IMPLICAClÓN DE "PODER LEGISLATIVO"
Si el poder público equivale a actividad de imperio del Estado, y si una de las funciones en que se desarrolla es la legislativa, ésta consiste, por ende, en la elaboración de leyes. El concepto de "ley", cuya especificación permite "guiar esa actividad de las funciones administrativas y jurisdiccionales en que también se traduce el poder público y que tan diversamente se ha pretendido definir por la doctrina, debe analizarse conforme a un criterio material, el cual se determinan sus atributos esenciales que lo distinguen de los actos de autoridad. La ley es un acto de imperio del Estado que tiene
como elementos sustanciales la abstracción, la imperatividad y la generalidad y por virtud de los cuales entraña normas jurídicas que no contraen su fuerza reguladora a casos concretos, personales o particulares numéricamente limitados, presentes o pretéritos, sino que la extienden a todos aquellos, sin demarcación de número, que se encuadren o puedan encuadrarse dentro de los supuestos que prevean.
Al efecto, Duguit ha dicho: "Desde el punto de vista material, es ley todo acto que posee, en sí mismo, el carácter intrínseco de ley, y esto con entera independencia del individuo o de la corporación que realiza el acto. Es, pues, acto legislativo según su propia naturaleza, pudiendo ser, al mismo tiempo, una ley formal, pero también no serio, como frecuentemente sucede. Cuando se quiere determinar qué es la función legislativa, lo que debe determinarse, únicamente, pero absoluta y enteramente, es el carácter del acto legislativo material." En cuanto a los elementos generalidad y abstracción de la ley, el distinguido profesor de la Universidad de Burdeos se expresa así: "La leyes una disposición establecida por vía general. Queremos decir, con esto, que la ley constituye en sí misma una disposición que no desaparece después de su aplicación a un caso previsto y determinado previamente, sino que sobrevive a esta aplicación y que sigue aplicándose, mientras no se derogue, a todos los casos idénticos al previsto. Este carácter de generalidad subsiste aun cuando de hecho no se aplique la ley más que una sola vez. La disposición dictada por vía individual se establece, en cambio, en atención a un caso determinado exclusivamente. Una vez aplicada, desaparece la ley, puesto que el propósito especial, concreto, exclusivo, para el cual se dictara, se ha realizado o se ha logrado ya. La disposición de la ley dictada con carácter general sobrevive a su aplicación a una o a muchas especies determinadas. Por ser general es, asimismo, abstracta; con lo que se da a entender que, al dictarse, no se tiene en cuenta especie o persona alguna. La disposición por vía general y abstracta es una ley en sentido material. La disposición por vía individual y concreta no es una ley en sentido material; será una ley en sentido formal si emana del órgano legislativo. Desde el punto de vista material puede ser, según las circunstancias, un acto administrativo o un acto jurisdiccional."
)
Por su parte, Kelsen sostiene que "En la función legislativa, el Estado establece reglas generales, abstractas; en la jurisdicción y en la administración, despliega una actividad individualizada, resuelve directamente tareas concretas; tales son las respectivas nociones más generales. De este modo, el concepto de legislación se identifica con los de 'producción', 'creación', o 'posición de Derecho'." y
De acuerdo con estas ideas, todo acto de autoridad que establezca normas jurídicas con la tónica señalada, será siempre una ley en su contextura intrínseca o material, aunque no provenga del órgano estatal en quien se deposite predominantemente la función legislativa. En puntual congruencia lógica se afirma, por lo contrario, que no todo acto que emane de dicho órgano es una ley si sus notas esenciales son no la abstracción, la impersonalidad y la generalidad, sino la concreción, la personalidad y la particularidad que caracterizan a los actos administrativos y jurisdiccionales. De ahí que un órgano llamado "legislativo" puede desempeñar el poder legislativo mediante la expedición de leyes o el poder administrativo o el jurisdiccional según sean los actos que realice conforme a su competencia constitucional. A través de esta consideración se corrobora lo indebido o incorrecto de la identificación entre el órgano y el poder, pues sería absurdo que el "poder legislativo" como función "ejerza" los otros dos poderes o viceversa.
Atendiendo a los elementos materiales de la ley, ésta no sólo es aquélla que expide el órgano investido preponderantemente con la facultad legislativa, como el Congreso de la Unión, sino que su misma naturaleza la tienen los actos emanados de otras autoridades del Estado, siempre que ostenten los atributos de abstracción, generalidad e impersonalidad. Esto acontece con los llamados reglamentos heterónomos o autónomos que elaboran el Presidente de la República o los gobernadores de las entidades federativas, pues aunque desde el punto de vista formal sean actos administrativos por provenir de órganos de esta índole, en cuanto a su materialidad intrínseca contienen normas jurídicas que presentan los aludidos caracteres.
De estas consideraciones se concluye que no todo acto del órgano legislativo es una ley, a pesar de que tenga esta denominación. Así, las leyes privativas cuya aplicación prohíbe el artículo 13 constitucional, en sustancia no son sino actos administrativos de dicho órgano, es decir, meros decretos, pues rigen únicamente al caso o casos concretos y particulares que prevén, sin que su imperio normativo se extienda fuera de ellos. Por ende, aunque una ley privativa se proclame a sí misma "ley", sólo tiene esta naturaleza formalmente considerada, sin serio material, intrínseca o jurídicamente.
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Bien se ve, por lo que se ha expuesto, que el poder legislativo, como actividad o función de imperio del Estado, es susceptible de ejercerse por cualquier órgano de autoridad, según la competencia respectiva que establezca la Constitución. En otras palabras, las normas jurídicas generales, abstractas e impersonales que integran el derecho positivo y cuya creación es el objeto inherente al poder o actividad legislativa, pueden emanar no sólo del órgano legislativa propiamente dicho, sino también de otros en quienes por excepción o temperamento se deposita constitucionalmente.
Hemos dicho que el poder público estatal es indivisible y como el poder legislativo es uno en los que se traduce, éste también tiene dicha calidad. No existen, en consecuencia, varios "poderes legislativos", sino uno solo, como tampoco existen varios "poderes administrativos o judiciales", insistimos, a la misma actividad o función de imperio del Estado. Ahora bien, en un régimen federal, como el nuestro, se suele hablar de dos tipos de poderes: el que corresponde a la Federación y el que atañe a las entidades federativas. Esta división es jurídicamente inadmisible lo que sucede es que dentro de dicho régimen opera un sistema de distribución competencial entre las autoridades federales y las de los Estados miembros en lo que concierne al ejercicio de los consabidos poderes, fincado en el principio que enseña que las atribuciones que la Constitución no concede expresamente a tal primeras se entienden reservadas a las segundas y que se contiene en el artículo 124 de nuestra Ley Suprema. Conforme a él, y tratándose específicamente del poder legislativo, la Constitución señala las materias sobre las que el Congreso de la Unión tiene la facultad para desempeñarlo, es decir, para elaborar leyes, incumbiendo a las legislaturas locales ejercerlo en las demás. Ambos tipos de órganos legislativos despliegan una misma función dentro de un cuadro competencial diferente, sin que ello implique que existan dos especies de poderes, sino dos clases de entidades, la federal y las locales, en quienes se deposita ratione materiae. Claro está que si se confunde, como sucede frecuentemente, el poder con el órgano que lo ejerce, puede incorrectamente hablarse de "poder legislativo federal" y "poder legislativo local", locuciones que, según hemos afirmado reiteradamente, entrañan un despropósito jurídico.
BREVE REFERENCIA HISTÓRICA GENERAL
En cuanto al ejercicio del poder legislativo entendido como función pública, es decir, como actividad que se manifiesta en elaborar leyes o normas jurídicas generales, abstractas e impersonales, la historia nos revela que, por lo común, siempre ha existido una especie de fenómeno de colaboración entre diferentes órganos en aquellos pueblos que en determinadas épocas de su vida política no estuvieron sometidos a una voluntad unipersonal o autocrática. En otras palabras, dicho poder se solía depositar no en un solo individuo, sino en diversas entidades o funcionarios que concurrían en la elaboración legislativa. Por ello no es aventurado sostener que con mucha antelación a la proclamación del principio de división o separación de poderes, como postu –
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lado característico de todo régimen democrático, en diferentes realidades políticas históricamente dadas ya se practicaba, pues prescindiendo de los Estados monárquicas absolutistas, en que toda la actividad pública se concentraba en una sola persona que asumía diversas denominaciones y tratamientos, los poderes o funciones legislativas, ejecutivas y judiciales se desempeñaban por distintos órganos.
Para corroborar estas aserciones cabe recordar la historia política de Atenas, cuyo derecho público, aunque constituido por diferentes legislaciones dictadas por los gobernantes que en determinados momentos se adueñaban de la confianza de sus gobernados y asumían la rectoría de sus destinos, tradujo claramente esa división o separación funcional. Así, bien es sabido que a Salón se atribuye la llamada "constitución ateniense", la cual, sin parentesco alguno con el concepto moderno respectivo, se componía de un conjunto de leyes que regulaban desarticuladamente los principales aspectos de la vida pública de la gran polis y la privada de sus ciudadanos y de sus habitantes en general que, por causas y factores de diferente Índole que no viene al caso mencionar, no tenía esta privilegiada calidad. En la democracia ateniense, que alcanzó su grado máximo de florecimiento durante el gobierno de Pericles, la autoridad soberana era la asamblea popular, o "ecclesia", integrada únicamente por los ciudadanos, es decir, por los hijos de padre y madre atenienses. A ella correspondía la elaboración de leyes o sea, la función o poder legislativo, habiendo existido la costumbre de que cada ley llevara el nombre de su proponente, quien durante un año contraía la responsabilidad de sus consecuencias. Para moderar la actividad legislativa de la "ecclesia", evitando los peligros de la improvisación y la demagogia en que suelen incidir los cuerpos colegiados numerosos, se creó en Atenas durante el siglo v a. C., un respetable organismo llamado el Senado o la "Bule", que compartía con ella el poder respectivo. Resulta, pues, interesante observar que el papel que el Senado desempeña dentro de los modernos sistemas constitucionales bicamerales, como el nuestro ya se desplegaba por el Senado ateniense como órgano selectivo de ponderación legislativa y política, pues antes de que una ley votada por la asamblea fuese puesta en práctica, debía someterse a su consideración, pudiendo confirmarla o rechazarla.
Es curioso advertir, por otra parte, que el poder legislativo se ejercía inversamente en Esparta, donde el Senado, compuesto de veintiocho gerontes vitalicios (ciudadanos cuya edad mínima era de sesenta años), proponía y discutía, en unión de los dos reyes (magistrados supremos que se suponía descendían de Zeus), todas las leyes del país, que la asamblea de espartanos podía aceptar o desechar a su antojo.
El depósito y ejercicio del poder legislativo en Roma estuvieron confiados a diferentes órganos durante las diversas etapas de su historia política. En la monarquía, las autoridades del Estado estaban constituidas por el rey, los comicios y el Senado. Los comicios que se formaban por curias hasta el gobierno
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de Servio Tulio y posteriormente por centurias, eran las asambleas políticas que desempeñaban la función legislativa con la concurrencia del rey y Senado. Así, al rey correspondía la proposición o iniciativa de leyes, a 1os comicios su aprobación y al Senado su ratificación.
Durante la República, el rey fue sustituido por dos funcionarios con facultades coextensas llamados cónsules, subsistiendo los comicios y el Senado. A los comicios por centurias incumbía el poder legislativo, ya que el Senado no estaba investido con la potestad correspondiente, considerándosele, sin embargo como "el baluarte de las tradiciones romanas". Debe destacarse en época republicana la existencia de un funcionario, dotado de facultades vetatorias, denominada “tribunos plebis", quien tenía la atribución de suspender la vigencia de las leyes cuando afectaran los intereses y derechos de la plebe mediante la "intercessio", que era un acto intrínsecamente legislativo.
A la república sucede la etapa del principado o diarquía, en que el poder supremo del Estado romano se comparte entre el emperador y el Senado, cual asumió la función legislativa. Aunque subsistieron los comicios, su papel como órgano de autoridad se redujo considerablemente, pues sólo se reunían para "aclamar al emperador".
El Senado ejercía el poder legislativo a través de leyes que se denominaban "senatus-consultus", expedidos generalmente a moción del emperador, con intervención en la elaboración normativa se conoce con el nombre de “oratio principiis", o sea, el discurso que pronunciaba ante dicho cuerpo para apoyar su proyecto o proposición legal. No obstante la importancia jurídico-política que en la época de la diarquía tenía el Senado, el servilismo de sus miembros abrió un cauce consuetudinario para que el poder legislativo se fuese paulatinamente desplazando hacia el emperador, quien por propia autoridad fue convirtiendo la "oratorio principiis" en verdaderas leyes con la tolerancia e indiferencia de los senadores. Este uso, así gestado, inicia una nueva etapa en el derecho público romano, pues transformado el emperador en único legislador, en supremo juez y en sumo administrador del Estado, desempeñaba sus funciones a través de lo que se llamó las "constituciones imperiales". Estas, por consiguiente, eran no únicamente leyes, sino que podían implicar actos administrativos y jurisdiccionales. Las constituciones imperiales recibían el nombre de edictos cuando comprendían disposiciones generales o leyes propiamente dichas; se llamaban mandatos si se traducían en instrucciones dirigidas a los funcionarios subalternos del imperio y a los gobernadores de las provincias para marcarles una determinada línea de conducta en el desempeño de sus atribuciones; se trataba de rescriptos cuando el emperador respondía a algún funcionario o particular sobre cuestiones de derecho; y, por último, se denominaban decretos las constituciones imperiales mediante las cuales dirimía alguna controversia jurídica entre sus súbditos.
La monarquía absoluta en Roma comienza por Diocleciano y abarca hasta la muerte de ]ustiniano, es decir, cerca de tres siglos (años 184 a 265 de nues-
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tra Era). Bajo este régimen, todos los poderes se concentraron en la persona del emperador sin limitación alguna.
En el ejercicio del poder legislativo durante las diversas épocas que comprende la historia política de Roma, los jurisconsultos desplegaron una labor trascendente, a tal punto que sus opiniones llegaron a asumir un carácter francamente legal. Esa labor extrínseca e intrínsecamente se realizaba mediante actos de diferente índole, que se conocen con los nombres de respondere, caveere, agere y scribiere, consistiendo, respectivamente, en dar consultas orales, en redactar documentos jurídicos para las partes contratantes, en el patrocinio judicial y en escribir obras de derecho. Antes de Augusto, los jurisconsultos no tenían ningún carácter oficial, pero bajo su imperio se les otorgó la facultad de emitir sus opiniones en público (jus respondiendi publice), adquiriendo tal prestigio que se convirtieron en criterios obligatorios para los jueces en los procesos sobre cuyas cuestiones controvertidas versaban. Bajo el gobierno del emperador Adriano, los escritos de los jurisconsultos reconocidos oficialmente tenían una autoridad semejante a la de la ley, o sea, que en ellos se depositó el poder legislativo. Mediante una célebre disposición dictada por Teodosio II y Valentiniano III en el año 426, los insignes jurisconsultos Gayo, Paulo, Ulpiano, Papiniano y Modestino se convirtieron en verdaderos legisladores, pues a sus escritos se les asignó el carácter de fuentes de derecho y sus máximas y opiniones se erigieron en normas jurídicas.
La caída del Imperio romano de occidente en el año 476 de la Era Cristiana marca la iniciación de una nueva etapa en la historia de la Humanidad que se conoce con el nombre de Edad Media. La irrupción de los pueblos germánicos en el vasto territorio de Europa occidental sobre el que Roma ejercía su imperium, es decir, la invasión de los bárbaros, como se denominaba a las tribus ajenas a la civilización y cultura mediterránea o greco-latina, implicó una profunda alteración en el derecho público y privado. El sistema de leyes escritas, característico del régimen jurídico implantado en Roma, se sustituye, en los pueblos que se asentaron dentro de los confines del imperio de occidente, por la costumbre, los usos y las prácticas sociales de los invasores. Dentro de su vida política consuetudinaria, los pueblos germánicos estilaban una curiosa "democracia", en que la autoridad suprema era la asamblea de guerreros, encargada de decidir todos los negocios públicos. Se supone, no sin fundamento, por tanto, que el poder legislativo residía en tal asamblea, cuya injerencia en la vida política de los pueblos fue cayendo en desuso para ser reemplazada por el autocratismo monárquico al que se atribuía una fuente divina de poder. La soberanía se hizo radicar en la persona del monarca, y como una de sus más genuinas manifestaciones consiste en la función legislativa, lógico es afirmar que ésta se ejercía ilimitadamente por él. Una de las peculiaridades más notables de todo régimen absolutista estriba en que la potestad de elaborar leyes compete a una sola voluntad. El unipersonalismo legislativo es, pues, su atributo más relevante. Esta era la tónica de los diferentes estados medievales a los que se aplica con puntualidad la máxima que denota toda la esencia del absolutismo: quod pnncipii placuit, legis habet vigorem. Sin embargo, frente a la potestad real, virtual y teóricamente soberana, se opone el feudalismo,
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característico de la Edad Media en casi todos los pueblos europeos. El señor feudal era en la realidad política un verdadero rey; su autoridad dentro en su feudo no reconocía restricción alguna, pues entre él y el monarca sólo existía una ficticia relación de vasallaje, un espejismo de supeditación y obediencia. En los Estados europeos del Medioevo, fraccionados territorial, política y socialmente por causa del régimen feudal, no existía, aunque parezca absurdo, una sola soberanía, sino tantas cuantos eran los señores feudales, multiplicidad que afectaba concomitantemente al poder legislativo, pues cada uno de ellos podía dictar leyes dentro de sus dominios. Esta situación hizo surgir la nota común que peculiariza el desarrollo histórico de la Edad Media, a saber: las luchas incesantes entre el rey y los señores feudales y que en Francia se decidieron en favor del monarca, quien, a partir de su triunfo, se erigió en soberano absoluto, concentrando en su persona las tres funciones del Estado.
De este panorama general hay que excluir, no obstante, a Inglaterra no en cuanto a que este país no haya experimentado las contiendas entre la potestad real y las feudales, sino en lo que atañe a la entronización del absolutismo monárquico. No sólo las costumbres jurídicas, integrantes del comon law o lex terrae y practicadas desde tiempos inmemoriales, limitaban la actividad del rey, sino que a consecuencia de ellas a éste paulatinamente se le fue despojando del poder legislativo, asumido por el parlamento. La existencia de este cuerpo se remonta hasta los más oscuros orígenes de la historia inglesa. Su antecedente remoto fueron los “consejos del reino", donde se debatían todos los asuntos importantes del país. Entre los sajones y con anterioridad a la conquista normanda en el siglo XI, dichos consejos tuvieron diferentes denominaciones, tales como la de «Michel Synoth" o gran consejo, Michel Geemote" o gran reunión, y “Wittena Gemote” o asamblea de hombres sabios. Estos organismos podían expedir leyes y modificarlas y su funcionamiento se registra desde la época de los reyes sajones. El rey Alfredo ordenó que estos consejos "se reunieran dos veces por año o más a menudo para encargarse del gobierno del pueblo, para reprimir los crímenes, para vivir en paz y obtener justicia. Los reyes sajones y daneses que los sucedieron convocaban frecuentemente asambleas de esa especie". Los estamentos o leyes escritas provenían de tales organismos y el rey no hacía sino promulgarlos o formular su iniciativa.
Fácilmente se advierte que el establecimiento del parlamento inglés obedeció al designio del pueblo llano y de los nobles en el sentido de limitar el poder real por el respeto a los estatutos, cartas y al mismo common law que contenía derechos subjetivos de los súbditos.
En la Francia absolutista también existieron diversos parlamentos en distintas ciudades, habiendo sido el más importante el de París. Sin embargo, estos cuerpos no ejercían el poder legislativo, sino funciones judiciales por delegación y en nombre del rey; y aunque en diferentes periodos de la historia política francesa anterior a la Revolución adquirieron gran popularidad como organismos encargados de impartir justicia, su influencia fue incapaz no sólo para abatir sino simplemente para limitar el poder absoluto del monarca.
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El parlamento de París, en su origen, fue deambulatorio y se convirtió en sedentario por una ordenanza de 23 de marzo de 1302, reuniéndose primero dos veces al año y permanentemente después a partir de 1380. Estuvo integrado por diferentes salas o "cámaras" cuya competencia se determinó “ratione materiae" e “intuitupersonae", pues conocían en último grado de asuntos penales y de los negocios judiciales en que las partes fuesen los pares de Francia y cuyas controversias se relacionasen con los intereses del rey, de la corona, de la Universidad y de los establecimientos hospitalarios de París.
En los Reinos Españoles de Castilla y León, la potestad legislativa correspondió al rey, salvo en materia de impuestos, pues en este caso eran las Cortes las que tenían la facultad exclusiva. En Navarra, Aragón y Cataluña, por lo contrario, estos organismos sí ejercían esa potestad que compartían en colaboración con el monarca, cuyas ordenanzas, sin la aquiescencia de las Cortes, eran nulas.
En el derecho político español anterior a la Constitución gaditana de 1812, las "Cortes" eran las asambleas que en distintas fechas, periodos y lugares se reunían para tratar de diversos asuntos religiosos y civiles. Se componían de representantes o procuradores de la nobleza, el clero y el estado llano (pueblo) y su origen se remonta a los "concilios" de los primeros siglos de la Edad Media española, principalmente a los que se celebraban en la época visigótica.
"Estos concilios, dice Enrique de Tapia Ozcariz, ayudaron eficazmente a los reyes en el gobierno de sus Estados. En el Concilio III de Toledo, celebrado el año 587, Recaredo instituyó la unidad católica de España. De aquellos concilios emanaron leyes encaminadas a cortar los abusos de la autoridad real, intervinieron no sólo en la declaración de la paz y de la guerra, sino en el establecimiento de impuestos, avalúo y aquilatamiento de la moneda, y sobre todo en el derecho de petición por parte de los que se consideraban agraviados."
Es, pues, un error generalizado sostener que el régimen político de los reinos españoles del Medioevo implicaba un sistema monárquico absolutista en el cual el rey, por voluntad divina, era el gobernante irrestrictamente autocrático, ya que el poder real estaba a tal punto limitado, que la potestad legislativa, según hemos visto, no le incumbía, sin que, por otro lado, haya estado totalmente excluido de su desempeño. Es interesante observar, además, que aparte del fenómeno de colaboración en la creación de leyes, en dicho régimen funcionaba embrionariamente el principio de división o separación de poderes, pues el ejercicio de éstos no se concentró en un solo órgano, sino que se desplegaba primordialmente por el monarca y por las Cortes. Es de justicia reconocer que, situándose imaginativamente en plena Edad Media, cuando las bases del moderno derecho constitucional eran aún desconocidas, los reinos españoles, en cuanto a su organización política, denotaron un marcado adelanto en relación con los demás países europeos, en los cuales, sin contar a Inglaterra, se registró la tendencia hacia la consumación del régimen
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monárquico absolutista y que cristalizó en la realidad al liquidarse el feudalismo, según aconteció en Francia.
Las Cortes españolas medievales no eran organismos permanentes. Más que entidades orgánicamente estructuradas, constituían meras reuniones o asambleas en que las tres clases sociales -nobleza, clero y estado llano- estaban representadas por sus respectivos procuradores. Su instalación por lo general obedecía a la convocatoria real y una vez integradas, funcionaban indistintamente en diversas ciudades o villas y en diferentes épocas. Siendo irregular su funcionamiento, que dependía las más de las veces, del impulso inicial del rey, sólo la buena voluntad de éste, su debilidad o su sentido de inseguridad gubernativa, podían implicar la garantía de su continuidad. Por ello, cuando los monarcas fueron consolidando su poder frente al pueblo, cuando la conciencia colectiva fue en cierto modo divinizándolos, por así decirlo, cuando el trono se fortalecía por los recursos económicos que se arbitraba, sobre todo, por el llamado "derecho de conquista" y cuando dispuso de los elementos de guerra que lo respaldaron, la importancia política de las Cortes fue decayendo, fenómeno éste que trajo como inevitable consecuencia el advenimiento en España, lograda su unidad política, del absolutismo monárquico, en que el rey concentró en su persona las tres funciones del Estado, asumiendo el papel de sumo administrador, supremo juez y único legislador.
Los principios proclamados en la célebre Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de agosto de 1789, obra político-jurídica cimera de la Revolución francesa, convergen hacia el depósito del poder legislativo en la "voluntad general", es decir, en la soberanía nacional o popular misma, a tal punto de identificarlo con ésta, siguiendo fielmente el pensamiento de Juan Jacobo Rousseau. El artículo 6 del famoso y trascendental documento preconiza que "La leyes la expresión de la voluntad general" y que en su formación todos los ciudadanos tienen derecho de concurrir personalmente o por medio de sus representantes. Esta categórica declaración reivindica para la nación la potestad legislativa ejercida hasta entonces por el rey y desplaza a favor de las asambleas del pueblo su desempeño. La soberanía real y todos los postulados de las teorías políticas que la pretendieron justificar se sustituyeron en la
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realidad y en el pensamiento por el principio de su radicación en la voluntad popular y por el de su desempeño a través de los representantes de la nación, como sólidos pilares en que descansa el derecho constitucional moderno hasta nuestros días y con independencia de su contenido ideológico. El poder legislativo deja de ser un atributo inherente a la potestad real para erigirlo al rango de manifestación prístina e inseparable de la soberanía popular, fijándose así la trayectoria que hubiere de seguir en lo futuro la evolución jurídica y política de la Humanidad.
Esta aseveración no involucra la idea de que antes de la Revolución francesa y específicamente de la Declaración de 1789, no hubiesen existido regímenes en que el poder legislativo haya tenido una radicación popular. Así, desde su fundación, las diversas colonias inglesas de América tuvieron sus legislaturas integradas con representantes de los colonos, aún súbditos británicos, y que desde el siglo XVII fueron asumiendo la potestad de elaboración legal. Pero la existencia y el funcionamiento de esas legislaturas y las ideas que las sustentaban no tuvieron trascendencia universal. Impelidos por propósitos utilitarios o pragmáticos, característicos del temperamento anglosajón, los políticos coloniales ingleses, con espíritu localista, no pretendieron revolucionar el pensamiento, ni abatir el estado de cosas que fuera de su ámbito geográfico prevalecía a .la sazón. Prueba de ello es que, a pesar de esa especie de soberanía popular que se descubre en el régimen interior de las colonias inglesas de América, en Europa, incluyendo obviamente a España, coetáneamente se pensaba aún en el "derecho divino de los reyes" y funcionaba el régimen monárquico absoluto, sin que las innovaciones políticas operadas en ellas hayan implicado siquiera motivo de preocupación para Inglaterra.
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