoral, el partido políti¬co es un ente de selección del candidato y el pueblo político o ciudadanía, un. cuerpo de elección del funcionario. La tarea selectiva que tiene a su cargo un partido político debe obedecer, a su vez, al proceso democrático "de abajo a arriba", es decir, a la circunstancia de que la voluntad mayoritaria de su membrecía intervenga en la selección, ya que de otra manera, o sea, si dicha selección proviene de los "jefes" sin que en ella participen todos los compo¬nentes de la citada entidad, se degenera en la oligarquía o en el autocratismo dentro del partido de que se trate.
Ahora bien, en una verdadera democracia debe haber Pluralidad de parti¬dos políticos. El "partido único" es negativo de este sistema, pues coarta o im¬pide la libertad de asociación política de los ciudadanos que no estén afiliados a él. El partido único, en el fondo, es el "partido en el gobierno", existiendo entre éste y aquél una identidad que evita el desarrollo democrático, ya que no es posible la uniformidad de la opinión ciudadana. Si el gobierno "piensa y actúa" como lo decide el partido del cual emana, se incide en la demagogia
política; y si el partido "piensa y actúa" como lo determina el gobierno, se en¬troniza la dictadura o la oligarquía, que tienen como trasfondo el "culto a la personalidad" del llamado "jefe de Estado" o de los miembros del grupo que detente el poder. Con toda razón Burdeau sostiene "que la existencia de un partido único es inconcebible" porque "la libertad liberal (sic) supone una po-sibilidad de escogitación" y porque "la técnica gubernamental es inseparable de la discusión", arguyendo más adelante que: "Sería seguramente inexacto decir que la democracia gobernada (representativa) es hostil a los partidos; los utiliza, por lo contrario, ampliamente para encuadrar y canalizar la voluntad popular".
A su vez, Radbruch, el ilustre filósofo del Derecho, asevera que" . Del Es¬tado que sólo reconoce la legalidad de un partido, excluyendo a las demás or¬ganizaciones del mismo carácter, el Estado unipartidista, no es nunca un Estado de derecho, como no es una verdadera norma jurídica la ley que sólo reco¬noce derechos humanos a ciertos y determinados hombres'".
Por otra parte, es de suma importancia distinguir un partido político pro¬piamente dicho de una mera "asociación política". Es indiscutible que un par¬tido político es una asociación política en sentido lato; pero no toda asociación política debe conceptuarse como partido político. La asociación política es ge¬neralmente ocasional, de existencia efímera o transitoria, sin tener una ideo¬logía definida ni un programa constructivo de gobierno cuya realización pro¬penda a solucionar los problemas nacionales. Se forma acuciada por ideas de tipo personalista de quien lanza una proclama, del que provoca un motín o del que pregona un plan desconociendo a un gobierno débilmente establecido. En cambio, un partido político, por su naturaleza orgánica y funcional, es una asociación de ciudadanos que presenta diversas características concurrentes que la distinguen de un simple grupo político. Estas características se mani¬fiestan en los siguientes elementos: el humano, el ideológico, el programático y el de permanencia, estructurados coordinadamente en una forma jurídica.
El elemento humano es el mismo grupo ciudadano cuyo número se debe consignar normativamente atendiendo a la densidad demográfica para que sea representativo de una importante corriente de opinión pública y no la mera expresión del sentir y pensar de minorías ridículas, más inclinadas a la crítica destructiva o a la adulación que a la labor constructiva.
El grupo ciudadano debe formarse en torno a principios ideológicos fun¬damentales, en cuya postulación se contengan las bases para resolver los pro¬blemas nacionales, para satisfacer las necesidades populares, para mejorar las condiciones vitales del pueblo y para realizar sus aspiraciones.
Tales bases deben desarrollarse en reglas de actuación política coordinadas en un programa de gobierno adecuadamente planificado, en que se prevean los medios para actualizar los principios ideológicos que proclame el partido con vista a los distintos ámbitos donde sus finalidades deben conseguirse.
La realización de dicho programa de gobierno no debe contraerse a una etapa o periodo político determinado, sino asumir un carácter permanente, pues los objetivos que debe perseguir un partido están vinculados a la vida misma del pueblo cuyo bienestar se procura y no centrados en el solo propó¬sito de obtener el triunfo electoral de las personas que postule como candi¬datos.
Es inconcuso, por otra parte, que en cualquier régimen en que imperen los sistemas bipartidistas o pluripartidistas, uno de los partidos políticos es el dominante. Esta preponderancia, que por cierto es normal en todo Estado de gobierno democrático y no característica de las "sociedades subdesarrolladas" como erróneamente lo considera Maurice Duverger, no desvirtúa la democra-cia, siempre que el partido dominante derive su hegemonía sobre el otro o sobre los demás, no de la imposición violenta, del fraude ele toral o de la coacción gubernamental, sino de su permanente vinculación a las mayorías populares que le sirven de respaldo y apoyo o, como afirma dicho autor, de su identificación con el conjunto de la nación, con sus ideas, con su doctrina y su estilo, agregando que entre los partidos "existe uno que es más importante que los demás, detentando él solo la mayoría absoluta de los escaños parla¬mentarios, con un amplio margen de seguridad, sin que parezca que esta con¬fortable mayoría se le escape antes de mucho tiempo".
El estudio de los partidos políticos entraña un importante y trascendental tema que en sustancia no corresponde al Derecho sino a la Ciencia Política. Es el tratadista francés que acabamos de citar uno de los que más se han des¬tacado en el examen de la temática, problemática, funcionamiento, teleología, proyección y demás modalidades de dichos partidos. Sería imperdonable que no hiciésemos referencia, aunque breve y somera, a las consideraciones sobre¬salientes que respecto al consabido tema expone Duverger, quien, manejando hábilmente el método inductivo basado en la facticidad y normatividad políticas de diversos países históricamente dados, formula una construcción eidética de análisis y crítica que procuraremos esquematizar a continuación.
(a) Estima a dichos partidos como entidades canalizadoras y sistematiza¬doras de las corrientes de opinión pública en un régimen democrático, ya que sin ellos "habría sólo tendencias vagas, instintivas, variadas, dependientes del temperamento, de la educación, de las costumbres, de la situación social, etc.", agregando que no dejan de informar constantemente a dicha opinión, espe¬cialmente durante las campañas electorales en las que sus tareas "consisten en definir una plataforma susceptible de atraer al máximo de electores" .
(b) Considera que en la realidad los partidos pueden acentuar, atemperar o eliminar los efectos del clásico principio de separación de poderes, argu¬mentando que estos fenómenos acaecen en vista de la integración de las asambleas legislativas y del órgano ejecutivo supremo del Estado por indivi¬duos pertenecientes al mismo o a diferentes partidos. "Si el mismo partido ocupa al mismo tiempo, dice, la presidencia y la mayoría de las dos asambleas,
borra casi enteramente la separación constitucional de los poderes", aña¬diendo que "La diferencia entre el régimen presidencial y el régimen parla¬mentario se esfuma, de hecho, a pesar de su distinción jurídica."
Para complementar su pensamiento sobre este punto sostiene que "La estruc¬tura interior de los partidos ejerce una influencia fundamental en el grado de se¬paración o concentración de los poderes. En un régimen parlamentario, la cohe¬sión y la disciplina del partido mayoritario refuerza evidentemente la concentra¬ción. Si la unidad de votación es rigurosa, si las fracciones internas son reducidas a la impotencia o a la obediencia, el Parlamento se convierte en una cámara de registro de las decisiones gubernamentales, que se identifican ellas mismas con las decisiones del partido. Este registro da lugar a un debate muy libre, en que el partido minoritario puede expresar su oposición: pero ésta es platónica. Por lo contrario, si la disciplina de las votaciones es menos estricta, la mayoría guberna¬mental se hace menos segura; el partido en el poder debe tener en cuenta las rivalidades entre sus propias fracciones, que pueden comprometer su posición parlamentaria; el prestigio de las cámaras se refuerza y la separación de poderes renace en cierta medida. Todavía aquí, el simple cambio de mayoría puede mo¬dificar la naturaleza del régimen. En Inglaterra, por ejemplo, la disciplina, la centralización y la cohesión son más avanzadas en el Partido Laborista que en el Partido Conservador; en consecuencia, la concentración de poderes es mayor cuando el Labour tiene la mayoría, menor cuando lo detentan los conservadores. En el siglo XIX, cuando la armazón de los partidos británicos era menos fuerte que hoy, la separación de poderes estaba menos acentuada por el bipartidismo: así se explican las descripciones clásicas del parlamentarismo inglés, régimen de equilibrio entre el Legislador y el Ejecutivo, sistema de checks and balances, que el desconocimiento de la evolución de las estructuras de los partidos con¬serva aún hoy.
"En un régimen presidencial, la organización interna de los partidos desem¬peña un papel casi análogo: pero su influencia es muy variable, según que el mismo partido reúna la Presidencia y la mayoría parlamentaria, o que estén separadas. Una armazón fuerte, centralizada y disciplinada suprime evidente¬mente toda separación de poderes, en caso de coincidencia entre la Presidencia y la mayoría parlamentaria; la agrava, por lo contrario, hasta conducir a con¬flictos insolubles y a una parálisis del gobierno, en caso de disparidad entre ambos. Por lo contrario, una armazón débil y descentralizada, que se traduce en la ausencia de unidad de votación, debilita la concentración de poderes en el primer caso y hace menos grave su separación en el segundo."
( c) Al confrontar la forma democrática con los partidos políticos concluye Duverger que la organización de éstos no está de acuerdo con aquélla, pues "su estructura interior es esencialmente autocrática y oligárquica: los jefes no son realmente designados por los miembros, a pesar de las apariencias, sino cooptados o nombrados por el centro; tienden a formar una clase dirigente, aislada de los militantes, una casta más o menos cerrada sobre sí misma", ob¬servando que "En la medida en que son elegidos, la oligarquía del partido se amplía, pero no se convierte en democracia: porque la elección la hacen los
miembros que son una minoría en relación con los que dan sus votos al par¬tido en las elecciones generales."
(d) Estima dicho autor, con toda razón, que los partidos políticos son un "puente selectivo" entre el cuerpo electoral o ciudadanía y los candidatos a los puestos de elección popular. "Antes de ser escogido por sus electores, asevera, el diputado es escogido por su partido: los electores no hacen más que ratifi¬car esta selección." En otras palabras, dentro del régimen de partidos se realiza un acto previo a la elección, cual es la nominación de candidatos que postulan ante los ciudadanos, y si recordamos que, según el propio Duverger, su organización es oligárquica, resulta que la postulación no proviene de la mayoría de sus miembros, sino de sus cuadros dirigentes o de su jefe. Sin em¬bargo, creemos que la nominación tiene efectos positivos en la elección ciuda¬dana de los titulares de los órganos primarios del Estado, pues dada la com¬plejidad de la vida pública contemporánea, que se desenvuelve en una prolija diversidad de fenómenos económicos, sociales y culturales que presentan, a su vez, una exuberante problemática, surge la imperiosa necesidad de que los gobernantes tengan los conocimientos, la experiencia y la habilidad que el des¬empeño atingente de las funciones estatales requiere, calidades que, por lo general, no son advertidas por la mayoría de los electores.
(e) Por último, Duverger formula una interesante clasificación de los par¬tidos políticos desde diferentes puntos de vista, integrándola con los socialis¬tas, comunistas, fascistas, laboristas, demócrata-cristianos, etc., aludiendo a los partidos de "cuadros" y de "masas", a los "totalitarios" y los "especializa¬dos".
Por su parte, el sociólogo Roger-Gerard Schwartezberg, profesor de la Uni¬versidad de Derecho, Economía y Ciencias Sociales de París, asigna a los par¬tidos políticos las características siguientes: continuidad de organización; or¬ganización completa hasta el nivel local; voluntad de ejercer el poder y procuración de obtener el respaldo popular. Como funciones primordiales de todo partido político aduce la formación de la opinión pública; la selección de candidatos y la relación permanente entre los electos y los electores. Habla di¬cho autor de dos principales tipos de partidos políticos, a saber: los de cuadros y los de masas. Afirma que los primeros aparecieron en los orígenes de la democracia, consistiendo su más importante actividad en la participación en los proceso electorales y en reclutar para su membrecía a los personajes más notables del país respectivo. Sostiene que los partidos de masas se gestaron a fines del siglo XIX y a principios del siglo XX por los movimientos socialistas, considerando dentro de su tipo a los partidos comunistas.
2. Los partidos políticos en México (a) Antecedentes históricos
La formación de cualquier partido político auténtico deriva de la politiza¬ción de un pueblo y de su educación cívica. Estas calidades hacen susceptibles a las mayorías populares para participar consciente y responsablemente en la vida política, participación que de manera más o menos espontánea y natural propicia la creación de los partidos políticos. A su vez, la politización y el ci-vismo tienen como base de sustentación un conjunto de condiciones relativa¬mente homogéneas de carácter social, económico y cultural en que viva y se desenvuelva la población de un Estado. Esas condiciones deben ser positivas, ya que las negativas, que se traducen en la extrema pobreza, suma ignorancia y en circunstancias vitales indecorosas e indignas de las mayorías, imposibilitan el interés de éstas por la cosa pública al colocarlas al margen de la vida polí¬tica. En tal situación de negatividad se encontraban los grupos mayoritarios de la población de la Nueva España en la primera década del siglo XIX, es decir, al iniciarse el movimiento insurgente. Los estratos o clases en que dicha población se dividía presentaban entre sí una marcada heterogeneidad racial, económica, social y cultural que se manifestaba en profundos contrastes, los cuales se reflejaban en el tratamiento inigualitario que a sus respectivos indi-viduos componentes daban el derecho neoespañol y el gobierno virreinal y metropolitano. La marginación de la vida política y económica de la Colonia en que se colocó a las grandes mayorías populares, provocó en éstas una especie
de abulia no sólo frente a la cosa pública, sino ante su propia superación. Estos fenómenos negativos, signo de la mansedumbre con cuyo velo el clero envolvía a las masas explotando su credulidad ignorante y su proclividad faná¬tica, permitieron que durante los tres siglos de dominación, la Nueva España no registrara movimientos políticos importantes ni fuera escenario de agita¬ciones y trastornos más o menos graves que hubiesen tenido por finalidad sus¬tituir o corregir el orden social injusto dentro del que plácidamente transcu¬rría la vida colonial para las clases privilegiadas, "que solamente vio alterada su letárgica tranquilidad por rebeldías individuales o de pequeños grupos, es¬porádicos e intrascendentes". La falta de cohesión entre los diferentes gru¬pos étnicos que componían la población neoespañola, los hacía soportar "las espoliaciones, vejaciones e injusticias de que los hacían víctimas las autorida¬des, los españoles peninsulares y los criollos ricos, sin que su descontento en¬contrara el denominador común que lo uniera en la protesta, en la resistencia o en la rebelión". En estas condiciones, es evidente que la insurgencia no brotó de las masas populares, sino de un reducido grupo de criollos y mesti¬zos ilustrados encabezado por don Miguel Hidalgo y Costilla, quien, conociendo la ignorancia que envolvía a los feligreses de su parroquia y la explotación de que las clases desheredadas eran víctimas por parte de los peninsulares, lanzó, no un grito de auténtica independencia, sino de rebelión contra el mal go¬bierno, vitoreando a la Virgen de Guadalupe y excitando al populacho a "co¬ger gachupines". Estos hechos, en sus dimensiones crudas y reales, expuestos sin eufemismos patrioteros, demuestran la ausencia de conciencia cívica y, por ende, de toda idea de verdadera emancipación política por parte de las masas populares que se lanzaron violentamente en seguimiento de los primeros in¬surgentes, cuyo grupo, sin haber formado un verdadero partido, se enfrentó a la facción que sostenía al gobierno virreinal.
Con Morelos, uno de nuestros más puros y auténticos héroes, la insurgencia adquiere ya forma política y asume una teleología definida, aspectos que se revelan claramente en la Constitución de Apatzingán que en otra ocasión comentamos. El grupo insurgente que se integró en tomo al gran cura de Carácuaro, ya no excitó a las muchedumbres a la mera rebelión contra el "mal gobierno", sino que propugnó la verdadera emancipación de la América Septen¬trional, es decir, de la Nueva España, con base en una estructura jurídica, política y social que organizara a nuestro país una vez obtenido el triunfo sobre los defensores del régimen colonial. En esta etapa del movimiento de indepen¬dización ya se advierten dos partidos, constituidos por los insurgentes y los rea¬listas, con tendencias y objetivos bien definidos ante la apatía de las grandes masas populares, aunque no sin el interés de los grupos que respectivamente los apoyaban en direcciones opuestas. Así, el grupo insurgente estaba formado por criollos y mestizos ilustrados que integraban el estrato culto de la sociedad y por el bajo clero, y el realista por españoles peninsulares, criollos ricos y miembros de la alta jerarquía eclesiástica que de generación en generación,
durante tres siglos, detentaban los bienes y recursos económicos como instru¬mentos de explotación y gozaban de una situación jurídica y política privile¬giada.
Del Plan de Iguala y los tratados de Córdoba surge el partido iturbidista que pretendía instaurar un trono imperial independiente de la dinastía borbó¬nica, la cual a su vez, contaba con la facción realista adversaria de don Agustín y sus simpatizadores y de los verdaderos insurgentes, cuyo movimiento debili¬tado representaba don Vicente Guerrero. Estos tres grupos pugnaban por asu-mir el gobierno a raíz de la consumación de la independencia para organizar al país respectivamente como monarquía o como república o para reincorpo¬rarlo al Estado español. La frustración del efímero imperio de Iturbide y la exclusión de los realistas o borbonistas, abrieron el escenario político de Mé¬xico en favor de la ideología insurgente que tremolaba la idea republicana, cuyos partidarios, a su vez, se dividieron en dos facciones, a saber: la federar lista y la centralista. Por otra parte, ese escenario no fue ajeno a la actuación de las logias masónicas durante el periodo que abarca la vigencia relativa de la Constitución de 1824. De los ritos escocés y yorkino surgen respectivamen¬te las tendencias conservadoras y las progresistas que, formando grupos en torno al culto de las personalidades de la época, trataron de adueñarse del go¬bierno objetivo éste que tampoco era indiferente a las facciones que abomina¬ban de la masonería, "los imparciales", considerándola como la fuerza de desunión de los mexicanos y como corriente que propendía a entregar a México a los intereses expansionistas de los Estados Unidos, ya que las lógicas yorkinas se fundaron en nuestro país por el funesto Joel R. Poinsett, primer plenipoten¬ciario norteamericano ante el gobierno de don Guadalupe Victoria.
La adopción de las medidas reformistas en 1833, que hirieron profunda¬mente los intereses y privilegios de las clases oligárquicas de la sociedad mexicana,
el clero y el ejército, es el hecho histórico que delimitó los campos de acción ideológica y política de dos grupos que durante varios lustros entabla¬rían encarnizadas luchas en la prensa de la época, en la tribuna y, lo que es doloroso, en el terreno sangriento y fratricida de la guerra civil. Esos dos grupos, que en cierto modo ya representaban, de facto, sendos partidos políti¬cos fueron los liberales y conservadores, teniendo inicialmente los primeros como exponentes destacados a don Valentín Gómez Farías y don José María Luis M ora. Según sostiene Jesús Reyes Heroles, cuya autorizada opinión se funda en las valiosas investigaciones que ha realizado en la historia política de México, el liberalismo giró eidéticamente en torno a los siguientes principios que ten¬dió a implantar mediante el Derecho: "federalismo, abolición de los privi¬legios, supremacía de la autoridad civil, separación de la Iglesia y del Estado o, al menos, ejercicio unilateral del patronato por parte del Estado, seculariza¬ción de la sociedad, ampliación de las libertades, gobierno mayoritario, etc.". En cambio, como también lo asevera el mismo autor, el centralismo o conser¬vadurismo se caracterizó por el "mantenimiento o ampliación de los privile-gios legales, mantenimiento del patronato no arreglado o arreglado previo concordato, y restricción de las libertades".
"Debe tenerse presente, dice Reyes Heroles, que la lucha política se realiza durante largo tiempo dentro del mecanismo gubernamental. Son las localidades, los Estados y las clases medias dispersas por el país, quienes activan el progreso liberal, tanto en materia federal, como en las relaciones Estado-Iglesia y liberta¬des. Son las fuerzas centralizadas, alto clero y altos jefes del ejército, las que se oponen al impulso liberal y pretenden retrotraer la sociedad a la Colonia o mantener, al menos, por el mayor tiempo posible la vigencia de los elementos coloniales. Cuando el encuentro político asume características muy especiales a través de las logias, estos cuerpos extraconstitucionales, como son llamados, no
afectan la contienda política esencialmente librada dentro del mecanismo guber¬namental. Las localidades, con las milicias cívicas, con las coaliciones de Estados, son instrumentos de quienes buscan el progreso político.
"El liberalismo mexicano, continúa dicho autor, postuló y logró el gobierno de las clases intermedias con el apoyo popular, anticipándose en la formulación del programa a los intereses del pueblo. Triunfó en este propósito y ello permitió que el país dispusiera de un marco sociológico y político que, en todo caso, iba por delante de las realidades nacionales, y lejos, por consiguiente, de frenarlas, alentaba su modificación.
Por otra parte, es bien sabido que los grupos liberales y conservadores no fue¬ron monolíticos en el sentido de indivisibles. Las circunstancias históricas en que se movían provocaron el surgimiento, dentro de cada uno de ellos, de dos corrientes políticas. Así, en el Congreso Constituyente de 1856-57, obra in¬gente del liberalismo, se destacó una selecta minoría, llamada de los «puros", que propugnó la implantación de verdaderas reformas sociales distintas de las meramente políticas, sin que este designio, cuya realización hubiese implicado el avance cronológico hasta la Revolución mexicana de 1910, haya podido cris¬talizar en su institucionalización constitucional merced a la oposición de la mayoría congresional integrada por los liberales «moderados", algunos de los cuales habían sido antiguos conservadores. A su vez, el conservadurismo, a cuyos paladines, militantes y simpatizadores se les denominaba "reacciona-rios", derivó hacia la tendencia monarquista, sin que ésta, por otro lado, haya absorbido a los conservadores que siguieron alimentando su fe republicana centralista y aristocrática.
El triunfo de la República, mediante el aniquilamiento definitivo del impe¬rio de Maximiliano, sepultó para siempre en México la tendencia monar¬quista, sin haber hecho desaparecer, no obstante, a los grupos refractarios al progreso social y económico de las grandes mayorías nacionales. Más aún, dentro del mismo grupo liberal surgieron diferentes facciones que se forma¬ron circunstancialmente en torno de quienes se disputaban la presidencia de la República.
Así, "Cuando la República y el liberalismo triunfaron en 1867 sobre la In¬tervención y el partido conservador, dice don Daniel Cosía Villegas, quedó al frente de los destinos nacionales el grupo gobernante más experimentado y pa¬triota que México ha tenido en su historia. Sin embargo, ese grupo fue incapaz de mantenerse unido para recoger los frutos de su victoria: pronto se dividió en facciones personalistas cuyas luchas hicieron estéril el triunfo logrado, y acaba¬ron por abrir la puerta a la dictadura porfiriana. A los cuatro meses de esa victoria, en las elecciones de 1867, Porfirio Díaz contendió contra Juárez, for¬mándose así las facciones juaristas y porfiristas. En las elecciones siguientes, de 1871, surgió una tercera facción, la de Sebastián Lerdo de Tejada; y en las de 1876, desaparecido Juárez, a las facciones supervivientes, la lerdista y la por¬firista, se agregó la de José María Iglesias. Tanto descalabro hizo surgir una y otra vez el anhelo de reconstruir al 'Viejo Partido Liberal', y para ello se hizo
un esfuerzo aparatoso en 1880, en ocasión también de una elección presidencial en la que participaron como candidatos nada menos que seis figuras destacadas de ese añorado partido. Se hizo otro intento en 1893, mediante la Unión Nacio¬nal Liberal, nombre significativo, porque, en efecto, se quería unir nacionalmente a los liberales. Este intento, como el último de 1903, fracasó."
Durante el largo periodo gubernamental de don Porfirio Díaz, cuyos mati¬ces autocráticos trataron de justificar Emilio Rabasa y Justo Sierra, se acalló toda lucha política mediante un estricto control centrado, desde la cúspide, en la persona del Presidente. Sin organizarse en un verdadero partido político, se formó por sus amigos y simpatizadores un grupo que actuaba políticamente y que el vulgo bautizó con el nombre de "los científicos", denotando con esta de¬nominación que estaba compuesto por personajes alejados del pueblo, indife¬rentes a sus problemas y necesidades y, en algunos casos, explotadores de su penosa situación. Los "científicos" constituían, en efecto, una facción oligár¬quica y plutocrática, que en el gobierno férreo de don Porfirio tenía su más fuerte escudo frente a las siempre sofocadas protestas populares, principal-mente obreras y su más eficaz arma para el mantenimiento de sus privile¬gios, sin perjuicio de los propósitos de sus más connotados miembros para suceder al autócrata en la Presidencia de la República.
La dictadura política que ejercía el gobierno porfirista no impidió, sin em¬bargo, que se formaran algunos partidos de oposición que tuvieron vida efí¬mera por la situación opresiva dentro de la cual surgían y a los que oficial¬mente se les consideraba como grupos conspiradores. Uno de ellos fue el "Par¬tido Liberal Ponciano Arriaga" que fundaron en la ciudad de San Luis Potosí Filomeno Mata, los hermanos Ricardo, Enrique y Jesús Flores Magón, Antonio Díaz Soto y Gama, Santiago R. de la Vega, Juan Sarabia, Diódoro Batalla y otros. El objetivo de dicho partido consistió principalmente en oponerse al ree¬leccionismo como sistema de sucesión presidencial y concretamente a la reelección del general Díaz, quien a la sazón ya había desempeñado la presidencia de la República por varios periodos.
En el año de 1906, los mismos hermanos Flores Magón crean el “Partido Liberal Mexicano" cuyos fines eran el establecimiento del principio de no re¬elección, la clausura de las escuelas católicas, la implantación de la jornada de ocho horas de trabajo, la fijación de un salario mínimo, la abolición de las deudas de los campesinos para con los dueños de las tierras, la obligación de éstos para no mantenerlas ociosas y otras medidas que revelan que dicho par¬tido, además de sus objetivos estrictamente políticos, tenía tendencias de carác¬ter social cuya realización debía transformar, en aspectos fundamentales, la estructura clasista y plutocrática de la sociedad mexicana en un verdadero impulso hacia la consecución de la justicia social.
La fundación de partidos, clubes, agrupaciones y demás centros de índole política que combatían el reeleccionismo y la perpetuación de don Porfirio en el poder, cobró ímpetu a consecuencia de las declaraciones que emitió éste en la famosa entrevista que tuvo el 17 de febrero de 1908 con el periodista norteamericano James Creelman del diario "Pearsons Magazine". Sobre la base de una ingenua confianza en las promesas porfiristas, se creó a fines de ese mismo año el "Club Organizador del Partido Democrático", que simpatizó en un principio con la candidatura del general Bernardo Reyes a la presidencia de la República. Por su parte, los sostenedores del porfiriato no permanecieron inactivos, pues para enfrentarse a las corrientes antirreeleccionistas adversarios del régimen, establecieron algunas agrupaciones como la denominada "Club Reeleccionista" en el mes de marzo de 1909. La publicación del libro de don Francisco l. Madero intitulado "La Sucesión Presidencial" impulsó el movi¬miento antirreeleccionista y la oposición al gobierno de Díaz. Así, en el mes de abril de 1910 se celebró en el entonces conocido .y concurrido "Tívoli del Eli¬seo" una convención por los partidos "Nacional Democrático" y "Centro Antirreeleccionista" con la participación de diversos clubes políticos independien¬tes. En tal convención se postularon como candidatos a la presidencia y vicepresidencia de la República, respectivamente, al propio Madero y al doctor Francisco Vázquez Gómez, para oponerse a los candidatos del reeleccionismo que fueron don Porfirio Díaz y don Ramón Corral. Era perfectamente previ¬sible, e iluso suponer lo contrario, que el Congreso de la Unión, integrado por diputados y senadores adictos servilmente al gobierno porfirista, declarase triunfadores en las "elecciones" efectuadas falsamente en julio de 1910 a los candidatos oficiales para el periodo de seis años que concluiría al finalizar el de 1916. Esta declaración, que significó una burla a la voluntad de las masas populares que se habían manifestado en favor del antirreeleccionismo y exter¬nado sus simpatías para don Francisco 1. Madero, fue el incentivo que inflamó los primeros actos violentos de la Revolución que estalló definitivamente en la ciudad de Puebla el 20 de noviembre de 1910, según se había previsto en el Plan de San Luis suscrito por Madero y en cuya redacción intervinieron desta¬cados antirreeleccionistas como Juan Sánchez Azcona, Roque Estrada, Federico González Garza y Enrique Bordes Mangel. .
Bien es sabido que durante el corto periodo en que Madero ocupó la presidencia de la República el descontento de diferentes grupos políticos fue el clima que favoreció la traición consumada por Victoriano Huerta en febrero de 1913, culminatoria del lapso vergonzoso que en nuestra historia se conoce con el nombre de "Decena Trágica". El carácter tolerante, equivocadamente com¬prensivo por no decir ingenuamente conciliador del presidente, dio pábulo a
la formación, durante su efímero gobierno, de distintas agrupaciones, faccio¬nes o partidos, tales como el "Popular Evolucionista", el "Católico", el "Radical Liberal" y el "Constitucional Progresista", sin perjuicio de diversos grupos que se integraron en tomo a diferentes personajes, que, con merecimientos o sin ellos, ambicionaban la presidencia del país, entre ellos Bernardo Reyes y Félix Díaz, sobrino de don Porfirio,
Con el desconocimiento del usurpador Victoriano Huerta por parte de don Venustiano Carranza, gobernador del Estado de Coahuila, y con la procla¬mación subsiguiente del Plan de Guadalupe de 26 de marzo de 1913, se inicia la segunda etapa cruenta de la Revolución. Don Venustiano logra en un prin¬cipio agrupar en torno a él a diversos personaje, tanto civiles como militares, que en el fondo, de facto, formaron el Partido Constitucionalista, cuya finalidad primordial consistía en el derrocamiento de Huerta y 'ele su gobierno y en el restablecimiento de la Constitución de 1857 con las reformas sociales que pre¬conizaba el ideario revolucionario. Durante la mencionada etapa, en el seno de dicho partido surgieron divisiones por discrepancias políticas y militares entre don Venustiano y algunos generales que habían secundado el Plan de Guadalupe, entre ellos Francisco Villa, y en tomo a los que formaron facciones que lucharon entre sí por conquistar el poder y por realizar sus propósitos más personalistas que patrióticos, independientemente del de Emiliano Zapata, quien había lanzado con anterioridad su famoso Plan de Ayala el 28 de no-viembre de 1911.
No es nuestra intención hacer una narración de los distintos acontecimien¬tos que se registran durante el periodo comprendido entre febrero de 1913 y febrero de 1917, en que el Congreso Constituyente de Querétaro expide la Ley Fundamental vigente de México, como obra jurídico-política que institu¬cionaliza las principales reformas sociales que fueron el móvil de la Revolu¬ción, enriqueciendo con ellas el orden constitucional establecido en la Carta de 1857. La temática y problemática de carácter sociopolítica que el análisis de dichos acontecimientos suscita, implica un material de investigación que ex¬cedería con mucho los límites del tópico que someramente abordamos y que concierne a una mera exposición de lo que podría titularse "los partidos polí-ticos de México". Desafortunadamente, la Constitución Federal de 1917, por falta de civismo en gobernantes y gobernados y por las incontenibles e insa¬ciables ambiciones personalistas de poder, no tuvo el efecto de evitar la reapa¬rición de los desquiciantes trastornos padecidos por nuestro país desde que se erigió en Estado independiente. No figura dentro del cuadro de nuestros propósitos destacar y ponderar los hechos que prolongaron el ambiente de agitación, inquietud y efervescencia en el escenario político de México, sino recordar simplemente que bajo los gobiernos de don Venustiano Carranza y de Álvaro Obregón, se crearon los partidos "Liberal Democrático", "Nacional Coo¬perativista", "Liberal Yucateco", "Liberal Independiente", "Liga Democráti¬ca", "Liberal Constitucionalista", "Laborista Mexicano", "Nacional Agrarista" y otros más cuya sola enumeración sería demasiado prolija y tediosa. Todos estos grupos políticos tenían como finalidad primordial, por no decir única, llevar a la presidencia de la República a distintos personajes de sus simpatías y
conveniencias, sin que desconozcamos las actividades políticas que durante esos periodos gubernamentales y en beneficio de la clase obrera desarrollaron agru¬paciones de trabajadores como la Confederación Regional de Obreros Me¬xicanos.
De la muy compacta sinopsis que hemos hecho acerca de los llamados par¬tidos políticos en México, se concluye que las múltiples agrupaciones, centros, clubes y facciones que proliferaron durante distintas épocas de la historia de nuestro país hasta antes de la creación del Partido Nacional Revolucionario, no merecen con autenticidad el calificativo mencionado según el concepto que con anterioridad explicamos. La tónica general que los consabidos grupos pre-sentan se traduce en que fueron agrupaciones de políticos de diferentes tendencias, sin estructura estatutaria, sin finalidades sociales permanentes y sin organización jerárquica, que circunstancialmente se formaban para respaldar un plan rebelde, un levantamiento militar, una proclama contra el gobierno en turno, para lanzar a determinado personaje a la presidencia de la Repú¬blica, en una palabra, para provocar consciente o inconscientemente la cons¬tante anarquía en la vida pública de México, con los consiguientes daños sociales y económicos que esta situación caótica necesariamente producía en detrimento de las mayorías populares del país. Ya hemos afirmado que la presencia y actuación de los políticos mexicanos, salvo contadas excepciones, fueron efecto de las circunstancias sociales, económicas y culturales que carac-terizaron la existencia vital de nuestro país, y que los factores negativos inhe¬rentes a dicha existencia imposibilitaron la politización y la educación cívica para gobernantes y gobernados, que es una de las bases firmes sobre las que descansan las instituciones jurídicas. Se ha dicho, y con razón, que al pueblo mexicano le ha faltado madurez cívica, y precisamente por la ausencia de esta calidad, el escenario político en que se movió México durante el siglo pasado y las primeras décadas del presente osciló entre agitaciones, violencias, motines, rebeliones y golpes de Estado permanentes, y los interregnos que presentaron los gobiernos autocráticos que envolvían la opresión en un tenue velo forma¬lista de carácter institucional para seguir actuando en la vida nacional.
La creación del Partido Nacional Revolucionario fue un acto que provino del poder público del Estado mexicano. Por ende, dicho partido asumió el ca¬rácter de instituci6n estatal, pues su formación no derivó de la iniciativa de la ciudadanía, cuya voluntad, atomizada en grupúsculos desarticulados de subsis¬tencia efímera, fue la causa del surgimiento de tantas agrupaciones, ligas, alianzas, centros o clubes que proliferaron en la historia política de México.
El Presidente Plutarco Elías Calles, en el mensaje político que dirigió al pueblo con ocasión de su último informe de gobierno, rendido ante el Con¬greso de la Unión el primero de septiembre de 1928, expuso la idea de establecer
un partido que aglutinara en un solo instituto todas las fuerzas vivas de la Revolución y que fuese el centro dinámico para la realización de sus pos¬tulados políticos y socioeconómicos. Así, se celebró durante los dos primeros meses del año de 1929 una convención en la ciudad de Querétaro cuyo objeto consistió en constituir el Partido Nacional Revolucionario. Concluidas las in¬tensas labores que desarrolló dicha convención, a la que asistieron los representantes y delegados de los grupos, fuerzas y facciones políticas del país, el citado partido quedó formado el 4 de marzo del referido año y aprobados sus estatutos fundamentales.
Para la historia política de México, la creación del Partido Nacional Revolu¬cionario fue un suceso de gran importancia y trascendencia. Fue importante, porque, a través de él, se coordinaron en un solo programa de acción las diferentes tendencias revolucionarias auspiciadas por pequeños grupos y fac¬ciones que se integraban en las distintas entidades federativas sin unidad orgánica, funcional ni teleológica para la realización de los principios sociales, políticos y económicos de la Revolución. Fue trascendente, porque sirvió de ejemplo, en proyección futura, para la formación de otros partidos políticos, llamados de oposición, que se crearon con posterioridad.
Al exponer el concepto general de partido político dijimos que éste es una entidad que se compone mediante la conjunción de los elementos humano, ideológico, programático y de permanencia, estructurados coordinadamente en una forma jurídica. Estos elementos los presenta el Partido Nacional Revolucio¬nario, siendo suficiente, para corroborar esta aserción, el examen de su decla¬ración de principios, de sus estatutos, de sus normas y programas de acción, de sus finalidades, de su organización y de otros aspectos cuya ponderación rebasaría los límites temáticos de esta obra.
La fisonomía de dicho partido la barruntó, según dijimos, el Presidente Calles y la reitera el Presidente Portes Gil en las consideraciones que nos permitimos transcribir a continuación. "Por desgracia, dice, después de 18 años de iniciada la Revolución de 1910, carecía de un organismo que agrupara, de manera per¬manente, al grupo revolucionario y garantizara su permanencia en el poder. Surgieron, sí, vigorosos partidos políticos en algunos Estados: El Partido Socia¬lista del Sureste, fundado en Yucatán por Felipe Carrillo Puerto, y el Partido
socialista Fronterizo, creado por mí en Tamaulipas, siendo estos dos organismos de Estado, los que mejor orientaban, interpretaban y cumplían el programa avanzado de la Revolución. Otros partidos nacieron al calor de las luchas políti¬cas, para después desvanecerse, tales como el Liberal Constitucionalista, el Cooperatista, el Laborista y el Agrarista.
"Algunos sustentaban su ideología en un aspecto parcial del programa de la Revolución .. Otros más se fundaron con fines marcadamente personalistas, alen¬tados casi siempre por los grupos afines a connotados caudillos militares, con el fin de actuar en las inmediatas luchas electorales.
"Así, careciendo la Revolución hasta el año de 1928 de un organismo políti¬co que fusionara a los dispersos elementos revolucionarios y disciplinara debida¬mente las tendencias dislocadas de los grupos regionales, cuando el Presidente Calles, siendo yo secretario de Gobernación, me expuso su proyecto de fundar un partido que realizara la unión de la familia revolucionaria, no pude menos que expresarle mi satisfacción por su patriótica y generosa idea, ya que por fin se iniciaba la fundación de un organismo que fuese sostén y guía en todos los órdenes del pensamiento revolucionario."
Es bien sabido que el Partido Nacional Revolucionario cambió su denomi¬nación por la de apartido de la Revolución Mexicana" durante el gobierno del Presidente Lázaro Cárdenas, ostentando actualmente el nombre de Partido Revolucionario Institucional" que se le adjudicó en el régimen del Presidente Miguel Alemán. Además del cambio de denominación, don Lázaro Cárdenas auspició importantes modificaciones a la composición humana de dicho partido, ya que, como dice Portes Gil, "dio entrada a la política activa a los organismos campesinos y obreros y a los sectores popular y militar", "con el objeto de co¬rregir los vicios de que dicha institución adolecía, y, además, con la intención de darle fuerza orgánica".
No corresponde al contenido de este libro, sino a la "politología", socio¬logía y ciencia económica, realizar el análisis crítico del multicitado partido, respecto del cual se han emitido en todo tiempo juicios contradictorios, atre¬viéndose a opinar que, si se aplicasen estrictamente en la realidad política de México los principios que lo estructuran y se observase con fidelidad el sis¬tema democrático interno en que está organizado, su creación deberá esti¬marse como un gran avance en la evolución cívica de nuestro país.
La existencia y el funcionamiento del Partido Revolucionario Institucional y su carácter de "oficial" no impiden que, dentro de la estructura constitucio¬nal y legal de nuestro país, se puedan formar diversos partidos políticos, dis¬tintos de los que hay en la actualidad. En México jamás ha habido el sistema antidemocrático del "partido único", pues su signo político invariable ha sido el pluripartidismo, sin que exista ningún impedimento heterónomo para que, este signo se proyecte en la realidad. En otras palabras, desde el punto de vista jurídico no hay ningún obstáculo para la creación de cualquier partido que satisfaga los requisitos mínimos que su formación debe colmar legalmente; y si no han surgido otros partidos "de oposición" distintos de los ya existentes, ha sido por causas que los politólogos pueden explicar, destacándose entre ellas, a nuestro modesto entender, la muy sencilla y obvia consistente en que la mayoría ciudadana no tiene interés en su establecimiento.
(b) Estructura normativa anterior a 1966
La estructura normativa de los partidos políticos en México proviene de la Ley Electoral Federal expedida el 3 de diciembre de 1951 y de la Ley Federal Electoral de diciembre de 1972. Conforme a dicha estructura, la finalidad de tales partidos era electoral y de orientación política y su elemento humano, integrado exclusivamente por ciudadanos mexicanos en pleno ejercicio de sus derechos políticos, no debía ser menor de determinada cantidad de miembros (setenta y cinco mil según la Ley de 51 y sesenta y cinco mil conforme a la Ley de 72, en los términos de los artículos 29, fracción I y 23, fracción I de los respectivos ordenamientos). Las leyes aludidas restringían la actuación de los partidos políticos en cuanto que debían ajustarla a los preceptos constitucionales y desarrollarla siempre respetando las instituciones establecidas por la Ley Fundamental (Art. 29, frac. II y Art. 20, frac. 1, respectivamente). Por ende, en México no podía haber un partido político que propugnara por sus fines, medios de acción y programa políticos, la transformación de las instituciones constitucionales mediante la sustitución de los principios ideológicos que la sustentan, pues es evidente que lo que se "respeta" es lo que no se toca ni altera, sino que se acata, se venera u obedece. Ahora bien, la transgresión a esta prohibición por parte de alguna agrupación política únicamente impedía que ésta fuera registrada por la Secretaría de Gobernación y que, en consecuencia, se le reputara como "partido político nacional" con las prerrogativas inherentes a que las citadas leyes se referían, pero de ninguna manera entrañaba que dicha agrupación debiera desaparecer o no debiera actuar aunque no fuese con el aludido carácter. Suponer lo contrario implicaría atentar contra la garantía de libre asociación política que consagra el artículo 9 de la Constitución Federal en favor de todo ciudadano, ya que el derecho público subjetivo que comprende sólo está condicionado a que el fin asociativo sea lícito y nadie que discurra sensatamente puede pensar que por medios pacíficos, sin que se incite a la comisión de ningún delito, sea ilícito realizar una labor de proselitismo entre la ciudadanía para que se elija, en la oportunidad conducente, a personas que, como titulares de los órganos primarios del Estado, puedan promover modificaciones esenciales a las instituciones constitucionales vigentes en un momento histórico determinado. Es más, las mismas leyes electorales federales, acatando la invocada garantía constitucional, no prohibían la formación ni la actuación de las agrupaciones políticas en general, pues sólo les vedaba
Cuando no estaban registradas como partidos políticos, las prerrogativas correspondientes. Por último, debemos enfatizar que las leyes indicadas recogían dos de los más significativos elementos que distinguen al partido político de cualquier simple asociación política, como son el teleológico y el programático, al establecer que uno de los requisitos para su formación consistía en formular una declaración de los principios que sustente y en consonancia con éstos, elaborar su programa político precisando los medios que pretenda adoptar para la resolución de los problemas nacionales. (Art. 29, frac. VI de la Ley de 51 y 19 de la Ley de 72.)
La iniciativa presidencial de la Nueva Ley Federal Electoral fechada el 24 de octubre de 1972, enmarcaba a los partidos políticos dentro de los lineamientos establecidos en el ordenamiento anterior, definiéndolos como "asociaciones integradas por ciudadanos en pleno ejercicio de sus derechos políticos, para fines electorales, de educación cívica y orientación política", concurriendo a la "formación de la voluntad política del pueblo" (Art. 17). Se reiteró el registro en la Secretaría de Gobernación como requisito para que una asociación política pudiese ostentar el carácter de "partido político nacional" (Art. 18) y se insistió en que la declaración de principios respectiva debía contener "La obligación de observar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y de respetar las leyes y las instituciones que de ella emanen" (Art. 20, frac. I), por lo que, en relación con este punto, reproducimos el comentario que formulamos anteriormente. En el ordenamiento electoral de 1972 se redujo a sesenta y cinco mil afiliados el número mínimo para la integración de un partido político nacional (Art. 23, frac. I), cifra que debía estar distribuida en las dos terceras partes de las entidades federativas, cuando menos, garantizando su monto que no se provocara "la inestabilidad que se ha dado en otros países por la multiplicación más allá de lo funcional" de dichos organismos políticos, según lo expresaba la exposición de motivos correspondiente. En la mencionada iniciativa, además, se otorgaba a los partidos políticos el derecho de utilizar los medios de comunicación masiva, como la radio y la televisión, para difundir sus programas de acción, sus principios ideológicos y los criterios y opiniones que sustenten en relación con los problemas nacionales, con el objeto de impulsar el desarrollo cívico del pueblo mexicano (Art. 39, frac. III).
La normación básica de los partidos políticos, a través de sus características fundamentales, se elevó al rango constitucional por iniciativa presidencial de octubre de 1977. En la exposición de motivos respectiva se dijo que la constitucionalización de dichos partidos "asegura su presencia como factores determinantes en el ejercicio de la soberanía popular y en la existencia del gobierno representativo, contribuyendo a garantizar su pleno y libre desarrollo".
Dicha iniciativa fue aprobada por el Congreso de la Unión y por las legislaturas de los Estados, habiendo tenido como lógico resultado que se introdujeran al artículo 41 constitucional diversas adiciones respecto de los postulados básicos que deben peculiarizar a los partidos políticos en México. Creemos que las referidas adiciones no debieron practicarse al invocado artículo 41, que se refiere al principio dogmático de la soberanía popular, sino que, con mejor criterio legislativo, debieron introducirse en el artículo 9 de la Constitución que alude a la libertad asociativa en materia política de los ciudadanos.
Conforme a las citadas adiciones, se considera a los partidos políticos como entidades de interés público, adscribiéndoles como finalidad "promover la participación del pueblo en la vida democrática, contribuir a la integración de la representación nacional, y hacer posible el acceso de los ciudadanos al ejercicio del poder público, de acuerdo con los programas, principios e ideas que postulan y mediante el sufragio universal, libre, secreto y directo". Además, en el invocado artículo 41 adicionado, se establece el derecho de los partidos políticos "al uso en forma permanente de los medios de comunicación social", prescribiendo que deberán contar "con un mínimo de elementos para sus actividades tendientes a la obtención del sufragio popular". En la mencionada normación constitucional se declara que los partidos políticos nacionales "tendrán derecho a participar en las elecciones estatales y municipales" convirtiéndolos así en entidades que no sólo intervengan en procesos electorales federales.
Como consecuencia de la elevación a la categoría constitucional de los principios fundamentales de los partidos políticos y por remisión expresa que las disposiciones respectivas hacen a la legislación ordinaria, ésta se expidió por, el Congreso de la Unión con fecha 27 de diciembre de 1977, abrogando la Ley Federal Electoral de 2 de enero de 1973. Esta legislación se denominó "Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales", recogiendo, en cuanto a los partidos políticos, los principios básicos que los ordenamientos anteriores sobre la materia establecían y que hemos someramente comentado. Así, tal legislación consignó la obligación a cargo de dichos partidos "de observar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y de respetar las leyes e instituciones que de ella emanen" (Art. 23, frac. 1). Además, se les prohibió "aceptar pacto o acuerdo con que los sujete o subordine a cualquier organización internacional o los haga depender de entidad o partidos políticos extranjeros” (ídem, frac. III). Se reiteró la obligación de registro en la Comisión Federal Electoral del partido político de que se trate, sin cuyo requisito &te no deberá ser considerado como tal y mucho menos con el carácter de nacional (Art. 26). Se implantó la innovación del “registro condicionado”, mediante la satisfacción de los requisitos que por el articulo 32, habiéndose podido convertir dicho registro en definitivo "cuando cada partido haya logrado por lo menos 1.5 del total en alguna de las votaciones de la elección para la que se le otorga el registro condicionado" (Art. 34).
La legislación a que nos hemos referido también estableció el derecho de los partidos políticos para fusionarse entre sí, el cual se hizo extensivo a las asociaciones políticas nacionales, con la obligación de registrarse el convenio de fusión en la Comisión anteriormente indicada (Art. 35).
La Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales se abrogó por el Código Federal Electoral que entró en vigor el 13 de febrero de 1987. En cuanto a los partidos y asociaciones políticas este ordenamiento contiene una normación similar a la que establecía la ley abrogada con la novedad de que suprimió el "registro condicionado" a que hemos aludido (Arts. 27 al 98).
La importancia de los partidos políticos acreció en virtud de las adiciones que se introdujeron al artículo 41 constitucional por Decreto constitucional de 15 de octubre de 1989. Tales adiciones consignaron los siguientes derechos a los mencionados partidos: a) Participar en la organización de las elecciones federales que es una función estatal que incumbe a los Poderes Legislativo y Ejecutivo de la Unión; b) Acreditar representantes en el Instituto Federal Electoral que es un organismo dotado de personalidad jurídica y patrimonio propios y través del cual se ejerce dicha función, así como en los órganos de vigilancia de este Instituto, correspondiéndole "las actividades relativas al padrón electoral, preparación de la jornada electoral, cómputos y otorgamiento de constancias, capacitación electoral y educación cívica e impresión de material electorales", así como "atender lo relativo a los derechos y prerrogativas de los partidos políticos."
En conclusión, el orden jurídico mexicano reconoce expresamente el sistema del pluripartidismo, dando oportunidad a los ciudadanos para agruparse en asociaciones políticas y para convertir a éstas en partidos políticos nacionales mediante la colmación de las condiciones y requisitos previstos legalmente cuya satisfacción, por otra parte, es un Índice de garantía para que no proliferen las facciones o grupúsculos políticos ocasionales y efímeros que entorpecen
la vida democrática, ya que, según hemos dicho, generalmente se forman en tomo de personajes sin arraigo popular y de intereses mezquinos y oportunistas.
c) Su estructura normativa a partir de 1996
El 22 de agosto de este año se publicó en el Diario Oficial de la Federación una serie de modificaciones constitucionales que en su conjunto son conocidas como la "Reforma Política". Entre tales modificaciones figura el financiamiento a favor de los partidos políticos y de sus actividades electorales. Dicho financiamiento es de carácter público.
Este financiamiento, que la actual estructura normativa de los partidos políticos establece en su favor, proviene de los recursos financieros del Estado Federal cuya fuente principal se forma con las contribuciones públicas a cargo de los mexicanos, según lo determina la fracción IV del artículo 31 de la Constitución. En otras palabras, los gastos públicos de la Federación se destinan en buena parte a dicho financiamiento, por lo que consideramos que, a pesar de que éste se prevea en diversas disposiciones contenidas en el artículo 41 de la Constitución, viola el principio de justicia tributaria, pues las contribuciones públicas deben destinarse a los gastos de la Federación, de los Estados o de los Municipios, y no para el sostenimiento de entidades distintas, como ton los partidos políticos.
(d) El Instituto Federal Electoral
La Reforma Política de 1996 reitera la existencia y el funcionamiento del organismo público denominado Instituto Federal Electoral, al cual ya hemos hecho referencia. Tal Instituto es una entidad independiente en sus decisiones y funcionamiento y profesional en su desempeño. Su autonomía, que garantiza su imparcialidad en materia política, lo desvincula de los órganos de gobierno• que tradicionalmente han tenido a su cargo la organización, vigilancia y orientación de los procesos electorales y la calificación de las elecciones. La autoridad superior de dicho Instituto reside en el Consejo General, integrado por un consejero presidente y ocho consejeros electorales, a cuyas sesiones pueden concurrir los consejeros del Poder Legislativo y los representantes de los partidos políticos con voz pero sin voto.
(e) El Tribunal Federal Electoral
Este Tribunal es el órgano autónomo y máxima autoridad jurisdiccional electoral. Los Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial garantizan su debida integración.
El Tribunal Federal Electoral tiene competencia para resolver en forma definitiva e inatacable, en los términos de la Constitución y la ley, los impugnados que se presenten en materia electoral federal, las que establecen los párrafos segundo y tercero del artículo 60 constitucional, y las diferencias
laborales que se presenten con las autoridades electorales. Tiene competencia para expedir su Reglamento Interior.', El Tribunal Federal Electoral funciona en Pleno o Salas y sus sesiones serían públicas en los términos que establezca la ley.
Para cada proceso electoral se integra una Sala de Segunda Instancia, cuatro miembros de la judicatura federal y el Presidente del Tribunal Federal Electoral, quien la presidirá. Esta Sala será competente para resolver las impugnaciones a que se refiere el párrafo tercero del artículo 60 de la Constitución.
El Tribunal Federal Electoral para el ejercicio de su competencia contará con cuerpos de magistrados y jueces instructores, los cuales serán independientes y responderán sólo al mandato de la ley.
Los cuatro miembros de la judicatura federal, que con el Presidente del Tribunal Federal Electoral integren la Sala de segunda instancia, serán electos para cada proceso electoral por voto de las dos terceras partes de los miembros presentes de la Cámara de Diputados, de entre los propuestos por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Si no se alcanza esta mayoría, se presentarán nuevas propuestas para el mismo efecto, y si en este segundo caso tampoco se alcanzara la votación requerida, procederá la Cámara a elegirlos de entre todos los propuestos por mayoría simple de los diputados presentes.
La ley señalará las reglas y el procedimiento correspondientes.
Durante los recesos del Congreso de la Unión, la elección a que se refieren los dos párrafos anteriores será realizada por la Comisión Permanente.
El Cuarto elemento: La responsabilidad de los funcionarios públicos
I. Situación anterior a las reformas de diciembre de 1982
a) Consideraciones generales
En un régimen democrático, los titulares de los órganos del Estado o los sujetos que en un momento dado los personifican y realizan las funciones enmarcadas dentro del cuadro de su competencia, deben reputarse como servidores públicos. Ética y deontológicamente, su conducta, en el desempeño del cargo respectivo, debe enfocarse hacia el servicio público en sentido amplio mediante la aplicación correcta de la ley. En otras palabras, y desde el mismo punto de vista, ningún funcionario público debe actuar en beneficio personal, es decir, anteponiendo sus intereses particulares al interés público, .social o nacional que está obligado a proteger, mejorar o fomentar dentro de la esfera de facultades que integran la competencia constitucional o legal del órgano estatal que representa o encarna. Por ende, si el funcionario público, cualquiera que sean su categoría y la índole de sus atribuciones, debe considerarse como un servidor público, o como dijera nuestro gran Morelos, como "siervo de la nación", es evidente que está ligado con los gobernados a través de dos principales nexos jurídicos dentro de un sistema democrático que sin el derecho sería inconcebible, a saber: el que entraña la obligación de ajustar los actos en que se traduzcan sus funciones a la Constitución y a la ley y el que consiste
en realizarlos honestamente con el espíritu de servicio a que hemos aludido. En el primer caso, esos actos están sometidos al principio de legalidad lato sensu, o sea, de constitucionalidad (superlegalidad según Maurice Hauriou) y de legalidad stricto sensu, y en el segundo caso de responsabilidad. Ambos principios, aunque tienen distintas órbitas de operatividad, se complementan puntualmente como piedras angulares sobre las que descansa la democracia. Al violarse el de legalidad (lato sensu), los actos de autoridad en que la violación se cometa son susceptibles de impugnarse jurídicamente por los medios, juicios, procesos o recursos que en cada Estado democrático existan, y al quebrantarse el de responsabilidad, el funcionario público que lo infrinja se hace acreedor a la imposición de las sanciones que constitucional o legalmente estén previstas. Estas dos situaciones comprueban la diferencia operativa de hechos principios, pues tratándose de la contravención al de legalidad (lato sensu), los actos contraventores son invalidables o anulables para que, mediante su destrucción o modificación, se restaure el imperio de las disposiciones constitucionales o legales violadas; y por lo que atañe a la infracción del de responsabilidad, tales actos sujetan al titular o encargado del órgano estatal respectivo a las expresadas sanciones independientemente de la impugnabilidad jurídica de los mismos. Dicho de otro modo, la legalidad es un principio intuitu actu y el de responsabilidad intuitu personae, siendo ambos, no obstante, signos distintivos de la democracia, por cuanto que el primero somete al órgano del Estado en sí mismo como ente despersonalizado y el segundo al individuo que lo personifica o encarna. Por tanto, independientemente de los medios jurídicos de que los gobernados disponen para hacer respetar el régimen de constitucionalidad y de legalidad por parte de los gobernantes, existen otros que conciernen a la exigencia de responsabilidad a las personas físicas que encarnan a una autoridad, cuando su comportamiento público ha sido ilícito y notoriamente antijurídico.
El orden de derecho de un Estado no solamente debe proveer a los gobernados de medios jurídicos para impugnar la actuación arbitraria e ilegal de las autoridades, sino establecer también un sistema de responsabilidades para las personas en quienes la ley deposita el ejercicio del poder público. Es obvio que para el gobernado es más útil, por sus propios y naturales resultados, valerse de un medio jurídico de impugnación contra los actos autoritarios para preservar su esfera de derecho, puesto que tal medio tiene como efecto inmediato la invalidación de los mencionados actos y la restitución consiguiente del goce y disfrute del derecho infringido o afectado. En la generalidad de los casos, satisfecho el interés del gobernado en particular como consecuencia del ejercicio del medio impugnativo de los actos de autoridad que lo agravien, la exigencia de la responsabilidad en que hubiere incurrido el funcionario público de quien tales actos emanen, presenta una importancia muy secundaria,
circunstancia que no debiera registrarse dentro de un auténtico y operante régimen democrático. En efecto, considerando que un sistema de responsabilidades para los gobernantes debe ser el eficaz complemento de los medios jurídicos de impugnación, en varios regímenes constitucionales se ha implantado, incluyendo evidentemente al de México.
Así, la Ley de Responsabilidades de 21 de febrero de 1940, anterior a la vigente, en su exposición de motivos afirma que: "La organización de nuestro país en una República representativa, democrática y federal, tal como lo establece la Constitución Política, implica el establecimiento de un orden jurídico, como expresión de la voluntad del pueblo, en quien radica la soberanía y la creación de los órganos necesarios para el ejercicio del poder. Contrariamente a lo que ocurre en los regímenes autocráticos, en donde la regla normativa y la función de autoridades dependen exclusivamente de la voluntad arbitraria y caprichosa del déspota, en una forma constitucional como la que nos rige se requiere que cada órgano del Estado tenga limitado su campo de acción, y la necesaria integración de esos órganos con hombres exige que su función o dirección sea responsable. Ambos conceptos, limitación de atribuciones y responsabilidad son, en efecto, absolutamente necesarios dentro de una organización estatal, pues no se concibe que el Estado determine la norma de conducta a que deben sujetarse los individuos particulares que forman la nación, para hacer posible su convivencia dentro de un orden jurídico en que el derecho de cada uno está limitado por el derecho de los demás, así como establezca el tratamiento represivo que deben sufrir quienes lo alteren, y no fije, en cambio, cuál deba ser su actitud frente a la conducta de los titulares del poder público que trastorna ese orden jurídico, ya sea en perjuicio del propio Estado, ya en el de los particulares."
En nuestro orden constitucional se ha instituido, pues, como garantía jurídica del mismo y del régimen de legalidad en general, un sistema de responsabilidades de los funcionarios públicos, consignado especialmente en los artículos 108 a 114 de la Ley Suprema para los altos funcionarios de la Federación y esbozado por todos los funcionarios y empleados federales y del Distrito Federal en el artículo 111, párrafo quinto.
Debemos hacer la observación, por otra parte, de que la responsabilidad a que nos referimos es la jurídica, no la política. Esta última surge en el ámbito de las relaciones entre los mismos gobernantes dentro de un orden jerárquico de funcionarios públicos, así como a propósito de los nexos que éstos tengan con determinado partido político o con un cierto equipo de gobierno y se traduce, generalmente, en el deber que a los propios funcionarios les impone la índole del grupo político o gubernamental a que pertenezcan, en el sentido de no ser "desleales" a él, de "disciplinarse" a las directrices que establezcan sus jefes, o sea, en no discrepar de las decisiones que las sustenten, sino en someterse a ellas y cumplirlas aunque contraríen su criterio personal. La responsabilidad política que implica una vasta gama de renunciaciones y sometimientos a los jerarcas de un grupo, de un "sistema de gobierno de un equipo o simplemente de una fracción", trae aparejado un conjunto de sanciones que para "el
político" son de la mayor gravedad, pues estriban, sustancialmente, en la detención de su carrera para ocupar puestos públicos en un escalafón progresivo, cuando no en su proscripción del escenario político, es decir, en su "muerte política", que es a veces más temida que la muerte natural.
b) Diversos tipos de responsabilidad jurídica
Los funcionarios públicos están sujetos a responsabilidad administrativa, civil y penal. La primera se deriva de la obligación que tienen de “guardar la Constitución y las leyes que de ella emanen" antes de tomar posesión de su cargo (artículo 128 constitucional) y generalmente se hace efectiva mediante sanciones pecuniarias establecidas en los diferentes ordenamientos legales que rigen la actividad de los órganos del Estado que los funcionarios personifican o encarnan, incumbiendo su imposición a las distintas autoridades que tales ordenamientos determinen. La responsabilidad administrativa se origina, comúnmente, en el hecho de que el funcionario público no cumple sus obligaciones legales en el ejercicio de su conducta como tal, siendo tan prolijas las hipótesis en que esta situación se registra, que su mero señalamiento rebasaría la temática de esta obra, por lo que nos remitimos a las múltiples leyes y a los variadísimos reglamentos que prevén dicha responsabilidad.
Por responsabilidad civil del funcionario público no debemos entender la que contrae, como persona, en ocasión de los actos de su vida civil, ya que en este supuesto su investidura de autoridad y el cargo respectivo que desempeñe son irrelevantes. Tan es así, que el artículo 114 de la Constitución declara que "En demandas del orden civil no hay fuero ni inmunidad para ningún funcionario público", sin distinción de categorías. La responsabilidad civil a que nos referimos consiste en la que asume todo funcionario público en el desempeño de los actos inherentes a sus funciones o con motivo de su cargo frente al Estado y los particulares, con la obligación indemnizatoria o reparatoria correspondiente. Esa responsabilidad puede provenir de hecho ilícito civil o de delito o falta oficiales. En el primer caso, si el funcionario obra ilícitamente o contra
las buenas costumbres en el ejercicio de su actividad pública y causa un daño físico o moral, tiene la obligación de repararlo con sus propios bienes, pues sólo en el supuesto de que no los tenga o sean insuficientes para cumplir dicha obligación, el Estado contrae responsabilidad subsidiaria (Arts. 1910 y 1928 del Código Civil Federal). En el segundo caso, la responsabilidad estaba prevista en el artículo 5 de la Ley de Responsabilidades de febrero de 1940, precepto que disponía: "La imposición de las sanciones a que se refiere esta ley por delitos o faltas oficiales, debe entenderse sin perjuicio de la reparación del daño, quedando expedito, en su caso, el derecho de la Federación o de los particulares para hacerla efectiva o para exigir ante los tribunales competentes la responsabilidad pecuniaria que hubiese contraído el funcionario o empleado, por daños y perjuicios, al cometer los hechos u omisiones que se le imputen. Esta responsabilidad será exigible siempre que se comprueben 101 daños y perjuicios ocasionados con dichos actos u omisiones, aun cuando se absuelva al inculpado en el procedimiento penal."
Es la responsabilidad penal de los funcionarios públicos la que se prevé y regula constitucionalmente, según dijimos, siendo la legislación secundaria sobre responsabilidades oficiales, la reglamentaria de las disposiciones fundamentales respectivas. Ahora bien, en lo que atañe a este tipo de responsabilidad, jurídicamente existe una distinción entre los altos funcionarios de la Federación y los que no tienen este carácter, tanto por lo que respecta a la tipificación de los delitos oficiales como al procedimiento para aplicar las sanciones correspondientes a esta clase de delitos y a los órganos del Estado competentes para ello.
c) El fuero constitucional
Los altos funcionarios federales, como el Presidente de la República, los senadores y diputados al Congreso de la Unión, los ministros de la Suprema Corte, los Secretarios de Estado y el Procurador General de la Nación, gozan de lo que se llama fuero constitucional, cuya finalidad estriba no tanto en proteger a la persona del funcionario, sino en mantener el equilibrio entre los poderes del Estado para posibilitar el funcionamiento normal del gobierno institucional dentro de un régimen democrático.
En esta idea coincide la doctrina constitucional mexicana. Así, don Jacinto Palla res sostiene que "La necesidad de que los funcionarios a quienes están encomendados los altos negocios del Estado, no estén expuestos a las pérfidas asechanzas de sus enemigos gratuitos, el evitar que una falsa acusación sirva de pretexto para eliminar a algún alto funcionario de los negocios que le están encomendados y el impedir las repentinas acefalias de los puestos importantes de la administración pública, son los motivos que han determinado el establecimiento del fuero que se llama constitucional, .consignado en los artículos 103 y 107 del Código fundamental (de 1857). Este fuero da lugar a dos clases de procedimiento, según se trate de delitos comunes o de delitos oficiales de los funcionarios que lo gozan. Tratándose de los primeros, el fuero se reduce a que no se proceda
contra el delincuente (sic), por el juez competente, sino previa declaración del Congreso de haber lugar a formación de causa; y esto por las consideraciones dichas. Tratándose de la segunda clase de delitos, el fuero consiste en que las responsabilidades oficiales sean juzgadas por jurados compuestos de los altos cuerpos políticos de la nación. La razón y conveniencia de este fuero es clara: las responsabilidades oficiales de los funcionarios que lo gozan tienen Íntimo enlace con la política; cuestiones políticas son las que tienen que decidirse al juzgarlos; es un juicio político el que se trata de abrir; la pena que se les impone no es otra que la muerte política; es, pues, necesario que funcionarios de la primera jerarquía, dotados de profundos conocimientos y larga práctica en la cosa pública, interiorizados en todos los giros que toman los abusos políticos, apreciadores exactos de la trascendencia de tales y cuales delitos oficiales y profundamente versados en todos los ramos de la legislación, sean los que conozcan de ese juicio político. Y así fue conveniente que la Constitución confiriera a funcionarios muy caracterizados ese linaje de responsabilidades para evitar que una ley secundaria viniera a sujetar al criterio más o menos ruín y extraviado de un juez o alcalde o de otro funcionario más o menos subordinado en la jerarquía administrativa, un negocio de tanta trascendencia como la responsabilidad de altos funcionarios de la federación."
Por su parte, don Ignacio L. Vallarta, al referirse a la inviolabilidad de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial de los Estados, sostiene que "Este principio se deriva de la necesidad de garantizar el sistema republicano que rige lo mismo a la Unión que a los Estados, principio que está sancionado en los textos constitucionales que conceden el fuero político, de un modo expreso, a los altos funcionarios de la Federación, e implícita pero necesaria y lógicamente a los poderes supremos de los Estados. El enjuiciamiento del Congreso o de esta Suprema Corte por un juez común, sería un atentado tan reprobado por la Constitución, como el proceso de una legislatura o de un tribunal de algún Estado. El principio y la consecuencia son los mismos, ya se vea la cuestión en el orden federal o en el local. Esta es la razón fundamental que veda a los jueces de distrito encauzar a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial; supuesto que las facultades de los tribunales no llegan hasta poder subvertir en la Unión ni en los Estados la forma republicana; supuesto que mal pueden los jueces invocar la Constitución para derivar de ella la facultad de infringirla, de romperla. Pero nada de esto sucede cuando se trata de autoridades o empleados subalternos, federales o locales; el régimen republicano no se subvierte, ni se altera con que un juez ordinario procese a un administrador de aduana, a un general, a un jefe de hacienda, a un administrador de correos, lo mismo que no se trastorna ni se conmueve con que se encause a un jefe político, a un tesorero, a un juez o al alcalde. Ni la nación ni los Estados se resienten en las funciones soberanas que ejercen, con el proceso de una de esas autoridades."
El fuero constitucional opera bajo dos aspectos: como fuero-inmunidad y como fuero de no procesabilidad ante las autoridades judiciales ordinarias
federales o locales, teniendo en ambos casos efectos jurídicos diversos y titularidad diferente en cuanto a los altos funcionarios en cuyo favor lo establece la Constitución.
1. El fuero como inmunidad, es decir, como privilegio o prerrogativa que entraña irresponsabilidad jurídica, únicamente se consigna por la Ley Funda• mental en relación con los diputados y senadores en forma absoluta conforme a su artículo 61, en el sentido de que éstos "son inviolables por las opiniones que manifiesten en el desempeño de sus cargos" sin que "jamás puedan ser reconvenidos por ellas"; así como respecto del Presidente de la República de manera relativa en los términos del artículo 108 in fine constitucional que dispone que dicho alto funcionario durante el tiempo de su encargo sólo puede ser acusado por traición a la patria y por delitos graves del orden común.
Tratándose de los senadores y diputados, dicha inmunidad absoluta solo opera durante el desempeño del cargo correspondiente, es decir, con motivo de las funciones que realicen como miembros integrantes de la Cámara respectiva, pero no en razón de su investidura misma. Dicho de otra manera, no el hecho de ser diputado o senador, la persona que encarne la representación correlativa goza de la inmunidad prevista en el artículo 61 constitucional sino únicamente cuando esté en su ejercicio funcional. De esta guisa, cual miembro del Congreso de la Unión, cuando emita opini9nes fuera del empeño de su cargo, o sea, en el caso de que no esté en funciones, no es inviolable, pudiendo ser reconvenido por aquéllas, pues la inmunidad justifica por la libertad parlamentaria que todo diputado o senador debe", dentro de un régimen democrático basado en el principio de división de poderes, sin que deba significar irresponsabilidad por actos que realice en su conducta privada. Por otra parte, si las opiniones que emita un diputado o senador en el desempeño de su cargo configuran la incitación algún hecho delictivo común u oficial o si su externación implica en sí misma un cualquier otro orden, opera la inmunidad mencionada en el sentido opinante permanece inviolable y de que no puede ser reconvenido opiniones, o sea, que no se le puede formular cargo alguno. "Esto dice Tena Ramírez, que respecto a la expresión de sus ideas en el ejercicio de su representación, los legisladores son absolutamente irresponsables, lo mismo durante la representación que después de concluida, lo mismo que si la expresión de las ideas constituye un delito (injurias, difamación, calumnia), que si no lo constituye."
Otro caso de fuero inmunidad que previene la Constitución refiere al Presidente de la República y se traduce en que éste, durante el tiempo
de su encargo (no simplemente durante el desempeño de sus funciones, es decir, con motivo de su actuación inherente a su alto puesto, como sucede con los diputados y senadores) sólo puede ser acusado por traición a la patria y por delitos graves del orden común (Art. 108 in fine), gravedad cuya estimación queda al criterio de la Cámara de Senadores (Art. 109). Por ende, durante su periodo funcional, el Presidente de la República goza de inmunidad respecto a cualquier delito oficial. Nótese, sin embargo, que dicha inmunidad no significa la irresponsabilidad absoluta del Jefe del Ejecutivo Federal por delitos comunes u oficiales que pueda cometer durante el tiempo y en ejercicio de su puesto, sino que sólo equivale a que, en el periodo de su gestión gubernativa, únicamente puede ser acusado por traición a la patria y por hechos delictivos graves del primer orden. Además, si la acusación por traición a la patria o, por delitos graves del orden común hubiese sido desestimada por el Senado al presentarse durante el periodo presidencial, ello no implica que, una vez expirado éste, no se acuse ante el Ministerio Público que corresponda por tales hechos delictivos a la persona que haya tenido el cargo de Presidente de la República, teniéndose en cuenta, claro está, las reglas sobre prescripción de acción penal.
Esta responsabilidad restringida del Jefe del Estado la justifica don Felipe Tena Ramírez con las siguientes consideraciones que compartimos plenamente: "La Constitución quiso instituir esta situación excepcional y única para el jefe del Ejecutivo, dice, con el objeto del protegerlo contra una decisión hostil de las Cámaras, las cuales de otro modo estarían en posibilidad de suspenderlo o de destituirlo de su cargo, atribuyéndole la comisión de un delito por leve que fuera", añadiendo que "La Constitución de 57 era menos estricta que la actual, pues autorizaba el desafuero, no sólo por traición a la patria y delitos graves del orden común, sino también por violación expresa de la Constitución y ataques a la libertad electoral (Art. 103). Como ningún presidente mexicano estaba a salvo de cometer alguno de los dos últimos delitos, por ese solo hecho que daba a merced de las Cámaras."
Se presenta el problema consistente en determinar qué se entiende por delitos graves del orden común" que puede cometer el Presidente de la República para arrostrar la responsabilidad a que alude el artículo 108 constitucional in fine. Merced al principio nullum crimen, nulla poena sine lege, que no sino el de tipicidad de que hablan los penalistas y que se consagra en el párrafo del artículo 14 de nuestra Ley Fundamental, todo hecho o para que sea considerado como delictivo requiere estar previsto en una por modo abstracto -tipo-; y para que a su autor se le pueda estimar responsable de su comisión y se le aplique la sanción que la misma ley esta, es menester que su conducta encuadre dentro de la situación normativamente
consignada. Por consiguiente, en observancia de dicho principio, la Cámara de Senadores, a la que incumbe juzgar al presidente por algún d grave del orden común (Art. 109 constitucional), debe apreciar necesariamente si el hecho o hechos denunciados que se imputen a dicho alto funcionario ti o no legalmente el carácter delictivo, cuya gravedad obviamente la predetermina el legislador al restablecer la pena respectiva. Ahora bien, en atención este último elemento, nadie duda que los delitos por los que puede aplicar la sanción privativa de la vida, como son los mencionados en el artículo constitucional son de indiscutible gravedad. En tal virtud, si ésta ya se encuentra prefijada en la misma Constitución, la comisión de alguno de los deli a que se refiere el aludido precepto origina la responsabilidad del Preside de la República, conclusión que en el terreno estrictamente jurídico no se desvirtúa por la consideración de que, de hecho, es insólito que el citado función pueda ser parricida, homicida con alevosía, premeditación o ventaja, incendiario, plagiario, salteador de caminos o pirata, aunque tampoco es imposible contingencia de que pudiese ser su autor intelectual en el ámbito dilatado las eventualidades.
2. El fuero que se traduce en la no procesabilidad ante las autoridad judiciales ordinarias federales o locales no equivale a la inmunidad de los funcionarios que con él están investidos y que señala el artículo 108 de la Constitución. En otras palabras, el fuero, bajo el aspecto que estamos tratando, no implica la irresponsabilidad jurídica absoluta como en el caso a que se refiere el artículo 61 de nuestra Ley Fundamental, ni la irresponsabilidad jurídica relativa a que alude su artículo 108 in fine y por lo que concierne al Presidente de la República. La no procesabilidad realmente se traduce en la circunstancia de que, mientras no se promueva y decida contra el funcionario de que se trate el llamado juicio político, los diputados y senadores al Congreso de la Unión, los ministros de la Suprema Corte de Justicia, los secretarios de Estado
y el Procurador General de la República, en los casos a que se refiere el primer párrafo del artículo 108 constitucional, no quedan sujetos a la potestad jurisdiccional ordinaria. En otras palabras, estos altos funcionarios federales sí son responsables por los delitos comunes y oficiales que cometan durante el desempeño de su cargo, sólo que no se puede proceder contra ellos en tanto no se, despoje del fuero de que gozan y que, según acabamos de afirmar, es el impedimento para que queden sujetos a los tribunales que deban juzgarlos por el primer tipo delictivo.
3. Se suscita la cuestión consistente en determinar si los suplentes de los funcionarios a que se refiere el primer párrafo del artículo 108 constitucional, principalmente de los diputados y senadores, están o no investidos del fuero de no procesabilidad a que hemos aludido. Tomando en consideración que esta prerrogativa se otorga al funcionario público en atención al desempeño, de su encargo, se concluye que los suplentes, cuando no están sustituyendo al titular, no gozan de dicho fuero.
A dicha conclusión llega también José Becerra Bautista al sostener que, si el cargo no se ejerce, esta circunstancia hace cesar las prerrogativas de que está investido el funcionario. Se" expresa así dicho autor: "Hemos visto que la función entraña prerrogativas propias para que con libertad pueda ejercerse; luego subsisten mientras el titular ejerce las funciones del cargo. Por tanto, si el cargo no se ejerce, si otro particular está investido de la función, si el Estado ningún perjuicio resiente en su soberanía al quitársele al particular independencia y autonomía propias de una función que no desempeña, debe concluirse que la licencia sin goce de sueldo y con suspensión de funciones hace que cesen las prerrogativas de que está investido el funcionario.
"Además, si los autores enseñan que las prerrogativas no existen en razón de la persona, sino debido al ejercicio de la función y sólo por ella, debe concluirse que la persona alejada de la función, sin detrimento de la independencia y autonomía del órgano del Estado a que pertenece, ningún derecho tiene a tales prerrogativas, mientras dura la suspensión de derechos y obligaciones que trae consigo la licencia.
"Finalmente, aun cuando las inmunidades y prerrogativas no pueden renunciarse, ello no impide que se renuncie o temporalmente abandone el ejercicio de la función, lo que trae consigo la pérdida o suspensión de esos derechos.
" ... aunque es verdad que nuestra ley otorga el fuero desde el día de la elección y que normalmente transcurre un término más o menos largo entre ese hecho y el ejercicio efectivo del cargo, ello no significa sino el establecimiento de un sistema especial, no tan estricto como el de otras legislaciones y en virtud del cual el fuero subsiste mientras no se suspende el servicio que entraña la relación funcional.
"El artículo 108 constitucional confirma esta tesis al establecer que los diputados y senadores son responsables por los delitos que cometan 'durante el tiempo de su encargo' y 'por los delitos, faltas y omisiones en que incurran en el ejercicio de ese mismo cargo'. Ahora bien, como 'el ejercicio del cargo' y 'el tiempo del encargo' son expresiones sinónimas, debe concluirse que la Constitución establece, como principio, la responsabilidad en razón del ejercicio del cargo.
"Para demostrar la sinonimia, baste esta consideración: los delitos oficiales no pueden tener ese carácter sino cuando se ejecutan en el desempeño de la función que por ley se asigna al titular del encargo. Por otra parte, como individuo es responsable por los delitos comunes que cometa, una reafirma de este principio sólo se justifica cuando la acción criminosa puede tener de minadas consecuencias jurídicas que la ley toma en cuenta, y como es el ejercicio de un cargo el que trae consigo consecuencias procesales especiales, concluirse que los delitos comunes sólo interesan a la Constitución cuando se cometen durante el tiempo en que se ejerce el cargo.
"Si la responsabilidad se establece en razón del ejercicio del cargo, es in dable que la prerrogativa de no ser juzgado sino mediante procedimientos especiales, subsiste también en tanto se ejerce el cargo.
"Pretender que goce de prerrogativas el que no ejerce el cargo, sería como afirmar que cualquiera que no ejerza la función especifica a la ley asigna la garantía estaba amparado por ese procedimiento, lo cual es absurdo."
De lo expuesto por Becerra Bautista se desprenden las siguientes conclusiones: el funcionario investido con fuero de no procesabilidad sólo goza de cuando desempeña el cargo respectivo y no durante el lapso que dure la licencia que hubiese obtenido para separarse de él temporalmente; y el suplente que no ejerza las funciones del titular, no es sujeto de dicho fuero, sino en la hipótesis contraria.
En situación jurídica diferente se encuentran colocados los gobernad de las entidades federativas y los diputados a las legislaturas locales, cuya responsabilidad surge "por violaciones a la Constitución y leyes federales" (Artículo108 constitucional segundo párrafo). Como se ve, esta responsabilidad no necesariamente debe provenir de algún delito común u oficial, sino de simples actos contrarios a la Ley Fundamental o a la legislación federal. Esta conclusión, deducida de la interpretación estricta y aislada de la disposición constitucional respectiva, se atoja injusta por lo excesivamente exagerada, pues conforme a ella, cualquier decisión, resolución o acuerdo que sean opuestos a los citados ordenamientos, sujetaría a los mencionados funcionarios locales a la responsabilidad de que tratamos. Por consiguiente, adoptando un criterio lógico- creemos que las "violaciones" a que alude el artículo 108 constitucional en, segundo párrafo se deben traducir en los mismos delitos oficiales que señala el artículo 3 de la Ley de Responsabilidades vigente como susceptibles de perpetrarse por los altos funcionarios de la Federación ya enunciados, toda que el artículo 2 de la propia ley declara que quedan comprendidos en sus
disposiciones los gobernadores de los Estados y los diputados locales. No consideramos que la responsabilidad constitucional de estos funcionarios emane de la comisión de delitos comunes, porque la Constitución los relaciona únicamente con los altos funcionarios federales (Art. 108, párrafo primero), carácter que no tienen los gobernadores ni los diputados a las legislaturas de los Estados, en cuya virtud el procedimiento de desafuero se vincula sólo con aquéllos (Art. 108). Por ende, la responsabilidad de los gobernadores y diputados locales derivada de delitos no oficiales (comunes) no está regida por los preceptos constitucionales que se refieren a los altos funcionarios federales. Ahora bien, la materia del fuero frente a las especies de delitos que acabamos de indicar y por lo que atañe a los multicitados funcionarios locales, no es del orden federal, sino que su regulación incumbe a las constituciones particulares de los Estados y a su legislación interior. Así, estos ordenamientos pueden establecer, en favor del gobernador y de los diputados locales, fueros de inmunidad y de no procesabilidad corno resultado de la autonomía que tienen las entidades federativas de estructurarse interiormente en los ámbitos que no correspondan a las autoridades de la Federación. En estas condiciones, ambos fueros deben ser respetados por todos los órganos locales con apego al principio de territorialidad consignado en el artículo 121, fracción I, de la Constitución de la República, o sea, que tales fueros sólo son operantes dentro del territorio del Estado de que se trate. Consiguientemente, y en puridad jurídica, extramuros de su entidad, los gobernadores y diputados locales no gozan de ningún fuero, situación que en la realidad puede provocar serios conflictos que deben resolverse políticamente. Tampoco dichos funcionarios tienen fuero federal por la sencilla razón de que la Constitución no se los otorga, pues simplemente indica que "son responsables" por violada o por contravenir las leyes de la Federación. Además, como ya lo hemos dicho, por lo que respecta a los delitos comunes, en relación con los cuales opera el fuero de no procesabilidad (Art. 109), éste se contrae a los altos funcionarios federales que menciona su artículo 108, primer párrafo, sin incluir en él a los p:obernadores ni a los diputados locales; y por lo que concierne a los delitos oficiales que estos funcionarios puedan cometer al incurrir en "violaciones a la Constitución y leyes federales" propiamente no existe fuero, sino el sistema especial de competencia que establece el artículo 111 constitucional que excluye la intervención de las autoridades judiciales.
d) El juicio político
Por juicio político se entiende el procedimiento que se sigue contra alto funcionario del Estado para desaforarlo o aplicarle la sanción legal conducente por el delito oficial que hubiese cometido y de cuya perpetración declare culpable. En el primer caso, a dicho procedimiento se le denomina también “antejuicio", puesto que sólo persigue como objetivo eliminar el impedimento que representa el fuero para que el funcionario de que se trate quede sometido a la jurisdicción de los tribunales ordinarios que deban pasarlo por el delito común de que haya sido acusado. En cambio, en el según caso, el aludido procedimiento sí reúne las esenciales características de proceso, ya que culmina con un acto jurisdiccional, llamado sentencia, en el que se impone la pena legalmente decretada por el delito oficial del el alto funcionario haya sido declarado responsable.
Dentro del orden constitucional mexicano se prevén las dos especies procedimiento a las que puede someterse a los altos funcionarios de la Federación, tales como los diputados y senadores al Congreso de la Unión, ministros de la Suprema Corte, secretarios de Estado y Procurador General de la República. Estos dos distintos procedimientos obedecen a la diferente naturaleza delito que imputa a cualquiera de dichos funcionarios, es decir, el común y el oficial.
1. Si el delito es común, o sea, susceptible de cometerse con independencia de la función pública o fuera de ella, corresponde a la Cámara de Diputados declarar, "por mayoría absoluta de votos del número total de miembros que la formen", si ha lugar o no a proceder contra el acusado (Art. 109 const.). Esta declaración debe estar precedida, en obsequio de la garantía de audiencia instituida en el artículo 14 de la Constitución, de un procedimiento en el que el funcionario acusado tiene derecho a intervenir para formular su• defensa y aportar las pruebas atinentes a desvirtuar los cargos en que se finque el delito de carácter común. Ese procedimiento está regulado por los artículos 22 a 42 de la Ley de Responsabilidades que frecuentemente hemos citado, preceptos a cuyo contenido dispositivo nos remitimos.
Si la declaración que emita la Cámara de Diputados es en el sentido de que procede la acusación contra el alto funcionario, éste ipso facto queda separado de su cargo y sujeto inmediatamente a la jurisdicción de los tribunales ordinarios V a la acción del Ministerio Público, tanto en el caso de delitos no federales como federales (Art.109 const., párrafo tercero). Dicha declaración se llama en el lenguaje usual u desafuero" 'porque remueve el fuero de no procesabilidad del que, por razón de su cargo, está investido el alto funcionario.
Ahora bien, si el acusado por delitos graves del orden común es el Presidente de la República, la Cámara de Diputados es incompetente para
desaforarlo, ya que, según lo dispone el precepto invocado, dicha Cámara sólo deberá fundar la acusación respectiva ante el Senado "como si se tratara de un delito oficial" (ídem), siguiéndose el procedimiento establecido por el artículo 111, primer párrafo.
Si la declaración de la Cámara de Diputados se formula en el sentido de que no ha lugar a proceder contra el alto funcionario, no se incoa ningún procedimiento ulterior, sin que esta declaración negativa sea obstáculo para que, una vez que el propio funcionario deje de tener fuero por cualquier motivo o circunstancia, se inicie o reanude ante los tribunales ordinarios el proceso legal por el delito del orden común que haya sido materia de la acusación desestimada por la citada Cámara (Art. 109, párrafo segundo).
2. En el caso de que se trate de algún delito oficial que se impute a cualquier alto funcionario federal que menciona el primer párrafo del artículo 108 constitucional, la acusación respectiva debe presentarse ante la Cámara de Diputados, la cual debe hacerla valer ante el Senado, el que, erigido en jurado de sentencia, puede declarar "por mayoría de las dos terceras partes del total de sus miembros", que el funcionario imputado es culpable, quedando, merced a esta declaración, privado de su puesto "e inhabilitado para obtener otro por el tiempo que determine la ley" (Art. 111, párrafo primero). Antes de que el Senado pronuncie sentencia en los términos indicados, el alto funcionario acusado tiene derecho a ser oído en defensa y de aportar y promover todas las pruebas y diligencias que considere pertinentes para desvirtuar los cargos y las cuales se desahogan y practican dentro del procedimiento que marcan los artículos 19 al 62 de la Ley de Responsabilidades vigente y cuyo texto damos por reproducido.
3. Es muy importante subrayar que la Constitución concede acción popular para denunciar los delitos comunes y oficiales que se imputen a los altos funcionarios de la Federación, incluyendo en el primer caso al mismo Presidente de la República (Art. 111, párrafo cuarto). La "acción popular" no implica la formación de denuncias anónimas o apócrifas, las cuales son jurídicamente ineficaces, sino el derecho que tiene cualquier ciudadano o grupo de ciudadanos de presentar la acusación ante la Cámara de Diputados. Es precisamente ese derecho, para cuyo ejercicio se requiere un acendrado civismo y un denodado valor civil, en el que se traduce uno de los factores de control popular sobre la actuación de los titulares de los órganos del Estado dentro de todo régimen verdaderamente democrático, control que exige, para su efectividad positiva en la realidad política de cualquier país, otro elemento de singular importancia, como condición sine qua non, a saber: la independencia de criterio, dignidad, sentido de responsabilidad social y hombría en la mayoría de los miembros de ambas Cámaras legisladoras. Sin estas cualidades, dicho control no rebasaría las dimensiones meramente formales de las disposiciones constitucionales que lo establecen, reduciéndose a una quimérica figura jurídica que ostente un signo democrático aparente, pero que en la facticidad política sería completamente nugatoria por la falta del supuesto indispensable sobre el que descansa toda democracia, como es la conducta viril del elemento humano que maneja y aplica sus instituciones.
II. Reformas de diciembre de 1982
a) Consideraciones generales
El 28 de diciembre de 1982 se publicó en el Diario Oficial de la Federación el Decreto Congresional que reformó el Título Cuarto de la Constitución referente a las responsabilidades de los funcionarios públicos. En la exposición de motivos correspondiente se afirma la necesidad de actualizar dichas responsabilidades, sustituyendo la locución "funcionarios públicos" por la de "servidores públicos". Se sostiene que "La obligación de servir con legalidad, honradez, lealtad, imparcialidad, economía y eficacia los intereses del pueblo es la misma para todo servidor público, independientemente de su jerarquía, rango, origen o lugar de su empleo, cargo o comisión".
En el nuevo texto de los preceptos que integran dicho Título Cuarto ya no se establece la distinción entre delitos oficiales y delitos del orden común que pueden cometer los funcionarios públicos como lo hacía el régimen constitucional anterior. Tampoco se habla ya en el nuevo texto preceptivo de "fuero", "desafuero" y otras expresiones que tradicionalmente se han usado sobre materia de responsabilidad oficial en nuestro constitucionalismo. Las reformas a que aludimos utilizan diversos términos y conceptos que no dejan de suscitar confusiones y equívocos, amén de que parecen un tanto extraños al léxico jurídico constitucional que desde nuestras primeras constituciones se ha venido empleando. Con sinceridad creemos, contrariamente a lo que supone la exposición de motivos de tales reformas, que éstas, lejos de perfeccionar los preceptos anteriores, han incurrido en los vicios ya señalados. Procuraremos formular la exégesis de las nuevas disposiciones constitucionales sobre dicha materia, cuyos comentarios nos darán la razón.
b) Los servidores públicos
Dentro de esta calidad, el nuevo artículo 108 constitucional comprende "a los representantes de elección popular, a los miembros de los Poderes Judicial Federal y Judicial del Distrito Federal, a los funcionarios y empleados, y, en general, a toda persona que desempeñe un empleo, cargo o comisión de cualquier naturaleza en la administración pública federal en el Distrito Federal, así como a los servidores del Instituto Federal Electoral, quienes serán responsables por los actos u omisiones en que incurran en el desempeño de sus respectivas funciones". Ahora bien, sólo a los senadores y diputados al Congreso de la Unión, a los Ministros de la Suprema Corte, los Consejeros de la Judicatura Federal, los Secretarios de Despacho, los Jefes de Departamento Administrativo, los Diputados a la Asamblea del Distrito Federal, el Jefe de Gobierno del Distrito Federal, el Procurador General de la República, el Procurador General de Justicia del Distrito Federal, los Magistrados de Circuito y Jueces de Distrito, los Magistrados y Jueces del Fuero Común del Distrito Federal, los Consejeros de la Judicatura del Distrito Federal, el Consejero Presidente, los Consejeros Electorales, y el Secretario Ejecutivo del Instituto Federal Electoral, los Magistrados del Tribunal Electoral, los Directores Generales y sus equivalentes de los organismos descentralizados, empresas de
partipación estatal mayoritaria, sociedades y asociaciones asimiladas a éstas y fideicomisos públicos (art. 110 const.), se les sujeta a juicio político "cuando en el ejercicio de sus funciones incurran en actos u omisiones que redunden en perjuicio de los intereses públicos fundamentales o de su buen despacho" (art. 109, frac. I). Esos actos u omisiones anteriormente estaban considerados como delitos oficiales, locución esta que desafortunadamente se suprimió sin justificación ni razón alguna.
Independientemente de dichos "actos u omisiones", los servidores públicos también incurren en responsabilidad al cometer delitos que se llamaban "del orden común", calificación esta que ya no se emplea en el nuevo texto del artículo 109 constitucional. En este caso, el proceso que por dichos delitos se instruya no es "juicio político" sino penal común, de carácter federal o local según la índole del delito que se perpetre.
c) El juicio político
Los servidores públicos a que se refiere el párrafo primero del artículo 110 constitucional, así como los gobernadores de los Estados, diputados locales y magistrados de los Tribunales Superiores de las entidades federativas pueden ser encausados en juicio político, que culmina con una sentencia en que se pueden' imponer como sanciones la destitución del servidor público y su inhabilitación para desempeñar funciones, empleos, cargos o comisiones de cualquier naturaleza dentro del servicio público (art. 110 párrafo tercero). En el caso del juicio político, que sólo procede por los actos u omisiones que redunden en perjuicio de los intereses públicos fundamentales o de su buen despacho y de los que sean responsables los funcionarios anteriormente señalados, es la Cámara de Diputados la que formula la acusación respectiva ante el Senado, previa declaración de la mayoría absoluta del número de sus miembros presentes en la sesión que corresponda (Idem). párrafo cuarto). El Senado, previa dicha acusación, se erige en jurado de sentencia, pudiendo aplicar las sanciones ya mencionadas por resolución de las dos terceras partes de los senadores que concurran a la sesión respectiva (Idem). Tanto ante la Cámara de Diputados como ante la de Senadores, el funcionario presuntamente responsable tiene el derecho a defenderse, es decir, goza de la garantía de audiencia instituida en el segundo párrafo del artículo 14 constitucional. En cuanto al procedimiento ante uno y otro de dichos cuerpos colegiados en que se sustancia el juicio político, nos
remitimos a las disposiciones de la Ley Federal de Responsabilidades de los Servidores Públicos, reglamentaria del Título Cuarto de la Constitución, publicada el 31 de diciembre de 1982. Por último, las declaraciones y resoluciones de ambas Cámaras en lo que a dicho juicio concierne son inatacables, sin que contra ellas proceda recurso alguno ni el amparo.
d) Gobernadores y otros funcionarios locales
Los gobernadores de los Estados, los diputados locales y los magistrados de los Tribunales Superiores de las entidades federativas pueden ser sometidos a: cio político "por violaciones graves a la Constitución y a las leyes federales que de ella emanen, así como por el manejo indebido de fondos y recursos federales” (art. 110, párrafo segundo). En relación con dichos funcionarios locales, las luciones que en dicho juicio emitan la Cámara de Diputados y el Senado únicamente declarativas, debiendo comunicarse a la legislatura de que se para que proceda en los términos de la constitución y de la legislación correspodiente (Idem). En otras palabras, respecto de los mencionados funcionarios d. entidades federativas, el Senado no dicta ninguna sentencia por los actos que hayan dado origen al juicio político, sino que simplemente declara la responsabilidad correspondiente, misma que sin ulterior recurso debe ser evaluada Congreso Local de que se trate.
A propósito del Jefe de Gobierno del Distrito Federal surge el problema este funcionario, en cuanto a su responsabilidad, puede incluirse en lo preceptuado por el párrafo segundo del artículo 110 constitucional que establece:
Los Gobernadores de los Estados, Diputados Locales, Magistrados de los Tribunales Superiores de Justicia Locales y, en su caso, los miembros de los Consejos Judicaturas Locales, sólo podrán ser sujetos de juicio político en los términos título por violaciones graves a esta Constitución y a las leyes federales que emanen, así como por el manejo indebido de fondos y recursos federales, pero caso la resolución será únicamente declarativa y se comunicará a las Legisla cales para que, en ejercicio de sus atribuciones, procedan como corresponda.
La lógica aristotélica, que siempre debe imperar en la interpretación del Derecho, suscita las siguientes consideraciones. El Distrito Federal es una e federativa que, con las demás denominados "Estados", integran la Federación, forma parte del territorio nacional (arts. 42, 43 Y 44 constitucionales). Como entidad federativa, en el Distrito Federal tiene un "jefe de gobierno", o sea, un gobernador" (art. 122, párrafos 1, 2 Y Base Segunda de la Constitución) y su es normativa básica es similar a la de los Estados. Por consiguiente, al hablar la Constitución de los "gobernadores de los Estados" las normas respectivas, en sana lógica y por substancial analogía, deben comprender al Jefe de Gobierno del Distrito Federal, o sea, a su gobernador. Aristóteles aseveraba que esta substancial analogía concierne a la esencia de los seres, no a sus accidentes. En el comentamos esta esencia se refiere al concepto de "gobernador" y al de " federativa". Así, tan "gobernador" es el Jefe de Gobierno del Distrito como el gobernador de cualquier "Estado" y tan "entidad federativa" es Estado como el Distrito Federal. Es cierto que cada entidad federativa tiene
diferencias que atañen a sus distintas modalidades específicas en las diversas materias en que se traduce la dinámica social como la económica, la política, la administrativa, etc., es decir, en cuanto a los. "accidentes" según la lógica aristotélica pero no respecto de los conceptos substanciales anotados.
Esta indiscutible similitud, que excluye toda interpretación literal mezquina, propicia la aplicación al caso del Jefe de Gobierno del Distrito Federal de las disposiciones que establecen y regulan la responsabilidad de los gobernadores de los Estados por cuanto a las violaciones federales que se les impute. Así, el artículo 111 constitucional, en su quinto párrafo, dispone que el procedimiento de desafuero por delitos federales respecto de los gobernadores de los Estados, "la declaración de procedencia será para el efecto de que se comunique a las Legislaturas Locales, para que en ejercicio de sus atribuciones procedan como corresponda."
En el caso del Gobernador del Distrito Federal, que es una entidad federativa o "Estado", la decisión de la Cámara de Diputados no es definitiva, ya que puede ser revisada por la Asamblea Legislativa del propio Distrito Federal.
e) Enriquecimiento ilícito
La fracción III del artículo 109 constitucional, en su tercer párrafo, tipifica el delito llamado "de enriquecimiento ilícito" de los servidores públicos, consistente en que éstos "aumenten substancialmente su patrimonio, adquieran o se conduzcan como dueños sobre los bienes que lo formen y cuya procedencia lícita no pudiesen justificar". La Ley Federal de Responsabilidades, a cuyo tenor nos remitimos, establece en su artículo 86 que los funcionarios que incurran en enriquecimiento ilícito serán sancionados en los términos que disponga el Código Penal, figurando entre las sanciones que por dicho motivo prevé la disposición constitucional invocada, el decomiso y la privación de la propiedad de los bienes con que el funcionario público haya aumentado ilícitamente su patrimonio.
f) Sanciones administrativas
Éstas son aplicables a todo servidor público que incurra en "actos u omisiones que afecten la legalidad, la honradez, lealtad, imparcialidad y eficiencia que deben observar en el desempeño de sus empleos, cargos o comisiones" (art. 109, frac. III). Las citadas sanciones deben especificarse en la legislación secundaria, ya que constitucionalmente sólo se prevén la suspensión, inhabilitación y destitución, así como las de carácter económico, que deben decretarse "de acuerdo con los beneficios económicos obtenidos por el responsable y con los daños y perjuicios patrimoniales causados por sus actos u omisiones" (art. 113). En cuanto a la prescripción de las sanciones administrativas, el artículo 114, párrafo tercero, constitucional, remite a la ley ordinaria.
g) Desafuero y responsabilidad penal común
El nuevo Título Cuarto de la Constitución ya no emplea los términos "fuero"
y "desafuero" para significar, respectivamente, la prerrogativa de no procesabilidad, de los altos funcionarios por delitos del orden común y la remoción de tal prerrogativa con el objeto de que queden a disposición de la autoridad judicial que deba procesados. La supresión de dichos términos no se funda en razón alguna, pues deriva de una innovación verdaderamente incomprensible, inadecuada e injustificable. Sin embargo, del texto de los preceptos que comprende dicho Título aluden a los delitos distintos de los que provocan el juicio político, se desprende la conservación de la mencionada prerrogativa de no procesabilidad y de su remoción con evidente analogía respecto de las disposiciones constitucionales abrogadas que normaban la propia materia, según constataremos a continuación.
La fracción II del artículo 109 de la Constitución declara enfáticamente que "La comisión de delitos por parte de cualquier servidor público será perseguida y sancionada en los términos de la legislación penal". Según hemos aseverado, estos s delitos son diferentes de los que consisten en "actos u omisiones que redundan perjuicio de los intereses públicos fundamentales o de su buen despacho" se refiere la fracción I de tal precepto y que dan origen al llamado juicio político del que brevemente hemos hablado. Ahora bien, el artículo 111 constitucional mencionado, mantiene el fuero de no procesabilidad para los "Diputados y Senadores al Congreso de la Unión, los Ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, los Magistrados de la Sala Superior del Tribunal Electoral, los consejeros de la Judicatura Federal, los Secretarios de Despacho, los Jefes de Despacho, los jefes de departamento Administrativo, los Diputados a la Asamblea del Distrito Federal, Je Gobierno del Distrito Federal, el Procurador General de la República y el radar General de Justicia del Distrito Federal, así como el Consejero Presidente los Consejeros Electorales del Consejo General del Instituto Federal Electoral”. Dicho fuero estriba en que ninguno de estos funcionarios públicos puede se cesado por cualquier delito tipificado en la legislación penal, mientras la Cámara de Diputados no declare "por mayoría absoluta de sus miembros presentes en sesión si ha o no lugar a proceder contra el inculpado" (párrafo primero de dicho precepto). Es evidente que de dicho fuero gozan los aludidos funcionarios cometan los expresados delitos "durante el tiempo de su encargo" (ídem) en el caso de que no lo estén desempeñando (art. 112). Sin embargo, si al funcionario de los ya señalados perpetró un delito sin haber estado investido de fuero durante su comisión y después goza de esta prerrogativa inherente al cargo que posteriormente desempeñe, deberá ser desaforado en los términos ya indicados por la Cámara de Diputados, según se infiere claramente de lo dispuesto en el segundo párrafo del invocado artículo 112.
En lo que atañe a los gobernadores de los Estados, a los diputados magistrados de sus respectivos tribunales superiores, también opera el fuero procesabilidad a que nos hemos referido por lo que respecta a los delitos federales que se les imputen. Por consiguiente, es la mencionada Cámara la competente para despojados de la citada prerrogativa mediante una "declaración de procedencia", que es lo mismo que el desafuero, "para el efecto de que se comunique a las legislaturas locales a fin de que en ejercicio de sus atribuciones procedan corresponda" (art. 111, quinto párrafo).
Los efectos de la "declaración de procedencia" consisten en que el funcionario desaforado quede a disposición de las autoridades competentes para que éstas actúen conforme a la ley (ídem, párrafo tercero) y en la separación de su encargo mientras dure el proceso penal correspondiente y si en éste se dicta sentencia absolutoria "el inculpado podrá reasumir su función", pero si fuese condenatoria, independientemente de la pena que se le imponga, no se le concederá la gracia del indulto si el delito se perpetró "durante el ejercicio de su encargo" (ídem, párrafo séptimo).
Las declaraciones de procedencia, o sea, las resoluciones de desafuero que pronuncie la Cámara de Diputados son inatacables, sin que, por ende, sea ejercitable contra ellas ningún recurso ni el juicio de amparo (ídem, párrafo sexto).
Además de las sanciones penales que prevea la legislación respectiva, el mismo artículo 111 constitucional (párrafo noveno y décimo) consigna sanciones de carácter económico cuando el delito de que se trate haya causado daños o perjuicios patrimoniales o a través de él su autor haya obtenido algún beneficio económico. El monto de tales sanciones económicas se debe calcular "de acuerdo con el lucro obtenido y con la necesidad de satisfacer los daños y perjuicios causados por la conducta ilícita", sin que dicho monto deba exceder "de tres tantos de los beneficios obtenidos o de los daños o perjuicios causados".
Por último, en lo que concierne a la prescripción de la acción penal por los delitos comunes que cometan los servidores públicos durante el tiempo de su encargo, dicha figura jurídica se debe normar por lo que establezca la legislación penal aplicable, sin que los plazos respectivos deban ser inferiores a tres años, interrumpiéndose durante todo el tiempo en que los funcionarios que gocen de fuero desempeñen algún cargo a los que se refiere el primer párrafo del artículo 111 de la Constitución (Art. 114, párrafo segundo).
h) La situación del Presidente de la República
El párrafo cuarto del artículo 111 constitucional dispone que "Por lo que toca al Presidente de la República, sólo habrá lugar a acusarlo ante la Cámara de Senadores en los términos del artículo 110" y que en este supuesto dicha Cámara resolverá con base en la legislación penal aplicable. Esta acusación puede versar sobre traición a la patria y delitos graves del orden común que dicho alto funcionario cometa durante el tiempo de su encargo, según lo dispone el párrafo segundo del actual artículo 108. En otras palabras el Presidente, mientras lo sea, no puede ser acusado por otros delitos diversos de los señalados, lo que implica un fuero- inmunidad, debiendo decirse que, tratándose de la responsabilidad penal por traición a la patria y delitos graves del orden común, es el Senado el que se erige en juez inapelable. Ahora bien, si la persona que haya fungido como Presidente hubiese cometido cualquier delito durante su encargo, sí puede ser sometido al juicio penal que procesa ante el juez competente como ciudadano común y corriente, toda vez que dejó de tener la citada investidura, que es a la que se refiere la disposición constitucional invocada. Suponer que nunca, por ningún delito, dicha persona pueda ser responsable y que contra ella no pueda ejercitarse la acción punitativa por el Ministerio Público, implicaría declararla absolutamente inmune aunque haya dejado de ser presidente, proclamándose así una impunidad mons-
truosa por todos los delitos que durante su alto cargo hubiese perpetrado. Esta suposición, que pugna contra toda justicia social y que auspiciaría la corrupción incastigable de quien haya sido Presidente, equivaldría a permitir o tolerar que el sujeto que ocupe este alto cargo pueda cometer toda clase de delitos durante su desempeño sin que incurra en responsabilidad penal alguna, lo que se antoja absurdo e irracional.
III. Reforma de 2002
Con fecha 14 de junio de este año se expidió un decreto congresional que adicionó un segundo párrafo al artículo 113 de la Constitución disponiendo que: "La responsabilidad del Estado por los daños que, con motivo de su actividad administrativa irregular, cause en los bienes o derechos de los particulares, será objetiva y directa. Los particulares tendrán derecho a una indemnización conforme a las bases, límites y procedimientos que establezcan las leyes."
IV. Breve nota histórica
Siendo la responsabilidad de los funcionarios públicos un signo de la democracia, en todos los regímenes que bajo esta forma de gobierno se han estructurado, se han implantado instituciones jurídicas que la prevén sustantivamente y la regulan adjetivamente. Pero aunque dicha responsabilidad tenga esa denotación, no por ello ha dejado de exigirse a funcionarios importantes, pero secundarios, en los sistemas monárquicos absolutistas, en los que sólo el rey era responsable ante sus súbditos y únicamente responsable ante Dios. El monarca era el autor de las leyes humanas sin estar sujeto a ellas. Este principio, del cual ya hemos hablado y que es el de "legibus solutus", impedía toda responsabilidad jurídica que aquél pudiese contraer en el ejercicio del poder del Estado. Es más, el rey irresponsable sujetaba a responsabilidad a los funcionarios públicos en quienes delegaba el desempeño de ciertas funciones que a él originariamente correspondían a virtud de su investidura divina. Recuérdese la institución llamada "juicio de residencia" a que se sometía a los virreyes españoles y al que ni el mismo Hernán Cortés pudo sustraerse, y cuyo juicio importa un nítido antecedente jurídico novo-hispano del "juicio político" o "juicio de responsabilidad" de los funcionarios públicos, así como el "impeachment" del derecho anglo-sajón.
Al juicio de residencia estaban sujetos los funcionarios públicos al concluir su mandato, pudiendo presentar cualquier persona que se sintiese agraviada por ello su reclamación ante el tribunal ad hoc, personificado en un juez (oidor) designado por el rey. Si el residenciado era el virrey, y el fallo le era adverso, podía apelar ante el Consejo de Indias, organismo que, durante el esplendor de su autoridad, tenía facultad para llamar a cuentas a dicho funcionario aun antes de la expiración del plazo de su gestión gubernativa. Según don Juan de Solórzano, el mencionado juicio procedía no sólo para la averiguación y pesquisa de las acciones del virrey, oidores y demás ministros de las audiencias de las Indias y de otros que en ellas hubiesen tenido cargos de administración de justicia o hacienda real, sino también cuando por cualquier modo dejaban los oficios y eran promovidos a otros mayores, agregando que "con ese freno estarán más atentos a cumplir con sus obligaciones y se moderarán los excésos e insolencias que en provincias tan remotas puede y suele ocasionar la mano poderosa de los que se hallan tan lejos de la real".
Por su parte, el constitucionalismo del México independiente, en los distintos códigos fundamentales provenientes de las corrientes tanto federalistas como centralistas, siempre reputó a los funcionarios públicos como servidores de la nación y los sujetó a responsabilidades jurídicas por delitos comunes u oficiales y a jurisdicciones especiales para hacerlas efectivas, sin que esta tendencia hayan rehuido los estatutos monarquistas.
F. Quinto elemento: El referéndum
En los países de gran adelanto cívico existe el referéndum popular para controlar ciertos actos de los órganos del Estado, principalmente las leyes. Los sistemas donde impera el referéndum suelen llamarse democráticos semidirectos, pues la ciudadanía tiene en ellos una intervención directa de gobierno para emitir su opinión sobre la vigencia de un ordenamiento jurídico elaborado por las asambleas legislativas. Como dice acertadamente Lanz Duret, el referéndum "deja la decisión final en materia legislativa al pueblo mismo, sin dar razones y sin necesidad de justificar su proceder", añadiendo que: "Es indudable que este sistema constituye una garantía contra los abusos, el desmedido poder y la arbitrariedad de que han dado pruebas en repetidas ocasiones los cuerpos legislativos, que contando con el poder omnímodo de que disfrutaban y la imposibilidad en que han quedado los otros poderes públicos de resistir legalmente a sus mandatos, han hecho prevalecer códigos y disposiciones inconvenientes ... "
La doctrina ha elaborado múltiples definiciones sobre el concepto de "referéndum". Como la exposición y comentario de éstas pecarían de excesiva prolijidad, simplemente nos contraeremos a mencionar algunas. Así, García Pelayo considera que el referéndum "es el derecho del cuerpo electoral a aprobar o a rechazar las decisiones
de las autoridades legislativas ordinarias", clasificándolo en obligatorio "cuando es impuesto por la Constitución como requisito necesario para la validez de determinadas normas legislativas"; facultativo "cuando su iniciativa depende de una autoridad competente para ello, por ejemplo, de una determinada fracción del cuerpo electoral o de las Cámaras, o del jefe del Estado"; de ratificación o sanción, "cuando la norma en cuestión sólo se convierte en ley por la previa aprobación del cuerpo electoral, que viene a sustituir así la autoridad sancionadora de las leyes (ordinariamente el jefe del Estado)"; y consultivo, "cuando el resultado del referéndum no tiene carácter vinculatorio para las autoridades legislativas ordinarias".
Para Carl Schmitt, el referéndum es la "votación popular sobre confirmación o no confirmación de un acuerdo del cuerpo legislativo", pudiendo ser "general obligatorio", "obligatorio para determinadas clases de ley" y "facultativo".
Bielsa sostiene que el referéndum es el "acto por el cual los electores o mandatarios, en un régimen de democracia representativa, opinan, aprueban o rechazan una decisión de los representantes constitucionales o legales" .
Bidart Campos" estima como referéndum "toda consulta al cuerpo electoral, sea que recaiga sobre leyes, constitución, reformas, decisiones políticas o de gobierno, etc.", y lo clasifica también en consultivo, decisorio, obligatorio y facultativo.
El tratadista mexicano Héctor González Uribe afirma que "El referéndum es la más importante de las manifestaciones del gobierno directo y es aquella institución en virtud de la cual los ciudadanos que componen el cuerpo electoral de un Estado, aceptan o rechazan una proposición formulada o una decisión adoptada por otro de los poderes públicos."
Agrega dicho autor, para complementar su pensamiento, que "Hay numerosas clases de referéndum. Las dos principales son el referéndum legislativo y el administrativo. El primero, desde luego, es el que reviste mayor importancia, tiene diferentes tipos. En la doctrina constitucional francesa y en la práctica legislativa se habla del referéndum consultivo, el referéndum de veto y el referéndum de ratificación. Por el consultivo, el gobierno somete al pueblo el principio inspirador de una ley; por el de veto, un grupo de ciudadanos manifiesta su opinión o una ley adoptada por los órganos legislativos y entonces se somete a un referéndum para su aprobación final o reprobación; y por el de ratificación, se somete al pueblo la ley ya aprobada y se le pide su aceptación."
Para nosotros, el referéndum, más que implicar una fiscalización popular, es un verdadero acto jurídico con que, en algunos casos, culmina el proceso de formación legislativa y a través del cual los ciudadanos, sin exponer razones ni deliberar, dan o no su aquiescencia para que una ley entre en vigor.
Así concebido, el referéndum sólo puede ser aconsejable cuando no se trate de leyes que versen sobre materias cuya comprensión requiera conocimientos especializados, ya que la ciudadanía, como unidad política, es inepta para estimar si un ordenamiento, dada la complejidad• de sus disposiciones, es o no conveniente.
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La elaboración de una leyes el resultado de un proceso intelectivo en el que se deben ponderar múltiples factores políticos, sociales, económicos, culturales, etc., que implican, en un momento dado, la motivación y la teleología de un ordenamiento jurídico y cuya apreciación no puede quedar al arbitrio intuitivo de la masa, aunque se suponga que ha alcanzado un alto grado de madurez Cívica. En nuestra opinión, el referéndum debe reservarse para casos excepcionales en que se trate de la alteración sustancial de la Constitución, o sea, de la sustitución de los principios ideológicos que la informan, actos éstos que sólo el pueblo puede realizar en ejercicio de su poder constituyente, soberano o autodeterminativo. Únicamente en la hipótesis apuntada, el referéndum expresa este poder, evitando la ruptura cruenta de un orden constitucional determinado, siendo la manera como, sin revolución, se puede reemplazar éste por otro nuevo que se adecue a la situación evolutiva a que el pueblo haya llegado en diversos aspectos de su vida.
G. Sexto elemento: La juridicidad
La democracia es necesariamente un régimen de derecho dentro del cual se estructura y funciona. Es una forma de gobierno organizada por la Constitución y por la legislación ordinaria y en la que, además, el poder público del Estado y las funciones en que se desenvuelve están sujetos a lo que Heller llama normatividad jurídica.
"La constitución de cada país, dice B. Mirkine-Guetzévich, es siempre un pacto entre las tradiciones políticas existentes y el Derecho Constitucional General, cuya definición y redacción son de la competencia de la ciencia jurídica. El derecho constitucional general no es inmutable; se modifica conforme a las ideas y fenómenos políticos de la vida y está estrechamente unido al ideal democrático, no porque los teóricos del Derecho Constitucional hayan sido siempre demócratas, sino porque la democracia, expresada en lenguaje jurídico, es el Estado de Derecho, es la racionalización jurídica
de la vida, porque el pensamiento jurídico consecuente conduce a la democracia como única forma del Estado de Derecho. La democracia puede realizar la supremacía del derecho y es por lo que el Derecho Constitucional General es el conjunto de reglas jurídicas de la democracia, del Estado de Derecho."
En un sistema democrático, todos los órganos del Estado deben actuar conforme al derecho fundamental -Constitución- o secundario -legislación ordinaria-, es decir, dentro de la órbita competencial que les asigna y según sus disposiciones. Ningún acto del poder público es válido si no se ajusta a las prescripciones jurídicas que lo prevén y rigen. La actuación de los órganos estatales fuera del derecho o contra el derecho es inválida en la democracia e incompatible con ella. Por esta razón, como dice Mirkine-Guetzévich, el sistema democrático es necesariamente un sistema jurídico.
La supeditación al derecho del poder público, o sea, de la conducta funcional (le todos los órganos del Estado se expresa en el principio de jurisdicidad, que a su vez comprende el de constitucionalidad (o de "superlegalidad constitucional" como lo llaman Hauriou y M. Guetzevich) y el de legalidad stricto sensu. Estos dos principios se encuentran, dentro del de juridicidad al que pertenecen, en una relación jerárquica en la que el primero tiene prevalencia sobre el segundo. Dicha relación obedece a la supremacía y fundamentalidad de la Constitución respecto de la legislación secundaria, integrantes ambas del orden jurídico del Estado. El principio de constitucionalidad condiciona todos los actos de los órganos estatales incluyendo las leyes, las cuales, si se oponen a la Constitución, no pueden dar validez formal a los actos de autoridad que regulan. El principio de legalidad stricto sensu rige a los actos administrativos y jurisdiccionales, los que, sin embargo, deben someterse primariamente y a despecho de lo que disponga la legislación ordinaria, a los mandamientos constitucionales. En otras palabras, la constitucionalidad es el módulo de validez de toda la actuación gubernativa. Ningún acto de autoridad, independientemente de su naturaleza y del órgano estatal del que provenga, puede escapar a su imperatividad; y tratándose de las leyes, su validez formal depende de su adecuación a la Constitución.
Estas consideraciones tienen su puntual apoyo en las ideas magistralmente expuestas por Kelsen a propósito de su famosa "pirámide normativa" que no es otra cosa que la jerarquía de leyes dentro de un orden jurídico determinado, en la que la validez formal de una decisión administrativa o de una' sentencia judicial -normas individualizadas según él- deriva de su acoplamiento a la ley secundaria -principio de legalidad- y la de ésta de su correspondencia con la Constitución o norma fundamental -principio de constitucionalidad-.
"La norma fundamental de un orden jurídico positivo, dice, no es otra cosa que la regla fundamental de acuerdo con la cual son producidas las normas de orden jurídico: la instauración (Ein-Setzung) de la situación de hecho fundamental de la producción jurídica. Es el punto de partida de un procedimiento; tiene un carácter absolutamente dinámico-formal. De esta norma fundamental no se pueden deducir lógicamente las normas singulares del sistema jurídico. Tienen que ser producidas por un acto especial
de institución, que no es acto intelectual sino de voluntad. La situación de normas jurídicas tiene lugar en diversa forma: por vía de la costumbre o por el procedimiento de la legislación, en tanto se trata de normas generales; por actos de jurisdicción y por negocios jurídicos en las normas individuales. Contrapónense a la producción jurídica consuetudinaria todos los otros modos en cuanto creación "estatutaria" del Derecho (Rechts-Satzung); de ésta, por tanto, un caso especial de institución del Derecho (Rechts-Setzung). Si se refieren las diversas normas de un sistema jurídico a una norma fundamental, pónese de manifiesto que la producción de la norma singular se efectúa con arreglo a la norma fundamental. Si acaso se pregunta por qué razón determinado acto coactivo, como el hecho de que un hombre prive a otro de la libertad encerrándolo en la cárcel, es un acto jurídico y pertenece por tanto a determinado orden jurídico, síguese como respuesta: porque ese acto fue prescrito por una norma individual determinada, por una sentencia judicial. Si se pregunta luego por qué vale esa norma individual, y justamente como parte constitutiva de un orden jurídico bien determinado, he aquí la respuesta que se recibe: porque fue dispuesto de conformidad con el código penal. Y si se pregunta por el fundamento de validez del código penal, se viene a parar a la constitución del Estado, con arreglo a cuyas prescripciones fue creado el código penal por el órgano competente para ello, en un procedimiento prescrito por la constitución."
Ahora bien, la violación por parte de los órganos del Estado al principio de juridicidad, bien sea mediante actos de autoridad que vulneren el principio de legalidad stricto sensu o el de constitucionalidad, trae aparejadas en un sistema democrático la invalidez de tales actos. Esta invalidez no opera automáticamente, sino que requiere su declaración jurisdiccional, que se encomienda a otros órganos estatales de diversa índole según el régimen específico de que se trate, aunque generalmente son de carácter judicial. De esta manera, dentro de una democracia se controla jurídicamente la actuación de las autoridades del Estado para obtener el imperio, sobre ella, de la ley -control de legalidad- o de la Constitución control de constitucionalidad o jurisdicción constitucional-, como también ha sido denominado desde hace más de siete lustros por Mirkine-Guetzévich. Ambas especies de controles, que Jellinek reputa como "garantías jurídicas del derecho positivo", son características de los sistemas democráticos, pues mediante ellos se procura la observancia obligatoria del orden de derecho, el secundario y el fundamental, los cuales, sin ellos, serían ineficaces para mantener en la dinámica real dicha forma de gobierno. Por ello no es aventurado afirmar, con Tocqueviille y Rabasa, que en la democracia la supremacía jurídica corresponde a los jueces en el orden funcional como sostenedores del sistema jurídico.
Por otra parte, debemos hacer la importante observación de que no basta la simple existencia de una Constitución para que el régimen estatal respectivo merezca el nombre de democrático, ya que se requiere que dicho instrumento normativo, como ley fundamental y suprema del Estado, se adecue a la constitución
real del pueblo para asumir el carácter de legítimo y auténtico. Sin esa adecuación, o sea, sin que la constitución jurídico-positiva exprese el ser, el modo de ser y el querer ser populares, el Estado que en ella se estructure y articule no será Estado democrático en el sentido puro del calificativo. En tal hipótesis, dicha constitución será impuesta al pueblo coactivamente sin implicar el documento normativo en que sus esencias reales y teleológicas se recojan preceptivamente, circunstancias negativas que manifiestan su ilegitimidad o su falta de autenticidad. Ahora bien, aunque estas últimas notas se presenten en el momento de la elaboración constitucional, pueden desaparecer en la facticidad histórico-política si la mayoría popular respalda y se acoge voluntaria y espontáneamente a la constitución impuesta ab origine, pues entonces ésta se legitima. El fenómeno de la legitimación constitucional elimina, pues, el vicio genésico de la constitución impuesta, saneándola de su falta prístina de autenticidad.
Según nuestra opinión, el principio de juridicidad es el más importante de todo régimen democrático y hasta puede decirse que, sin él, éste no podría existir ni operar en la realidad. Tal principio es mucho más trascendente que el que estriba en el origen popular de los titulares de los órganos primarios del Estado y del cual hemos hablado. Sin la subordinación de todos los actos del poder público a las normas jurídicas, bien sea constitucionales o legales, se destruiría la democracia, entronizándose, en cambio, la autocracia, la dicta dura o la tiranía, incluso por aquellos funcionarios que hubiesen sido electos por la voluntad mayoritaria del pueblo. A la inversa, aunque la investidura de las autoridades primarias del Estado provenga de la auténtica expresión de dicha voluntad, no por esta circunstancia se garantizaría la efectividad democrática, pues el jefe o los jefes de Estado, sin el principio de juridicidad, podrían fácilmente convertirse en autócratas y aniquilar de esta manera el régimen democrático dentro del que hubiesen sido nominados.
Ahora bien, el citado principio requiere indispensablemente de un instrumento adjetivo o procesal para que pueda implantarse y hacerse obedecer en la dinámica social. Sin ese instrumento, dicho principio no dejaría de ser una simple declaración dogmática sin eficacia real. Ya hemos apuntado que tal instrumento puede asumir diversas estructuras de acuerdo con las modalidades de cada régimen democrático en concreto y que en México es destacada y primordialmente el juicio de amparo. Debemos recordar, además, que para aplicado deben existir y
funcionar órganos estatales con competencia ad hoc para invalidar todo acto de autoridad que viole la Constitución o la ley, órganos que generalmente son de índole judicial, como acontece entre nosotros. Son, en consecuencia, los jueces controladores del mencionado principio quienes, dentro de los sistemas genuinamente democráticos, están investidos con una especie de supremacía respecto de los demás órganos del Estado, según dijimos, de lo que se infiere que los países donde no exista ese control judicial no pueden veraz y auténticamente ostentar el carácter de democráticos, a pesar de que sus autoridades procedan de la voluntad popular mayoritaria.
H. Séptimo elemento: La división o separación de poderes
Es evidente que, para que opere la juridicidad mediante los dos tipos de control mencionados sobre los actos del poder público, se requiere la división o separación de poderes, que es otro signo denotativo de la democracia. Ya Montesquieu señaló la necesidad de este principio como garante de la seguridad jurídica. Si las autoridades encargadas de la aplicación de las leyes fueran las mismas que las elaboran y si no existiese entre una y otras ningún órgano que decidiese jurisdiccionalmente los conflictos surgidos con motivo de dicha aplicación y que velara por la observancia de la Constitución, en una palabra, si fuere un solo órgano del Estado el que concentrara las funciones legislativa, ejecutiva y judicial, no habría sistema democrático, que es de frenos y contrapesos recíprocos, sino autocracia, cualquiera que fuese el contenido ideológico del régimen respectivo.
Ahora bien, el principio de división de poderes enseña que cada una de esas tres funciones se ejerza separadamente por órganos estatales diferentes, de tal manera que su desempeño no se concentre en uno solo, como sucede en los regímenes monárquicos absolutistas o en los autocráticos o dictatoriales. División implica, pues, separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial en el sentido de que su respectivo ejercicio se deposita en órganos distintos, interdependientes, y cuya conjunta actuación entraña el desarrollo del poder público del Estado. Debemos enfatizar que entre dichos poderes no existe independencia sino interdependencia. Si fuesen independientes no habría vinculación recíproca: serían tres poderes "soberanos", es decir, habría tres "soberanías" diferentes, lo que es inadmisible, pues en esta hipótesis se romperían la unidad y la indivisibilidad de la soberanía.
Esta última apreciación inaceptable, que contradice el pensamiento de Rousseau, la formula Montesquieu, quien aduce el supuesto de que existen tres poderes al afirmar: "En cada Estado hay tres especies de poderes: el poder legislativo, el poder ejecutivo de las cosas que dependen del derecho de gentes, y el poder ejecutivo de las que dependen del derecho civil. Por el primero, el príncipe o el magistrado hace las leyes por un tiempo o para siempre, y corrige o abroga las que hayan sido hechas. Por el segundo, hace la paz o la guerra, envía o recibe embajadas, establece la seguridad, previene las invasiones. Por el tercero, castiga los crímenes o juzga las diferencias entre particulares. Se llamará a• este último potestad de juzgar; y a la otra simplemente potestad ejecutiva del Estado. Cuando en la misma persona o el mismo cuerpo de magistrados la potestad legislativa' se reúne con la potestad ejecutiva, no puede haber
libertad, porque se puede temer que el mismo monarca o el mismo senado haga leyes tiránicas para ejecutadas tiránicamente. Todo estaría perdido si el mismo hombre, o el mismo cuerpo de principales, o de nobles, o del pueblo, ejerciera estos tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los crímenes o las diferencias entre particulares."
Como sostiene Lanz Duret, "el rasgo esencial de esta doctrina consiste en que Montesquieu descompone y secciona la soberanía del Estado en tres poderes principales, susceptibles de ser atribuidos separadamente a tres clases de titulares, constituyendo éstos a su vez dentro del Estado tres autoridades primordiales, iguales e independientes: es decir, a la noción de la unidad del poder estatal y de la unidad de su titular primitivo, Montesquieu oponía un sistema de pluralidad de autoridades estatales, fundado sobre la pluralidad de poderes" ,
Por su parte, Carré de Malberg afirma: "En principio, la potestad del Estado es una. Consiste, de una manera invariable, en el poder que tiene el Estado de querer por sus órganos especiales por cuenta de la colectividad y de imponer su voluntad a los individuos. Cualesquiera que sean el contenido y la forma variable de los actos por medio de los cuales se ejerce la potestad estatal, todos esos actos se reducen en definitiva a manifestaciones de la voluntad del Estado, que es una e indivisible."
A su vez, Karl Loewenstein asevera: "Lo que en realidad significa la así llamada 'separación de poderes no es, ni más ni menos, que el reconocimiento de que por una parte el Estado tiene que cumplir determinadas funciones -el problema técnico de la división de trabajo- y que, por otra, los destinatarios del poder salen beneficiados si estas funciones son realizadas por diferentes órganos: la libertad es el telos ideológico de la teoría de la separación de poderes. La separación de poderes no es sino la forma clásica de expresar la necesidad de distribuir y controlar respectivamente el ejercicio del poder político. Lo que corrientemente, aunque erróneamente, se suele designar como la separación de los poderes estatales, es en realidad la distribución de determinadas funciones estatales, a diferentes órganos del Estado. El concepto de 'poderes', pese a lo profundamente enraizado que está, debe ser entendido en este contexto de una manera meramente figurativa."
Debemos insistir, por nuestro lado, en que el principio de división o separación de poderes no debe interpretarse en el sentido de que postule a tres poderes "soberanos", sino a tres funciones o actividades en que se manifiesta el poder público del Estado que es uno e indivisible. Ahora bien, frente a esta consideración, ¿qué implicación y alcance tiene el consabido principio? La calificación del poder del Estado como legislativo, ejecutivo y judicial deriva de la Índole jurídica de los actos de autoridad en que se traduce, o sea, de los resultados de su ejercicio. Se tratará, por ende, de poder legislativo si el objeto de su desempeño como función de imperio consiste en la creación de normas de derecho abstractas, generales e impersonales (leyes en sentido intrínseco o material); de poder ejecutivo
si los actos autoritarios en que se revela estriban en la aplicación concreta, particular o personal de tales normas, sin resolver o dirimir ningún conflicto jurídico (decretos, acuerdos o resoluciones administrativas en general); y de poder judicial cuando se decide una controversia o contienda de derecho mediante la citada aplicación, produciéndose un acto jurisdiccional (sentencia o laudo, verbigracia). El principio de división o separación de poderes entraña, consiguientemente, la imputación de la capacidad jurídica para realizar esos distintos tipos de actos de autoridad a diversos órganos del Estado, o sea, la distribución de las tres funciones de imperio entre ellos, sin que su ejercicio pueda reunirse o concentrarse en un solo órgano estatal.
Pues bien, esta prohibición no es tajante o absoluta, porque el desempeño de cada una de dichas funciones no se confiere con exclusividad a determinados grupos de órganos estatales, es decir, que la distribución de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial no origina círculos competenciales cerrados entre tales grupos orgánicos, de tal manera que ninguno de éstos pueda únicamente ejercer uno solo de esos poderes. En otras palabras, la calificación de "órganos legislativos, ejecutivos o judiciales" obedece a que sus respectivas funciones primordiales estriban en elaborar leyes, en aplicadas a casos concretos sin resolver ningún conflicto jurídico o en decidir controversias de derecho conforme a ellas. Esta primordialidad funcional no excluye, sin embargo, que cada uno de dichos órganos pueda ejercer funciones que no se comprendan en su principal esfera competencial. Así, los órganos legislativos, es decir, aquellos cuya primordial actividad consiste en elaborar leyes, pueden desempeñar la función ejecutiva o administrativa o la jurisdiccional en los casos expresamente previstos en la Constitución. Esta situación también se registra tratándose de los órganos ejecutivos y judiciales, ya que los primeros pueden ejercer el poder legislativo y el judicial al elaborar respectivamente normas generales, abstractas e impersonales (reglamentos) y solucionar conflictos de acuerdo con la competencia constitucional de excepción que les atribuya la Ley Fundamental; y los segundos, a su vez, realizar actos intrínsecamente legislativos y administrativos.
Estas consideraciones fortalecen la distinción que existe entre "órgano" y "poder", pues la identificación de ambos conceptos provoca serias confusiones en la interpretación y aplicación de los mandamientos constitucionales en que se emmplean Los poderes legislativo, ejecutivo y judicial son esencialmente inalterables. Nada ni nadie puede cambiar su implicación sustancial. Lo único que
puede modificarse preceptivamente es su distribución entre los órganos del Estado o reformarse la órbita competencial de éstos. No puede, en consecuencia, hablarse de "reformas al poder legislativo, ejecutivo o judicial", pues en puridad jurídica sólo pueden reformarse las estructuras orgánicas en las que estos poderes se depositan. Por tanto, la teoría llamada de la "división de poderes", aunque ostente una denominación impropia, debe entenderse como separación, no de las funciones en que el poder público se traduce, sino de los órganos en que cada una de ellas se deposita para evitar que se concentren en uno solo que las absorba totalmente. Su nombre correcto sería, consiguientemente, "Teoría de la separación de los órganos del poder público o poder del Estado".
Pese a la nítida distinción que existe entre poder público y órganos de autoridad a quienes se confían las funciones que comprenden, nuestra Constitución incurre en graves confusiones entremezclando ambos conceptos con mengua de la pureza técnico-jurídica. Así, en algunos preceptos emplea el término "poder" en su significación correcta y en otros imputándolo al órgano al que su ejercicio se encomienda. En efecto, la Ley Fundamental declara que la soberanía nacional reside esencial y originalmente en el pueblo y que de éste dimana todo poder público (Art. 39), cuyo ejercicio, tratándose del federal, se divide en legislativo, ejecutivo y judicial (Art. 49). En puntual congruencia con estas declaraciones, que no son sino la expresión de las ideas que hemos apuntado, los artículos 50, 80 Y 94 constitucionales "depositan" el ejercicio de dichos poderes específicos, respectivamente, en un Congreso General compuesto por dos Cámaras (de diputados y senadores) (poder legislativo), en un individuo denominado "Presidente de los Estados Unidos Mexicanos" (poder ejecutivo) y en una Suprema Corte, Tribunales de Circuito y Jueces de Distrito (poder judicial). De estas disposiciones se advierte que nuestra Constitución distingue el poder propiamente dicho como función de imperio, de los órganos a quienes confía su desempeño. Sin embargo, en otros preceptos identifica ambos conceptos al estimar equivalentes el poder y el órgano, es decir, confunde la función con quien la realiza. Así, al establecer que el pueblo ejerce su soberanía por medio de los poderes de la Unión, considera a éstos susceptibles de tener "competencia" (Art. 41), la que sólo debe imputarse al órgano como conjunto de facultades con que está investido para desempeñar una función, llámese legislativa, ejecutiva o judicial. Debe enfatizarse que la competencia corresponde no al "poder", sino al funcionario o entidad que lo ejerce. Además, en diversas disposiciones se alude al "Poder Ejecutivo" y al "Poder Judicial" como sinónimos de "Presidente de la República" o de órganos judiciales, según se observa de los artículos 68, 72, 73, 89, fracción XII, y 102.
Esta ambigüedad conceptual y termino lógica ha originado en la doctrina y en la jurisprudencia una errónea interpretación del artículo 49 constitucional en lo
que al llamado principio de división de poderes y a sus excepciones concierne. Este precepto alude a la prohibición de que se reúnan dos o más poderes en una sola persona o corporación, ordenando que el poder legislativo no puede depositarse en un solo individuo, salvo el caso de facultades extraordinarias al Ejecutivo de la Unión conforme a lo dispuesto por el artículo 29 constitucional y al segundo párrafo del artículo 131 de la Ley Suprema. El concepto de "poder legislativo" a que se refiere el citado artículo 49 constitucional equivale al de "potestad legislativa", es decir, a la facultad de elaboración de leyes y no al organismo bicameral al que dicha facultad corresponde normalmente, puesto que, según el artículo 50 de la Constitución Federal, el mencionado poder "se deposita" en un Congreso general que se divide en dos cámaras, una de diputados y otra de senadores, entendiéndose por "depositar", "entregar o confiar", de acuerdo con el Diccionario de la Lengua Castellana. Por ende, el "poder legislativo", cuyo "depósito" en un individuo prohíbe el artículo 49 constitucional, se traduce en la "actividad legislativa" o sea, en la función creadora o elaboradora de leyes, sin referirse, por lo contrario, al "organismo legislador" (Congreso de la Unión), puesto que a éste no lo considera el artículo 50 de la Ley Suprema como "integrante o componente" de dicho poder, sino como depositario del mismo. En otras palabras, al establecer el citado artículo 50 que el poder legislativo se deposita en un Congreso de la Unión, claramente indica que a este organismo se entrega o confía la función estatal legislativa, ya que no es lógico depositar, entregar o confiar a alguna persona o entidad lo que ésta ya tiene como constitutivo o integrante de su propio ser orgánico.
De lo anteriormente expuesto se colige que la prohibición de depósito establecida en el artículo 49 constitucional tiene como materia la función, actividad o potestad legislativa (poder legislativo del Estado mexicano) y no el organismo en que dicha función, actividad o potestad se deposita (Congreso de la Unión), como erróneamente lo estimó don Ignacio L. Vallarta en una tesis que más que jurídica es política, al interpretar el artículo 50 de la Constitución de 57 (correspondiente al 49 de la Constitución vigente), quebrantando la lógica jurídica al no atribuir el alcance debido a los artículos 51, 75 Y 90 de la Ley Fundamental de 1857, preceptos que equivalen a los artículos 50, 80 y 94 constitucionales en vigor.
Afirmaba al respecto el ilustre jurista: "¿Es aceptable la interpretación absoluta que dan a la parte final del artículo 50 los defensores de la teoría que combato? ¿Es cierto, ya sea ante el derecho positivo constitucional, ya ante la filosofía del derecho político, que nunca, jamás, en ningún caso ni por motivo alguno se pueden reunir dos o más poderes en una sola persona o corporación, ni depositarse el legislativo en un
individuo? No lo creo así, y para sostener mi opinión, diré desde luego que si se concede al Presidente de la República autorización para legislar sobre milicia, por ejemplo, reteniendo el Congreso la suprema potestad legislativa, ni se reúnen dos poderes en una persona, ni se deposita el legislativo en un individuo, ni se infringe por consecuencia el artículo 50. Yo creo que ese artículo prohíbe que en uno de los tres poderes se refundan los otros dos, o siquiera uno de ellos, de un modo permanente, es decir, que el Congreso suprima al Ejecutivo para asumir las atribuciones de éste, o que a la Corte se le declare Poder Legislativo, o que el Ejecutivo se arrogue las atribuciones judiciales. Así sí habría la reunión de poderes que el repetido artículo 50 prohíbe, con razón. En este sentido interpreto yo este texto constitucional."
Como se ve, Vallarta confundió el concepto de "poder" que, según se ha dicho, implica función, potestad o actividad, con la idea de "órgano u organismo", al pretender que la prohibición contenida en el artículo 50 de la Constitución de 57 sólo se transgredía cuando acaeciera el fenómeno de la "supresión" del Legislativo (Congreso), para que las funciones de éste las asumiera íntegramente el Ejecutivo, lo cual ya no sólo supondría la violación a dicho precepto, sino el quebrantamiento total del orden constitucional al entronizarse la dictadura presidencial, supresión que, por otra parte, nunca puede registrarse constitucionalmente, aun en el caso del otorgamiento de facultades extraordinarias al Presidente de la República conforme a los artículos 29 y 131, párrafo segundo, de la Ley Suprema, puesto que el Congreso de la Unión o la Comisión Permanente de éste no desaparecen como organismo al investirse al Ejecutivo con atribuciones legislativas, en virtud de que conservan su capacidad para desplegar la actuación que la Constitución les encomienda, inclusive para retirar la concesión de facultades extraordinarias. En conclusión, si en la "supresión" del Legislativo hace estribar Vallarta la única posible contravención al artículo 50 de la Constitución de 57, y si dicho fenómeno no puede darse jurídicamente dentro del mismo orden constitucional, es obvio que conforme a estas ideas la declaración dogmática involucrada en dicho precepto hubiera sido superflua o inútil, al prohibir un hecho imposible dentro del propio régimen normativo fundamental.
No obstante esta conclusión, que se apoya en la recta interpretación del artículo 49 constitucional vigente (Art. 50 de la Constitución de 57), sustentada no sólo en las ideas que dominan la gestación parlamentaria de dicho precepto, sino en la índole misma de nuestro orden normativo supremo que se peculiariza por el principio de división o separación "de poderes", entre otros, la jurisprudencia de la Suprema Corte adopta la antijurídica teoría de Vallarta para sostener que el otorgamiento de facultades extraordinarias al Presidente de la República en todo caso no es infractor de la disposición constitucional señalada.
Sobre este particular, la tesis jurisprudencial respectiva asienta: "Si bien es cierto que la facultad de expedir leyes corresponde al Poder Legislativo, también lo es que, cuando por circunstancias graves o especiales no hace uso de esa facultad, o de otras que le confiere la Constitución, puede concedérselas al Ejecutivo, para la marcha regular y el buen funcionamiento de la administración pública, sin que se repute anticonstitucional-
el uso de dichas facultades por parte de aquél; porque ello no significa la reunión de dos poderes en uno, pues no pasan al último todas las atribuciones correspondientes al primero, ni tampoco una delegación del Poder Legislativo en el Ejecutivo, sino más bien una cooperación o auxilio de un poder a otro."
Por otra parte, el principio mal llamado de "división o separación de poderes" no es, obviamente, rígido ni inflexible, pues admite temperamentos y excepciones. Según estas modalidades, las tres funciones en que se manifiesta el poder público del Estado, que es unitario, no se depositan exclusiva ni excluyentemente en los órganos estatales que sean formalmente legislativos, administrativos o judiciales. Tales órganos, independientemente de su naturaleza formal, pueden desempeñar funciones que no correspondan estrictamente a su respectiva Índole. Así, por virtud de los citados temperamentos o excepciones, la actividad legislativa puede ser ejercitada por el Presidente de la República o por los gobernadores de los Estados en el desempeño de lo que se conoce como facultad reglamentaria heterónoma. A su vez, los órganos legislativos del Estado tienen facultades administrativas y excepcionalmente jurisdiccionales, desplegándose estas últimas en lo que al juicio político concierne, tema que ya tratamos con anterioridad. También la Suprema Corte de Justicia tiene la atribución de formular los reglamentos interiores del Poder Judicial Federal. Debemos hacer la observación de que dichos temperamentos o excepciones al consabido principio deben estar consignados en la Constitución, pudiéndose normativizar detalladamente por las leyes ordinarias.
El anterior criterio ha sido sustentado por la Segunda Sala de la Corte en la tesis que establece lo siguiente: "La división de poderes que consagra la Constitución Federal no constituye un sistema rígido e inflexible, sino que admite excepciones expresamente consignadas en la propia Carta Magna, mediante las cuales permite que el Poder Legislativo, el Poder Ejecutivo o el Poder Judicial ejerzan funciones que, en términos generales, corresponden a la esfera de atribuciones de otro poder. Así, el artículo 109 constitucional otorga el ejercicio de facultades jurisdiccionales, que son propias del Poder Judicial, a las Cámaras que integran el Congreso de la Unión en los casos de delitos oficiales cometidos por altos funcionarios de la Federación, y los artículos 29 y 131 de la propia Constitución consagran la posibilidad de que el Poder Ejecutivo ejerza funciones legislativas en los casos y bajo las condiciones previstas en dichos numerales. Aunque el sistema de división de poderes que consagra la Constitución General de la República es de carácter flexible, ello no significa que los Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial puedan, de motu proprio, arrogarse facultades que corresponden a otro poder, ni que las leyes ordinarias puedan atribuir, en cualquier caso, a uno de los poderes en quienes se deposita el ejercicio del Supremo Poder de la Federación, facultades que incumben a otro poder. Para que sea válido, desde el punto de vista constitucional, que uno de los poderes de la Unión ejerza funciones propias de otro poder, es necesario, en primer lugar, que así lo consigne expresamente la
Carta Magna o que la función respectiva sea estrictamente necesaria, para hacer efectivas las facultades que le son exclusivas, y, en segundo lugar, que la función se ejerza únicamente en los casos expresamente autorizados o indispensables para hacer efectiva una facultad propia, puesto que es de explorado derecho que las reglas de excepción son de aplicación estricta."
El principio de "división o separación de poderes", característico de todo régimen democrático, fue adoptado por todas las Constituciones mexicanas, circunstancia que era la natural y lógica consecuencia de las dos primordiales corrientes jurídico-políticas que informaron las bases fundamentales de nuestro constitucionalismo: la que emanó de los ideólogo s franceses del siglo XVIII y la que brotó del pensamiento de los políticos y juristas que crearon la Unión norteamericana. Si en lo tocante a la idea de soberanía popular estuvo siempre presente Rousseau en la mente de los creadores y estructuradores del Estado mexicano, Montesquieu, por su parte, ejerció indiscutible influencia sobre ellos, y fue así como desde la Constitución de Apatzingán se proclama el consabido principio en sus artículos 11 y 12, que establecen respectivamente que "Tres son las atribuciones de la soberanía: la facultad de dictar leyes, la facultad de hacerlas ejecutar y la facultad de aplicarlas a los casos particulares" y que "Estos tres poderes legislativo, ejecutivo y judicial no deben ejercerse por una sola persona, ni por una sola corporación." En el Derecho congresional de 24 de febrero de 1822 que adoptó "la monarquía moderada constitucional con la denominación de imperio mexicano", se declaró que "No' conviniendo queden reunidos el poder legislativo, ejecutivo y judicial", el Congreso "se reserva el ejercicio del poder legislativo en toda su extensión", habiendo delegado interinamente el poder ejecutivo en las personas que componían la regencia y el judicial en los tribunales existentes a la sazón o en los que posteriormente se implantasen.
En ese mismo Congreso, que fue el primer constituyente mexicano, se escuchó la voz de don Prisciliano Sánchez acerca de las bondades del principio de división o separación de poderes que se acogió en la Constitución española de 1812 (Arts. 15, 16 y 17), y quien, en un gesto de admiración hacia este documento y sus autores, expresó: "Una larga y triste experiencia había hecho conocer a los políticos cuán peligroso era a la sociedad el ilimitado y absoluto poder de los monarcas, y que para salvar la libertad del hombre, no menos que para cimentar con solidez el trono, era indispensable moderar la autoridad real, dejándole cuanto fuese bastante para el decoro de su alta dignidad, y para el completo desempeño de sus supremas atribuciones, y alejando del solio todo aquello, que sin hacer más grande al monarca, sólo servía para presentarle odioso a los pueblos y hacer insoportable su gobierno.
"Con este objeto verificaron las Cortes de España la absoluta separación de los tres grandes poderes, y la garantizaron de tal suerte, que por ningún caso llegasen a coincidir. Clasificaron las funciones de cada poder; fijaron los límites de su ejercicio, y contrabalanceando autoridad con autoridad, edificaron sobre este justo equilibrio todo el baluarte constitucional. De aquí es que, aunque todos tres poderes (sic) se dirigen y conspiran hacia un propio fin, su misma colocación los constituye en cierta oposición,
que es la que precisamente asegura la firmeza del edificio, no de otra suerte que la de aquella mutua lucha que se ve en las piezas que forman una bóveda, que cuando parece que su gravedad debía desplomarlas sobre nosotros, su misma oposición es el mejor garante de su firmeza."
El Acta Constitucional de la Federación, de 31 de enero de 1824, proclamó el mencionado principio al disponer en su artículo 9 que "El supremo poder de la Federación se divide, para su ejercicio, en legislativo, ejecutivo y judicial", prohibiendo que estos tres poderes se reunieran "en una corporación o persona" y el depósito del legislativo en un individuo, prohibición que no decretó la Constitución Federal de 1824 al adoptar el mismo principio (Art. 6). El centralismo, al través de las dos Constituciones que lo implantaron, o sea la de 1836, llamada "Siete Leyes Constitucionales", y las Bases Orgánicas de 1843, también preconizaron el referido principio, mismo que se hizo nugatorio por el famoso Supremo Poder Conservador establecido en el primero de los ordenamientos mencionados.
Según hemos dicho, el principio de separación o división de poderes se justifica por la tendencia de los regímenes democráticos hacia el aseguramiento y la preservación de la libertad de los gobernados en aquellos aspectos en que su ejercicio sea socialmente permisible. Además, también se ha sostenido que el mencionado principio obedece a la división de trabajo que debe operar para facilitar las complejas y trascendentales funciones del Estado, las cuales difícilmente podrían desempeñarse por un solo órgano, aunque éste las delegara en órganos subalternos, como acontecía en los regímenes monárquicos absolutistas.
Por otra parte, consideramos pertinente no olvidar que el multicitado principio se proclamó por algunos destacados exponentes del pensamiento político de la antigüedad clásica, tales como Aristóteles y Polibio primordialmente. El ilustre estagirita, en efecto, afirmaba que en todo gobierno debe haber "tres partes", o sea, tres tipos de órganos estatales diferentes, constituidos respectivamente por una asamblea deliberante, por magistrados ejecutivos y por funcionarios encargados de administrar justicia.
Ideas semejantes las expuso, durante la época de la República romana, Polibio, quien aseveraba que un gobierno concentrado en un solo órgano o autoridad era peligroso para la libertad de los ciudadanos por implicar un régimen autocrático que degenera en nepotismo oligárquico, pugnado por un sistema de contrapesos en virtud del cual los diferentes órganos estatales, en el desempeño de sus correspondientes funciones públicas, se limitaran unos a otros mediante la separación de sus respectivas actividades.
Nicolás Maquiavelo, el más célebre de los politólogos del Renacimiento, abogaba por una especie de separación de poderes resultantes de las tres formas clásicas de gobierno, como. son la monarquía, la aristocracia y la democracia. Sostenía que si un Estado adoptase excluyentemente alguna de esas tres formas, su gobierno sería inestable o de poca duración, pero que, en cambio, si se combinaran hábil e inteligentemente
se lograría la permanencia gubernativa y se evitarían las crisis políticas que en muchas ocasiones desembocan en luchas fratricidas.
Como se sabe, el antecesor directo de Montesquieu fue Juan Locke, uno de los más relevantes pensadores del siglo XVII. En su famosa obra "Tratado del Gobierno Civil" habla de dos fundamentales poderes del Estado, o sea, el legislativo y el ejecutivo, dentro del cual coloca, como un apéndice, al judicial. Aludía, además a un tercer poder que denominó "federativo", traducido en la facultad de declarar la guerra, de concertar alianzas y de celebrar tratados con países o potencias extranjeras, lo que, en sustancia, no es sino un aspecto del poder ejecutivo.
I. Octavo elemento: La justicia social
a) Su implicación
Al hablar de la finalidad genérica del Estado, dijimos que consiste en el objetivo que esta entidad persigue mediante el ejercicio del poder público que se desarrolla en las clásicas funciones legislativas, ejecutivas y jurisdiccionales encomendadas a los órganos estatales. Ahora bien, esa finalidad genérica se traduce en fines específicos que, en relación con cada Estado en concreto, se señalan en su respectivo orden jurídico fundamental. De ahí que la índole de tales fines específicos sirve como criterio de calificación de las formas de gobierno y del Estado mismo, pues según sea su contenido ideológico y su proyección en la realidad social, la entidad estatal en particular puede encuadrarse dentro de diversos tipos que generalmente son el socialista, el burgués y el democrático.
Esta aseveración, que aparentemente pudiera adjetivarse como ligera o, al menos, poco ortodoxa, requiere una explicitación. Hemos afirmado que el concepto de democracia se integra con la concurrencia, confluencia o combinación de los distintos elementos que someramente expusimos, dentro de los cuales se incluye el que estamos tratando. El conjunto de dichos elementos confiere al sistema democrático una tónica jurídica y política compleja en la que todos ellos se conjugan. Conforme a esta consideración, entendemos que la democracia no radica simplemente en que los titulares de los órganos primarios del Estado sean electos por la voluntad mayoritaria del pueblo, ni en que el orden jurídico proclame la igualdad y libertad como conceptos abstractos deshumanizados, ni en que se declare dogmáticamente que la soberanía reside en la nación. Si los fines del Estado no tienen un enfoque determinado, que es el que trataremos de exponer, aunque en su estructura jurídica se reúnan los atributos apuntados, incluyendo la juridicidad de que hemos hablado, no existirá democracia sino demagogia en el correcto sentido aristotélico de la palabra o "plutogogia", palabra que etimológicamente denota "conducción en favor de los ricos".
El pueblo o la nación como unidad real es el elemento humano del Estado sobre el cual y en beneficio del cual se despliega el poder público y, por ende, las funciones en que se manifiesta. Dentro del pueblo o nación existen dos esferas irreductibles e innegables: la individual y la colectiva. La primera está representada por las personas particularmente consideradas y la segunda por los grupos humanos no individualizados que, colocados en diferentes estratos sociales, económicos o culturales, constituyen los sectores mayoritarios de la sociedad. Tanto las
personas como entes individuales y los referidos grupos humanos son centros de imputación normativa, es decir, sujetos del derecho, entre los cuales se establece vinculación obligatoria, imperativa y coercitiva que éste entraña como atributo esencial. Ahora bien, la persona humana es un autofín en cuanto que tiene la capacidad natural para determinar sus objetivos vitales y escoger los medios a través e los cuales los pretenda lograr. En esa capacidad estriba su "libertad natural", la cual en sí misma, y fuera del ámbito social, es indiferente al derecho, pues sólo cuando al hombre se le sitúa dentro de la sociedad como miembro de ella, en permanente relación con sus semejantes, la libertad es materia de regulación jurídica. Esta regulación se traduce en una demarcación normativa de la libertad, en el sentido de que el derecho la delimita, o sea, le fija sus límites para contenerla dentro del marco extensivo en que su ejercicio no pueda dañar a otro sujeto, perjudicar los intereses generales o desatender los deberes sociales que el individuo tiene dentro de la colectividad a que pertenece. Por esta razón hemos constantemente sostenido que el derecho es simultáneamente recognoscitivo o permisivo y prohibitivo frente a la libertad humana como dinámica individual que se desarrolla dentro de la sociedad, toda vez que, al delimitarla, prohíbe actos que causen alguna de las consecuencias anotadas, reconociendo o permitiendo, al mismo tiempo, los que no las originen. La permisión y la prohibición concomitantes se consignan jurídicamente con vista a dos especies de interés: el individual ajeno y el social, general o público, el cual tiene indiscutiblemente hegemonía sobre el primero, pues al tutelarse mediante las normas demarcativas de la libertad, el derecho y, por ende, el poder público que le está subordinado, evitan una damnificación social y el incumplimiento de los deberes sociales a cargo del individuo, objetivos éstos que inconcusamente tienen más importancia y trascendencia que la simple preservación del interés singular ajeno.
El señalamiento concreto de los fines del Estado puede oscilar entre uno y otro tipo de intereses, es decir, preverse en el orden jurídico fundamental como índice ideológico del poder público y, en consecuencia, del gobierno con vista a su tutela, promoción y mejoramiento. Ese señalamiento puede manifestarse, ya como tendencia permanente del Estado, en cualquiera de las siguientes posiciones principales: exclusividad o al menos predominancia, en favor de algunos de dichos intereses, o como equilibrio armónico entre ambos. En el primer caso se encuentra, por una parte, el llamado Estado burgués y por la otra el Estado socialista, y a los que respectivamente hemos calificado como "demagógicos" en el correcto sentido de la palabra. Efectivamente, la burguesía, desde su aparición histórico-económica, se ha caracterizado por ser una clase social compuesta por los fabricantes o industriales, comerciantes y en general, por "detentadores de los instrumentos de producción", sin excluir de ella a los profesionistas libres. Dicha clase social, para el pensamiento socialista "científico", se contrapone al proletariado urbano y rural. Ahora bien, si las finalidades estatales establecidas por el derecho se dirigen preferentemente hacia la protección de los intereses de la burguesía y si, por tanto, el poder público y el gobierno tienen la misma propensión.
El Estado en que se recoja esta teleología, o sea, el "burgués", debe calificarse como "plutogógico" y no como democrático, ya que ésta favorece solamente dicha clase social con preterición de la llamada "proletaria" que constituye el sector humano más numeroso de la sociedad. Por otro lado, si los fines estatales únicamente se enfocan hacia el beneficio de la clase obrera y campesina, si su forma "democrática" sólo a ésta toma en cuenta, y si el orden jurídico excluye a los grupos humanos que no estén comprendidos en ella, el Estado será "demagógico", pues debe recordarse que según Aristóteles "la demagogia es señorío enderezado al provecho de los más necesitados y gente popular". Dentro de este tipo impuro de democracia se encuentran colocados los "Estados socialistas" como la U .R.S.S. y la China popular comunista, cuyos regímenes se asientan sobre lo que Marx y Lenin llamaban la "dictadura del proletariado" que en un capítulo precedente de esta obra criticamos. Sobre este particular, creemos pertinente citar las expresiones de Tena Ramírez, quien acertadamente censura a tales regímenes que se enmascaran bajo el falso título de "democráticos".
"Hemos dicho en líneas precedentes, afirma nuestro distinguido constitucionalista, que no puede reputarse democrático el régimen basado en la dictadura del proletariado", dando como razón que de tal régimen quedan excluidos todos los que no estén de acuerdo con la propia dictadura, "para lo cual se priva a los disconformes de toda clase de derechos políticos", concluyendo que esta situación "difiere radicalmente de los conceptos a que ha correspondido siempre el vocablo democracia", pues si bien es verdad "que la revolución democrática fue encabezada por los burgueses, ni en su programa ni en su victoria la burguesía proclamó nunca su propia dictadura", reconociendo los derechos fundamentales "generosamente aun a sus enemigos, porque eran derechos de la persona distintos de los derechos del ciudadano". Añade dicho autor que "la llamada democracia socialista no sólo excomulga y lanza de su seno a los heterodoxos, sino que también pone bajo la dictadura del proletariado a la clase campesina, que nada tiene que ver con los proscritos burgueses, terratenientes, etc.".
Debemos reiterar, por nuestra parte, que un Estado verdaderamente democrático no puede ser "burgués" ni "socialista". La nación toda, y más aún su población integral, es el elemento en el cual deben incidir los fines estatales y, por ende, el poder público que los realiza mediante los órganos del Estado, los que, según hemos dicho, constituyen su gobierno desde el punto de vista estructural. En una auténtica democracia se debe gobernar para todas las clases que componen la sociedad y que no pueden suprimirse como utópica o ingenuamente lo proclama el marx-leninismo. Frente a ellas, el orden jurídico debe establecer un justo equilibrio, sin el cual, como también hemos afirmado, se incide en extremismos inaceptables, o sea, en el individualismo, basado en conceptos abstractos de "igualdad" y "libertad" que no corresponden a la realidad social, o en el transpersonalismo que conduce a la dictadura de un ente metafísico, como el proletariado, pero que
se ejerce autocrática u oligárquicamente, con olvido, preterición y hasta eliminación de los grupos de la sociedad que no pertenezcan a las masas obreras y campesinas. Ese equilibrio, del que con anterioridad tratamos, no es otro que el bien común o justicia social y en cuyo establecimiento se combinan armónicamente, con respetabilidad recíproca, la libertad y dignidad humanas de cada uno de los gobernados con los intereses sociales, en propensión a elevar el nivel de vida económico y cultural de los grupos mayoritarios de la colectividad, sin convertir al hombre en un siervo del Estado y, por ende, en un esclavo de su gobierno. Conforme a estas ideas, la democracia se ostenta como un régimen jurídico y político sintético o de equilibrio justo entre lo social y lo individual, conjugándolos armónicamente para lograr una verdadera coordinación entre ellos y tomando como idea teleológica central que no debe permitirse una libertad que lesione los intereses de la sociedad o que impida su mejoramiento en los distintos ámbitos de su vida, ni tolerarse que, a pretexto de proteger y fomentar dichos intereses, se suprima esa libertad y se degrade a la persona humana a la simple condición de instrumento al servicio incondicional del Estado.
La justicia social que, repetimos, entraña o expresa ese equilibrio es, a nuestro entender, uno de los principales elementos característicos de la democracia y nos permite despejar una confusión en la que no pocos tratadistas incurren al hablar de "democracia burguesa" o de "democracia socialista", ya que, según lo hemos pretendido demostrar, ni una ni otra configuran verdaderos sistemas democráticos a pesar de que, como también lo hemos dicho, reúnan las otras condiciones elementales de que con anterioridad tratamos.
En resumen, son la prosecución y el permanente mantenimiento de la justicia social, en la que se centra ese equilibrio o la que lo mismo, del Estado democrático. Con razón ha dicho Jorge del Vechio que "El Estado es tanto más fuerte y tanto más sano cuanto en mayor medida es expresión de la justicia; porque la justicia debe constituir la síntesis armónica de todas las energías jurídicas que existen y se desarrollan naturalmente en los elementos que lo componen", agregando que "Errónea política sería aquella que aconsejase oprimir o desconocer estos elementos, sustituyendo la razón por la fuerza física y la libertad por la opresión, contradiciendo lo que tiene su fundamento en la naturaleza." Termina el jurisfilósofo italiano con las siguientes palabras que tienden a externar una profecía cuya realización anhela la Humanidad entera en nuestra turbulenta época: "En cuanto á la gran crisis del Estado moderno se orienta en los países más civilizados hacia una solución mediante el igual reconocimiento del valor de los elementos individuales y sociales, de acuerdo con un criterio de colaboración ordenada y no opresiva, nos es lícito formular el augurio de que también una mejor comprensión y una más racional coordinación de las diversas energías nacionales harán en todo caso más sólida, bajo el nombre sagrado de la justicia, la paz del mundo”. y
El logro de ese equilibrio, o sea, de la justicia social, debe ser la finalidad permanente de todo orden constitucional que estructure la democracia. La consecuencia de este objetivo está evidentemente condicionada a multitud de factores variables que se dan en el ambiente económico, social, político y cultural de las distintas sociedades humanas. El conocimiento y análisis de dichos factores, de sus constantes interrelaciones, su sinergia e interacción, su recíproca influencia y de la problemática que su mutua y respectiva dinámica provoca, son los elementos método lógicos indispensables que en cada Estado específico deben conducir a esa suprema meta del Derecho fundamental que en sus instituciones conjugue armónicamente al individuo y a la colectividad, a los intereses particulares y a los comunes, a los derechos subjetivos de cada quien y sus deberes sociales, a la libertad y el orden, sin olvidar en esa pretendida conjugación que los seres humanos, individual o masivamente considerados, son los beneficiarios insustituibles de la justicia social, la cual por su misma inherencia, excluye todo género de explotación y servidumbre.
b) Grupos de presión y de interés
El equilibrio que debe observarse dentro de todo régimen que merezca el calificativo de democrático, y que no es sino la expresión de la justicia social, se encuentra frecuentemente amagado en los Estados contemporáneos por lo que se denomina grupos de presión, cuya actuación diverge de la de los partidos políticos. Estos, según dijimos, se integran con diversos elementos concurrentes que ya reseñamos, figurando entre ellos su organización jurídica formal permanente que los convierte en entidades ostensibles autorizadas por el derecho dentro de los sistemas democráticos. El partido político tiene un cuadro de principios ideológicos, un programa de acción, una estructura normativa y objetivos precisos a cuya consecución se encamina su conducta. El grupo de presión, en cambio, es amorfo, carente de toda organización jurídica -en lo que se distingue de cualquier entidad moral como el sindicato o la comunidad agraria-, sin jefes visibles y su actuación se despliega subrepticiamente o en la clandestinidad. Sus objetivos son indefinibles y no propenden a la preservación, al mejoramiento o a la satisfacción del interés general o del bien común, actuando contra el régimen de justicia social característico de la democracia, pues mediante la presión que de muy diversos modos ejercen sobre los órganos del Estado, pretenden, incluso por vías de hecho y hasta violentas, que la actuación de éstos se incline en favor de los móviles que los impulsan para que se rompa 'así el equilibrio de que hemos hablado; Los citados grupos, dirigidos desde un anonimato abigarrado, comienzan por seducir a las masas populares o a importantes sectores de la población que integran lo que Lasalle llama "factores reales de poder", para azuzarlos contra los titulares de los órganos estatales con el señuelo de la reparación de violaciones al orden jurídico que a éstos achacan o del mejoramiento social, económico o cultural de la nación.
Sobre los grupos de presión, la doctrina de la ciencia política ha formulado conceptos diversos pero que, en el fondo, coinciden con la idea que acabamos de expresar brevemente. Lo que caracteriza a tales grupos, dice Burdeau, es que "no hablan a nombre de la voluntad popular: defienden intereses estrictamente privados y no una ideología política". Por su parte, Van der Meerch afirma que "el poder político está hoy sujeto a la influencia de un gobierno más invisible y menos controlado todavía que el de los partidos. Los grupos, nacidos de una comunidad de intereses y de la búsqueda de medios para satisfacerlos, han llegado a una concepción y a una doctrina del orden social y del orden político que desean ver realizadas por el Estado. Los intereses que defienden, por respetables que sean, no se identifican necesariamente con el interés general del que el Estado es guardián y defensor. Ejercen presiones constantes sobre los poderes públicos -parlamento, gobierno y administración- con el propósito de imponer sus concepciones. Se les ha llamado feudalismos sociales o económicos. Son, en verdad, grupos de presión, expresión que ha llegado a ser clásica en sociología, economía política y en ciencia política en los Estados Unidos. Estos grupos ejercen un poder de hecho". Cavalcanti asevera que "bajo la denominación de grupos de presión se entiende generalmente aquellos grupos organizados para la defensa de intereses propios, intereses de naturalezas diversas, y que actúan sobre los órganos responsables del Estado para obtener los beneficios que pretenden. Esta es la noción más general de este tipo de organización, para la cual, entretanto, se procura una conceptualización técnica más precisa que permita la identificación de estos grupos". Agrega este autor que "la verdad es que existen numerosos grupos y organizaciones destinados a reunir individuos de intereses comunes (económicos, cívicos, religiosos, culturales), y que actúan sobre los organismos del Estado y sobre los partidos políticos, influyendo, a veces decisivamente, sobre la orientación de sus poderes y de esos órganos. Esos grupos son cada vez más numerosos y los intereses que defienden son de los más variados. No siempre corresponden a lo que se podría llamar el interés público; frecuentemente son intereses que calificaríamos de ilegítimos; mas la verdad es que hoy presentan, en el mecanismo social, y más especialmente en el mecanismo administrativo, papel preponderante. Esos grupos tienen, a veces, influencia decisiva porque se infiltran en los partidos políticos, en las administraciones estatales, representan poder económico suficiente poderoso para realizar propaganda, preparan la opinión pública, y son suficientemente eficaces para influir en las decisiones políticas y administrativas más serias".
Loewenstein afirma que "En nuestra sociedad tecnológica de masas ha surgido un nuevo tipo de invisibles detentadores del poder en forma de grupos pluralistas y agrupaciones de intereses que dominan los medios de comunicación de masas", añadiendo que "la infiltración y configuración del proceso político a través de los grupos pluralistas y de sus vanguardias -los grupos de presión y los lobbies- es quizá, en comparación con otros tiempos, el fenómeno político más significativo en las moderna sociedad de masas".
Andrés Serra Rojas considera que "Los grupos de presión son las organizaciones o coaliciones de intereses económicos, que sin ser políticas o valiéndose de la política como un medio, tienen por misión defender los intereses, objetivos o propósitos del grupo, al mismo tiempo que influyen en las decisiones gubernamentales o en la política
general de un país, directamente, o a través de personalidades políticas influyentes o haciendo un llamado a la opinión pública por medios directos o indirectos."
A las anteriores concepciones podríamos sumar otras muchas que la doctrina política ha elaborado sobre la idea de "grupos de presión". Todas ellas describen denominadores comunes que con claridad sintetiza Héctor González Uribe en las consideraciones que nos permitimos transcribir: "En términos generales, dice, son grupos de interés o de presión aquellos que defienden los intereses comunes de sus asociados no sólo frente a los demás grupos antagónicos o de intereses contrapuestos en la sociedad, sino también, y sobre todo, frente al poder público, o sea, las autoridades legislativas y administrativas. Tales son, por ejemplo, los sindicatos obreros y patronales, las cámaras de industria, comercio, las agrupaciones de inquilinos, de comerciantes en pequeño, de profesionistas y otras de esta naturaleza.
"La actividad de estos grupos dentro del Estado es un fenómeno sociológico y político relativamente reciente, ya que supone un grado de complejidad en las relaciones sociopolíticas que no se daba en épocas anteriores. Es propio de las democracias, en las que el pueblo puede participar muy activamente en las cuestiones públicas. Por eso no debe llamar la atención el hecho de que la denominación misma de pressure groups haya nacido en un país de tan intensa vida democrática como los Estados Unidos. Allí, en los años veintes de nuestro siglo, comenzó a hablarse de la prensa y de la clientela política de los senadores y representantes populares como factores que influían, desde fuera del poder, en las decisiones del mismo ... desde entonces ha continuado un estudio cada vez más intenso acerca de esos grupos. Lo mismo ha pasado en Inglaterra, Francia y otros países."
Por su parte, Maurice Duverger distingue claramente los partidos políticos de los grupos de presión en términos parecidos a los que ya dejamos asentados. Sostiene que "los partidos políticos tratan de conquistar el poder y de ejercerlo, de hacer elegir consejeros municipales, consejeros generales, alcaldes, senadores, diputados, de hacer entrar ministros en el gobierno, de hacer elegir al jefe de Estado. Los grupos de presión, por el contrario, no participan directamente en la conquista del poder y en su ejercicio, sino que actúan sobre el poder, pero permaneciendo fuera de él, es decir haciendo "presión" sobre él (de ahí su nombre, dice, que introdujimos en Francia hace diez años, traduciéndose directamente de la expresión americana pressure groups). Los grupos de presión tratan de influenciar a los hombres que detentan el poder, pero no buscan entregar el poder a sus hombres (al menos oficialmente, ya que ciertos grupos poderosos tienen sus representantes en las asambleas y en los gobiernos prácticamente; pero el vínculo entre éstos y el grupo del que dependen permanece secreto o discreto). La categoría "grupos de presión" se encuentra delimitada menos claramente que la categoría "partidos políticos". En efecto, los partidos son organizaciones exclusivamente consagradas a la acción política, en otras palabras, los partidos no son más que partidos. Por el contrario, la mayoría de los grupos de presión son organizaciones no políticas, cuyas actividades esenciales no son la presión sobre el poder. Toda asociación, todo grupo, toda organización, incluso aquellos cuya acción normal se halla alejada de la política, pueden actuar en tanto que grupo de presión, en ciertos terrenos y en ciertas circunstancias."
La diferencia entre los partidos políticos y los grupos de presión parece nítida. Sin embargo, a tales grupos hay que distinguirlos de las asociaciones o agrupaciones
no políticas que en la vida normal de todo sistema democrático ejercen cierta "presión" o "influencia" sobre los titulares de los órganos del Estado en ocasión del ejercicio de cualquiera de las funciones en que se desarrolla el poder público. La existencia y la actividad de dichas asociaciones o agrupaciones esta garantizada y respaldada por el orden jurídico estatal dentro de la democracia, pues reconocen como base normativa el derecho público subjetivo que tiene como contenido la libertad asociativa principalmente. Ahora bien, la influencia o presión que las citadas entidades suelen ejercer no es sino un medio para la consecución de sus respectivas finalidades que constituyen su motivo de formación y su teleología de diversa índole social, económica o cultural. Es evidente que el empleo de la influencia o presión, en el caso apuntado, es perfectamente lícito, ya que, insistimos, es un medio para realizar objetivos también lícitos de variada naturaleza y que por lo general no son políticos. En cambio, el grupo de presión propiamente dicho persigue propósitos eminentemente políticos o que inciden en la esfera de la política, sin que tales propósitos se estructuren, empero, en un programa permanente y sistematizado de acción para integrar los cuadros gubernativos del Estado, estribando en esta circunstancia negativa su diferencia frente a los partidos políticos. Los grupos de presión, que carecen de forma jurídica según afirmamos, desarrollan violenta o subrepticiamente sus actividades con la tendencia directa de coaccionar a los titulares de los órganos del Estado para que éstos se comporten o actúen de la manera que aquéllos pretenden ante situaciones concretas que se suscitan en la vida de la comunidad o del Estado. La coacción puede o no ser, aleatoria o circunstancialmente, el medio compulsivo para procurar una decisión gubernativa favorable a los intereses sociales, para que se resuelva un problema colectivo o se satisfaga una necesidad pública, pudiendo afirmarse, en el supuesto negativo, que su finalidad consiste lisa y llanamente en provocar la ruptura o el debilitamiento del principio de autoridad en pro curación de objetivos difusos y obedeciendo consignas cuya procedencia individualizada mantienen en la penumbra.
No dejamos de reconocer, sin embargo, la sutileza diferencial, y quizá la imprecisión, entre las agrupaciones o asociaciones no políticas y los grupos de presión. Inclusive Duverger, quien es el autor más destacado que ha emprendido la tarea de penetrar en la esencia política de estos grupos, no ha logrado establecer con rasgos perfectamente definidos dicha distinción. Adjudica a las citadas asociaciones o agrupaciones el calificativo de "grupos parciales de presión", adscribiendo a los grupos de presión propiamente dichos la denominación de "grupos exclusivos de presión", aseverando al respecto que:
"Un grupo de presión es exclusivo si se ocupa únicamente de actuar en el dominio político, de hacer presión sobre los poderes públicos ... Por el contrario, un grupo es 'parcial' si la presión política no es más que una parte de su actividad, si posee otras razones de existencia y otros medios de acción: por ejemplo, un sindicato obrero, que a veces presiona sobre el gobierno, pero que persigue objetivos más amplios ... En la práctica, esta distinción no es siempre fácil de aplicar. Ciertos grupos exclusivos no son en realidad más que organismos técnicos que actúan por cuenta de otros grupos que son “parciales” ... Por otro lado, los grupos exclusivos tratan casi siempre de disimular su actividad verdadera bajo el manto de objetivos establecidos ... En definitiva, más importante que la distinción entre grupos 'parciales' y grupos 'exclusivos' es sin duda la determinación de la importancia exacta que posee la actividad de presión en
los grupos parciales, porque los grupos totalmente 'exclusivos' en definitiva son raros. Para ciertos grupos, la presión política es completamente episódica y excepcional, como ocurre en el caso de la Academia Francesa cuando protestaba contra los impuestos que gravaban a los escritos. En el otro extremo, junto a grupos exclusivos confesados (como la Asociación Parlamentaria de la Libertad de la Enseñanza), existen grupos prácticamente exclusivos, a pesar de la apariencia que desean adquirir ejerciendo otras actividades: por ejemplo, la Asociación para la Defensa de la Libre Empresa. Entre ambos extremos encontramos toda la serie de situaciones intermedias. No es posible, por consiguiente, limitar la noción de grupos de presión únicamente para las organizaciones que se consagran exclusiva y esencialmente a la presión, ya que éstas no se distinguen claramente de las organizaciones cuya actividad de presión es mucho más reducida. No es tampoco posible excluir de los grupos de presión las organizaciones cuya actividad de presión es ocasional; aquí tampoco puede trazarse ninguna frontera. Ahora bien, cuando se realiza un inventario de los grupos de presión, se habla sobre todo de asociaciones y organizaciones cuya actividad de presión es importante. Sin embargo, no es posible establecer una lista completa de los grupos de presión de un país, como se puede establecer de los partidos políticos."
Además de los grupos de presión existen los llamados grupos de interés sin que entre unos y otros haya ninguna diferencia esencial, pues los primeros siempre persiguen un "interés" y los segundos también ejercen "presión".
Como dice Linares Quintana: "los grupos de interés son agrupaciones de individuos formadas en torno a intereses particulares comunes, cuya defensa constituye la finalidad sustancial de la asociación. Cuando dichos grupos, en defensa de tales intereses particulares, presionan sobre los órganos estatales, los partidos políticos, la opinión pública y hasta sobre sus propios miembros, se convierten en grupos de presión. De donde, los grupos de presión son siempre grupos de interés, pero no todos los grupos de interés son grupos de presión".
Para nosotros, la sutil distinción entre ambos grupos consiste en que los de "interés" están formados por individuos que en diferentes sectores generalmente económicos están colocados en una situación de hegemonía y que, valiéndose de ella, "presionan" directamente a los titulares de los órganos del Estado para que, ante determinados problemas o conflictos que surgen en la vida social, tomen decisiones que no lesionen dicha situación, misma que se traduce en una madeja que comúnmente suele denominarse "complejo de intereses creados". Por lo contrario, los grupos de presión se integran por sujetos que, con aparente demagogia que puede desembocar en actos de violencia, coaccionar a los gobernantes a fin de minar el principio de autoridad y de desquiciar las instituciones del Estado democrático para preparar un ambiente propicio a su subversión mediante la transformación de sus estructuras. Estos grupos son los que mantienen lo que Trostki preconizaba como la "revolución permanente" contra las democracias para abonar el camino hacia el establecimiento de la "dictadura del proletariado" y de la utópica "sociedad socialista". Como se ve, aunque ambos tipos de grupos son adversarios de los sistemas democráticos dentro de los que paradójicamente nacen y
actúan, sus respectivos intereses y objetivos divergen en sus tendencias, variando también la manera como coaccionan a los órganos del Estado, pues en tanto el proceder de los grupos de presión es por lo general violento, el de los grupos de interés se manifiesta en "influencias" que de distinto modo ejercen sobre ellos.
Nos hemos concretado a formular someramente las anteriores consideraciones sobre los grupos de presión y de interés, ya que su estudio pertenece no a la Ciencia Jurídica, sino a la sociología, a la economía y a la ciencia política, toda vez que su aparición, sus variables y nebulosos objetivos y su actuación dentro del Estado son fenómenos eminentemente fácticos que obedecen a una multitud de causas económicas, sociales, religiosas o políticas internas e internacionales. Sin embargo, la existencia de tales grupos necesariamente inevitable en la vida misma de la sociedad, no siempre es contraria al derecho en un sistema democrático, ya que su surgimiento y su conducta pueden estar respectivamente respaldados por la libertad de reunión y asociación, de expresión del pensamiento y de pública manifestación que lo caracterizan. En una auténtica democracia, sólo cuando la "presión" que dichos grupos despliegan implica la causación de hechos delictivos o actos que rebasen la demarcación constitucional de tales libertades, el poder público tiene el deber de reprimirla con los instrumentos que el mismo derecho le proporciona para defender y conservar las instituciones democráticas que se basan en el elemento "justicia social" de que hemos hablado.
J. La democracia como sistema de vida
La democracia no sólo es una forma de gobierno sino "un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo" según lo indica el artículo 3 constitucional (Frac. n, inciso a). Esta declaración fundamental reafirma lo que hemos precedentemente aseverado en el sentido de que la finalidad de todo régimen democrático estriba en la procuración de la justicia social, por lo que reiteramos las consideraciones que formulamos en el apartado 1 de este mismo capítulo como octavo elemento del susodicho régimen.
K Observación final
Hemos tratado de presentar analíticamente una concepción de la forma de gobierno democrático mediante la reunión de todos y cada uno de los elementos que reseñamos. Como se habrá advertido, dicha concepción es meramente formal, teniendo la pretensión de expresar un arquetipo de democracia que, como continente, es susceptible de llenarse con diversos contenidos variables proyectados sobre cada uno de los atributos que hemos señalado y cuyos contenidos están sujetos a múltiples condiciones tempo-espaciales que se dan o pueden darse en la realidad política. No debemos dejar de insistir en que una democracia sólo puede configurarse por la concurrencia necesaria de todos y cada uno de los indicados elementos, pues a nuestro entender, faltando cualquiera de ellos en algún sistema político concreto, éste no puede merecer el citado calificativo. Juzgamos que es difícil que un régimen de gobierno ontológicamente dado conjunte todos esos elementos; sin embargo, creemos que la hipótesis contraria no es imposible, ya que puede existir el caso en que el concepto sintético de democracia esté actualizado en él o se actualice en el futuro.
Huelga decir que dichos diferentes elementos son susceptibles de combinarse prolijamente en un determinado sistema de gobierno, dando lugar a lo que suele llamarse formas democráticas impuras. Este fenómeno acaece cuando alguno de los mencionados elementos esté ausente de dicho sistema. Bien se nota, por ende, que la idea moderna de democracia no radica únicamente en el que, por tradición, se ha hecho consistir en el origen popular de los titulares primarios de los órganos estatales. Tal vez este origen sea en la actualidad la característica menos relevante de la forma democrática de gobierno. Por sí solo, en efecto, sin la confluencia de los demás, no puede impedir que el régimen que en él se asiente, asuma una tónica francamente autocrática o dictatorial, si la actividad de los mencionados órganos no está subordinada al derecho o si el orden jurídico se establece, se modifica o se suprime al arbitrio irrestricto del o de los gobernantes, aunque éstos hayan sido designados popularmente o cuenten con el respaldo de los sectores mayoritarios de la población.
La democracia denota, ante todo, un régimen de derecho. Su atributo primordial es, consiguientemente, la juridicidad que ya hemos explicado, sin que este atributo, por lo demás, agote o resuma su implicación esencial, pues se requiere' en el orden jurídico fundamental y secundario en que se traduce tenga el enfoque teleológico que le señala la justicia social.
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