LA POBLACIÓN

A. Consideraciones generales







La población se presenta, prima facie, como un conglomerado humano ra¬dicado en un territorio determinado. Su concepto es eminentemente cuanti¬tativo, “con el cual expresamos el total de los seres humanos que viven en el territorio de un Estado". Desde el punto de vista sociológico, cultural, eco¬nómico religioso, étnico y lingüístico, la totalidad humana que entraña la población suele diversificar en diferentes grupo o clases que como partes la componen, pudiendo sólo considerarse como entidad unitaria en cuanto que es, en su conjunto, el elemento humano del Estado, constituido por la suma de sujetos que tienen el carácter de gobernados o destinatarios del poder público. Este carácter es independiente de los grupos que componen la población, com¬prendiéndolo a todos ellos, ya que ninguno puede estar sustraído por modo absoluto de dicho poder ni de manera integral del orden jurídico que lo encau¬za. Si bien es cierto que el derecho, acatando al principio de igualdad aristo¬télica, debe tratar igualmente a los grupos iguales y desigualmente a los grupos desiguales de la población al través de los diferentes ordenamientos que lo componen, también es verdad que ninguno de ellos puede no ser o dejar de ser centro de imputación normativa. Por ello, la población, como elemento humano del Estado, pese a su implicación diversificada, sólo es concebible bajo esa tesitura jurídica, la cual lógicamente se extiende a considerarla, en su dimensión total, como destinataria del poder público del Estado, es decir, como el sujeto sobre el cual éste ejerce su imperio.



Por otra parte, fácilmente puede advertirse la diferencia entre población y nación o pueblo, tomando estos últimos conceptos como equivalentes desde el punto de vista sociológico. La nación o el pueblo son comunidades humanas cuyos grupos o individuos componentes presentan una unidad cultural forma¬da por diferentes vínculos o factores surgidos de su misma existencia histórica y que su propia vida mantiene, enriquece o transforma. Dentro de esa unidad cultural se comprenden distintos elementos que son, a su vez, productos cultu-rales, a saber, el idioma, las costumbres, la religión y las concepciones éticas, valorativas y teleológicas sobre la vida, pudiendo agregarse la raza como factor









sico-somático. Todos estos ingredientes, que están sometidos a la acción tiempo y del espacio, concurren con intensidad variable en la integración la nación o pueblo, o sea, de las comunidades nacionales o populares.



La población puede comprender a la nación o pueblo como elemento mano mayoritario y a grupos extranacionales o extrapopulares minorita los cuales, en el proceso lógico de formación del Estado, no tienen ninguna participación. Ahora bien, la nación o pueblo, como comunidad natural culturalmente unitaria, es no sólo anterior al Estado, sino la causa originaria de creación. No compartimos la idea expuesta por Heller en el entendido de que la unidad estatal la que "cultivó y creó la unidad 'natural' del pueblo y de nación." Si el Estado es producto de la cultura y específicamente del Derecho, y si en una y en el otro necesariamente intervienen la voluntad, la decisión humana, no es posible sostener que sin éstas surja la entidad estatal que es efecto y no causa. El Estado podrá dar unidad política y jurídica varias comunidades nacionales, como lo testimonia la historia, pero no puede ser anterior a ellas. Primero existen el hombre y lo grupos comunitario y sociales que éste compone y después la persona jurídica llamada Estado. El Estado es "unidad organizada de acción y decisión, según lo conceptúa dicho autor podría darse sin la unidad real que organiza, es decir, sin la nación, pues el acto de organizarse ya presupone una actividad humana que tiende esta finalidad y una actividad humana sin hombres es imposible.



Pero independientemente de que la nación sea el factor originario del Estado, puesto que de ella derivan el poder y el derecho creativos de su personalidad, constituye al mismo tiempo, y una vez formada la entidad estatal, el ámbito humano donde inciden y operan sus fines. El Estado surge para la nación como un medio que da a esta unidad política y jurídica y como una entidad para que la nación realice sus fines trascendentes; y como la nación está integrada por hombres, éstos en última instancia son los destinatarios de la actividad estatal, la cual sólo se justifica en la medida en que satisfaga sus necesidades sociales, provea a la solución de sus problemas y procure un mejoramiento a los distintos órdenes de su vida. El Estado se hizo para el hombre y no el hombre para el Estado o como dijera Maritain: "El Estado no es la encarnación suprema de la idea como creía Hegel; ni tampoco una especie de superhombre colectivo; el Estado no es sino un organismo facultado para utilizar el poder y la coerción, integrado por especialista o expertos en ordenamiento y bienestar públicos, un instrumento al servicio del hombre. Poner al hombre al servicio de ese instrumento es perversión política."



Además, los individuos o grupos sociales y de cualquiera otra índole integran la nación, son el elemento humano sobre el que actúa el Estado través de las diferentes funciones en que se desarrolla un poder o actividad. Todos ellos son sujetos sobre quienes este poder se desempeña por modo profusamente variado y variable, es decir, son los destinatarios de los múltiples actos de autoridad en que el propio poder se manifiesta. Son, en una palabra, gober-













nados frente a quienes los órganos del Estado, es decir, los gobernantes, ejercen el poder estatal dentro del orden jurídico primario o fundamental -constitu¬cional- y del orden secundario -legal-.



Bien se advierte, de lo que llevamos dicho, la triple relación que existe entre el Estado y la nación, a saber, la causal, la teleol6gica y la jurídica. En la primera, la nación es el factor creativo del Estado; en la segunda, el elemento en beneficio del cual realiza sus fines; y en la tercera, el ámbito humano en que ejercita su poder encauzado por el Derecho.







B. La población como elemento del Estado mexicano





a) Observaciones previas





Como la población de cualquier Estado, la de México está obviamente com¬puesta por dos grupos generales, a saber el mayoritario, que es el nacional, y el minoritario integrado por extranjeros o extranacionales. Es evidente que el primero de dichos grupos entraña a la nación mexicana como elemento humano fundamental y primario del Estado, concurriendo en su composición múltiples subgrupos o clases cuya diversidad social, cultural y económica ha surgido de la vida misma del país condicionada por una multitud de factores prolijos y variados. Esta diversidad no implica una mera distinción en el sentido estricto del concepto como simple "alteridad", sino que se manifiesta en una exuberante gama de diferencias que llegan hasta el contraste y la contradicción que se obserervan en el ámbito económico y cultural principalmente, arrastrado y agra¬vando una problemática social secular en muchos aspectos.





El contraste y la contradicción a que nos referimos se revela en la existencia, dentro del todo humano que es la nación mexicana, de subgrupos minoritarios, configurativos de verdaderas "élites" privilegiadas que ejercen una indiscutible dominación sobre los grandes subgrupos mayoritarios e incluso una marcada influencia en el terreno político. No corresponde a la temática de esta obra el análisis de esta situación, pues compete a la ciencia económica y a la sociología averiguar y señalar sus causas, plantear los diferentes problemas que involucra y sugerir las medidas que se estimen adecuadas para resolverlos o atemperar¬los con el objeto de que se revisen las estructuras jurídicas y políticas que impidan o estorben su solución.





Pero independientemente de que la nación mexicana, como toda sociedad humana, se divida en "clases" desde el punto de vista económico, cultural y social, su composición étnica es heterogénea en cuanto que en su integración concurren los grupos indígenas, los llamados comúnmente «blancos" y los mes¬tizos que desde la época colonial han sido el productos del cruzamiento de unos y otros. El elemento mestizo es el más importante étnicamente hablando de la nación mexicana, a tal punto que el prototipo del mexicano deriva del prístino mestizaje entre el indio y el español, mestizaje que al través del tiempo se ha ido depurando en su propensión de mejoramiento racial y con la tendencia a consolidar atributos que conduzcan a su homogeneidad antropológica y cultu-



ral Se suele afirmar con toda razón que el "mexicano" no es el descendiente directo de españoles o, en mucho menor proporción, de otros grupos europeo: ni tampoco el indio, sino que expresa la "síntesis" de ambos elementos raciales síntesis que dista mucho de ser de seguir siendo el mestizaje primitivo. En este mestizaje se registró una mezcla caótica de los caracteres positivos y negativos de los grupos genéticos, predominando generalmente alguno de los dos. Esa mezcla, con el tiempo, se convierte en combinación más o menos homogenizada de dichos caracteres hasta desembocar en la "personalidad" propia del tipo mestizo. Estos fenómenos se han observado ya en el elemento mestizo que compone la nación mexicana Y cuyo tipo se encuentra muy distante d originario o primitivo, siendo, en cambio, factor de integración cultural, social y económica de los otro dos que la forman: el 'blanco' y el indio. Este proceso de integración se inició desde la conquista, continuó durante la época colonial y ha seguido desarrollándose en la vida independiente de México, pudiéndose afirmar que, al través de él, se ha ido formando lentamente el pueblo mexicano como síntesis del elemento indígena y el español simbolizado



respectivamente en Cuauhtémoc y Cortés. La nación mexicana no está constituida por ningu¬no de tales elementos exclusiva y excluyentemente considerados, sino por la concurrencia secular de ambos que ha generado un nuevo producto colectivo sico-somático que tiende a su propia homogenización merced al influjo perma¬nente de múltiples factores ecológicos.





Comentando con bellas y enjundiosas expresiones el pensamiento de Alfredo Chavero y Vicente Riva Palacio sobre este tópico, Edmundo O'Gorman nos dice: "Del mismo modo, pues, que Chavero reivindica el pasado indígena, Riva Pala¬cio lo hace respecto al pasado virreinal. Bien, ¿pero no se trata, acaso, de un de¬venir radicalmente ajeno a la historia nacional de México? Sí y no, contesta. Por una parte, debe decirse que, propiamente hablando, el Virreinato no es historia mexicana; es un capítulo memorable de la historia española. Por otra parte, sin embargo, es durante esa época cuando, precisamente, se forma el nuevo pueblo y, por consiguiente, debe decirse que la Colonia es parte entrañable de su pasado. En efecto, la Colonia (no el Virreinato) se revela como la época en que se inicia y desarrolla un proceso evolutivo que tiene por base el cruzamiento físico y espiritual de conquistadores y conquistados. Este es el acontecimiento capital de nuestra historia, el que permite comprender cómo dos pasado ajenos son, sin embargo, propios. Porque en efecto, de ese acontecimiento surge un nuevo pueblo que, durante el régimen colonial, aparece tan sólo bajo la espe¬cie de clase social, una clase intermedia entre el español y el indio, el elemento moderador que provoca la igualdad, prepara la emancipación y proclama y consuma la independencia. Ese nuevo pueblo empieza, por lo tanto, constituyen¬do una clase indeseable y extraña en el seno de la sociedad virreinal, y precisamen¬te esta su condición de paria es la circunstancia que lo amalgamó y obligó a reco¬nocer a sí misma como mexicana. La emancipación de los pueblos de América, concluye Riva Palacio, es algo único en la historia universal. Se trata de entida¬des realmente nuevas, no de pueblos ya formados que reclamen y obtengan su libertad. En suma, la independencia lograda por la lucha que empezó en 1807 con el incidente Iturrigaray no es una vuelta a la indígena, como quieren algunos, pero tampoco es una prolongación de la Nueva España, como pretenden otros; es el surgimiento entre las naciones libres del mundo de una nueva, joven y vigorosa república."



Por otra parte, la diversidad de grupos raciales que componen a la población no extranjera de México, no mengua absolutamente el carácter de nación que ésta tiene. La raza puede ser uno de los factores, "y no el más importante, de integración nacional. La entidad llamada "nación" desde el punto de vista socio¬lógico no deriva su unidad de ese factor, muchas veces contingente, sino de otros más relevantes como la lengua, la religión, las costumbres, las tradiciones, la vida histórica común, la identidad de problemas, necesidades y aspiraciones, etc., sin que ninguno de ellos por sí mismo y con exclusión de los demás, sea el deter¬minante del carácter nacional. La nación es un todo humano cuya unidad real obedece a la conjugación, concurrencia o combinación de todos eso factores que a su vez son variables en tiempo y espacio y en cada colectividad de que se











trate. Por esta fundamental razón la nación mexicana, no obstante su composición étnica heterogénea , es una verdadera comunidad nacional que es en su totalidad se expresa en español y cree en Jesucristo. Tiene una misma vida histórica, azarosa, triste, llena de tribulaciones y pesadumbres, contradictoria y, en algunas ocasiones, sin rumbo fijo, pero también gloriosa. Ha contado con héroes y mártires, aunque no le han faltado traidores, y en su dirección han intervenido auténticos estadistas y gobernantes mediocres, sin haber estado ausentes de ella déspotas ambiciosos y corruptos. De la nación mexicana han







surgido filósofos, sabios, literatos, juristas y otros destacados exponentes de la ciencia y de la cultura, aunque también grandes grupos humanos todavía se hallen sumergidos en la ignorancia y sean víctimas de la ineducación. En ella existen aún ricos y pobres, millonarios y miserables, privilegiados y parias, pero todos estos ingentes y dolorosos contrastes, lejos de desunirla, le sirven de in¬centivo para compactarse cada vez más en prosecusión de un primordial obje¬tivo: eliminarlos o, al menos, atemperarlos considerablemente. Hacia la consecusión de esta finalidad marcha ya conscientemente la nación mexicana con paso firme sobre el suelo patrio y bajo el mismo cielo que ha sido testigo de sus desventuras y esperanzas, de su triunfos y derrotas, de sus grande tristezas y de su limpias alegría, de sus buenos y malos gobiernos, de sus atingentes y de acertadas leyes, de sus problemas y necesidades, de sus escepti¬cismos y sus aspiraciones, en una palabra, de su propia vida, que con manifestaciones contradictorias encubre, sin embargo, el alma nacional siempre digna, ansiosa de libertad y de progreso, abanderada de la causas nobles y justas, adversaria de todo lo que sea contrario a los valores humanos, generosa y hospitalaria y auténticamente hidalga y caballerosa.





b) La nacionalidad mexicana



l. Concepto de nacionalidad. La nacionalidad implica un concepto estric¬tamente jurídico que denota, a su vez, una idea de relación política entre un individuo y un Estado determinado. Así la concibe la doctrina de Derecho Internacional Privado, uno de cuyos más significados exponentes, Niboyet, la define como "el vínculo político y jurídico que relaciona a un individuo con un Estado". Como idea formal que entraña, la nacionalidad se establece exclusi¬vamente por el Derecho con vista a un conjunto de factores variables de ca¬rácter múltiple, sujetos al tiempo y al espacio, que se registran en la vida histórica de cada Estado en particular.



El concepto de nacionalidad no siempre corresponde a la idea de perte¬nencia de un individuo a una nación determinada. En otras palabras, la idea formal de nacionalidad no necesariamente tiene como contenido o substancia a la nación, es decir, los 'nacionales" no siempre son los individuos que integran una misma comunidad "nacional". Para esclarecer estas consideraciones debe recordarse la diferencia entre "nación" y "Estado". La nación es una comuni¬dad humana con existencia real u ontológica cuyos grupos o individuos compo¬nentes se encuentran ligados permanentemente por los distintos elementos a que hemos aludido, siendo dicha entidad independiente de toda organización jundico-política. El Estado, en cambio, importa esta organización en que una o varias comunidades nacionales han decidido estructurarse o han sido estructu¬radas. La nación precede al Estado como elemento humano del que éste urge a través de la organización jurídico-política que aquélla adopta. La nación es una colectividad humana real, en tanto que el Estado es la persona moral su-











prema en que la propia colectividad se estructura jurídica y políticamente. Ahora bien, la nacionalidad no es la vinculación de un individuo con la entidad nacional a que pertenece, sino el nexo que lo une con el Estado pendientemente de esta pertenencia. Corroborando estas apreciaciones, Niboyet sostiene que "Cada vez que se considere la nacionalidad de un individuo es preciso hacer abstracción completa de la idea de nación y del famoso principio de las nacionalidades; lo único que hay que tener en cuenta es el Estado que el individuo es súbdito. De ello se colige que los "nacionales " de un estado pueden pertenecer a diversas "naciones" o comunidades "nacionales” que dentro fuera de su territorio se hallen, pues como afirma Weiss, la nación “es un grupo ideal de hombres, dispersos, tal vez, en lo más lejanos confines, sometido a soberanía diferentes, que una cierta identidad de raza, de cultura o de intereses impulsa a uno hacia los otros y lo lleva a unirse algún día para formar un solo y mismo Estado”



De las consideraciones que se acaban de exponer se infiere que la finalidad se establece por el Derecho dentro de un determinado Estado, cuya constitución fija los criterio para reputar a los individuos que componen su población como "nacionales" o "extranjeros". Por ello, la demarcación nacionalidad es un acto jurídico normativo proveniente del poder constituyente mismo y que tiende a integrar el cuerpo político del Estado, segregando a los individuo que por causa variables y muchas veces circunstanciales deben formarlo. En consecuencia, ser "nacional" o "extranjero" simplemente equivale a componer o no, respectivamente, ese cuerpo político dentro del que se comprende la "ciudadanía", de lo que se deduce que la nacionalidad no es sino el resultado de un proceso de selección de individuos con las calidades señaladas por la norma jurídica fundamental de un Estado, de entre su elemento humano total, con la importante y trascendental finalidad de asegurar la continuidad o subsistencia de la entidad estatal misma.



Para demarcar la nacionalidad, la constitución del Estado suele adoptar varios criterios, siendo los principales el jus sanguinis, el jus soli y el jus domicilii. Según el primero, la nacionalidad se atribuye jurídicamente a un individuo en atención a la misma nacionalidad de sus padres con independencia del lugar de su nacimiento. Conforme al segundo, es este lugar el que se toma en cuenta por el derecho para determinación de la nacionalidad sin considerar la de los progenitores del individuo; y en cuanto al tercero, la adquisición de la













nacionalidad, que suele llamarse naturalización, depende del tiempo de residen¬cia del sujeto extranjero en el territorio de un Estado y sin perjuicio de la sa¬tisfacción de otro requisito que se exijan constitucional y legalmente.



Traduciéndose la nacionalidad en una relación jurídico-política entre el in¬dividuo y un determinado Estado, u formación está sujeta a diversos princi¬pios preconizados generalmente por la doctrina. Así, Weiss sostiene que el fundamento jurídico de la nacionalidad se encuentra en un contrato sinalagmá¬tico entre el Estado "y cada uno de los individuos que lo componen", agregan¬do que "el vínculo de nacionalidad o de sujeción es contractual, es decir, que nace y que no puede nacer sino de un acuerdo de voluntades: la del Estado de una parte y la del nacional de la otra". Según nuestra opinión, la apre¬ciación del citado tratadista francés es completamente errónea, ya que la for¬mación de la nacionalidad como relación jurídico-política entre un individuo y un Estado no obedece a ningún contrato, sino a un hecho natural que involucra en sí mismo la condición para que a un sujeto determinado se atribuya el status normativo que demarca abstractamente el régimen de nacionalidad en un cierto Estado. En efecto, al disponer la constitución de un país por modo general quiénes deben reputarse nacionales, prevé la situación jurídica abstrac¬ta de la nacionalidad, de tal manera que cuando un individuo nace dentro del territorio de un Estado y según el principio del jus soli, por este solo hecho se le imputa la citada situación, creándose con esta imputación su situación con¬creta de nacional. Igual fenómeno opera si la base de la determinación consti¬tucional de la nacionalidad es el principio de jus sanguinis, puesto que basta que un sujeto físico nazca de padres que tengan cierta nacionalidad aunque tuera del territorio del Estado de que se trate, para que se le atribuya esta ca¬lidad. Como se ve, dentro de ninguno de dicho do sistemas y respecto de lo que se llama "nacionalidad de origen", el fundamento de la relación jurídico¬política que entraña la nacionalidad no reside en contrato alguno ni en ningún acuerdo de voluntades, sino en el hecho condicionante, que es el nacimiento, de la imputación al individuo de la situación normativa abstracta que prevé y demarca la nacionalidad. Por otra parte, y en lo que concierne a la nacionali¬dad que no se adquiere por nacimiento, denominada naturalización, tampoco se advierte el fundamento contractual que aduce Weiss, al menos en término rigurosamente civilistas, pues aunque para naturalizarse como nacional de un Estado se requiere indispensablemente la voluntad intencional del extranjero interesado, el acto volitivo debe sujetarse al status constitucional y legal que establezca y autorice la naturalización, sujeción que es la condición de aplicati¬vidad concreta de este status mediante un acto del poder público estatal, que es la decisión de conceder por el aludido medio la nacionalidad. De ello se concluye que, a pesar de que exista un acuerdo de voluntades entre el indivi¬duo extranjero y el Estado para que aquél adquiera la nacionalidad de éste, tal acuerdo no importa contratación alguna, sino la aceptación, como acto de derecho público que proviene de la entidad estatal, de la pretensión particular. En otras palabra, la adquisición de la nacionalidad por vía de naturalización



















no tiene como fuente ningún contrato entre el Estado y el individuo, sino la Constitución y la ley.





Aunque la nacionalidad vincula al individuo con un Estado determinado no le veda la libertad de optar por cualquiera otra, lo que no implica q persona pueda carecer de toda nacionalidad. Es raro el sujeto sin nacionalidad alguna, o sea, el que comúnmente se le denomina "apátrida", por la sencilla de que nadie puede nacer fuera de la sociedad ni vivir al margen de ella, ya qué como afirma Aristóteles, sólo los dioses o la bestias pueden existir fuera polis. Sin embargo, cuando la nacionalidad se pierde por causa distinta la adquisición de otra, el individuo queda sin ninguna, se vuelve un "heimatlose", es decir, jurídicamente un extranjero sin patria frente a un propio país.





Otro principio firmemente so tenido por Weiss consiste en que nadie puede tener dos nacionalidades, y citando a Proudhon afirma que "nadie puede tener dos patria, como no se puede tener dos madres". Sin embargo, la imposibilidad de tener simultáneamente dos nacionalidades es más bien teórica que real, toda vez que, merced a lo sistema del jus sanguinis y el jus soli, una persona puede ser al mismo tiempo nacional de dos Estados diferentes, originando dualidad no pocos conflictos sobre la aplicatividad, en cada caso concreto los ordenamientos sean constitucionales y legales perteneciente a ambos Estados. Así, verbigracia, si un individuo, conforme al jus soli, tiene la nacional del país donde nació, en relación a otro estado puede tener la nacionalidad éste según el jus saguinis. Tales conflictos, a nuestro parecer, deben resolverse aplicando invariablemente el orden jurídico del Estado del que el sujeto nacional por cualquiera de los dos sistemas y en el que dichos conflictos pretenden, toda vez que ninguno de los dos Estados va a aplicar, dentro de su territorio, la normas constitucionales y legales del otro relativas a la nacionalidad. Huelga decir, por otra parte, que esos conflictos se complican cuando surgen frente a un tercer Estado del que el individuo no es nacional, en este caso la solución estribaría en que éste optara por alguna de las dos nacionalidades que tenga a consecuencia del jus sanguinis o del jus soli.



Por último, no debe olvidarse que la relación jurídico-política llamada nacionalidad genera para sus sujetos obligaciones recíprocas de diversa índole que establecen y regulan la constitución y la legislación ordinaria del de que se trate, pudiendo señalarse de manera general, las que, a cargo de la entidad estatal, conciernen a defender y proteger a sus nacionales y aseguramiento de su libertad y de sus derechos, y por parte del individuo, a contribuir al sostenimiento de las instituciones públicas y de su funcionamiento



2, Los nacionales mexicanos. La Constitución de México, vigente desde el primero de mayo de 1917, establece dos especies de nacionalidad, a saber, la de origen o por nacimiento y la adquirida mediante naturalización, según lo dispone claramente el artículo 30. Este precepto, en cuanto a la primera adopta simultáneamente lo principios del jus soli y del jus sanguinis. Así , desde el punto de vista del lugar de nacimiento (jus soli) son mexicanos " nazcan en territorio de la República, sea cual fuere la nacionalidad de sus padres" (frac. 1 del inciso A) y "Los que nazcan a bordo de embarcaciones, aeronaves mexicanas, sean de guerra o mercantes" (frac. IV del inciso A').









El principio de jus soli fue adoptado lisa y llanamente y en toda su exten¬sión por la Constitución mexicana de 1917 desde la reforma que se introdujo a su artículo 30 en enero de 1934. Con anterioridad a ella, este precepto condicionaba la adquisición de la nacionalidad mexicana a la manifestación que ante la Secretaría de Relacione Exteriores debía formular el hijo de padre extranjeros nacido en la República, dentro del año siguiente a su mayoría de edad, en el sentido de optar por tal nacionalidad, comprobando haber residido en el país "los último seis años anteriores a dicha manifestación", requisito este último que combiné el citado principio con el de jus domicilii.



Por lo que atañe al jus sanguinis, son mexicanos por nacimiento conforme el artículo 30 constitucional "Los que nazcan en el extranjero de padres mexi¬canos, de padre mexicano o de madre mexicana" (frac. II inciso A). Esta hipó¬tesis se estableció mediante la reforma de 1934 a que hemos aludido, pues el artículo original de la Constitución de 1917 sólo consideraba mexicano por nacimiento y en base en el principio de jus sanguinis a "los hijo de padre mexicano, nacido dentro o fuera de la República, siempre que en este último caso los padres sean (fuesen) mexicanos por nacimiento” Y



En cuanto a la nacionalidad mexicana por naturalización, la adquisición procede en el caso de que la Secretaría de Relaciones Exteriores expida la

carta respectiva al extranjero interesado y cuando la mujer o el varón extranjeros contraigan matrimonio con varón o con mujer mexicanos, que ter o establezcan su domicilio dentro del territorio nacional y cumplan con los más requisitos que al efecto señale la ley (art. 30, apartado B, fracción II).



A guisa de breve referencia histórica debemos observar que desde la Constitución española de 1812 hasta la Ley Fundamental de 1857 se adoptaron hegemonía variable los principios del jus soli y del jus sanguinis como combinada de la nacionalidad por nacimiento, sin perjuicio de que casi todos los ordenamientos constitucionales de nuestro país instituyen la naturaliza derivándola de diferentes factores. En la Carta de Cádiz (art. 5) considera españoles a "todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las España y los hijos de éstos", a los extranjeros que obtuvieran en d, Cortes la "carta de naturaleza", a los que tuvieren en cualquier sitio del territorio de la monarquía española una residencia por más de años -jus domicilii- y a los libertos. En el Reglamento Provisional del Imperio Mexicano del 18 de diciembre de 1822, la nacionalidad mexicana se fundó en el factor geográfico -residencia- y en el político -aceptación del Pla Iguala y juramento de fidelidad al emperador- (art. 6), concediéndole derecho de voto a los extranjeros por la utilidad que pudieren prestar al imperio "por sus talentos, invenciones o industria" (art. 7). La Constitución federal de 1824 no contenía ninguna disposición sobre nacionalidad mexicana aunque algunos de sus preceptos la presuponía identificándola con la "ciudadanía exigir que el presidente y el vicepresidente de la República, los magistrados de la Corte Suprema y los jueces del circuito y de distrito fuesen "ciudadanos -mexicanos por nacimiento" de la federación o "de los Estados Unidos M nos" (arts. 76, 125, 141 Y 144), debiendo observarse que en el caso de los magistrados no sólo podía obtener esta investidura el "ciudadano natural República", sino también la persona que hubiese nacido "en cualquier de la América que antes de 1810 dependía de la España, y que se ha separa-















do de ella, con tal de que tenga la vecindad de cinco años cumplidos en el te¬rritorio de la República" (art. 125). La Constitución centralista de 1836, llamada oficialmente "Las Siete Leyes Constitucionales", toma como base de la nacio¬nalidad mexicana diferentes factores, tales como el jus sanguinis, el jus soli, la vecindad o residencia en la República, la adhesión al Acta de Independencia, así como la naturalización, según se advierte del artículo primero de la Prime¬ra Ley, a cuyo texto nos remitimos. Los ordenamientos constitucionales, estatu¬tos y proyecto de constitución, posteriores hasta la Ley Fundamental de 1857 adoptaron, mutatis mutandis, los mismos criterios para demarcar la nacionali¬dad mexicana por nacimiento y naturalización, como fácilmente puede obser¬varse de su respectivo texto, el que, para fines didácticos y deliberadamente sin comentarios, aludimos en la nota al calce.



La Constitución federal de 1857 en materia de nacionalidad asumió exclusivamente el principio de jus sanguinis, reputando como mexicano por nacimien¬to sólo a los individuo nacidos dentro o fuera del territorio de la República de padres mexicanos(art. 30, frac. 1). Interpretando a contrario sensu esta dis¬posición, ninguna persona, a pesar de que hubiese nacido en México, adquiría la nacionalidad mexicana si su progenitores no eran mexicanos. Aunque el tó¬pico de la nacionalidad no suscitó ninguna discusión en el Congreso Constitu¬yente, se puede deducir, mediante el análisis de las circunstancias históricas que prevalecían en la época en que se forjó y expidió dicha Constitución, que existía en el ánimo colectivo de los diputados un repudio hacia todo extranje¬risrno y una tendencia correlativa hacia la consolidación y el afianzamiento de la mexicanidad. Las poca década de vida independiente que habían transcurrido desde 1821 a 1856 dejaron, en efecto, una dolora a huella contra lo extranjeros y sus hijos residentes en el territorio nacional quienes generalmente abrigaron el deseo de que se mermaran las instituciones republicanas y de que se sustituye¬sen violentamente por la formas monárquicas. Era, pues, indiscutiblemente lógico que esa amarga experiencia influyera en el espíritu de los diputados constituyentes para rechazar el principio del jus soli como base de la nacionali¬dad mexicana y lo condujera a proclamar únicamente, como ya dijimos, el del jus sanguinis que plasmaron en el ordenamiento constitucional de 1857.



En lo que respecta a la nacionalidad mexicana por naturalización, la misma Ley Fundamental dispuso que los extranjeros podían obtenerla "conforme a la leyes de la federación", así como en el caso de que adquiriesen bienes raíces







en la República o tuviesen hijos mexicanos siempre que no manifestasen su solución de conservar su nacionalidad de origen (art. 30, fracs. II y III). Puede notarse la incongruencia en que incurrió la Constitución al autorizar a los extranjeros para adquirir la nacionalidad mexicana por el hecho de tener hijos mexicanos, hipótesis ésta de realización imposible jurídicamente hablando que los hijos de un extranjero nacidos en el territorio nacional no se podía considerar mexicanos. según el principio del jus sanguinis consignado en la fracción I del artículo 30 constitucional.





Por otra parte, es importante recordar que el 28 de mayo de 1886 se dió la Ley de Extranjeria y Naturalización que estuvo vigente durante mi tiempo hasta que fue sustituida en enero de 1934 por el actual ordenamiento sobre la materia. A pesar de que no corresponde al contenido de esta obra la ponderación exhaustiva de la 'citada ley, es interesante destacar algunos de sus aspectos normativos, principalmente lo que conciernen a la circunstancia que estimó como mexicanos a los que hubieran en nacido fuera de la República pero que se hubiesen establecido en ella en el año de 1821 y jurado el Acta de la Independencia Nacional, así como a la persona oriundas de los territorios que fueron "cedidos "a lo Estados Unidos por virtud de los tratad Guadalupe Hidalgo de 1848 y de la Mesilla de 1853. Además, la ley mencionada despojó de la nacionalidad mexicana a la mujer que contrajera nupcias con extranjero, disposición que en su aplicación práctica provocó situaciones conflictivas muy serias que, si en la actualidad sólo. presentan interés teórico o especulativo preocuparon hondamente al foro y a la judicatura de la época.



3. La doble nacionalidad. Esta cuestión involucra la consideración que una persona sólo debe tener una nacionalidad en virtud de que como hemos dicho, entraña la vinculación de un sujeto con un Estado en otras palabras, ninguna persona debe ser "nacional" de dos Estados, pues la existencia de una doble nacionalidad entrañaría múltiple problemas que podrían resolverse fácilmente en el ámbito del Derecho Internacional Privado principalmente.







El distinguido maestro Victor Carlos Garcia Moreno aborda atingentemente tal cuestión, permitiéndonos transcribir las ideas que sostiene. Al respecto afirma "tradicionalmente la doctrina y la práctica internacionales han considerado doble nacionalidad, como un fenómeno de carácter negativo y, aún más, se ha satanizado en virtud de que se considera que una persona no puede ser leal a dos banderas, a dos patrias. El derecho positivo mexicano no es ajeno a consideración negativista acerca de la doble nacionalidad, siendo explicable el nacionalismo que permea a toda la legislación, resultado de duras y dolorosas experiencias históricas.



"No obstante lo anterior, desde hace más de tres décadas se empezó a una tendencia en el ámbito internacional y comparado para admitir la posibilidad de la doble nacionalidad, incluso en algunas regiones del mundo, como en Europa, se han firmado diversos conveniox para aceptar y reconocerle efectos jurídicos a la nacionalidad dual; así, por ejemplo, España ha suscrito varios tratado bilaterales con diversos países de América Latina a fin de otorgarle reconocimiento a la múltiple nacionalidad. Algunos países, inclusive, sobre todo en el continente americano, han reformado sus constituciones y legislación para darle cabida a la nacionalidad plural.













"A finales del mes de febrero de 1995, los cuatro partidos políticos repre¬sentados en el Congreso mexicano suscribieron un pacto en el entendido de aceptar, en principio, el análisis y discusión de una posible reforma al texto constitucional para reglamentar la irrenunciabilidad de la nacionalidad mexicana y, por consi¬guiente la aceptación de la doble nacionalidad.





"A partir de entonces, grupos de expertos han preparado una cric de refor¬mas tanto al texto de la Carta Magna como de la legislación correspondiente. También e han llevado a cabo consultas en la República como entre la comuni¬dades de origen mexicano que radican en territorio de EU.



"Desde la década de lo sesenta, las diversas comunidades de mexicanos y "chica nos" que residen en los EU, se han acercado al gobierno y a los diver¬sos partidos políticos mexicanos a fin de que se reforme la Constitución y la legislación reglamentaria para que dichas personas puedan adquirir la nacionalidad estadunidense sin que necesariamente pierdan la mexicana.



“Se ha detectado que una parte sustancial de mexicanos que se encuen¬tra en aquel país no adquiere la nacionalidad estadunidense debido a di¬versos factores, algunos de carácter absurdo, pero otros con un contenido mas concreto, destacándose, entre estos últimos, la reticencia de los mexica¬nos para cambiar de nacionalidad y adquirir la estadounidense en virtud de que desean seguir conservando su nacionalidad originaria por razones persona¬les, o afectivas y debido a que algunos de ellos poseen propiedades, sobre todo en la "faja prohibida" (cien kilómetro en las fronteras y cincuenta en los litorales) y consideran que al cambiar de nacionalidad invariablemente la perderían."





Por nuestra parte, estimamos que la doble nacionalidad o la nacionalidad dual y, por mayoría de razón, la nacionalidad múltiple, rompe el concepto de nacionalidad que ya expusimos. No es posible que una persona tenga dos o más nacionalidades, es decir, una auténtica derivada del jus sanguinis o del jus soli, y otra adquirida o postiza simultáneamente. Es pertinente, a este respecto, invocar el refrán popular que dice "Al que sirve a dos amos con alguno queda mal". A mayor abundamiento, la previsión normativa de una dual o de una múltiple nacionalidad no puede establecerse unilateralmente por un solo Esta¬do, sino que debe ser el efecto de una concertación internacional, sin que sea dable, en el ámbito interno de los países que lleven a cabo tal concertación, que a lo nacionales originarios o auténticos se les considere en una situación de igualdad con los nacionales postizos o derivados.



Las anteriores ideas llevan a la conclusión de que la doble nacionalidad no puede establecerse unilateralmente por un determinado Estado. La hipótesis contraria implicaría el ab urdo de que un país atribuyera, por sí mismo, la nacionalidad extranjera a sus propio ciudadano, aunque éstos no perdieran la suya. Por ende, la "doble" nacionalidad de los mexicanos es jurídicamente ino¬perante, pues no puede tener efectos extraterritoriales. ¿Qué sucedería, verbigracia, si a los mexicanos residentes en Estados Unidos este país no les otorgara la nacionalidad norteamericana? Evidentemente que a dichos "compa-







triotas” nuestros las reformas aludidas no los beneficiarían, ya que seguirían teniendo la nacionalidad mexicana. Si el propósito consiste en que esta nacionalidad no se pierda con la adquisición de la estadunidense o de otra extranjera, tal propósito no entraña la "doble nacionalidad" de que se habla inconsultamente por quienes incurren en falta o ausencia de sindéresis, es decir, del arte del buen pensar. Los señores diputados, si pretenden no incidir esta deficiencia putativa, deben rechazar la idea de la "nacionalidad dual” y contraerse a establecer en el artículo 37, fracción I. de la Constitución, que nacionalidad mexicana no se pierde por adquirir voluntariamente una nacionalidad extranjera. Esta declaración sólo sería eficaz si al mexicano se le otorgarse por cualquier país su propia nacionalidad de acuerdo a su legislación interna. Sólo en esta hipótesis se podría hablar correctamente de "doble nacionalidad", que obviamente no surge de las meras reformas constitucionales, que esa nacionalidad dual o concurrente no se origina unilateralmente por ningún país, sino que surge de la voluntad bilateral de dos Estados, a saber, México y de cualquiera otro.





4. Prerrogativas de los mexicanos. Este tema lo hacemos consistir en la situación que dentro del orden constitucional guardan los mexicanos frente a extranjeros en lo que atañe al ejercicio de ciertos derechos que la misma Ley Fundamental prevé. Tanto los nacionales como los que no lo son, al formar parte del elemento humano del Estado o población, son centros de imputación normativa y, bajo esta tesitura, titulares de derecho y obligaciones que la Constitución establece. Ahora bien, la situación jurídica en que unos y otros se encuentren e , ni puede ser jamás, absolutamente igualitaria dentro de ningún Estado por más que se pretendan atemperar las naturales diferencia entre los nacionales y los extranjeros con un espíritu de humanismo universal. La tendencia a compararlos frente al orden jurídico no puede culminar en la igualdad absoluta de unos y otros mientras subsista la diversidad de Estados en el ámbito internacional pues cada unos de estós, en aras de su propia defensa, conservación y progreso tiene el deber de tratar desigualmente a sus nacionales en relación a los extranjeros sin llegar, desde luego, al "chauvinismo" ni a nacionalismos extremistas y descabellados. En un plano estrictamente humano, el extranjero y el nacional deben considerados igualitariamente por ser hombres. Por tanto, todos los principios filosóficos, ético y sociales que de la naturaleza del ser humano se derivan, de contenerse en el orden jurídico fundamental del Estado para acatar de este modo las recomendaciones deontológicas que se han formulado en varios documentos de carácter internacional, como la Declaración Universal de los Derechos humanos, entre otros. Sin embargo, en las estructuras políticas y económicas cada Estado los nacionales tienen que estar colocados en una situación de hegemonía y exclusividad en relación con los extranjero a efecto de garantiza continuidad vital de la entidad estatal y de asegurar su autarquía frente a











cualquier especie de imperialismo. Esa desigual situación política y económica la prevé y demarca la Constitución, en cuya virtud lo que hemos denominado "prerrogativas de los mexicanos" no significa sino el conjunto de derechos subjeti¬vos que exclusivamente a ellos corresponden y de cuya titularidad, por ende, están excluidos los extranjeros. Debemos hacer notar que esta exclusividad, dentro del orden constitucional de México, es muy reducida, pues sólo opera por modo abso¬luto en la esfera política y parcialmente en el ámbito económico, registrándose en las demás órbitas del Estado mexicano una casi puntual igualdad jurídica entre nacionales y extranjero en el caso de que éstos hayan adquirido su estancia legal definitiva en el país como inmigrado.



En materia política los mexicanos tienen la prerrogativa exclusiva de formu¬lar peticione ante cualquier funcionario público u órgano del Estado, así como el derecho también exclusivo y excluyente de asociarse y de unirse, se¬gún lo determinan los artículos 8 y 9 de la Constitución. Es obvio, además, que en la misma materia sólo los mexicanos gozan de lo que se llama "voto activo" y "voto pasivo" dentro del proceso electoral para la integración humana de (os árganos del Estado cuyos titulares sean de elección popular. Esta exclusivi¬dad se justifica plenamente, ya que sin ella, es decir, si en materia política los extranjeros tuviesen las mismas prerrogativas que los nacionales, la inde¬pendencia del Estado mexicano se colocaría en grave riesgo de desaparacer al abrirse la posibilidad de que su gobierno se entregara a individuos pertenecientes a otra nacionalidad.





En materia económica y tratándose de la adquisición del dominio directo so¬bre tierras yaguas situadas dentro de una faja "de cien kilómetros a lo largo de las fronteras y de cincuenta en las playas", sólo los mexicanos tienen el derecho res¬pectivo (art. 27, const., frac. 1). La prohibición correlativa para los extranjeros no la contenía la Constitución de 1857, localizándose su antecedente expreso en la Ley sobre Terrenos Baldíos de 20 de julio de 1863, cuyo artículo 2 vedó "a los naturales de las naciones limítrofes de la República y de los naturalizados en ellas" adquirir terrenos baldíos en los Estados colindantes. El proyecto constitucional de don Venustiano Ca/ronza presentado al Congreso de Querétaro el primero de diciembre de 1916 tampoco previó dicha prohibición, la cual fue incorporada, al texto primitivo de la fracción 1 del artículo 27 constitucional por sugestión de don José Natividad Macias hecha a la Comisión respectiva.





Por lo que atañe a la adquisición del dominio de tierras, aguas y sus acceciones fuera de la zona absolutamente vedada a los extranjeros, éstos se encuentran en la misma situación jurídica que los mexicanos por nacimiento naturalización, así como en lo que concierne a la obtención de concesione d explotación de mina o agua . En efecto, según la fracción 1 del artículo 27 de la Constitución, lo extranjero pueden obtener discrecionalmente del Estado en esta materias análogo derecho que los nacionales, si aquéllos convienen ante la Secretaría de Relacione en considerarse como mexicanos respecto de los aludido bienes y en no invocar la protección de sus gobiernos, "bajo 1; pena, en caso de faltar al convenio, de perder el beneficio de la Nación, los bienes que hubieren adquirido en virtud del mismo".







La fórmula originalmente propuesta por la Comisión establecía que "El Estado podrá conceder el mismo derecho a los extranjeros cuando manifiesten ante la Secretaría de Relaciones por conducto de sus representantes diplomáticos que renuncian a la calidad de tales y a la protección de sus gobiernos en todo lo que dicho bienes se refiera, quedando enteramente sujetos respecto de ellos a las I yes y autoridades de la Nación." Ahora bien, durante los festinados debates en Congreso de Querétaro se hizo notar por el diputado Mújica que "en tribunal ( La Haya se había hecho una declaración que tiene fuerza jurídica en el Derecho Internacional, relativa a que lo extranjeros no pueden renunciar a medias s prerrogativas de extranjería", habiéndose señalado por don José Natividad Macias, que "La prohibición que ha puesto la Comisión en el artículo que se debate enteramente ineficaz", argumentando "que los extranjeros ocurrirán siempre a protección de sus gobiernos mientras conserven su nacionalidad. De manera que si aquí se dice que renunciarían a su nacionalidad al pedir permiso de adquisición de bienes raíces en la República, y se les concede bajo esa condición, vendrán, obstante ello, los gobiernos extranjeros a protegerlos; y como somos, queramos o no, un pueblo débil respecto de las naciones extranjeras, nos arrastrarán al tribunal de La Haya y allí nos condenarán después de un proceso más o menos largo. Hay que buscar una cosa que esté ya establecida en otras Constituciones; veamos si naciones poderosas nos han puesto el ejemplo sobre este particular; vamos a tomar su ejemplo, vamos a colocarnos en las mismas circunstancias en que están para ver si nos conviene aceptar la misma ley que ellas tienen. Los Estados Unidos tienen establecido este principio para evitar que los extranjeros no podrán adquirir bienes raíces y explotar minas, y o la aceptamos tal como lo tienen estable los Estados Unidos o buscamos una ley equivalente; la ley americana dice que en Washington los extranjeros no podrán adquirir bienes raíces sin naturalizarse o haber manifestado su intención de naturalizarse; si después, dice la misma ley americana después de haber hecho esta adquisición no cumplieran con el requisito de naturalizarse, se pierde, a beneficio de la nación, el bien que se ha adquirido.





La sugerencia de Macías quedó plasmada en la fórmula constitucional definitiva, que, superando la propuesta originalmente por la Comisión, sustituyó el









concepto de "renuncia" a la situación de extranjería por el de "convenio" Con la Secretaría de Relaciones en el sentido de que el extranjero se considerase mexicano respecto de los bienes y derechos que adquiriere. La sagacidad de dicha sustitución y su eficaz trascendencia jurídica no pueden pasar inadverti¬da. La renuncia a la condición de extranjero, por estimarse sin validez en De¬recho Internacional, podía provocar la intervención diplomática en lo casos en que e afectaran los bienes y derechos obtenidos por algún extranjero, creán¬dose ambiente propicio para el surgimiento de conflictos internacionales, se¬gún lo corroboran diverso caso que registra la historia de México y que e Supone sobradamente conocido , en lo que la agresiones a nuestro país de parte de distinta potencias extranjeras tuvieron como pretexto la "defensa o reivindicación" de lo "derecho" de u súbditos. En cambio, el convenio que el extranjero celebra Con el Estado mexicano al adquirir los bienes y derechos a que se refiere la fracción 1 del artículo 27 constitucional, a efecto de que, en relación a éstos, se le considere como nacional entraña substancialmente una obligación cuyo incumplimiento se sanciona con una cláusula penal consistente en la pérdida de lo adquirido en beneficio de la Nación. Esa obligación y la sanción derivada de su inobservancia -traducida en que el extranjero in¬voque la protección de su gobierno- no importan la renuncia a la condición de extranjería ni la adopción impositiva de la nacionalidad mexicana, fenóme¬no ambos que condena el Derecho Internacional y que con encomiable habili¬dad obvió el Constituyente de Querétaro bajo la égida del perspicaz talento jurídico de don José Natividad Macías, quien, al referirse a la nueva fórmula elaborada por la Comisión respectiva, hizo las siguientes afirmaciones:







"Efectivamente, la JI cláusula que propone la Comisión ha sido redactada en perfecto acuerdo conmigo, y, a mi juicio, honradamente declaro que surte los mis¬mos efectos que la anterior, porque está basada en el mismo principio de ella. El principio que aceptó la ley americana es éste: se convino con el Gobierno de los Estados Unidos el que se permitiera adquirir bienes, bajo la condición de nacio¬nalizarse, y si no lo hacen se les aplica la pena, porque es una cláusula penal. Aquí se obliga, ante la Secretaría de Relaciones Exteriores, a que se consideren nacionales: hay un contrato; de manera que no van a decir que van únicamente a renunciar su nacionalidad, como estaba en la cláusula anterior; allá se decía sim¬plemente que renuncia a su nacionalidad aquí es un contrato en que se exige previamente, no pudiendo ningún Gobierno extranjero obligar a sus nacionales a que no contraten. Se obligan sus nacionales a considerarse nacionalizados respecto de los bienes mexicanos, observando las leyes mexicanas. Si faltan al convenio, se les hará efectiva la cláusula penal. Además, hay esta ventaja: el tribunal de La Haya podrá declarar que la renuncia no es obligatoria; pero como no va a some¬terse a este tribunal un convenio privado, este convenio surtirá en México todos sus efectos, como lo podrán decir todos los abogados que están aquí.





Por otra parte, el mexicano tenía un derecho preferencial sobre el extranje¬ro "para toda clase de concesiones y para todo lo empleos, cargos o comi¬siones del gobierno en que no sea indispensable la calidad del ciudadano" (art.















32 constitucional). Y Ese derecho operaba en el caso de que el mexicano y el extranjero se encontraran en "igualdad de circunstancias" para aspirar a di¬chas concesiones, empleos, cargos o comisiones, quedando al criterio discrecio¬nal de los órganos del Estado respectivos determinar esta situación igualitaria



con vista a diversos factores personales de diferente índole que concurran en uno y en otro. Además, es evidente que la mencionada preferencia sólo era dable en la hipótesis de que, para desempeñar un cargo, comisión o empleo gubernativos, no se requiriera la condición de ciudadano, pues ésta siempre presupone la nacionalidad mexicana, como cuando se trata, verbigracia, de puestos de elección popular y otros de carácter judicial o administrativo en que sus titulares deban ser mexicanos.



En su segundo párrafo, el artículo 32 constitucional exigía la calidad de mexicano por nacimiento para pertenecer "a la marina nacional de guerra o a la fuerza aérea y desempeñar cualquier comisión en ellas", así como para ser capitán, piloto, patrón, maquinista, mecánico o mero tripulante de "cualquier embarcación o aeronave que se ampare con la bandera o insignia mercante mexicana". Igualmente, dicha calidad se requería, conforme a la citada dis¬posición constitucional, "para desempeñar los cargos de capitán de puerto, y todos los servicios de practicaje y comandante de aeródromo, así como to¬das las funciones de agente aduanal en la República". Fácilmente se advierte que, en lo que concierne a los cargos de y servicios públicos anotados, no sólo la Constitución excluía a los extranjeros, sino también a los mexicanos por na-turalización, toda vez que su ejercicio se vincula estrechamente con la seguri¬dad interior y exterior de México, consideración que no puede lógicamente hacerse extensiva al cargo de "agente aduanal", en relación con el cual estima¬mos que la exigencia de la nacionalidad mexicana por nacimiento no se justifica.



Los anteriores comentarios son ya ineficaces en virtud de que el aludido precepto fue reformado por Decreto de 7 de marzo de 1997, publicado el día 20 siguiente, y cuyo texto transcribimos en la nota al calce.



En el anterior artículo 130 constitucional se consignaba otra prerrogativa del mexicano por nacimiento, en el sentido de que para ejercer el ministerio de cualquier culto se requería dicha calidad. Esta exigencia no tenía ninguna justificación y se antojaba absurda. Conforme al artículo 24 de la Constitución, todo individuo, independientemente de su nacionalidad, raza o de cualquier otra condición personal, es libre para profesar la creencia religiosa que más le agrade y para practicar las ceremonias, devociones o actos de culto respectivos. El hecho de que se exigiera que el ministro o sacerdote de cualquier culto fuese mexicano por nacimiento, entrañaba la imposibilidad de que esta exigen¬cia se cumpliera en la realidad en atención a que la mayoría del pueblo mexi¬cano, en una proporción muy considerable, es católica, sin perjuicio de que dentro de la población del Estado mexicano hubiese sectas cristianas de diver¬so credo protestante y aún grupos menos numerosos de otras religiones como la hebrea, mahometana y aún orientales como la budista y brahamánica.



Si se hubiese aplicado estrictamente el requisito constitucional aludido, se habrían provocado dos situaciones dentro de un verdadero dilema, a saber: que los grupos o comunidades que hubiesen profesado una religión distinta de la cristiana, que¬dasen sin sacerdote o ministros del culto respectivo, o que dicho grupo o comunidades hubiesen realizado una intensa labor de proselitismo dentro del para lograr que un cierto número de mexicanos por nacimiento abrazaran credo religioso o y se dedicaran al sacerdocio en el culto del mismo, lo que, además de poco factible, hubiese sido casi ilusorio.



Estas someras reflexiones no conducen a la conclusión de que la disposición que comentamos era inobjetablemente impráctica, contraria a la realidad mexicana en materia religiosa y producto de un nacionalismo hiperbolizad obcecad que no tomó en cuenta la existencia actual o potencial de grupo distinto perteneciente a religiones diferentes de la cristiana y que al amparo de la libertad de creencias y de culto que proclama el artículo 24 de la Constitución, han vivido y viven en México. No acertamos a aclarar, ni siquiera imprecisión, cuál haya ido la causa que hubiese impelido a los constituyes de Querétaro para insertar en el artículo 130 la mencionada disposición cual no tiene ningún antecedente en la legislación mexicana, puede la Ley Culto de 14 de diciembre de 1874 expedida bajo el gobierno de don Sebastián. Lerdo de Tejada, no contenía la exigencia de que el sacerdote de cualquier culto debiese ser mexicano por nacimiento.













5. Obligación educativa de Los mexicanos. Esta obligación está señalada en la fracción 1 del artículo 31 constitucional, concurriendo con otras que el mismo precepto establece y a las cuales hacemos somera referencia en la• nota al calce.





La obligación educativa implica el deber de todo mexicano de inscri¬bir en las escuelas públicas o privadas a sus hijos o pupilos menores de quince años para que reciban educaci6n primaria elemental y militar. En cuanto al primer tipo de educación, dicho deber se relaciona con la funci6n educativa a cargo del Estado prevista y regulada básicamente en el artículo 39 de la Consti¬tución, precepto que estudiamos en nuestra obra "Las Garantías Individuales" y a cuyas consideraciones nos remitimos. Aunque el Código fundamental no consigna ninguna sanción por el incumplimiento al mencionado deber, la Ley Orgánica de Educación Pública vigente de noviembre de 1973 sí la previene en su artículo 69, haciéndola estribar en multa de cien a cincuenta mil pesos. Por otra parte, la fracción 1 del artículo 31 constitucional dispone que la educa¬ción primaria elemental y militar durará "el tiempo que marque la ley de instrucci6n pública en cada Estado". Esta última prevención es obsoleta y pugna contra el actual sistema normativo en materia educacional. En efecto, por















reforma practicada a la fracción XXV del artículo 73 de la Constitución 30 de junio de 1921, se determinó que la organización y el sostenimiento los planteles que establezca la Federación era "sin menoscabo de las libertades que tienen los Estados para legislar sobre el mismo ramo educacional". Es facultad era congruente con la educación laica y con la libertad de enseñar que instituía el artículo 39 constitucional ante de la reforma que sufrió el de diciembre de 1934, según la cual la educación impartida por el Estado debe ser "socialista". Por consiguiente, si la educación estatal se enfocó hacia tendencia ideológica, que fue instituida por la "nacionalista" a partir 30 de diciembre de 1946 en que se modificó dicho precepto constitucional era lógico que bajo ambas ideologías se creara un sistema normativo unitario dentro del que se organizara e impartiera la educación pública. Fue así que se tuvo que federalizarse ésta, fenómeno que obviamente trajo aparejada la supresión de la facultad de los Estados para legislar sobre tal materia, según refiere a la fracción XXV del artículo 73 constitucional practicada también el 1 diciembre de 1934 y en atención a la cual la potestad legislativa en el ámbito educacional corresponde al Congreso de la Unión, en el sentido de "dicta leyes encaminadas a distribuir convenientemente entre la Federación, los Estados y los Municipio el ejercicio de la función educativa y las aportaciones económicas correspondientes a ese servicio público buscando unificar a coordinar la educación en toda la República".









6. La obligación tributaria de los mexicanos. Principios constitucionales jurisprudenciales que la rigen. Esta es una de las primordiales obligaciones a de los mexicanos y estriba en que contribuyan "para lo gasto público, de la Federación, como del Distrito Federal o del Estado y municipio en que residan, de la manera proporcional y equitativa que dispongan las leyes" (art. 31, ( frac. IV). Sustancialmente se traduce en el deber de pagar impuestos, o sea, prestaciones en dinero o en especie que fija la ley con carácter general y obligo a cargo de personas físicas o morales, para cubrir los gastos públicos". En otras palabras, la contribución impositiva entraña la obligación de aportar al Estado determinadas cantidades, generalmente en dinero, a efecto de que se destinen a sufragar o cubrir los gastos públicos. Se trata, pues, de una obligación que se traduce en prestaciones económicas, de dar, no de hacer, que por lo















general se realizan mediante la entrega de dinero al Estado y excepcionalmente de bienes en especie. Por tanto, el impuesto puede definirse corno el medio normal que unilateralmente, es decir, por un acto de autoridad, emplea el Estado para obligar coercitivamente al gobernado a cumplir una obligación pecuniaria que tiene corno finalidad el sostenimiento económico de la entidad estatal misma y el funcionamiento de los servicios públicos a cargo de ella, de sus dependencias y organismos.



En corroboración de esta idea, don Gabino Fraga sostiene que "El Estado puede obtener por dos medios diferentes los recursos pecuniarios indispensables para su sostenimiento: por virtud de un acto de colaboración voluntaria de los particulares, o por un acto unilateral del Poder Público, obligatorio para los particulares.



"En el acto de colaboración voluntaria, el particular por medio de un con¬trato proporciona al Estado los recurso que éste necesita. Pero además de que el contrato impone al Estado obligaciones a favor del particular, de pagarle intereses, de reembolsarle el empréstito, etc .. obligaciones que suponen otras fuentes de ingreso con qué atenderlas, el Estado no puede estar atenido a la voluntad de los particulares para obtener los medio necesarios a su subsistencia, encontrándose, por lo tanto, obligado a recurrir a la colaboración forzosa que se realiza mediante un acto unilateral que impone al particular una prestación pecuniaria."



El impuesto no es la única fuente de ingresos del Estado, aunque sí la principal. Así, estos ingresos pueden obtenerse mediante derechos fiscales, re¬cargos, aprovechamientos y productos. Según su definición legal, los derechos son "las contribuciones establecidas en ley por los servicios que presta el Estado en sus funciones de derecho público, así como por el uso o aprovechamiento de los bienes del dominio público de la Nación"; los recargos implican "las sanciones, los gastos de ejecución"; los aprovechamientos son "los ingresos que percibe el Estado por funciones de derecho público distintos de las contribu¬ciones, de los ingreso derivados de financiamientos y de los que obtengan los organismos descentralizados y las empresas de participación estatal"; y los pro¬ductos son "las contraprestaciones por los servicios que preste el Estado en sus funciones de derecho privado, así corno por el uso, aprovechamiento o enaje-nación de bienes del dominio privado". Consiguientemente, se plantea la cuestión consistente en determinar si la obligación tributaria a cargo de los mexicanos que señala la fracción IV del artículo 31 constitucional se contrae al pago de impuestos o se extiende a los derechos fiscales y a las demás presta-



















ciones que hemos mencionado, es decir, si respecto de aquéllos y de éstas rigen las modalidades previstas en dicha disposición constitucional y a las que posteriormente nos referiremos.



El verbo "contribuir", desde el punto de vista etimológico, denota "dar" o "pagar cada uno la cuota que le cabe por un impuesto o repartimiento", así como "concurrir voluntariamente con una cantidad para determinado fin", y proviene de la conjunción formada por las palabra latinas "cum" -con- y "tribuere ---dar-o Contribución, por ende, significa "cuota o cantidad quc se paga para algún fin, y principalmente la que se impone para las cargas del Estado". Consiguientemente, la obligación de "contribuir para los gastos públicos" entraña no sólo el pago de impuesto, sino el de derechos fiscales, recargos y multas, en cuya virtud las modalidades constitucionales de toda con¬tribución a cargo de los mexicanos comprenden a todos esto tipo de presta¬ciones económicas en favor del Estado. Ahora bien, como el impuesto es la contribución predominante, las breves consideraciones que en torno a él y en el ámbito estrictamente constitucional formularemos las hacemos extensivas a las demás obligaciones tributarias.



Principio de legalidad. La fuente formal del impuesto, cualquiera que sea su carácter, es la ley. Este principio, que se conoce con el nombre de «legalidad tributaria", está consagrado en la misma fracción IV del artículo 31 constitucional y corroborado por la garantía de fundamentación legal que instituye el artículo 16 de la Ley Suprema, ya que la fijación y el cobro de un impuesto en cada caso concreto implica un acto de molestia que afecta al gobernado, acto que ineludiblemente debe observar la citada garantía. Ahora bien, la ley, es un acto jurídico proveniente del poder del Estado que tiene como atributos materiales la abstracción, la generalidad y la impersonalidad y que, desde el punto de vista formal, emana de los órganos estatales legislativos, o como afirma Fraga. "El acto unilateral por medio del que se establece el impuesto es, según el precepto constitucional, una ley", agregando que "Dicho precepto se está refiriendo a una ley en sentido formal, pues la Constitución en los casos en que habla de la ley se está refiriendo a disposiciones que emanan del Poder legislativo." Huelga decir que la jurisprudencia de la Suprema Corte ha reiterado por modo constante el principio de legalidad tributaria, al enfatizar que es la ley la que crea el impuesto, sin que los términos de ésta puedan ampliarse o restringirse, sino aplicarse por la autoridad exactamente en

















el caso concreto de que se trate. Conforme al invocado principio, por ende, es al Congreso de la Unión o la legislaturas de los Estado a los que incumbe, según su respectiva competencia ratione materiae, expedir las leyes tributarias, ya que en la esfera federal el Ejecutivo sólo puede ser facultado por dicho Congreso para crear cuotas de las tarifas de exportación e importación decre¬tadas por el propio organismo legislativo (art. 131 constitucional, segundo pá¬rrafo, y Ley reglamentaria respectiva publicada el 5 de enero de 1961).







Principio de equidad y proporcionalidad. Fuentes de tributación. Toda ley tributaria, para acatar el imperativo constitucional, debe establecer el impues¬to por modo equitativo y proporcional. La equidad y la proporcionalidad son, pue , elementos constitucionales d cualquier contribución a cargo de los mexi¬canos y a favor del Estado, y cuyo concepto, pese a lo complejo de u implicación, trataremos de precisar.



La población de un Estado se compone de diferente grupo.; humano colo¬cados en distintas situaciones económicas y que en la vida social desempeñan diversas actividades. La sociedad no es un todo homogéneo o monolítico, sino que implica un conglomerado que se caracteriza por la heterogeneidad de u elementos integrantes. Nunca ha existido ni podrá existir una sociedad in cla¬ses, pues la realidad fenoménica revela, como dato invariable permanente al través del tiempo histórico, una desigualdad plural entre los múltiple grupo que forman las comunidades humanas. La desigualdad social responde a la natural desigualdad individual. En consecuencia, no puede afirmarse que la población de un Estado se encuentra como totalidad humana en una sola y única situación económica o cultural. Por lo contrario, en su seno surgen y se desen¬vuelven prolijamente diversas situaciones compuestas por un número indefinido de sujetos individualizados unidos cualitativamente por los mismos intereses pero diversificados cuantitativamente dentro de esta unidad.



Presentando la realidad social este panorama constituido por diferentes situa¬ciones de distinta índole, el Derecho y especificamente su expresión, que es la ley, no deben ni pueden regular con criterio único esas diversas situaciones. La igualdad jurídica, como presupuesto normativo en cualquier Estado, no en¬traña la equiparación absoluta y total, dentro de un solo ámbito legal, de todas las situaciones que se dan en la sociedad ni de los sujetos que variada y varia¬blemente están colocados dentro de ellas. Las situaciones de iguales deben tratar¬se de igualmente por el Derecho siguiendo el principio de igualdad aristotélica que en el fondo encierra un postulado de justicia distributiva o social. Se rompe¬ría la igualdad jurídica si el Derecho tratase igualmente a los que en la realidad son desiguales y de igualmente a quienes en ella son iguales.



Estas someras reflexiones nos conducen a manera de prolegómenos, a de¬terminar el concepto de equidad que constitucionalmente debe acatarse en toda ley tributaria. Etimológicamente, equidad significa igualdad, pero esta igual¬dad debe tomarse en su sentido jurídico romo tratamiento normativo desigual para desiguales e igual para los iguales en el mundo de la realidad socioeconómica



de un país. Si, según dijimos, la población de un Estado se compone de diferentes clases o grupos colocados en distintas situaciones económicas y cultu¬rales y si los entes individuales que integran a dichas clases o grupos desempeñan diversas conductas, la ley debe tratarlos en función de la determinada situación a que pertenezcan. Por ende, la equidad no expresa sino la misma igualdad aristotélica cuyo principio ya quedó enunciado. Así, el derecho positivo, mani-festado en la ley, prevé, demarca o describe distintas situaciones abstractas que deben corresponder, en su dimensión normativa, a las diversas situaciones eco¬nómica que se dan en la facticidad social. Aplicando estas ideas a la materia tributaria, se concluye que la equidad entraña el imperativo de que todos los miembros integrantes de una colectividad deben contribuir para los gastos públicos del Estado; pero como dentro de dicha colectividad existen y operan diferentes situaciones económicas, la legislación las debe normar diversamente. Esta diversa normación equivale a las distintas situaciones jurídicas abstractas de carácter tributario, las cuales se establecen por la ley atendiendo a las diferentes situaciones económicas que existen en la realidad social y tomando en cuenta las modalidades que variada y variablemente las caracterizan. Por consiguiente, todos los sujetos individualizados que se encuentren en una misma situación abstracta determinada, deben tener las mismas obligaciones y los mismos derechos, circunstancia que denota la igualdad jurídica o equidad. En esa virtud, la equidad tributaria que debe acoger toda ley sobre la materia en observancia del principio constitucional respectivo, se traduce en que todos los sujetos que se hallen en una misma situación jurídico-económica abstracta deben contribuir para los gastos públicos del Estado en proporci6n a su capa¬cidad contributiva. Ahora bien, como en el Estado existen múltiples situaciones económicas generales que al ser consideradas normativamente se convierten en situaciones jurídicas abstractas, los sujetos pertenecientes a cada una de ellas tienen sendas obligaciones tributarias cuyo nacimiento surge de la adecuación entre la situación particular y concreta de tales sujetos y la correspondiente situación general y abstracta. En otras palabras, como las situaciones econó-micas divergen entre sí por múltiples factores que sería prolijo mencionar, la ley que tratan a todas ellas con un mismo criterio preceptivo imponiendo las mismas obligaciones a los sujetos que distintamente pertenezcan a diferentes situaciones, violaría el principio de equidad. Así, verbigracia, en el ámbito económico de un país existe la situación general de comerciante, de industrial, de profesionista, de obrero, de campesino, etc., y por razón de dicho principio la ley debe normar desigualmente a tales situaciones objetivamente desiguales e igualmente, dentro de cada una de ellas, a los sujetos individualizados que las compongan, lo que no es sino la igualdad jurídica o equidad.



Por otra parte, si la equidad entraña la igualdad cualitativa dentro de una determinada situación abstracta o general, la proporcionalidad se relaciona di-

















rectamente con la capacidad contributiva de los sujetos que en tal situación se encuentren. Dicho de otra manera, si todos Jos sujeto que se hallen compren¬didos en una cierta situación económica demarcada y regulada por la ley deben contribuir para los gasto públicos por el solo hecho que implica esta comprensión (equidad), no todos ellos deben hacer aportaciones pecuniarias cuantitativamente iguales, sino en aten ión a su capacidad contributiva que se determina por el capital o la renta que le son las fuentes principales del impuesto. De este modo, la proporcionalidad se revela en que, dentro de una misma situación tributaria, los sujetos que poseen mayores bienes de riqueza (capital) o perciban mayores ingresos (renta) deben pagar más impuesto.





Por lo que concierne a los derechos fiscales, cuya definición legal ya expusi¬mos, la proporcionalidad estriba en que la cantidad que el causante pague debe estar en relación con el costo del servicio que le preste el Estado, consistiendo su equidad en que las cuotas respectivas "sean fijas e iguales para todos los que reciben servicios análogos".





Este criterio lo ha sustentado el Pleno de la Suprema Corte en una ejecutoria cuya parte conducente afirma: "Las garantías de proporcionalidad y equidad de las cargas fiscales establecidas por el artículo 31, fracción IV, de la Consti¬tución Federal, que las leyes tributarias tratan de satisfacer en materia de dere¬chos a través de una escala de mínimos a máximos en función del capital del causante de los derechos correspondientes (concretamente, por concepto de revalidación de licencias para el expendio de cerveza), traduce un si tema de relaci6n de proporcionalidad y equidad que únicamente es aplicable a los impuestos, pero que en manera alguna puede invocarse o aplicarse cuando se trata de la constitucionalidad de derechos, cuya naturaleza e distinta de la de los impuestos y, por tanto, reclama un concepto adecuado de a proporcionali¬dad y equidad. De acuerdo con la doctrina jurídico fiscal y la legislación tributa¬ria, por derechos han de entenderse: "las contraprestaciones que se paguen a la hacienda pública del Estado, como precio de servicios de carácter administrativo prestados por los Poderes del mismo o sus dependencias a personas determina¬das que los soliciten', de tal manera que para la determinaci6n de las cuotas correspondientes por concepto de derecho ha de tenerse en cuenta el costo que para el Estado tenga la ejecución del servicio que cause los respectivos dere¬chos y que las cuotas de referencia sean fijas e iguales para todos los que reciban servicios análogos."





En cuanto a las multas y sanciones económicas en general, también rigen las exigencias constitucionales de la equidad y proporcionalidad, en el sentido de que el hecho que las genera y su importe fijo o fluctuante entre un mínimo y un máximo, deben estar previstos legal o normativamente por modo general y abstracto, tomando en cuenta la gravedad de la infracción sancionable y seña¬lando como Índice cuantitativo la situación económica concreta en que tal infracción se cometa. La proporcionalidad de tales prestaciones en los términos brevemente anotados implica, además una garantía constitucional del goberna¬do que estatuye el artículo 22 de la Ley Fundamental al prohibir su excesividad, prohibición que se transgrede si el importe de dichas sanciones pecunia¬rias es exagerado frente a la gravedad de la infracción o si su pago produce consecuencias ruinosas para la economía del negocio industrial o comercial del infractor o para su mismo patrimonio, fenómenos que quedan sujetos a la prudente consideración judicial en cada caso concreto de que se trate al venti-













larse éste en la vía de amparo si la acción respectiva se entabla contra el orde¬namiento que corresponda.



Análogo criterio puede aplicarse para determinar la proporcionalidad de los recargos. Estos representan san iones pecuniaria por la morosidad en que incurre el causante en el cumplimiento d sus obliga iones fiscales, equivaliendo, en cierto modo, a las "cláusulas penales" que suelen estipularse en los contra¬tos. Ahora bien, el monto de los recargo que autorice la ley tributaria no debe exceder ni en valor ni en cuantía a la obligación incumplida, principio que se deriva del artículo 1843 del Código Civil y que, por er general involucrar un contenido de justicia, se aplica a la materia fiscal.



Gastos públicos. La obligación contributiva que impone la fracción IV del artículo 31 constitucional, traducida primordialmente en 1 pago de impuesto según dijimos, tiene como finalidad que todo mexicano mediante su cumplimien¬to, coopere económicamente a la cobertura d lo gastos públicos. En otras palabras, el impuesto se legitima constitucionalmente si se aplica o des tina a sufragarlos. Por gasto público se entiende aquello que erogan para satisfacer las funciones y servicio públicos". Por consiguiente, tienen dicho carác¬ter todos los gasto que prevé el Presupuesto de Egreso de la Federación o de las entidades federativas destinados al funcionamiento de las instituciones públi¬cas y a la operatividad de los servicios público de cualquier índole, independien¬temente de que éstos se presten por los órganos del Estado propiamente dicho o por los organismos descentralizados y empresa de participación estatal o de que las erogaciones respectiva tengan un fin general o específico pero siempre en beneficio colectivo.



La Sala Auxiliar de la Suprema Corte ha precisado el concepto formal y material de "gasto público" al través de un criterio, sustentado en varias ejecu¬torias, y cuyos términos nos permitimos transcribir: "El 'gasto público', doctri¬naria y constitucionalmente, tiene un sentido social y un alcance de interés colectivo; y es y será siempre 'gasto público', que el importe de lo recaudado por la Federación, al través de los impuestos, derechos, productos y aprovecha¬mientos, se destine a la satisfacción de las atribuciones (sic) del Estado rela-cionadas con las necesidades colectivas o sociales, o los servicios público.



"Sostener otro criterio, o apartarse, en otros términos, de este concepto cons¬titucional, es incidir en el unilateral punto de vista de que el Estado no está capacitado ni tiene competencia para realizar sus atribuciones públicas y aten¬der a las necesidades sociales y colectivas de sus habitantes, en ejercicio y satis-facción del verdadero sentido que debe darse a la expresión constitucional 'gastos públicos de la Federación'.



"El anterior concepto material de gasto público será comprendido en su cabal integridad, si se le aprecia también al través de su concepto formal.



"El concepto material del gasto público estriba en el destino de un impuesto para la realización de una función pública específica o general, al través de la erogación que realice la Federación directamente o por conducto del organismo descentralizado encargado al respecto."









Control jurisdiccional sobre las leyes fiscales. Una importante cuestión que surge en materia tributaria y que generalmente abordan los tratadistas de Derecho financiero es la consistente en determinar si los tribunales pueden o no examinar las leyes fiscales para concluir si acatan o no los requisitos de equidad y proporcionalidad que establece la Constitución o constatar u pertinencia o de acierto desde el punto de vista económico y social. En otras palabras, dicha cuestión se plantea en el sentido de i jurisdiccionalmente Y al fallar los casos concreto que se someten a su consideración, los órgano judiciales del Estado -en México la Suprema Corte, los Tribunales Colegiados de Circuito y lo Jueces de Distrito-- tienen facultad para juzgar la leyes tribunales con criterio socio económico revisando la motivación y las finalidades que hayan impul¬sado al legislador para expedirlas. En nuestro país y desde la época del ilustre don Ignacio L. Vallarta ha sostenido la incapacidad judicial para ponderar lo ordenamiento fiscal en los términos apuntados, afirmando que solamente incumbe a los órganos legislativos del Estado y al Presidente de la República como iniciador de leyes, establecer la conveniencia y necesidad económica y social de los impuestos, los gasto público a cuya satisfacción están destinados, los sujeto que deben pagarlos, las fuentes gravables, las tarifas y cuotas y demás modalidades de lo mismo. Sin embargo, se ha aseverado también por la doctrina y jurisprudencia mexicana que esa incapacidad no excluye la fa¬cultad que tienen los órgano del Poder Judicial de la Federación, al través del juicio de amparo, para decidir en cada caso concreto que se someta a su cono¬cimiento, determinado impuesto es "ruinoso o exorbitante", si la ley que lo estatuya viola alguna garantía constitucional del gobernado o si el legislador, al expedirla, lo hizo sin facultades o contraviniendo la Constitución. Esta im¬portante salvedad a la tesis general que proclama la imposibilidad funcional de que jurisprudencialmente se examine o revise desde el punto de vista socio¬económico una ley tributaria, fue instituida en la jurisprudencia mexicana por el insigne Vallarta apoyándose en la doctrina constitucional norteamericana, se reitera por destacados tratadistas de Derecho Administrativo y Financiero como Gabino Fraga y Ernesto Flores Zavala, entre otros.



Aunque el pensamiento vallartista sobre este tópico es bien conocido, no consideramos superflua su recordación. "Explicando Marshall, afirma Vallarta, er una de las sentencias más notables de la Suprema Corte de los Estados Unidos la naturaleza, extensión y límites de la facultad de decretar impuestos, habla el estos términos: 'La facultad de imponer contribuciones al pueblo y a sus bienes es esencial para la existencia misma del gobierno, y puede legítimamente ejercerse en los objeto a que es aplicable, hasta el último extremo a que el gobierno, quiera llevarla. La única garantía contra el abuso de esta facultad, se encuentra en la estructura misma del gobierno. Al crearse una contribución, el Legislativo es quien la impone al pueblo, y esto es, en general, una garantía contra los impuestos injustos y onerosos … Es incompetente el Poder judicial para averi-



















guar hasta qué grado el impuesto e el uso legal del poder, y en qué grado comienza el abuso de la facultad de imponerlo.'



"La fijación de los gastos públicos es una de esas materias que, según estas doctrinas, son de la exclusiva competencia del legislador, sin que los tribunales puedan en caso alguno intervenir en ella. Si el Congreso abusa decretando en el presupuesto más gastos que los que el país permita o soporte, tal abuso no tiene más remedio que el derecho del pueblo para elegir otros representantes que cuiden más de sus intereses. Y caso en que a los tribunales sea lícito juzgar de los abusos legislativos en esta materia, de acuerdo con las mismas doctrinas, será cuando el Congreso prostituya sus poderes, hasta el extremo de decretar impuestos, no para atender a los gastos públicos, sino para favorecer empresas o especulaciones privadas; hasta el extremo de arrebatar a un propietario su fortuna; hasta el extremo de hacer de la contribución un verdadero despojo de la propiedad.



"Es, pues el principio general en estas materias, que toca al Poder Legisla¬tivo pronunciar la última palabra en las cuestiones de impuestos, siendo final y conclusiva su decisión sobre lo que e propio, justo y político en ellas, y sin que puedan los tribunales revisar e a decisión para inquirir hasta qué grado la cuota del impuesto es el ejercicio legítimo del poder, y en cuál otro comienza el abu¬so. y la excepci6n que ese principio sufre, tiene lugar cuando el Congreso ha traspasado los límites de su poderes, y ha decretado, con el nombre de impues¬tos, 10 que es solamente expoliaci6n de la propiedad, conculcando no s6lo 10 preceptos constitucionales que no toleran la arbitrariedad y el despotismo, sino las más claras reglas de la justicia.



"Sólo borrando la línea que divide las atribuciones de los poderes legislativo y judicial, sólo negando a éstos su respectiva independencia en la órbita que les pertenece, se puede mantener la intervención judicial en todos los actos legisla¬tivos sobre impuestos, que importen un abuso, un error. Esta Corte no podría sin arrogarse un carácter político que no tiene, declarar que el presupuesto de egresos decretado por el Congreso es excesivo, o siquiera que alguna de sus par¬tidas importa un gasto superfluo, que se debe suprimir. Tampoco podría, sin olvidar por completo su misión, juzgar de la necesidad, de la conveniencia política, o aún de los motivos económicos de los impuestos votados en la ley de ingresos, ni aun con el pretexto de decirse que pesan demasiado sobre el pueblo, que son ruinosos para la riqueza pública, etc., etc. Sería igualmente incompatible con el ejercicio de la magistratura, inquirir si el impuesto debe afectar tales capitales mejor que a determinada industria, si la contribución directa es mejor que la indirecta, si los aranceles marítimos son altos o bajos etcétera, etc. Pretender que los tribunales, hagan algo de eso, e querer que se conviertan en parlamento, es querer que hagan política y no administren justi¬cia, es querer poner un tutor al Cuerpo Legislativo, quitándole su indepen-dencia; es, en fin, querer confundir monstruosamente las atribuciones de los poderes Legislativo y Judicial.



"Sólo cuando los atentados del legislador sean tan grave que él traspase el límite de sus facultades constitucionales, dicen los americanos, es lícito a los tribunales conocer de los abusos legislativos en materia de impuestos. Esta doc¬trina no necesita demostración. En este caso la apelación al sufragio popular sería estéril, porque los derechos de propiedad y de seguridad amenazados se¬rían hollados sin remedio; y por esto los tribunales para hacer respetar las garantías individuales, tienen la misión y el deber de intervenir en ese caso





supremo; y para que no se erija en gobierno el despotismo de muchos con infracción de la Constitución, esta Corte, guardián de ella, debe aprestar a proteger y amparar los derechos del hombre contra la opresión."





Por lo que concerniente a la exención de impuestos, la jurisprudencia de la Suprema Corte ha establecido el criterio de que sólo es inconstitucional se refiera a determinadas personas y no cuando comprenda a todos los que en número indeterminado se hallen en una situación objetiva que la misma ley señale.

Al respecto, nuestro Máximo Tribunal asevera que "Interpretando el sistemática el artículo 28 constitucional y el artículo 13 de su reglamento obtiene la conclusión de que la prohibición contenida en el primero' respecto de la exención de impuestos debe entenderse en el sentido de e se prohíbe cuando tiende a favorecer intereses de determinada o determinadas personas, y no cuando la exenci6n de impuestos se concede considerando situaciones objetivas en que se reflejan intereses sociales o económicos a favor de categorías determinadas de sujetos."



Referencia histórica. No quisiéramos concluir el tema relativo a los puestos desde el punto de vista estrictamente constitucional sin hacer una referencia. hist6rica. La obligación tributaria, bajo diferentes formas y do naciones, siempre ha existido en la vida de las sociedades humanas, pues su cumplimiento ha sido y es indispensable para el sostenimiento económico político del Estado y el ejercicio de su actividad. La necesidad y justificación del impuesto son tan obvias e ineludibles que no requieren demostración alguna ya que ambas son evidentes por sí mismas. No es menester ningún a profundo para constatar que en cualquier organización o estructura económica política históricamente dada y con independencia de su grado evolutivo y contenido ideológico, siempre ha habido a cargo de los gobernados la obligación de contribuir patrimonialmente o mediante servicios personales al sostenimiento de los gobiernos o del cuerpo social mismo en el mejor de los casos. El positivo de dicha obligación ha sido diverso, traduciéndose en la voluntad arbitraria y despótica del gobernante, en la costumbre jurídica o en la ley, las distintas etapas evolutivas de las sociedades humanas. El destino del impuesto, su implicación económica, su forma de pago y otras de sus modalidades, que sería prolijo enumerar, han variado indiscutiblemente en la historia de los pueblos. En lo que atañe a México, desde la época pre-hispánica, existía un sistema fiscal acorde con el régimen cultural de las diversas comunidades que habitaron su territorio. Tratándose de los pueblos de Anáhuac, que en cierta manera y con modalidades vernáculas estaban unidos en una especie de confederación o alianza en la que la hegemonía la ejercían los aztecas o mexicas, dicho sistema, fundado en la costumbre social y jurídica, se tradujo en la obligación colectiva o individual de tributar para los gastos comunes bajo distintos















medios. Estos gastos debían erogarse para sostener el ejército, el sacerdocio y las casas reales, según afirmación de don Lucio Mendieta y Núñez,



"Los pueblos vencidos, sostiene, eran los que soportaban la mayor parte de las exigencias pecuniarias de los vencedores", agregando que "Cuando un pueblo era vencido por la triple alianza (constituida por los reinos de México, Texcoco y Tacuba}, se le imponía un tributo de acuerdo con sus recursos", el cual con¬sistía "en una cantidad de efectos que el pueblo o la provincia sometidos entre¬gaban periódicamente a sus conquistadores", e decir. "dos o tres veces al año. o cada ochenta días según el pacto". Citando a Alonso de Zurita, dicho distin¬guido autor asevera que había cuatro clases de tributarios en los pueblos de Anáhuac y que eran: "1. Los colonos de las propiedades de nobles y guerrero distinguidos. E tos colono cultivaban las propiedades mencionadas y daban parte de los producto a sus propietarios en lugar de pagar el tributo al re)'. 2. Los habitantes de los calpullis (barrios) pagaban tributos al jefe del barrio y al rey. 3. Los comerciantes e industriales. 4. Los mayeques, especie de e clavos de la tierra, pagaban el tributo al dueño de las sementeras que sembraban. No pagaban tributo al rey. Los conquistadores. además del tributo que impo¬nían a los vencidos, se apoderaban de algunas tierras del pueblo conquistado; el rey otorgaba la propiedad de esas tierras a los guerreros o a los nobles, como premio de sus servicio, con todo y los poseedores de las mismas que entonces eran una especie de esclavos de tierra."



Por su parte, Ignacio Romerovargas Iturbide asienta que "Los tributos eran entregados de cada pueblo a un calpixque de la región, y todos, centralizados, en Tenoxtitlan, donde se distribuían entre los tres Estados Confederados, excep¬to en aquellos casos en que de común acuerdo se hubiese estipulado y fijado la cantidad de tributos que debía ser entregada a cada una de las tres capitales o, que la región dependiente directamente de una de las capitales donde directamente se enviaba el importe de la recaudación.



"El cihuacoatl, con sus ayudantes, llevaba a cabo la redistribución de ingre¬sos a beneficio del ejército, del sacerdocio, de la burocracia, de los comerciantes y del pueblo, para cubrir los gastos públicos, sueldos, construcciones y reparación de edificios, así como para obras de beneficencia, tal como se dijo al tratar de la jerarquía administrativa del Estado.



"En caso de calamidades públicas (inundaciones, hambres, epidemias, etc.) y pérdida de cosecha, se otorgaba la exención de impuestos y se establecía un sistema de asistencia pública, con los productos recaudados en los almacenes ge¬nerales del Estado.



"En resumen: la contribución personal o de servicio, fue tasada y determina¬da por las autoridades locales, ya en el cultivo de tierras del Estado o en la fijación del monto y calidad de productos, objeto del tributo (especialmente tratándose de productos industriales)."



En la Nueva España el régimen fiscal no era unitario y se fue integrando paulatinamente al través de diferentes ordenanzas reales creativas de distintos tributos expedidas en diversas épocas. Durante los primeros años de la Colonia el principal impuesto fue el llamado "quinto real", o sea, la quinta parte de



los metales preciosos que adquiriesen los conquistadores y posteriormente encomenderos. Se gravaron después la plata y el azogue, metal este último e fue materia de uno de los primeros estancos o monopolios de Estado. En ración con la plata se establecieron dos impuestos, el de amonedación y el que llamó "derecho de vajilla" durante la segunda mitad del siglo XVII. Para cumplir la obligación de pago de este último impuesto, los particulares, antes labrar la plata para fabricar vajilla debían llevar ese metal ante los oficia reales para que fuera "quintado", es decir, para que se separara de él el "quinto real". La inobservancia de esta obligación se sancionaba con la pérdida metal en beneficio de la Real Hacienda v con el fin de controlar fiscalmente los fabricantes de objetos de plata, se prohibió el oficio de platero a los que residiesen en la capital de la Nueva España y se ordenó que, en aquélla, no es viesen dispersas las platerías sino concentradas en una sola calle de la ciudad de México y que por esta causa e denominó "de Plateros".



Los tributos que pagaban los indios formaban otra fuente importante ingresos para la Real Hacienda. Este impuesto fue primero de cuatro reales Felipe II lo duplicó, llegando a fluctuar a fines del siglo XVIII entre uno y tres pesos en atención al lugar de residencia de los tributarios. De su pago estar exentos los caciques, los enfermos y las mujeres. A consecuencia del sistema repartimientos el tributo que debían cubrir los indios encomendados lo percibían los encomenderos por cesión que en su favor hizo el rey respecto de prerrogativa de cobrarlos, circunstancia que alentó la codicia de aquéllos propició los tratamientos crueles e inhumanos de que eran víctimas los tributarios.



Para no ser demasiado prolijos en la referencia a los diversos impuestos que había en la Nueva España, recordemos los principales que existían, distintos los ya mencionados, tales como el de "las lanzas", que debía pagar el que obtenía un título de nobleza ; el de "media anata", establecido por Felipe IV en 1625, cuyo monto ascendía a media anualidad de los sueldos que se percibía por cargos públicos sin exceptuar el del virrey, oidor y gobernador; el de alcabala que gravaba las operaciones de venta y permuta y se causaba en el momento de celebrarse el contrato respectivo; el de almojarifazgo que cubrían mercancías al salir o entrar de o a los puntos del reino; el llamado "derecho caldos", que se causaba por la fabricación de vinos y licores; el de pesca, buceo de perlas cuya implicación era obvia; y el de papel sellado que se creó en 1638.



La situación abigarrada que en materia tributaria existía en la Nueva España se pretendió sustituir por una normación más o menos sistematizada que en materia de contribuciones públicas estableció la Constitución gaditana de marzo de 1812, ordenamiento que teóricamente estuvo en vigor en dos ocasiones durante la última década de la Colonia. La base de dicha normación era nada menos que el principio de proporcionalidad de los impuestos al declarar el artículo 8 de la citada Constitución que todo español, sin distin-













ción alguna, estaba obligado "a contribuir en proporción a sus haberes para los gastos del Estado", Las reglas fundamentales en lo concerniente a la men¬cionada obligación pública individual se prescribieron en un título preceptivo especial, el VII, Y entre ellas se proclamó el principio de la legalidad de los impuestos en cuanto que éstos deberían decretarse por las Cortes, o sea, por el órgano legislativo, habiéndose desposeído de la facultad correspondiente al rey en forma análoga a como sucedió con mucha antecedencia cronológica en Inglaterra.



El Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, común¬mente conocido como Constitución de Apatzingán. dc 22 de octubre de 1814, también contenía importantes prescripciones en materia tributaria. Al efecto, consideraba que "Las contribuciones públicas no son extorsiones de la socie¬dad, sino donaciones de los ciudadanos para seguridad y defensa" (art. 36) Y disponía que una de las obligaciones de éstos consistía en "contribuir a los gastos públicos" (art. 41). Además, los impuestos debían crearse por ley, te¬niendo la atribución respectiva el Supremo Congreso (art. 113).



El principio de la legalidad tributaria se reitera por el Acta Constitución de la Federación Mexicana del 31 de enero de 1824 y la Constitución federal de 4 de octubre de este año, incumbiendo al "Poder legislativo" o Congreso general el establecimiento de las contribuciones necesarias para cubrir los gastos genera¬les de la República (art. 13, frac. IX del Acta y 49, frac. VIII de la Consti¬tución).



La obligación tributaria y el aludido principio de legalidad de los impuestos se repiten en ordenamientos constitucionales posteriores, como las Siete Leyes de 1836 y las Bases Orgánicas de 1843 (art. 3, frac. II de la Primera Ley y arto 14, respectivamente), así como en los proyectos mayoritarios, minoritario y transaccional del año de 1842. Por su parte, el Estatuto Orgánico Provisio¬nal de la República Mexicana expedido por don Ignacio Comonfort en ejer¬cicio de las facultades con que fue investido por el Plan de Ayutla de marzo de 1854, estableció como obligación de los habitantes de la República "pagar los impuestos y contribuciones de todas clases, sobre bienes raíces de su propie¬dad, y los establecidos al comercio o industria que ejercieren, con arreglo a las disposiciones y leyes generales de la República" (art. 4).



El artículo 36 del Proyecto constitucional elaborado por la Comisión desig¬nada por el Congreso Constituyente de 1856-57 encabezada por don Ponciano Arriaga, estableció como obligación del mexicano "Contribuir para los gastos públicos, así de la Federación como del Estado y Municipio en que resida, de la manera proporcional y equitativa que dispongan las leyes." Este texto fue apro¬bado unánimemente por los diputados que concurrieron a la sesión en que se dio lectura (26 de agosto de 1856) y se convirtió en la fracción III de! artículo 31 de la Constitución de 57. El proyecto de reformas a esta Carta fundamental que presentó don Venustiano Carranza al Congreso de Querétaro el primero















de diciembre de mil novecientos dieciséis reprodujo la mencionada fórmula, misma que, previa su aprobación por este Congreso en sesión de 19 de enero de 1917, se insertó definitivamente en la fracción IV del artículo 31 de la Constitución mexicana vigente y cuyo comentario exegético ya hemos hecho.





7. Pérdida de la nacionalidad. Hemos afirmado que la nacionalidad es el vínculo jurídico que liga al individuo con un Estado determinado, indepen¬dientemente de la nación o pueblo en sentido sociológico a que aquél perte¬nezca. También aseveramos, siguiendo la doctrina de Derecho Internacional Privado, que la persona humana es libre para adoptar, mediante naturalización y observando las leyes que la rigen, la nacionalidad que le convenga, Y que cuando ésta es originaria o "por nacimiento" puede renunciar a ella asu¬miendo una nueva. La adopción y la renuncia mencionadas son posibles en atención a que la nacionalidad es un elemento jurídico, o sea, un nexo que previene el Derecho y que se actualiza, en cada caso concreto, cuando se dan en éste lo factores condicionantes que por modo abstracto y general se esta¬blecen normativamente. Esta actualización se realiza, tratándose de la nacionalidad de origen, mediante el nacimiento en un país determinado -jus soli- o de padres que tengan determinada nacionalidad -jus sanguinis-; y por lo que concierne a la adquirida, cuando se efectúa el acto de natura¬lización. Sin embargo, la adopción de una nacionalidad o la renuncia a ella no implica que el adoptante o el renunciante dejen de ser "nacionales" de una comunidad humana, es decir, de tina "nación" desde el punto de vista sociológico, sino sólo que uno u otros sujetos optan por pertenecer o dejar de pertenecer a un Estado determinado. Ambos fenómenos, la adopción y la re¬nuncia, configuran casos de "pérdida" de la nacionalidad anterior a la adoptada o de la renunciada cuando el Derecho les imputa este efecto, mismo que se produce por la voluntad humana o deriva de ella. En otras palabras, para que la adopción o la renuncia entrañen la pérdida de la nacionalidad en sus res¬pectivos casos, no solamente se requiere la voluntad intencional del individuo que realiza cualquiera de tales actos, sino la voluntad del Estado, expresado en la ley o en la Constitución, para que éstos generen o involucren dicha pérdida.



A este respecto el jurista mexicano Eduardo Trigueros sostiene que "en la pérdida de la nacionalidad, como en su atribución, la voluntad del individuo no tiene como en algunas ocasiones se ha pretendido, un aspecto preponderante, sino que su importancia queda fijada como la de cualquier elemento de hecho, en la categoría de simple circunstancia condicionante de la norma jurídica. La voluntad del individuo tendrá validez cuando coincida con la voluntad del Estado, de donde podemos afirmar que es ésta y no aquélla la que determina los casos en que es posible perder la nacionalidad y es que en cada Estado, en cuanto entramos en la materia de nacionalidad, estamos en presencia de un 'jus cogens' de naturaleza necesariamente imperativa".





Debemos advertir que generalmente la adopción voluntaria de una nueva nacionalidad importa concomitantemente la renuncia a la anterior, pues el caso











de que se renuncie a ésta sin adoptar otra no es común y colocaría al renun¬ciante en la situación de "apátrida". Además, esa concomitancia impide la do¬ble nacionalidad de una persona, dualidad que provoca múltiples problemas que se traducen en conflictos de leyes ordinarias o constitucionales en el espa¬cio, o sea, entre los ordenamientos jurídicos de los Estados cuya nacionalidad dual ostente el sujeto.



Esta consideración la comparte el mismo autor citado al afirmar que en el caso de la "pérdida de una nacionalidad por la adquisición de una nueva, encon¬tramos la coincidencia de la teoría general en materia de nacionalidad, no sola¬mente cuando se ob erva el problema en su aspecto sociológico, sino también cuando se le mira desde el punto de vista del derecho de gentes, ya que en este ca o, la pérdida de la nacionalidad, coincidiendo con la adquisición de una nacio¬nalidad nueva viene a evitar que se produzcan los problemas de doble nacio¬nalidad y, si como los internacionalistas pretenden, fuera ésta la única causa de pérdida de nacionalidad, se reduciría considerablemente el número de apólides".



La Constitución de 1917, que antes de 1934 no preveía la pérdida de la nacionalidad mexicana, señalaba como primera causa de este fenómeno "la ad¬quisición voluntaria de una nacionalidad extranjera" (art. 37, inciso A, frac. 1). En e te ca o es la voluntad del mexicano por nacimiento o naturalización, ex¬tremada en dicha adquisición, lo que producía automáticamente la pérdida de la nacionalidad mexicana, efecto que nos parece del todo acertado, pues evita¬ba, por una parte, la situación conflictiva de la doble nacionalidad, y, por la otra, la restricción de la libertad para conservar determinada nacionalidad o para optar por una nueva, libertad que es inherente a la persona humana, ya que a nadie puede obligarse a permanecer vinculado a un Estado contra su voluntad.



Otra causa que provocaba la pérdida de la nacionalidad mexicana consistía en la aceptación o uso de títulos nobiliarios que impliquen sumisión a un Estado extranjero (art. 37 constitucional, inciso A, frac. I1). Esta causa nos parece cen¬surable en diversos aspectos por las razones que expresamos a continuación. Hemos aseverado con cierta insistencia que la renuncia a la nacionalidad, que obviamente entraña la pérdida de la misma, debe ser un acto voluntario e in¬tencional de la persona y que, en consecuencia, a nadie se le debe despojar de ella contra su anuencia o sin su consentimiento expreso. La causa a que nos referimos quebrantaba dicho principio, pues a pesar de que un mexicano no quisiera perder su nacionalidad estaba condenado a perderla por el solo hecho de aceptar o usar un título nobiliario que le hubiese sido expedido por algún















Estado extranjero. Por otra parte, la pérdida de la nacionalidad mexicana a consecuencia del indicado motivo y la circunstancia de que el mexicano no adopte ni pretenda adoptar ninguna otra, lo colocan en la situación de apátri¬da. Pero independientemente de las objeciones que se acaban de formular, la aceptación y el uso de títulos nobiliarios que importen sumisión a un Estado extranjero con la eficacia ya anotada, implicaban una incongruencia frente a lo establecido en el artículo 12 constitucional, precepto que dispone que en México no producen ningún efecto los títulos de nobleza. La incongruencia que señalabamos estriba en que, no obstante la ineficacia constitucional de di¬chos títulos, en la prevención, también constitucional, que consiga la aludida causa de pérdida de la nacionalidad (art. 37, inciso A, frac. I1), a tales título se les daba la tremenda eficacia de generar este fenómeno. A mayor abunda¬miento, para que la aceptación y el uso de un título nobiliario origine la pér¬dida de la nacionalidad mexicana, se requería que dicho título implique sumisión por parte del mexicano a un Estado extranjero. Ahora bien, ¿qué en¬tiende por sumisión y quién va a juzgar de la misma? Generalmente, la pose¬sión de un título de nobleza no involucra sumisión alguna al estado que lo haya expedido. Por el hecho de que un mexicano acepte y use un título de conde, marqués, duque, barón o algún otro, no se supedita al país que se lo haya conferido, ya que, cuando mucho, guardará a éste y a su gobierno grati¬tud o reconocimiento por el muy menguado honor que supone, muy relativa¬mente por cierto, el expresado título. La sumisión de que habla la disposición constitucional que comentamos no deriva de la sola aceptación o del mero uso de un título nobiliario, sino de los compromisos o actos que para obtenerlo o para ostentarlo haya contraído o realice el mexicano, en cuyo caso éste sería un antipatriota pero no acreedor a la pérdida de su nacionalidad, fenómeno éste que pudo no haber deseado nunca. Además, no cualquier órgano del Estado puede declarar dicha pérdida, sino únicamente la Secretaría de Rela¬ciones Exteriores y siempre que en beneficio del presunto afectado se obse¬quie la garantía de audiencia consagrada en el artículo 14 de la Constitución, brindándole previamente la oportunidad defensiva y probatoria para preservar una de las más importantes calidades de la persona humana, cual es su nacionalidad.



Por otra parte, la nacionalidad mexicana por naturalización se perdía cuando el naturalizado residiera en su país de origen durante cinco años continuos, cuando se hiciese pasar como extranjero en cualquier instrumento público o





















cuando usara un pasaporte extranjero (fracciones III y IV del inciso A del arto 37 const.). Consideramos que la residencia a que se refiere el primer caso debe ser voluntaria, o sea, sin coacción alguna o sin que medie ninguna circunstan¬cia impeditiva para que el naturalizado retorne a México, pues sólo así se pre¬sume fundamentalmente que el extranjero que adquirió la nacionalidad mexicana ha decidido abandonarla o abdicar de ella, por permanecer intencionalmente en su país de origen durante el lapso mencionado. Además, en las hipótesis a que nos acabamos de referir, la pérdida de la nacionalidad por naturalización no debe operar de pleno derecho cuando se realice el hecho condicionante, toda vez que éste debe ser invocado y acreditado ante la Secretaría de Rela¬ciones Exteriores, teniendo el presunto afectado el derecho de ser oído en de¬fensa antes de que se declare la pérdida, en observancia de la garantía de audiencia instituida en el artículo 14 de la Constitución Federal.



Debemos hacer la importante observación de que Las causas de La pérdida de (a nacionalidad mexicana que hemos comentado no son ya operantes tratán¬dose de la nacionalidad mexicana por nacimiento, sino únicamente por Lo que respecta a La nacionalidad por naturalización. Así, por reforma de 7 de marzo de 1997, publicada el día 20 siguiente, se declaró que ningún mexicano por nacimiento puede ser privado de su nacionalidad. Esta terminante declaración auspicia la posibilidad de que se adquieran varias nacionalidades extranjeras sin perder la nuestra. En otras palabras, el mexicano por nacimiento puede ser binacional o multinacional, circunstancia que significa una seria amenaza para la unidad de la Nación, en cuya población, como elemento humano del Esta¬do, puede haber mexicanos ortodoxos y mexicanos heterodoxos, lo que es his¬tóricamente inusitado. Ya hemos advertido los serios inconvenientes de la doble nacionalidad, los cuales, por mayoría de razón, se multiplican por la plu¬rinacionalidad que indiscutiblemente daña a México y merma el concepto de patria.



En resumen, las causas de la pérdida de la nacionalidad mexicana, según hemos afirmado, sólo opera tratándose de mexicanos por nacionalización en los términos del artículo 37 reformado de la Constitución y cuyo texto reproduci¬mos en la nota al calce.









e) Los extranjeros



1. Consideraciones generales. El concepto de "extranjero" denota una idea de exclusión frente a los "nacionales". Dicho de otra manera obvia y evidente, la situación de "extranjería" es la contraria a la de "nacionalidad", lo que, en una expresión que se antoja pueril, indica que "quien no es nacional de algún Estado, en relación al mismo es extranjero". Estas aseveraciones tienen su ex¬plicación lógico-jurídica, pues si cualquier Estado tiene la potestad de vincular políticamente con su elemento humano -población- al sector mayoritario del mismo -comunidad nacional-, tiene simultáneamente la facultad de segregar de esta comunidad al grupo minoritario que por diversas causas -raciales, his¬tóricas, sociales, religiosa, lingüísticas, geográficas, económica, etc.-, estime que no debe pertenecer a ella. El alcance y la consecuencia de esa segrega¬ción han variado en el tiempo y en el espacio, o sea, históricamente y en lo que concierne a cada Estado en particular, advirtiéndose con toda claridad la tendencia en el mundo contemporáneo de igualar jurídicamente al nacional y al extranjero. Esta igualación no implica, empero, una completa igualdad entre ambo frente a la ley, sin que, por otra parte, se registre en el ámbito político, so pena de colocar al Estado donde pudiese operar en grave riesgo de desaparecer.



El método de exclusión para demarcar jurídicamente la situación de extranjería lo emplea, desde luego, nuestra Constitución, cuyo artículo 33 dispo¬ne que "Son extranjeros los que no posean las calidades determinadas en el artículo 30", mismas que ya examinamos con anterioridad. Ahora bien, el ex¬tranjero, es decir, el individuo que no sea mexicano por nacimiento o naturali¬zación, puede tener dentro del orden jurídico de México distintas calidades que, atendiendo a diversos factores, se establecen y regulan por la legislación federal ordinaria y cuyo estudio rebasa los límites temáticos del Derecho Constitucional para incidir en el campo investigatorio del Derecho Administrativo.











2. Situación constitucional de los extranjeros. Dentro del Estado mexi¬cano todo extranjero, independientemente de su condición migratoria, es titular de las garantías constitucionales indebidamente llamadas "individuales", casi con la misma amplitud como lo son los mexicanos .Esa titularidad se declara en los artículos 33 y primero de la Constitución, cuyo ordenamiento, que es la ley suprema y fundamental de México, es el único que con validez jurídica puede restringir o vedar a los extranjeros lo goce y disfrute de los derechos público subjetivos inherente' a dichas garantías. De lo principios de supre¬macía y de fundamentalidad de la Constitución e infiere la conclusión .de que ninguna ley secundaria u ordinaria puede imponer restricciones o prohibiciones a lo extranjeros que, fuera del ámbito normativo constitucional, hagan nuga¬torio, por parte de éstos, el ejercicio de los mencionados derecho. De e ta consideración también se deduce que la situación constitucional de los extran¬jeros en México en cuanto a las prohibiciones de que están afecto, e demarca por exclusión, frente a la posición que dentro de la Constitución ocupan los nacionales. Por ende, puede establecer e la regla general a este respecto de que en todas aquellas hipótesis en que para adquirir un derecho o ejercer una actividad el ordenamiento constitucional exija la calidad de mexicano el extranjero adolece de la incapacidad jurídica correlativa, misma que, mediante el método excluyente que hemos mencionado, se especifica en lo supuesto que estudiamos al referirnos al tema concerniente a las prerrogativas de los me¬xicanos.



Por lo que atañe a las obligaciones de los extranjeros, la Constitución no contiene ningún estatuto como lo establece tratándose de los mexicanos en su artículo 31 que ya estudiamos. Sin embargo, esta omisión no implica que el Congreso de la Unión, en el desempeño de sus facultades legislativas en materia de extranjería (art. 73, frac. XVI), no pueda decretar tales obligaciones, posi¬bilidad que sólo está condicionada a que éstas no se opongan o hagan nugato-rias las garantías constitucionales que, según afirmamos, se extienden a favor de todo extranjero. Huelga decir que diversas leyes federales, entre ellas pri¬mordialmente la de Nacionalidad y Extranjería y la de Población, imponen diversas obligaciones a los extranjeros y cuyo examen excedería de la temática de esta obra, destacándose entre ellas la concerniente a la tributación para los gastos públicos. Debe advertirse que la obligación tributaria a cargo de los extranjeros está supeditada a la satisfacción de los requisitos constitucionales de legalidad, equidad y proporcionalidad que analizamos anteriormente.



La estancia del extranjero en México está subordinada al Presidente de la República en cuanto que este alto funcionario tiene la facultad exclusiva de hacerlo abandonar el territorio nacional "inmediatamente y sin necesidad de juicio previo" cuando estime "inconveniente" su permanencia en el país (art.













33 constitucional). Consiguientemente, frente al Ejecutivo Federal y en lo que atañe a su expulsión, los extranjeros no gozan de La garantía de audiencia que para todo gobernado instituye el segundo párrafo del artículo 14 de la Consti¬tución, implicando este caso una de las pocas salvedades o excepciones a la propia garantía. Sin embargo, aunque el Presidente de la República no tiene la obligación de escuchar en defensa al extranjero previamente a la emisión del acuerdo expulsorio, sí está sujeto a La garantía de motivación Legal que consagra el artículo 16 constitucional, en el sentido de que dicho funcionario debe basar la estimación sobre la inconveniencia de que aquél permanezca en el país, n datos, hechos o circunstancias objetivo, reales o trascendentes que la justi¬fiquen, factores todos esto que deben ser apreciados prudente y racionalmente por el Ejecutivo Federal. Por ende, la facultad presidencial a que no referimos no debe considerarse como potestad arbitraria en cuyo desempeño sólo opere el capricho inconsulto que conduce a la injusticia, sino como una atribución que debe ejercitarse con criterio lógico orientado hacia la preservación de los valores e intereses humanos, morales, sociales o económicos del pueblo de Mexi¬cano que se vean amenazados o en peligro por extranjero pernicioso o indeseable. Debe enfatizarse, además, que el extranjero, frente a la aplicación del artícu¬lo 33 constitucional, está legitimado para promover el juicio de amparo contra el acuerdo o decreto presidencial de expulsión, en cuya demanda pueden invocarse hipotéticamente como violadas todas las garantías del gobernado con excepción de la audiencia, la que, según dijimos, no condiciona dicho acto de autoridad.



La obligación del Presidente de la República en el sentido de motivar legal¬mente en cada caso concreto el ejercicio de la facultad expulsoria con que lo inviste el artículo 33 de la Constitución en acatamiento de la garantía de lega¬lidad instituida en su artículo 16 y la procedencia del juicio de amparo contra el acuerdo o decreto respectivo, se deducen claramente de la gestación parlamen¬taria del primero de los preceptos citados, según podrá observarse de las consi¬deraciones que a continuación formulamos.



El proyecto de don Venustiano Carranza establecía expresamente que "Las determinaciones que el Ejecutivo dictare en uso de esta facultad no tendrán recurso alguno." Esta prevención tendía a hacer improcedente todo medio de defensa jurídica contra los acuerdos expulsorios del Presidente de la República incluyendo obviamente a la acción de amparo .. Ahora bien, la Comisión dicta¬minadora designada por el Congreso Constituyente de Querétaro propuso la supresión de dicha prevención, aduciendo, por lo contrario, la procedencia del amparo contra los referidos acuerdos y la debida motivación de los mismos. Propugnó la discrecionalidad en el ejercicio de la consabida facultad constitu¬cional y la proscripción de la arbitrariedad en las determinaciones respectivas para evitar la injusticia que éstas pudieran en entrañar. "La Comisión decían sus integrantes, no considera arreglada a la justicia la facultad tan amplia que se concede exclusivamente al Ejecutivo de la Unión para expulsar al extran¬jero que juzgue pernicioso, inmediatamente, sin figura de juicio y sin recurso















alguno. Esto es presuponer en el Ejecutivo una infalibilidad que desgraciada¬mente no puede concederse a ningún ser humano. La amplitud de esta facultad contradice la declaratoria que la precede en el texto: después de consignarse que los extranjeros gozarán de las garantías individuales, se deja al arbitrio del Ejecutivo suspenderlas en cualquier momento, supuesto que no se le fijan reglas a las que deba atenerse para resolver cuándo es inconveniente la perma-nencia de un extranjero, ni se concede a éste el derecho de ser oído, ni medio alguno de defensa.



"La Comisión conviene en la necesidad que existe de que la nación pueda revocar la hospitalidad que haya concedido a un extranjero cuando éste se hu¬biere hecho indigno de ella; pero cree que la expulsión, en tal caso debiera ajustarse a las formalidades que dicta la justicia; que debieran precisarse lo casos en los cuales procede la expulsión y regularse la manera de llevarla a cabo; pero como la Comisión carece del tiempo necesario para estudiar tales bases con probabilidades de acierto, tiene que limitarse a proponer que se reduzca un tanto la extensión de la facultad concedida al Ejecutivo, dejando siquiera el juicio de amparo al extranjero amenazado de la expulsión.



"Esta garantía que consultamos está justificada por la experiencia, pues he¬mos visto casos en que la expulsión de un extranjero ha sido notoriamente injusta, y en cambio se han visto otros en que la justicia nacional reclamaba la expulsión y, sin embargo no ha sido decretada.



"No encuentra peligrosa la Comisión en que se dé cabida al recurso de am¬paro en estos casos, pues la tramitación del juicio es sumamente rápida, tal como la establece la fracción IX del artículo 107. Los casos a que se refiere el artículo 33 son poco frecuentes; bastará con dejar abierta la puerta al amparo para que el Ejecutivo se aparte de toda reflexión o apasionamiento cuando se disponga a hacer uso de la facultad de que se trata. No falta quien tema que la intervención de la Corte de Justicia en estos casos frustrará la resolución del Ejecutivo; pero, en nuestro concepto, no está justificado ese temor: la Corte no hará sino juzgar el hecho, apreciarlo desde el punto de vista que lo haya planteado el Ejecutivo, examinar si puede considerarse con justicia inconve¬niente la permanencia de un extranjero en el caso particular de que se trate.



"Con la enmienda que proponemos desaparecerá de nuestra Constitución el matiz de despotismo de que parece revestido el Ejecutivo en tratándose de extranjeros y que no figura en ninguna otra de las Constituciones que hemos tenido ocasión de examinar.



"Por lo tanto, consultamos a esta honorable Asamblea la aprobación del artículo en la forma siguiente:



"ARTÍCULO 33. Son extranjeros los que no poseen las calidades determina¬das en el artículo 30. Tienen derecho a las garantías que otorga la sección I, título primero de la presente Constitución; pero el Ejecutivo de la Unión ten¬drá la facultad exclusiva de hacer abandonar el territorio nacional inmediata¬mente y sin necesidad de juicio previo, a todo extranjero cuya permanencia juzgue inconveniente.

"Los extranjeros no podrán de ninguna manera inmiscuirse en los asuntos políticos del país. Tampoco podrán adquirir en él bienes raíces, ni hacer denun¬cias o adquirir concesiones para explotar productos del subsuelo, si no manifies¬tan antes ante la Secretaría de Relaciones que renuncian a su calidad de extran¬jeros y a la protección de sus Gobiernos en todo lo que a dichos bienes





se refiere, quedando enteramente sujetos respecto de ellos a las leyes y autoridades de la nación."



"Sala de Comisiones, Querétaro de Arteaga, 18 de enero de 1917. Luis G. Monzón.-Enrique Colunga.-Enrique Recio."





Los diputados Francisco J. Mújica y Alberto Román, por su parte, propu¬sieron que en el artículo 33 constitucional se especifican los casos en que el Ejecutivo Federal podía expulsar a los extranjero con el objeto de restringir la facultad correspondiente e impedir que su ilimitado y subjetivo desempeño pudiese originar graves injusticias y arbitrariedad, opinando que las deter-minaciones presidenciales que en ellos se tomaran no fuesen impugnables por recurso o alguno. in embargo, Mújica y Román reiteraron, incongruentemente con el señalamiento específico de los caso en que, según ellos, debía proceder la expulsión, la ilimitada facultad del Presidente para hacer abandonar el país a todo extranjero cuya permanencia en él juzgase "inconveniente", habiendo propuesto, sin embargo, que contra las resoluciones o decretos respectivos procediese el juicio de amparo.



El punto de vista de dichos dos diputados constituyentes estaba concebido en los siguiente términos: "Considerando los subscriptos, miembros de la primera Comisión dictaminadora, que en las razones aducidas por la mayoría de los miembros de esta Comisión para dictaminar en la forma en que lo hicieron sobre el artículo 33 del proyecto de Constitución presentado por el ciudadano Primer jefe, hay tantas razones en pro como en contra, verdaderamente funda¬mentales, tanto para que subsista como para que se suprima la parte relativa del artículo a debate, en que se dice que las determinaciones que el Ejecutivo dictare en uso de la facultad de expulsar a extranjeros perniciosos no tendría recurso alguno, hemos resuelto presentar el mismo artículo 33 en la forma que sigue:



"ARTÍCULO 33. Son extranjeros los que no poseen las calidades determinadas en el artículo 30. Tienen derecho a las garantías que otorgan la sección I título primero de la presente Constitución; pero el Ejecutivo de la Unión tendrá la facultad exclusiva de hacer abandonar el territorio nacional inmediatamente y sin necesidad de juicio previo: 1. A los extranjeros que -se inmiscuyan en asUI1 tos políticos. II. A los que se dediquen a oficios inmorales (toreros, jugadores negociantes en trata de blancas, enganchadores, etc.). III. A los vagos, ebrios consuetudinarios e incapacitados físicamente para el trabajo, siempre que aquí no se hayan incapacitado en el desempeño de sus labores. IV. A los que e cualquier forma pongan trabas al Gobierno legítimo de la República o conspiren en contra de la integridad de la misma. V. A los que en caso de pérdida por asonada militar, motín o revolución popular, presenten reclamaciones falsas al Gobierno de la nación. VI. A los que representen capitales clandestinos del Clero. VII. A los ministros de los cultos religiosos cuando no sean mexicano VIII. A los estafadores, timadores o caballeros de industria. En todos estos la determinación que el Ejecutivo dictare en uso de esta facultad no tendrá













recurso alguno, y podrá expulsar en la misma forma a todo extranjero cuya permanencia en el país juzgue inconveniente, bajo el concepto de que en este último caso sólo procederá contra dicha resolución el recurso de amparo."



Hemos creído pertinente insertar las transcripciones que anteceden con el objeto de precisar que el artículo 33 constitucional no concede al Presidente de la República una potestad arbitraria para ordenar que cualquier extranjero abandone el país sólo con base en un "juicio" subjetivo y capricho o que no resulte d la apreciación racional y prudente de lo hecho y circunstancias que concurran en su conducta objetiva o externa. En otras palabras, i tal precepto involucra una excepción o salvedad a la garantía de audiencia, no hace inapli¬cable la de motivación legal que contiene en l artículo 16 constitucional. Además, el citado artículo 33 no excluye la procedencia de la acción de ampa¬ro contra lo acuerdo presidencial c ex pul ario, según se deduce claramente de su interpretación auténtica basada en la razón y argumentación que aduje¬ron la mayoría y minoría de la Comisión nombrada por el Congreso Constitu¬yente de Querétaro. A mayor abundamiento, la sala Penal de la Suprema Corte sustentó en el año de 1948 el criterio de que el artículo 33 constitucional no consagra una potestad irrestricta en favor del Ejecutivo Federal en lo que toca a la expulsión de extranjero, sino que instituyo una facultad discrecional que, como tal debe re petar la garantía de motivación legal establecida en el artículo 16 de la Constitución.





La ejecutoria correspondiente, pronunciada con apoyo en la ponencia que elaboró el ministro don Teófilo Olea y Leyva, asienta en su parte conducente que", , . el artículo primero de la Constitución federal establece la protección de é ta para todo individuo, esto es, para mexicanos y extranjeros, sin distinción de ninguna naturaleza. Igualmente previene que las garantías que otorga no podrán restringirse ni suspenderse sino en los casos y con las condiciones que la misma Constitución señala. Los artículos 103, fracción 1 y 107 que establecen el juicio de amparo, no hacen distinción alguna sobre los individuos o personas a quienes alcanza esa protección. Por tanto, si el artículo 33 de la propia Carta Fundamental faculta al Ejecutivo de la Unión, en forma exclusiva, para hacer abandonar el territorio nacional inmediatamente y sin necesidad de juicio pre¬vio, a todo extranjero cuya permanencia juzgue inconveniente no inhibe a dicho alto funcionario de la obligación que tiene, como toda autoridad en el país, de fundar y motivar la causa legal de su procedimiento, por la molestia que causa con la deportación, para que esa garantía está establecida por el artícu¬lo 16 de la propia Constitución. En consecuencia, sus actos no pueden ser arbitrarios, sino que deben estar sujetos a las normas que la misma Carta Fun¬damental y las leyes establece. Siendo así, procede el juicio de garantías contra sus determinaciones conforme al artículo 103, fracción 1 expresado para lo cual debe seguirse el procedimiento establecido por la Ley Reglamentaria respec¬tiva."











3. Sinopsis histórica. No quisiéramos con luir el tema relativo a los ex¬tranjeros sin hacer una breve referencia histórica re pecto de u situación internacional y nacional. Nadie ignora que en las polis griegas el extranjero se encontraba en una posición de notoria desigualdad frente al derecho civil )' que, tratándose del político, no gozaba absolutamente de ninguna prerrogativa, En el pensamiento jurídico-político del mundo de Hélade el extranjero esta¬ba colocado en una situación de innegable inferioridad frente al ciudadano, careciendo de los más elementales derechos subjetivos en todo tipo de relación social. En Esparta llegó a tratarse al extranjero como un verdadero enemigo, a tal punto que se le impedía la entrada a su territorio para que no corrompiera las austeras y rigurosas costumbres espartanas. Debe recordare además, que la clase social de lo ilotas dentro del Estado Espartano, o sea, la de los ilotas, estaba integrada por los descendientes de los extranjeros que, pese al mencionado impedimento, habían logrado radicarse en el Peloponeso.



En Roma la situación del extranjero era verdaderamente inicua, aunque fue poco a poco mitigando merced a la evolución paulatina de las ideas jurídicas y al surgimiento de necesidades económicas y militares. En los, primeros tiempos del Estado romano al extranjero le estaban vedados todos los honores, entre ellos el uso del prenombre y la portación de la toga. Carecía de derechos civiles tal como el cunnubium y la patria potestas, sin poder adquirir tampoco la propiedad inmobiliaria que el viejo derecho de los quirite reservaba a los romanos. Además, no estaba permitido al extranjero otorgar testamento y estaba incapacitado para ejercer instituido heredero. La célebre Ley de las Doce Tablas, que fue uno de los primeros ordenamientos de Roma, consideraba, extranjero como hostis, es decir. como enemigo, excluido de la vida jurídica y política del Estado. Cuando Roma fue ensanchando su dominación territorial mediante el llamado "derecho de conquista" ejercitado en infinidad de campañas militares, y cuando la población del Estado romano fue aumentando con la agregación, aunque no incorporación, de distintas comunidades nacionales que fueron obligadas a reconocer y aceptar su imperium, surgió la necesidad de crear un funcionario judicial que administrara justicia entre los extranjeros y el cual le llamó "pretor perigrinus", ya que con anterioridad a su implantación esa importante función se desempeñaba por el "pretor urbanus" entre romanos, o las personas perteneciente a otro pueblos itálicos a lo que se había concedido el "derecho de ciudad". El pretor perigrinus no aplicaba a los extranjeros el derecho civil reservado a los romanos, sino el jus gentium o derecho de gente. La Constitución de Caracalla, más por razone de política fis que humanitarias, otorgó a los extranjeros el derecho de ciudad pero con propósito, no de establecer entre ellos y lo romanos una verdadera igualdad jurídica, sino para considerarlos su jetos de tributación en favor del E tal Para tal efecto se les reconoció el derecho de apropiación inmobiliaria y el testamentifacción activa y p, iva, en cuanto que podían di poner de bienes por testamento o recibir otro por herencia. De esta manera se eliminó, o al menos se atemperó marcadamente, el injusto derecho que tenía el Estado romano de apropiarse de los bienes de un extranjero por estar impedido éste





















para transmitirlos por testamento o por ley a sus parientes o herederos na¬turales.



Durante la Edad Media la situación de los extranjero no sólo no mejoró, sino que' se agravó inhumanamente. El individuo a quien se permitía residir dentro de los dominios territoriales del señor feudal carecía de todo derecho frente a éste y a los que no se reputaban extranjero. El extranjero era ciervo de la tierra y su dueño ejercía sobre él la potestad de vida o muerte irrestric¬tamente. En lo que atañe a la situación de lo extranjero durante el medioevo debe destacar, entre los derecho característicos de aquella época, el que se denominaba “de aubana o albinagio". Este derecho consistía en que, al falleci¬miento de un extranjero, todos sus bienes pasaban a poder del señor feudal, pues aquél no podía instituir a ningún heredero ni recibir nada por herencia. Tal derecho se trasladó al rey a consecuencia de la desaparición del régimen feudal y subsistió hasta la Revolución francesa, cuyos postulado filosóficos y políticos lo reputaron contrario a los principios de fraternidad que debían unir a todo lo hombres independientemente del país del que procediesen del origen que tuvieren.



Es muy satisfactorio poder constatar, por otra parte, que la situación de los extranjeros en los Reinos españoles medioevales no era inhumana y cruel como la que prevalecía en Inglaterra y sobre todo en Francia durante la misma época. "En España, dice don Joaquín Escriche, ni se ha impedido ni se impide a los extranjeros naturalizados o no naturalizado, el disponer libremente de sus bienes por contrato entre vivos o por última voluntad, ni tampoco se han confiscado ni se confiscan los bienes de los intestado ."



Para corroborar este aserto de tan afamado jurisconsulto español, es perti¬nente invocar algunas prescripciones del Fuero Real de Castilla " León expedido el año de 1255 por el rey don Alfonso IX, referentes a los romeros o extranjeros. Dichas prescripciones establecían lo siguiente: "Porque queremos que los fechos de Dios, e de Saeta Iglesia por nos sean más adelantados, mandamos, que los romeros, e mayormente los que vienen en romería a Santiago, quienquier que sean, o no quier que vengan, hayan de nos este privilegio por todos nuestros reynos: ellos, e sus compañas con sus cosas, seguramente vayan e vengam e fiquen: ca razon es que aquellos que biene facen que sean por nos defendidos y amparados en las buenas obras, e que por ningún tuerto que hayan de ricibir, no dexen de venir, ni de cumplir su romería. Onde defendemos, que ninguno no les faga fuerza, ni tuerto, ni mal ninguno: mas sin ningun empescimiento alverguen seguramente quando quisieren, a tanto que sean lugares de alvergar. Otrosí, mandamos, que también en las alverguerías, como fuera dellas, puedan comprar las cosas que hubieren menester, e ninguno no sea osado de les mudar las medidas, ni los pesos derechos porque los otros de la tierra venden, e com¬pran: y el que lo ficiere, haya la pena que manda la ley.



"Todo home a quien no es defendido por derecho, ha poder de facer manda de lo suyo: ca ninguna cosa no vale tanto a los home como ser guardadas sus mandas, e por ende queremos, o que lo romeros, o quienquier que sean, en













donde quiera que vengan, puedan también en sanidad, como en enfermedad, facer manda de sus cosas según su voluntad, e ninguno no sea osado de emb garle poco, ni mucho; e quien contra esto ficiere, quier en vida del rome quier después de la muerte, quanto tomare tornelo todo aquel a quien lo m; dó el romero, con las costas e daños, a bien vista del Alcalde que sobre e fuere puesto, e peche otro tanto de lo suyo al Rey: e si no tomó nada de del romero, mas embargó que no ficie e la manda, peche cincuenta rnarave al Rey, y en aquello sea creída la palabra del romero, o de sus compañe que andan con él: e si no hubiere de que lo pechar, el cuerpo está a merced del Rey."





En lo que concierne a México puede afirmarse que el pensamiento jurídico político que inspiró a los diferentes ordenamiento y proyecto legislativos que expidieron y elaboraron desde la iniciación de la Independencia, siempre reveló una tendencia liberal y hasta genero a en favor de la situación de extranjero. De diversos modos y n distintas etapas histórico-jurídicas, tendencias e manifestó en el designio de incorporar al extranjero al pueblo mexicano bajo condicione fácilmente suceptibles de satifacerse. Para confimar esta aseveración es suficiente resaltar las más importantes disposiciones que materia de extranjería se contienen en diferentes documentos juridico-politicos, que registra la historia constitucional de nuestro país. En casi todos ellos advierte esa tendencia, así como el espíritu de fraternidad universal que alienta, pues sólo en casos aislados se vio empañado por una fobia contra español que se observó durante los primeros lustros de la vida independiente de México. Esta actitud antiespañola se explica por la natural aversión e siente un pueblo contra sus dominadores durante la lucha de emancipación y por su temor frente a nuevos intentos de sojuzgación. Ambos motivos, acentuando en la conciencia colectiva y en el ánimo de los primeros dirigentes , México independiente, provocaron una reacción contra los españoles residen en nuestro país, aunque de ningún modo contra el hispanismo, pues éste, sien uno de los elementos genéticos de la nación mexicana, no pudo ni puede d conocerse por ella sin desconocerse a sí misma.





La reacción antiespañola a que nos referimos originó que el 20 de mal de 1829 se expidiese un decreto mediante el cual se ordenó la expulsión españoles del territorio nacional, modificándose el decreto anterior de 20 diciembre de 1827 sobre la misma cuestión. Este último dispuso que la exposición no afectaba a los españoles que hubiesen prestado "servicios distinguir a la independencia" y acreditado "su afección a nuestras instituciones", como tampoco "a los hijos de éstos que no hayan desmentido la conducta patriótica de sus padres" (art. 7). Además, se limitó temporalmente la expulsión en el sentido de condicionarla resolutivamente al reconocimiento de la independencia mexicana por parte de España (art. 15). En opinión de don Manuel Dublán y don José María Lozano, ambos decretos expulsorios de españoles fue-





















ron "obra de las circunstancias", ya que "Reconocida que fue por España la independencia de la nación, los españoles, lo mismo que los demás extranje¬ros, han tenido abiertas las puertas de la República, en la que encuentran una hospitalidad franca y la oportunidad de labrarse una fortuna al abrigo y bajo la amplia protección de nuestras leyes."





Desde los Elementos Constitucionales elaborados por don Ignacio López Rayón, uno de los ideólogos y jefes del movimiento insurgente, se percibe la tendencia de incorporar a los extranjeros a la población de lo que posterior¬mente sería el Estado mexicano. En ese documento se declara que todos los "vecinos de fuera" que favorecieren la libertad e independencia de la nación, serían recibidos bajo la protección de las leyes. En el artículo 13 de la Consti¬tución de Apatzingán de 14 de octubre de 1814, se extiende la ciudadanía mexicana a todos los nacidos en América, reputándose con dicha calidad, ade¬más, a los extranjeros que, profesando la religión católica, apostólica y romana, no se opusieren a la libertad nacional. En la Constitución gaditana de marzo de 1812, según lo afirmamos en una ocasión anterior, se consideraron españoles a todos los hombres libres nacidos en los dominios de las Españas (la metro¬politana y la de ultramar) y a los hijos de éstos, prescindiendo de su condición racial o de cualquier otra particularidad, consideración que revela, ingenua¬mente por cierto, una pretendida igualación jurídica y política de todos los individuos étnica y cuIturalmente diferentes que formaban una población de suma heterogeneidad diseminada en los vastos territorios de la monarquía espa-ñola. Es muy importante advertir, por otro lado, que en el Plan de Iguala proclamado por Agustín de Iturbide el 24 de febrero de 1821, se comprendió bajo el nombre de "americanos" no sólo a los nacidos en América sino a los europeos, africanos y asiáticos residentes en ella. A todos ellos Iturbide dirigió las vehementes exhortaciones contenidas en el famoso Plan, lo que indica que en su pensamiento, con sinceridad o sin ella, no anidó ninguna discriminación racial ni distinción entre extranjeros y no extranjeros. A su vez, en el artículo 15 de los Tratados de Córdoba de 24 de agosto de 1821, se otorgaron amplias facilidades a los europeos avecindados en la Nueva España para trasladarse con su fortuna a donde les conviniese o para permanecer en el país. El Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano de 18 de diciembre de 1822 in¬corporó al pueblo mexicano a todos los habitantes del "imperio" que hubieren reconocido el Plan de Iguala y la independencia nacional, así como a los ex¬tranjeros que arribaran posteriormente al territorio nacional y jurasen fidelidad al "emperador" y a las leyes (art. 7). En el Acta de la Federación Mexicana de 31 de enero de 1824 se estableció como garantía para todo habitante de la República la de recibir "pronta, completa e imparcial justicia" y la de ser juzgado por tribunales previamente establecidos y conforme a leyes dadas con anterioridad, sin distinción entre mexicanos y extranjeros (arts. 18 y 19). Análogas garantías en materia judicial se instituyeron para unos y otros por la Constitución Federal de 1824 (título V, sección 7). El respeto a los derechos



















del extranjero se reafirmó por las Bases Constitucionales de la República Mexicana del 23 de octubre de 1835 (Art. 2), así como por las Siete Leyes Constitucionales o Constitución centralista de 1836 (art. 12 de la primera ley). La misma situación del extranjero se reitera en los documentos constitucionales posteriores, tales como el Proyecto de Reformas a la Constitución últimamente citada de 3 de junio de 1840 (Art. 21); las Bases Orgánicas de 1843 (Art. 1 que además concedían facultad al Presidente de la República para expulsó del país a lo extranjero pernicioso (art. 86, frac. XXIV) y el Estatuto Orgánico Provisional de la República Mexicana de 15 de mayo de 1856 que consigno el principio de reciprocidad internacional, en el sentido de que lo extranjeros disfrutarían en México de las garantías otorgadas, a sus nacionales, siempre y cuando éstos las disfrutasen en el país al que aquéllos perteneciesen (art. 5)



La Constitución de 1857 expresamente declaró en su artículo 33 que los extranjeros gozaban de las garantías establecidas por el propio ordenamiento "salvo en todo caso la facultad que el Gobierno tiene para expeler al extranjero pernicioso". El mismo precepto impuso al extranjero la obligación de contribuir para los gastos públicos de la manera que dispongan las leyes", de obedecer y respetar las instituciones, leyes y autoridades del país, sujetándose a los fallos y sentencias de los tribunales, sin poder intentar otros recursos que los que las leyes acuerden a los mexicanos. Al interpretar el artículo 33 d la Constitución de 57 en lo que atañe a la citada facultad expulsoria, 1a Suprema Corte consideró que ésta incumbía exclusivamente al Ejecutivo de la Unión, es decir, al Presidente de la República, que el concepto de "gobierno" se refería a este alto funcionario; que la propia facultad no podía ser controlada por la jurisdicción y que "el amparo no podía tener cabida respecto de la apreciación moral de ser pernicioso un extranjero, tanto por dejar el artículo 33 esta calificación al Presidente, puesto que a él es a quien dá la facultad de expulsión, cuanto por no ser posible que los tribunales fallen o decidan sobre apreciaciones morales".





d) La ciudadanía mexicana





1. Concepto de ciudadanía. A este concepto se han atribuido diversas acepciones. En el lenguaje usual no ha faltado su identificación con el de nacio¬nalidad. Sin embargo, en el derecho político ambos tienen un significado dife¬rente. La nacionalidad, según lo hemos afirmado, es el vínculo que liga al indi¬viduo con un Estado determinado, denotando la ciudadanía una calidad del nacional. Desde un punto de vista lógico, el concepto de ciudadanía está-











subsumido dentro de la idea de nacionalidad. Por ende, el primero es de menor extensión que el segundo, pudiéndose aseverar, consiguientemente, que todo ciudadano es nacional pero no todo nacional es ciudadano. Esta expresión deno¬ta que la ciudadanía es una modalidad cualitativa de la nacionalidad y que, siendo ésta su presupuesto necesario, su asunción por el sujeto nacional requiere la satisfacción de ciertas condiciones fijadas por el derecho de un Estado.



La ciudadanía, como calidad del nacional, resulta, pues, de la imputación normativa a éste de dichas condiciones, imputación que persigue una finalidad política dentro de los regímenes democráticos de gobierno. E a finalidad con iste en que los nacionales de un Estado, convertidos en ciudadanos por la colma¬ción de las condiciones establecidas jurídicamente, participen de diversa mane¬ras en su gobierno, diversidad que depende del orden constitucional y legal de cada entidad estatal. Conforme a estas ideas, se podría definir la ciudadanía diciendo que es la calidad jurídico-política de los nacionales para intervenir diversificada mente en el gobierno del Estado. Esta calidad, por tanto, implica una capacidad, la que a su vez importa un conjunto de derechos, obligaciones y prerrogativas que forman el status de quien la tiene, o sea, del ciudadano. Fácilmente se comprende que dentro de un Estado determinado cualquier per¬sona puede tener simultáneamente estos caracteres: gobernado, nacional y ciu¬dadano. El gobernado es todo sujeto, nacional o extranjero, ciudadano o no ciudadano, cuya esfera jurídica es susceptible de afectarse por cualquier acto de autoridad; el nacional es el individuo vinculado jurídica y políticamente a un Estado aunque no participe en su gobierno; y ciudadano es el nacional al que el derecho le concede esta participación política,



Por otra parte, es importante observar que el concepto de ciudadanía im¬plica también al cuerpo político mismo del Estado, es decir, al conjunto de ciudadanos o pueblo en sentido político y en el que se hace radicar la soberanía como poder de autodeterminación. Bajo esta acepción, la ciudadanía es el conjunto de electores de los titulares de los órganos primarios del Estado y al mismo tiempo el sector humano de la población estatal del cual dichos titulares surgen, obviamente dentro de un régimen democrático. Consiguientemente, es mediante la elección activa o la pasiva como la ciudadanía interviene indirec¬tamente y por el sistema representativo en el gobierno del Estado, sin perjuicio de que su participación en las decisiones generales sea directa al través del referendum, que es la máxima institución según la cual ejercita su poder auto¬determinativo, pues en los Estados contemporáneos es imposible practicar lo que suele llamarse "democracia directa".













En resumen, el concepto de ciudadanía denota, por un lado, la calidad jurídico-política del nacional para participar en el gobierno del Estado a que pertenece, y, por el otro, al cuerpo político electoral del propio Estado integrado por ciudadanos que son sujetos de derecho y deberes políticos previstos y es¬tructurados en el orden constitucional y legal d cada país.





2. Los ciudadanos mexicanos. La condición presupuestal sine qua non de la ciudadanía mexicana en su implicación cualitativa s la nacionalidad mexicana por nacimiento o por naturaliza ión; y para que un mexicano, independientemente de su sexo, sea ciudadano, se requiere que haya cumplido die¬ciocho años de edad y que tenga "un modo honesto de vivir" (art. 34 const.).





El primero de los requisitos indicado se estableció por reforma practicada a ese precepto el 19 de diciembre de 1969 bajo el régimen gubernativo del presidente Gustavo Díaz Ordaz. Con anterioridad a ella, se exigía que el me¬xicano, varón o mujer, hubiese cumplido veintiún años de edad sin estar casado o dieciocho en el caso contrario. La reforma a que aludimos suprimió, pues, el requisito del matrimonio y redujo a esta última edad la condición para adquirir automáticamente la ciudadanía. Esta variación preceptiva per¬sigue la loable tendencia de dar oportunidad a la juventud de México para participar en la vida política del país mediante el ejercicio del voto a motivo para la elección de funcionarios públicos cuya investidura provenga de la voluntad popular mayoritaria tanto en el orden federal como en el local, tratándose, verbi-gracia, del Presidente de la República, de los diputados y senadores al Con¬greso de la Unión, de los gobernadores y diputados de las entidades federativas, de los presidentes municipales y de los miembros integrante de los ayunta¬mientos. Además, la reforma constitucional a que nos referimos ha producido el efecto inmediato de enriquecer y renovar el cuerpo electoral de la nación mediante el concurso, como ciudadanos, de un número muy considerable de jóvenes de ambos sexos mayores de dieciocho y menores de veintiún años que antes de ella no tenían la consabida calidad.





La calidad de ciudadano la obtuvieron las mujeres mexicanas hasta el mes de octubre de 1953, pues el primitivo artículo 34 de la Constitución de 1917 la reservó a los varones. Es innegable que la reforma que en tal entendido e in¬trodujo a este precepto ha originado efectos muy positivos para la democracia mexicana, ya que la participación de la mujer en la vida política de nuestro país como electora ha suministrado un contingente valioso para el mejoramiento y la depuración del elemento humano integrante del cuerpo electoral o ciuda¬danía en su implicación orgánica y por razones de carácter metajurídico cuya exposición rebasaría el tema estrictamente constitucional que estamos abordando.



Desde la Constitución de 57 sólo se ha exigido imple hecho cronológico de cumplir determinada edad –dieciocho o veintiún años - para que el mexicano adquiera la calidad de ciudadano. Sin embargo, tanto en e1 Congreso Constituyente de 56-57 como en el de Querétaro se levantaron las voces de alguno diputado para que se exigiera el requisito de saber leer y escribir con el objeto de asumir la ciudadanía, exigencia que sus promulgadores trataban de justificar sobre las condiciones de incultura y analfabetismo que afectaban a grandes masa de campesinos y obreros que por su ignorancia no









estaban en situación de ejercer concientemente y sin influencias de los “gru¬pos de presión" de entonces el importante derecho político del voto activo. Ese requisito tendía a reducir considerablamente el número de los ciudadanos que debían integrar el cuerpo electoral de la nación, implicando, no obstante, una medida transitoria que subsiste mientras la educación intensiva del pueblo no alcanzara su finalidad inmediata, o sea, la erradicación de los analfabetos. La exigencia de "aprender a leer y escribir" para ser ciudadano hubiere marginado de la función electoral, que es una de las características del si tema democrá¬tico, a más de la mitad de la población mexicana, confiando la ciudadanía a un grupo minoritario representativo de lo que pudiere llamarse la "aristocra¬cia de las primeras letras".



Además, como la ciudadanía es una calidad dinámica y no estática o sim¬plemente decorativa, para que sea operante en la realidad requiere por modo indispensable la politización del ciudadano, sin la cual éste sólo lo sería formal¬mente, supiese o no leer y escribir. La politización, concepto que se acostumbra manejar en el lenguaje político del Estado contemporáneo, entraña el conoci¬miento, o al menos, el interés por los problemas nacionales, por sus posibles soluciones, en una palabra, por los primordiales aspectos de la casa pública, así como la capacidad crítica del gobierno y de los detentadores del poder, y ya en un grado más avanzado, la misma actividad política. Politizar es el medio para acudir de la indiferencia política a una ciudadanía inerte y convertirla en un verdadero cuerpo electoral en que su miembros sean auténticos ciudadano cuya voluntad mayoritaria, consciente y permanentemente alerta a las cuestiones nacionales y a la conducta de los gobernante, sea la base sobre la que descanse un genuino, dinámico y real régimen democrático. Por ende, los requisitos constitucionales para ser ciudadano no implican sino condición para ad¬quirir una calidad formal jurídico-política, que de nada valdría en la realidad sin la necesaria educación cívica que dentro de un sistema que se o tente como democrático están obligados a impartir los partidos político y el gobierno mismo. Debemos reconocer, no sin desazón y pesadumbre, que la ciudadanía en México ha sido esa mera calidad formal, ajena, indiferente y hasta opuesta a nuestra realidad política, pero que paulatinamente tiende a transformarse en una verdadera capacidad dinámica del mexicano mediante su cada vez más acentuada politización, en cuyo proceso la juventud es el factor más impor¬tante. La preocupación de los que en diferentes etapas de nuestra historia han estructurado constitucionalmente a México, consistió en fijar normativamente los requisitos para ser ciudadano, sin tomar en cuenta que, cualesquiera que fuesen o hayan sido éstos, la verdadera ciudadanía, como capacidad dinámica, no se crea para la realidad política de ningún país del mundo mediante su simple declaración jurídica, sino que se forja por una educación cívica perma¬nente en la que la ejemplaridad de los gobernantes, en el sentido de ajustar su conducta pública a los cánones de la auténtica democracia, es el principal impulso.













Por otra parte, conforme al artículo 34 constitucional, para ser ciudadano mexicano se requiere, además, "tener un modo honesto de vivir". En conse¬cuencia la honestidad es una condición sine qua non para tener dicha calidad. Ahora bien, tal virtud debe de estar presente en toda la vida del ciudadano. No es, en consecuencia, un mero requisito que se satisfaga ocasionalmente. La honestidad, en efecto jamás debe quebrantarse por conducta alguna. El que se aparta de ella deja de ser honesto y se convierte en corrupto. La honestidad no admite grado, interferencias, ni soluciones de continuidad. Debe ser una prenda moral invariable del ser humano, pues cualquiera que sea su interrup¬ción la extingue.



Por definición, la honestidad equivale a compostura, decencia, recato, pu¬dor, moderación, pureza y decoro. Todas estas equivalencias las aducen emi¬nentes lingüistas que sería prolijo mencionar, d tacándose entre ello Martín Alonso, autor de la famosa obra "Enciclopedia del Idioma". No posible considerar como honesto a un sujeto falto de pudor, de recato y de moralidad privada, pública o social. Por tanto, el requisito esencial para o tentar la ciu-dadanía mexicana que señala el precepto constitucional invocado, consistente en "tener un modo honesto de vivir", entraña que todo ciudadano, dentro de las limitaciones humanas, debe comportarse con las cualidades morales ya mencionadas. Quien deja de tenerlas en cualquier conducta que desempeñe, deja de ser ciudadano, ya que sería ilógico que un corrupto conservara dicha condición política en actos de su vida que revelen lo contrario a la honestidad en cualesquiera de sus implicaciones morales. "Tener un modo honesto de vi¬vir" significa una obligación ética de todo ciudadano mexicano que debe cumplirla en todos y cada uno de los aspectos de su diversificada conducta, pues el concepto que involucra dicha expresión normativa es vitalicio y no efímero, transitorio ni ocasional.



La honestidad en el ámbito socio político aflora de lo que se llama la "fama pública", o sea, de la opinión generalizada que se tiene de una persona dentro de una determinada comunidad o de un cierto conglomerado. Por ende, cuando dicha opinión se sustenta contrariamente a las cualidades morales que debe tener todo ser humano, señala al mismo tiempo con desprecio y repulsión al deshonesto. La honestidad no requiere de ninguna prueba directa para su demostración, pues es suficiente a este fin la reputación y el crédito moral de que una persona goce.



De las anteriores consideraciones se infiere lógicamente que quien no tiene un modo honesto de vivir, es decir, quien lleva una vida deshonesta, deja de ser ciudadano, pues esta condición repudia por su propia Índole la desho¬nestidad.



Siguiendo este orden de ideas, debe observarse que, si para ser diputado se requiere ser ciudadano mexicano y si para serlo, según se dijo, se debe tener una vida honesta, el corrupto, al no satisfacer esta exigencia constitucional, se despoja de la ciudadanía y se incapacita, por tanto, para desempeñar dicho cargo. Sería absurdo que tuvieran este derecho político los deshonestos, es decir, los no ciudadanos. De ahí que es obligación insoslayable de todo partido polí-















tico, independientemente de su ideología, sus tendencias y sus objetivos especí¬fico , postular como candidatos a diputados a quienes tengan un "modo hones¬to de vivir", sin el cual, según se afirmó, se deja de tener la ciudadanía que es esencialmente refractaria a la corrupción.



En puntual congruencia lógica se deduce de las anteriores premisas la con¬clusión de que la postulación de una persona que no tenga esa calidad moral vitalicia para ocupar dicho cargo público, es nula por contrariar los artículos 34 y 55 de la Constitución; y si en la votación que corresponda resulta elegida para ocuparlo, tal elección también estaría afectada de nulidad. Aunque no existe dentro de nuestro derecho positivo ningún procedimiento judicial para declarar la extinción de la ciudadanía mexicana por la falta de satisfacción permanente del requisito constitucional tantas veces aludido, no por ello los corruptos quedan sin castigo en el proceso electoral. Así, al calificarse las elec¬ciones, conforme al artículo ó de la Constitución, el Instituto Federal Electo¬ral sí puede y debe analizar si el candidato que haya obtenido la mayoría de voto cumple y ha cumplido en su conducta pública o privada con el requisito de "tener un modo honesto de vivir". Su falta conducirá a la anulación de la candidatura del de honesto y de la elección correspondiente que en su favor, se hubiere efectuado. Pasar por alto tal requisito implicaría un ignominioso respaldo por parte de dicho Instituto a los corruptos, de cualquier partido que sean, y ello no sólo frenaría la tan decantada renovación moral de la sociedad, sino que aumentaría la desconfianza popular, generando el consiguiente opro¬bio para el régimen democrático de nuestro país.



3. Las prerrogativas del ciudadano. La prerrogativa no necesariamente equi¬vale a derecho subjetivo, sino que denota una calidad distintiva de las perso¬nas que se encuentren en una determinada situación, sin comprender, por ende, a las que fuera de ésta se hallen. Esa calidad distintiva, que en cierto modo puede significar privilegio, se traduce, para el que la ostenta, en un con¬junto de derechos pero también en una esfera de obligaciones. Tratándose de la ciudadanía como situación jurídico-política del nacional mexicano, esta im¬plicación del concepto de prerrogativa se corrobora. En efecto, al señalar el artículo 35 constitucional las prerrogativas del ciudadano mexicano, incluye en el cuadro respectivo tanto a sus derechos como algunas de sus obligaciones, mismas que se especifican y complementan en el precepto siguiente. Así, la primera de tales prerrogativas, consistente en "votar" en las elecciones populares (frac. I del art. 35 const.), ostenta correlativamente ambas implicaciones. El "voto activo" a que esta prerrogativa se refiere es simultáneamente un derecho político del ciudadano y una obligación del mismo, sin que pueda deslindarse con nitidez la demarcación precisa entre uno y otra. Emitir el voto como ex¬presión de la voluntad del ciudadano en las elecciones populares para la desig¬nación de los titulares de los órganos del Estado cuya investidura provenga directamente de esta fuente, es derecho en cuanto que se quiere la emisión y se presenta como obligación en el caso contrario, o sea, a pesar de que no se desee realizar este acto. El carácter obligacional del voto activo se establece claramente en la misma Constitución, ya que su artículo 3ó, en su fracción III,



















lo considera como un deber del ciudadano. Si el voto activo fuese únicamen¬te derecho político subjetivo de éste, su ejercicio sería facultativo o potestativo, pero no obligatorio como lo es constitucional y legalmente.



La misma dualidad derecho-obligación que se antoja antinómica y hasta contradictoria por la índole excluyente de sus elementos, se registra en lo que atañe a la prerrogativa del ciudadano que consiste en "poder ser votado para todos los cargos de elección popular" (frac. II del artículo 35 const.), posibilidad que comúnmente se conoce con la poco feliz locución "voto pasivo". Esa duali¬dad o dicotomía de la mencionada prerrogativa se afirma sin duda alguna por lo dispuesto en la fracción W del artículo 3ó de la Constitución, en el sentido de que es obligación del ciudadano "desempeñar los cargos de elección popular de la Federación o de los Estados, que en ningún caso serán gratuitos."



En lo que respecta a las prerrogativas que estriban en ser "nombradas para cualquier otro empleo o comisión" (distintos de los de elección popular) y en "asociarse libre y pacíficamente para tratar los asuntos políticos del país" (frac. II, y frac. III del art. 35 const.), debe decirse que sí entrañan verdaderos derechos subjetivos, o sea, que no importan obligación alguna para el ciudadano. Por lo que concierne a la primera de tales prerrogativas, su carácter de derecho deri-va de la garantía constitucional que establece que Ha nadie puede obligarse a prestar servicios personales sin la justa retribución y sin su pleno consentimien¬to" (art, 5 de la Ley Suprema), y en atención a la cual ningún ciudadano puede ser constreñido a desempeñar empleo o comisión cualquiera si no manifiesta su aquiesencia para ejercerlos. En cuanto a la segunda de dichas prerrogativas, debe aseverarse que no es sino la reiteración del derecho público subjetivo que instituye el artículo 9 constitucional en el sentido de que todo ciudadano de la República puede asociarse "para tomar parte en los asuntos políticos del país".



Una obligación honrosa para el ciudadano mexicano y que se impone tam¬bién a todo nacional que no tenga esta calidad, la haya perdido o se encuen¬tre suspendido en ella, es la que consiste en "Tomar las armas en el Ejército o Guardia Nacional para la defensa de la República y de sus instituciones en los términos que prescriban las leyes" (art. 35, frac. IV en relación con la frac. III del art. 31 ambos de la Constitución). Esa obligación, sin embargo, no es una prerrogativa del ciudadano aunque así se repute constitucionalmente, toda vez que se extiende, según lo acabamos de afirmar, al mexicano que no tenga o haya dejado de tener dicha calidad. Además, si éste tiene tal obligación (frac. III del art. 31), fue innecesario que la misma se reiterara para el ciudadano, puesto que la ciudadanía reconoce invariablemente como supuesto la nacional-













dad de lo que se deduce que todos los deberes que se imponen a los mexica¬nos en general, los tienen los ciudadanos en puntual observancia de la lógica.



Tampoco debe considerarse como prerrogativa del ciudadano "Ejercer en toda clase de negocios el derecho de petición" (frac. V del art. 35), ya que este derecho incumbe a todo gobernado independientemente de sus condiciones par¬ticulares conforme al artículo 8 constitucional.



4. Las obligaciones del ciudadano. La primera de ellas consiste en inscribir¬se en el catastro de la municipalidad, manifestando la propiedad que el mismo ciudadano tenga, la industria, profesión o trabajo de que subsista; así como también inscribir e en el Registro Nacional de Ciudadanos en los términos que determinen las leyes (frac. I del art, 36 const.). Estas obligaciones, que no son exclusivas de los ciudadanos, salvo la que concierne a la inscripción en los mencionados padrones, son el fundamento del deber de suministrar los datos e informes que exigen las leyes fiscales para la determinación y cuantificación de los impuesto, así como para la formulación de las estadísticas censales de ín¬dole demográfica, industrial, comercial, agropecuaria y profesional.



Otra obligación estriba en "Alistarse en la Guardia Nacional" (frac. n de dicho artículo 3ó), la cual sí es exclusiva del ciudadano, no pudiendo estar a cargo de los extranjeros, puesto que su finalidad consiste en incorporarse a di¬cha Guardia para defender, llegado el caso, el territorio y la soberanía del Es¬tado mexicano y sus instituciones. Debemos hacer notar, por otra parte, la incongruencia que existe entre dicha obligación ciudadana y la similar que al nacional mexicano impone la fracción In del artículo 31 constitucional. Aten¬diendo a la naturaleza misma de tal obligación ésta corresponde a todo mexi¬cano sea o no ciudadano o haya perdido la ciudadanía o encontrándose ésta suspendida, por lo que estimamos innecesaria su imputación al ciudadano pro¬piamente dicho, ya que si incumbe al nacional, es lógico que éste también la tenga, toda vez que la nacionalidad es el supuesto imprescindible y la condi¬ción sine qua non de la ciudadanía.



La obligación que se traduce en "Votar en las elecciones populares en los términos que señala la ley" (frac. In del art. 3ó const.), implica una reiteración inútil de la obligación que estraña la prerrogativa prevista en la fracción '1 del artículo 35 de la Constitución y que ya comentamos en el parágrafo 3 inme¬diato anterior.



El mismo comentario se puede formular respecto de la obligación que se manifiesta en "Desempeñar los cargos de elección popular de la Federación o de los Estados, que en ningún caso serán gratuitos" (frac. IV del art. 3ó const.), toda vez que esta obligación está comprendida en la prerrogativa que establece la fracción 2ª del artículo 35 de la Ley Suprema y a la cual en dicho parágra¬fo 3 hicimos somera alusión.



Por lo que toca a la obligación que estriba en "Desempeñar los cargos con-









cejiles del municipio donde resida (el ciudadano), las funciones electorales y las de jurado", la misma implica una salvedad de la libertad de trabajo que como derecho público subjetivo instituye el artículo 5 constitucional.





5. La pérdida de la ciudadanía. El primer caso en que este fenómeno se registra consiste en "aceptar o usar títulos nobiliarios de gobiernos extranjeros" (art. 37 const., inciso C, frac. 1). Esta disposición constitucional es incongruen¬te con lo que establece el artículo 12 de la Ley Fundamental, precepto que ordena que en México no se dará efecto alguno a ningún título de nobleza. Tal incongruencia estriba en que a la aceptación o al uso de un título nobilia¬rio otorgado en favor de algún ciudadano mexicano por cualquier gobierno ex¬tranjero, se le atribuye la trascendental eficacia de pérdida de la mencionada calidad política, no sólo es censurable atendiendo a la citada incongruencia, sino que también es criticable porque la fórmula en que se contiene deja irres¬tricto arbitrio a las autoridades de la Secretaría de Relaciones Exteriores para estimar cuándo la aceptación o uso de algún título nobiliario impliquen suje¬ción al gobierno extranjero que lo haya expedido.



Otra causa mediante la que constitucionalmente se pierde la ciudadanía mexicana consiste en "prestar voluntariamente servicios oficiales a un gobierno extranjero sin permiso del Congreso Federal o de su Comisión Permanente (art. 37, inciso C, frac. 11). Fácilmente se advierte que la pérdida se origina en este caso no por la mera prestación voluntaria de dichos servicios, sino por la falta del aludido permiso. Comentario semejante se puede hacer respecto de la causa prevista en la fracción III del inciso C del artículo 37 constitucional y que es¬triba en "aceptar o usar condecoraciones extranjeras" sin autorización de los ór¬ganos estatales mencionados. la pérdida de la ciudadanía en este supuesto no se justifica en nuestra opinión, ya que una condecoración extranjera que se conceda a un ciudadano mexicano y que no implique ningún título nobiliario ni entrañe sumisión alguna al gobierno que la otorgue, es innocua a los intere¬ses, seguridad, independencia o soberanía del país y a la dignidad y lealtad de sus nacionales.



La aceptación de títulos literarios, científicos o humanitarios por parte de los ciudadanos mexicanos no importa la pérdida de la ciudadanía, según lo dispone el invocado precepto constitucional (inciso C, frac. IV). Por exclusión, si se trata de cualquier título que no se comprenda en ninguno de los tipos se¬ñalados, su admisión sí provoca ese fenómeno. Debe hacerse la observación, empero, que es difícil determinar cuándo un título proveniente del extranje¬ro, que no sea nobiliario, pueda o no conceptuarse como literario, científico o humanitario. Esta dificultad conduce lógicamente al auspicio de un peli¬groso subjetivismo que puede desembocar en injustas prohibiciones para que un ciudadano mexicano acepte cualquiera de dichos títulos, sólo porque la auto-







ridad considere caprichosa y hasta absurdamente que no es literario, científico o humanitario. Afortunadamente, entra las decisiones que decreten tales prohibiciones o, incluso, la pérdida de la ciudadanía, el afectado tiene expedita la acción de amparo, incumbiendo entonces a los tribunales federales dilu¬cidar, en la sentencia que dicten en el juicio respectivo, la naturaleza intrínseca de las tres especies de título, interpretando con alcance generales la dispo¬sición constitucional que autoriza su aceptación y u o libremente.



Otro motivo según el cual opera la multicitada pérdida e hace consistir en "ayudar en contra de la nación a un extranjero o a un gobierno extranjero en cualquiera reclamación diplomática o ante un tribunal internacional (Idem., frac. V). La gravedad de lo hecho en que dicho motivo se traduce no sola¬mente debe provocar la pérdida de la ciudadanía sino de la misma nacionalidad mexicana, la que, sin embargo, conserva afrentosamente el desleal o traidor a México, puesto que la Constitución no prevé su extinción por la causa a que no referimos.



Por último, debe hacerse la ominosa advertencia de que todo el conjunto de causas constitucionales que producen la pérdida de la ciudadanía se desvirtúa por lo dispuesto en la fracción VI, inciso e, del artículo 37 de la Ley Suprema, al fa¬cultar al legislador ordinario para señalar "otros casos" en que ese fenómeno pue¬da acontecer. Con base en tal disposición, cualquier ley federal puede decretar la pérdida de la ciudadanía, posibilidad que significa una permanente amenaza para el régimen democrático de México al implicar la reducción potencial del cuerpo político electoral de la nación mediante la segregación de sus compo¬nentes por aplicación de cualesquiera "causas legales", no constitucionales, que en número ilimitado e ilimitable puedan ocurrirse al legislador ordinario o Congreso de la Unión. Débese abogar, consiguientemente, por la supresión de tal malhadada disposición inserta desaprensivamente en la Ley Fundamental mexicana.



El conjunto de causas que originan la pérdida de la ciudadanía brevemente estudiadas con antelación, se estableció por reforma de 18 de enero de 1934 practicada al artículo 37 constitucional. Este precepto en su texto primitivo, es decir, como fue redactado por el Congreso Constituyente de Querétaro, dispo¬nía que la calidad de ciudadanos se perdía "Por naturalización en país extran¬jero" (frac. 1) ; "Por servir oficialmente al gobierno de otro país, o admitir de él condecoraciones, títulos o funciones, sin previa licencia del Congreso federal, exceptuando los títulos literarios, científicos y humanitarios, que pueden aceptar¬se libremente" (frac. II) ; y "Por comprometerse en cualquier forma ante mi¬nistros de algún culto, o ante cualquiera otra persona, a no observar la presente Constitución o las leyes, que de ella emanen" (frac. In).



En cuanto a la primera de tales causas, su justificación es evidente, pues siendo la nacionalidad el presupuesto ineludible de la ciudadanía, según lo he¬mos aseverado reiteradamente, su extinción por cualquier motivo y principal¬mente por adquirir alguna extranjera, provoca automáticamente la de aparición de la calidad ciudadano. Por lo que respecta a la segunda, su apreciación ya la











formulamos en párrafos anteriores. La causa a que se refiere la fracción III trans¬crita implicaba una seria amenaza para el ciudadano, propiciando la arbitrariedad de las autoridades encargadas de su aplicación, pues la fórmula en que se conte¬nía entronizaba un subjetivismo irrestricto en la estimación del compromiso "en cualquier forma" para "no observar la Constitución y las leyes emanadas de ella". Dentro de esta expresión tan ambigua, vaga e imprecisa, podía con malevolencia política incluirse la crítica a nuestra Carta Fundamental y a los ordenamientos fe-derales y la propugnación de su reforma, o sea, cualquier actitud intelictiva que asumiese el ciudadano de rechazo no violento del orden constitucional y legal al través de medios escritos u orales y sin incidir en ninguna de las limitaciones a la libertad de expresión del pensamiento que instituyen como garantía del gobernado los artículos 6 y 7 constitucionales.



6. La suspensión de la ciudadanía. Esta cuestión está prevista ('11 el ar¬tículo 38 constitucional que señala los casos en que se suspenden "lo derecho o prerrogativas de los ciudadanos". Tal amo está concebido dicho fenómeno jurídico político en el mencionado precepto, no podemos dejar de formular algunas reflexiones críticas respecto de él. Así, en la misma disposición constitu¬cional citada se identifica indebidamente el "derecho" con la "prerrogativa" del ciudadano, sin advertir que ésta también puede implicar "obligación", según lo demostrarnos anteriormente. Por ende, interpretando estrictamente el epígrafe del artículo 38 constitucional, se concluye que las obligaciones ciu¬dadanas son susceptibles de suspenderse, es decir, de no cumplir e en los casos que el mismo precepto establece. Esta posibilidad se antoja aberrativa, ya que, siendo la suspensión una pena cívica, sólo debe afectar a los derechos del ciudadano pero no a sus obligaciones. La sindéresis aconseja, consiguiente¬mente, que la suspensión se contraiga a lo que se llama ((prerrogativa-derecho" sin comprender a la "prerrogativa-obligación", aunque la delimitación precisa entre ambos conceptos sea difícil de establecer. En efecto, al relacionar los ar¬tículos 35 y 3ó constitucionales, que respectivamente se refieren a las prerro¬gativas y a las obligaciones del ciudadano, advertimos que el voto activo y el voto pasivo pueden considerarse como derecho y como obligación al mismo tiempo, aunque desde ángulos distintos. Esta ambivalencia provoca la contra¬dictoria situación de que la prerrogativa-derecho de votar y ser votado puede suspenderse en los casos previstos por el artículo 38 constitucional, sin que se registre este fenómeno en 10 concerniente al voto activo y pasivo como prerrogativa-obligación consignada en las fracciones Hl y IV del artículo 3ó que ya examinamos someramente. Por tanto, para evitar esta contradicción debe interpretarse dicho artículo 38 en el sentido de que el fenómeno suspensivo que prevé se contraiga a las prerrogativas que simultáneamente sean obliga¬ción y derecho del ciudadano, sin extenderse a las que sólo presenten el pri¬mer carácter.



Por otra parte, hay que distinguir entre la suspensión y la pérdida de la ciudadanía, pues en tanto que la pérdida importa su extinción, el fenómeno

















suspensivo no la afecta como calidad del mexicano sino que versa sobre las prerrogativas "derecho-obligación" inherentes a esa calidad. Ahora bien, la suspensión se traduce en que, mientras subsista la causa que la origina, el ciu¬dadano no puede ejercer tales prerrogativas, pero una vez que desaparezca la situación creada por dicha causa, recobra su pleno goce. Debe observarse que la cesación de la situación suspensiva varía según la Índole de la causa que la motiva, punto éste al que aludiremos al tratar cada una de las que estatuye el artículo 38 constitucional.



El incumplimiento de las obligaciones establecidas en el artículo 3ó de la Constitución que ya comentamos, es motivo para suspender las prerrogativas o "derechos" del ciudadano (art. 38, frac. 1). La duración de la suspensión es de un año en este caso y es sin perjuicio "de las otras penas que por el mismo hecho señalare la ley", incumbiendo a la autoridad judicial su impo ición en los términos del artículo 21 constitucional.



La sujeción a proceso "por delito que merezca pena corporal" es otra causa de suspensión de las prerrogativas o derechos del ciudadano (frac. II del arto 38 const.). La situación suspensiva comprende desde el auto de formal pri¬sión hasta que se dicte sentencia que cause ejecutoria en el juicio penal de que se trate. Si esta sentencia es absolutoria o no impone ninguna pena corporal, el ciudadano recupera automáticamente el goce de las mencionadas prerroga¬tivas, permaneciendo éstas suspendidas en el supuesto contrario, es decir, si el fallo ejecutorio decreta contra el ciudadano una sanción corporal, pues en esta hipótesis la causa suspensiva es esta última circunstancia (frac. 111 del arto 38) Y no el auto de formal prisión, prolongándose la suspensión durante el tiempo de la reclusión. Estimamos que las causas previstas en las fracciones 11 y III del precepto constitucional mencionado -sujeción a proceso y sentencia que imponga una pena corporal respectivamente- son injustas, ya que su texto no distingue entre delitos intencionales o imprudenciales. Por consiguiente, atendiendo al principio que enseña "ubi lex non distinguit, non distinguere debemus", tales causas operan sin importar el carácter del delito por el que se siga el proceso o en relación con el que se haya impuesto la pena corporal. La injusticia que achacamos a dichas disposiciones constitucionales estriba en que, según ellas, la suspensión de las prerrogativas ciudadanas puede obedecer









a la comisión de hechos delictivos por imprudencia, los que, en nuestra opinión, no debieran originar la expresada sanción política.



La ''vagancia o ebriedad consuetudinaria, declara en los términos que prevengan las leyes", es otra causa suspensiva (frac. IV del art. 38), que opera independientemente de la sanción penal propiamente dicha que correspondía a los delitos de vagancia y malvivencia, dentro de la que se incluye la "ebriedad habitual".



El hecho de "estar prófugo de la justicia también provoca la suspensión tal tas veces aludida, en cuyo caso la situación suspensiva abarca "desde que se die la orden de aprehensión hasta que prescriba la acción penal" (Idem., frac. V Esta causa nos parece inútil, ya que tácticamente la sustracción a la justicia in posibilita en sí misma al ciudadano prófugo para ejercer las prerrogativas consignadas en el artículo 35 constitucional, toda vez que el desempeño de 1as mismas debe realizarse públicamente y ante las autoridades estatales que en relación con cada una de ellas sean competentes; y es lógico suponer que estas exigencias no puede satisfacerlas ningún evadido de la acción de los tribunales



Independientemente de las anteriores causas, la suspensión de las prerrogativas del ciudadano puede ser materia de una sentencia penal que, de acuerdo con la ley, la decrete como sanción por la comisión de algún delito (frac. VI del ar 38). Es evidente que la mencionada suspensión sólo puede imponerse si la legislación la prevé expresamente como pena para cualquier delito, en obsequio d. principio "nullum crimen, nulla poena sine lege" que se contiene como garantí del gobernado en el tercer párrafo del artículo 14 constitucional. Así, la Ley Federal Electoral de diciembre de 1977 tipifica las figuras que se llaman "delitos electorales" y las sanciona con penas corporales, y además con "suspensión de derechos políticos" por un lapso mayor del que fija la fracción 1 del artículo 3 constitucional, puesto que los derechos que las implican no se traducen en simples faltas de cumplimiento a las obligaciones ciudadanas previstas en el artículo 36 de la Constitución, sino en actos de mayor gravedad que no sólo pueden ce meter los ciudadanos sino los funcionarios públicos que de diversa manera intervienen en el proceso electoral y en los actos preparatorios del mismo. A su vez e Código Federal Electoral abrogatorio de esta Ley y que entró en vigor el 13 de fe brero de 1987, también previene diversas sanciones para los funcionarios aludidos



Por su parte, el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE) de diciembre de 1990, prevé los "delitos electorales", a cuyas disposiciones nos remitimos.

Por último, el párrafo final del artículo 38 constitucional deja en aptitud a legislador ordinario federal, como lo hacía el mismo precepto de la Carta Fundamental de 57, para "fijar los casos en que se pierden y los demás en que si se suspenden los derechos del ciudadano, y la manera de hacer la rehabilitación" Esta disposición inutiliza el cuadro de causas constitucionales por las que SI pierden y suspenden tales derechos, ya que la ley secundaria, según ella, puede establecer casos diferentes en los que se produzcan los citados fenómeno jurídico-políticos; y ya hemos aseverado que tratándose de la suspensión de la prerrogativas ciudadanas, la legislación federal electoral contempla varias hipóte-



sis diversas de las que se contienen en el artículo 38 constitucional. En conclusión, ante la nugatoriedad o, al menos, impracticidad de las causas suspensivas pre¬vistas en este precepto, hubiese bastado que los constituyentes de Querétaro hubieran reproducido el artículo 38 de la Constitución de 57, lo cual habría sido más lógico y sensato.



No quisiéramos concluir el tema relativo a la suspensión de la ciudadanía sin formular algunas reflexiones sobre la operatividad práctica de los casos en que dicho fenómeno se registra y que prevé el artículo 38 constitucional. En la realidad mexicana son raro, y hasta insólitos, lo proceso por lo llamados deli¬tos "electorales" tipificado en la ley secundaria respectiva y que culminan en sentencias que pueden decretar la mencionada suspensión. Debemos reconocer que e ta situación real no obedece a que los ciudadano mexicano cumplan de tal modo sus obligaciones cívicas que no incurran en la sanción suspensiva de sus prerrogativas, sino a la circunstancia de que por indiferencia o abulia casi nunca se instauran procesos por dichos delitos. Además, e ti mamo que las sanciones por falta de cumplimiento de los deberes ciudadanos únicamente de¬ben subsistir como medio expresivo para que en los países de exiguo o incipiente desarrollo político, los ciudadanos observen sus obligaciones inherentes a su calidad de tales. Por lo contrario, en los pueblos que hayan alcanzado o alcan¬cen alto grado de civismo, las referidas sanciones resultan inoperantes, toda vez que el ciudadano cumple espontánea y hasta entusiásticamente sus obligaciones dentro de un régimen democrático que no sólo está implantado normativamen¬te en la Constitución, sino que funciona prácticamente en la realidad política. Consideramos que cuando la nación mexicana se sitúe en ese grado evolutivo y viva realmente en una efectiva y actuante democracia, la suspensión de las prerrogativas ciudadanas deberá ser eliminada como instrumento sancionador, ya que en esa anhelada hipótesis todo ciudadano cumpliría con los deberes que le impone su propia condición política sin compulsión ni amagos o presiones de ninguna especie, despertando de la apatía que lo ha caracterizado.

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