LOS SECRETARIOS DE ESTADO y JEFES DE DEPARTAMENTO

El depósito unipersonal de la función administrativa del Estado exige, por imperativos prácticos ineludibles, que el presidente sea auxiliado por diversos funcionarios que, a su vez, son jefes de las entidades gubernativas que tienen a su cargo la atención de todos los asuntos concernientes a los distintos ramos de la administración pública. En el sistema presidencial, esos funcionarios reciben el nombre de "secretarios del despacho" y las mencionadas entidades el de "Secretarías de Estado" en que prestan sus servicios múltiples funcionarios y empleados cuyas categorías están jerárquicamente organizadas en relaciones de dependencia. Estas "unidades burocráticas" tienen como superior





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jerárquico al secretario respectivo, quien es subordinado directo e inmediato del presidente.



La necesidad de que éste sea auxiliado en las diferentes y variadísimas actividades administrativas que en razón de su cargo tiene encomendadas, se prevé en el artículo 91 constitucional, que dispone que «Para el despacho de los negocios del orden administrativo de la Federación, habrá un número de secretarios que establezca el Congreso por una ley, la que distribuirá los negocios que han de estar a cargo de cada Secretaría." Esta fórmula otorga amplias facultades al órgano legislativo federal para variar no sólo el número, sino también la competencia administrativa de las citadas entidades y de los órganos que las componen, según los requerimientos cada vez más exigentes del Estado contemporáneo en el orden económico, social y cultural, sin que para lograr este objetivo sea menester reformar la Constitución en cada oportunidad que reclame dicha variación. Por ende, el Congreso, en una ley ordinaria, puede ejercitar tales facultades pero siempre respetando la competencia constitucional del presidente en lo que a las funciones administrativa, legislativa y jurisdiccional concierne. Esta restricción a la potestad congresional se justifica por cuanto que, sin ella, el Congreso podría llegar hasta sustituir el régimen presidencial por el parlamentario, creando una especie de "gabinete" y convirtiendo al presidente en un "primer ministro" cuyas atribuciones alteraría a discreción, con patente subversión del orden establecido por la Ley Fundamental. En efecto, el presidente está investido de facultades constitucionales en lo que a dichas tres funciones públicas atañe y que únicamente él puede desempeñar por modo personal, inmediato e indelegable. Por consiguiente, las citadas facultades, cuya reseña expusimos en el parágrafo IV que antecede, no pueden ser desplazadas en favor de ningún secretario del despacho por el Congreso de la Unión, siendo inconcuso, además, que tampoco dicho alto funcionario puede proyectarlas fuera de su propia y estricta competencia constitucional encomendando su ejercicio decisorio a ninguno de sus colaboradores. Relacionando el status de las facultades que la Constitución confiere al presidente con la potestad que tiene el Congreso para crear secretarías de Estado y fijar la correspondiente esfera de atribuciones en favor de sus órganos integrantes incluyendo a sus respectivos titulares, se llega a la conclusión de que el desempeño de tal potestad puede traducirse en la expedición de leyes administrativas en cuyos ramos se obvie la intervención presidencial, pero siempre que no se afecten por modo alguno las facultades que directamente la Constitución concede a dicho alto funcionario. En otras palabras, cualquier secretario puede ser legalmente autorizado para desplegar la función administrativa en los ramos de que se trate sin la injerencia del presidente, siempre que la Ley Suprema no reserve a éste el ejercicio personal, directo, inmediato e indelegable de esas facultades.



Sin embargo, no debe considerarse que esta hipótesis, que se registra con frecuencia en la legislación administrativa, signifique el quebrantamiento de la











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unipersonalidad del Ejecutivo que caracteriza al sistema presidencial conforme al orden constitucional mexicano, ya que, por ficción, todos los actos de los secretarios del despacho son referibles al presidente, en cuanto que éste, aunque no tuviese competencia legal para realizarlos, sí responde políticamente de ellos y de sus consecuencias en los diversos campos de su incidencia. Con base en esa ficción, don Cabina Fraga sostiene que, merced a ella, "los actos de un Secretario de Estado no pueden jurídicamente ser revisados en la vía jerárquica por el Presidente de la República, porque falta esa jerarquía desde el momento en que el acto del Secretario es acto del Presidente".



Corroborando mutatis mutandis tal referencia ficta, la jurisprudencia de la Suprema Corte ha establecido que "sostener" que la Ley de Secretarías de Estado encarga a la de Economía (hoy de Comercio) la materia de monopolios, y que esa ley, fundada en el artículo 90 de la Constitución, debe entenderse en el sentido de que dicha Secretaría goza de cierta libertad y autonomía en esta materia, es desconocer la finalidad de aquélla, que no es otra que la de fijar la competencia genérica de cada Secretaría, pero sin que por ello puedan actuar en cada materia sin ley especial, ni mucho menos que la repetida ley subvierta los principios constitucionales, dando a las Secretarías de Estado facultades que, conforme a la Constitución, sólo corresponden al titular del Poder Ejecutivo; es decir, que conforme a los artículos 92, 93 y 108 de la Constitución, los Secretarios de Estado tienen facultades ejecutivas y gozan de cierta autonomía en las materias de su ramo y de una gran libertad de acción, con amplitud de criterio para resolver cada caso concreto, sin someterlo al juicio y voluntad del Presidente de la República, es destruir la unidad del poder; es olvidar que dentro del régimen constitucional el Presidente de la República es el único titular del Ejecutivo, que tiene el uso y el ejercicio de las facultades ejecutivas; es, finalmente, desconocer el alcance que el refrendo tiene de acuerdo con el artículo 92 constitucional, el cual, de la misma manera que los demás textos relativos, no dan a los Secretarios de Estado mayores facultades ejecutivas ni distintas siquiera de las que al Presidente de la República corresponden".



Podría pensarse, contrariamente a las ideas expuestas, que los secretarios de Estado asumen responsabilidad jurídica y política propia y distinta de la del Presidente de la República a virtud del referendo a que alude el artículo 92 constitucional, que establece: "Todos los reglamentos, decretos y órdenes del presidente deberán estar firmados por el Secretario del Despacho encargado del ramo a que el asunto corresponda, y sin este requisito no serán obedecidos." Sin embargo, el refrendo, que más que una facultad es una obligación, no altera la situación en que los mencionados funcionarios están colocados, en el







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sentido de ser meros colaboradores del presidente, en quien sólo se deposita la función administrativa federal. El refrendo tradicionalmente ha sido, en Derecho privado y público, el medio por el cual se legaliza algún acto proveniente de los órganos estatales, dando fe de la autenticidad de la firma de la persona que funja como su titular. Desde este punto de vista, el secretario del despacho, como refrendatario de los actos presidenciales a que se refiere el artículo 92 de la Constitución, no es sino un simple autentificador de la firma del presidente que calce los documentos en que tales actos consten. El tratadista Felipe Tena Ramírez adscribe al refrendo secretarial otras dos finalidades que hace consistir en limitar la actuación presidencial y "trasladar la responsabilidad del acto refrendado, del jefe del gobierno al ministro refrendatario". La finalidad limitativa, que podría estribar en la ineficacia de los actos del presidente por negativa del refrendo según el precepto constitucional invocado, es más aparente que real, ya que, correspondiendo a este alto funcionario la facultad de nombrar y remover libremente a los secretarios del despacho (Art. 89, frac. II), bastarían la destitución del secretario reticente y la designación del sustituto adicto para que el consabido requisito de eficacia se satisficiera plenamente.

Así lo considera dicho autor al afirmar que " ... si un Secretario de Estado se niega a refrendar un acto del presidente, su dimisión es inaplazable, porque la negativa equivale a no obedecer una orden del superior que lo ha designado libremente y que en igual forma puede removerlo", añadiendo que "Es cierto que el Presidente necesita contar, para la validez (sic) de su acto, con la voluntad del Secretario del ramo, pero no es preciso que cuente con la voluntad insustituible de determinada persona, puesto que puede a su arbitrio mudar a las personas que integran su gabinete." De estas ideas concluye Tena Ramírez que "El refrendo, por lo tanto, no implica en nuestro sistema una limitación insuperable, como en el parlamentario; para ello sería menester que el Presidente no hallara a persona alguna que, en funciones de Secretario, se presentara a refrendar el acto. El refrendo, en el sistema presidencial, puede ser a lo sumo una limitación moral; cuando un Secretario de relevante personalidad pública no presta su asentimiento por el refrendo a un acto del Presidente, su negativa puede entrañar una reprobación moral o política que el Jefe del Ejecutivo, consciente de su responsabilidad, debe tenerlo en cuenta."



En lo que concierne a la otra finalidad del refrendo, consistente en la asunción de responsabilidad política por parte del secretario al otorgado, tampoco opera en nuestro sistema presidencial a consecuencia de la unipersonalidad del Ejecutivo, pues, como dice el mismo Tena Ramírez, "El Presidente es responsable, constitucional y políticamente, de los actos de sus Secretarios, quienes













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obran en nombre de aquél y son designados libremente por él mismo.” No debemos olvidar que la irresponsabilidad política de los secretarios del despacho existe sólo a- nivel jurídico, ya que en el ámbito de la facticidad estos funcionarios sí son políticamente responsables. Además, dicha irresponsabilidad no excluye la penal, que sí es jurídica, por los delitos del orden común y oficiales que puedan cometer, cuestión ésta que abordamos con antelación en esta misma obra.



Por otra parte, la irresponsabilidad jurídico-política de los secretarios deriva no sólo de la condición de ser meros colaboradores del presidente, sino de la circunstancia de que no están vinculados constitucionalmente con el Congreso, salvo el caso a que se refiere el artículo 93 de la Ley Suprema, que dispone:



"Los Secretarios del Despacho, luego que esté abierto el periodo de sesiones ordinarias, darán cuenta al Congreso del estado que guarden sus respectivos ramos agregando que cualquiera de las Cámaras podrá citarlos "para que informen, cuando se discuta una ley o se estudie un negocio relativo a su respectivo ramo."



La primera obligación que impone este precepto debe entenderse en el sentido de que se acostumbra cumplir por mediación del mismo presidente al rendir éste el informe a que se refiere el artículo 69 constitucional, pues, dentro del sistema presidencial no puede concebirse de otra manera. En efecto, si cada secretario por separado y sin la injerencia presidencial diese cuenta por sí mismo al Congreso del estado que guarde su respectivo ramo, se rompería la unidad de dicho sistema que reside en la unipersonalidad del Ejecutivo, pretiriéndose con ello al propio presidente, fenómenos que no se provocan con el cumplimiento de la segunda de tales obligaciones, puesto que su observancia estriba en una simple información técnica al Congreso "cuando se discuta una ley o se estudie un negocio" que concierna a cualquier Secretaría. En efecto, una cosa es «dar cuenta de algo ya realizado a quien tenga el derecho de pedida, lo que supone responsabilidad en quien la debe rendir, y otra informar a alguien de algo para que actúe. Aplicada esta distinción a los supuestos que prevé el artículo 93 de la Constitución, resulta que en el primero dar cuenta el Congreso funge como revisor de la administración pública a través de sus diferentes ramos, y en el segundo como órgano que, para realizar sus propias atribuciones, necesita la información adecuada que le deben proporcionar los secretarios.



La facultad de las Cámaras integrantes del Congreso de la Unión para citar a cualquier Secretario de Estado a efecto de que rinda información cuando se discuta una ley o se estudie por ellas un negocio relativo al ramo de que se trate, debe entenderse extensiva frente a cualquier otro funcionario administrativo federal, así como, principalmente, a los directores de organismos descentralizados y de empresas de participación estatal. La anterior aseveración se funda en el espíritu que alienta el artículo 93 constitucional en que dicha facultad se consagra, espíritu que se forma por la causa final del mencionado precepto. En efecto, la causa o motivo que determinó el establecimiento de









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la propia facultad consistió en que las Cámaras legisladoras deben estar bien informadas Para discutir las iniciativas de ley que se formulen en relación con cualquier ramo de la administración pública, a fin de que el ordenamiento que expidan recoja la temática y la problemática que se suscite en dicho ramo.



En la época en que se creó la Constitución de 1917, la administración pública estaba integrada por distintos ramos encomendados a diversas Secretarías de Estado. Por esta razón de carácter histórico, en el artículo 93 constitucional sólo se hizo mención de los Secretarios respectivos, pues no existían organismos descentralizados ni empresas de participación estatal encargadas de desempeñar importantes servicios socioeconómicos y culturales en beneficio de los sectores mayoritarios componentes del pueblo de México.



Las transformaciones sociales, económicas y culturales que ha experimentado nuestro país desde 1917 hasta la actualidad, han hecho surgir la necesidad de que el Estado, ya no sólo a través de las tradicionales Secretarías, sino mediante instituciones que él mismo crea, realice una actividad diversificada. Para desempeñarla ha instituido organismos descentralizados y concurrido con los Particulares en la formación de empresas de interés público en las que figura como socio mayoritario y como controlador de las funciones respectivas.



Si en cualquiera de las Cámaras del Congreso de la Unión se discute una iniciativa de ley cuya materia normativa esté constituida por cualquier ramo de servicio público que esté encomendado a alguna institución pública o alguna empresa de participación estatal, es absolutamente indispensable que los directores de tales entidades, aunque no sean Secretarios de Estado, sean citados para que proporcionen a los cuerpos legislativos la información necesaria para el desempeño adecuado, correcto y certero de su cometido.



Además de la razón histórica que explica por qué en el artículo 93 constitucional sólo se hablaba de Secretarios de Estado, y de la interpretación extensiva que a dicho precepto debe darse a efecto de que la facultad que éste contiene se proyecte a los directores de organismos descentralizados y de empresas de participación estatal, opera el principio jurídico que dice «donde existe la misma razón debe existir la misma disposición" para corroborar la extensividad mencionada.



No es óbice para sostener válidamente las anteriores conclusiones la circunstancia de que dicho artículo 93 constitucional sólo se refería a los Secretarios de Estado, pues la interpretación literal de un precepto normativo no siempre equivale a su interpretación exacta, la cual debe fundarse no en el texto empleado por el legislador, sino en el espíritu y en la esencia causal y teleológica del mismo que ya quedó expresada. En muchos casos, la interpretación literal de una ley conduce a conclusiones aberrativas. Así, si se interpretara literalmente el artículo 1 de nuestra Constitución, los titulares de las garantías que instituye únicamente serían los individuos o personas físicas, sin tener este carácter cualesquiera sujetos privados, públicos o sociales que gozan de las mismas y las que, por esta razón, desde hace muchos años y en nuestras modestas obras, clases y conferencias, hemos denominado "garantías del gobernado".







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La interpretación literal del artículo 93 constitucional condujo a la aparente necesidad de reformarlo para el efecto de que también los Jefes de Departamentos Administrativos y los Directores y Administradores de Organismos Descentralizados y Empresas de Participación Estatal tuviesen las obligaciones que dicho precepto impone a los Secretarios de Estado. La mencionada reforma la estimamos innecesaria por las razones que acabamos de exponer en líneas anteriores, toda vez que la interpretación teleológico-causal del invocado artículo 93 auspicia la conclusión de que éste, antes de modificarse, comprendía a los funcionarios distintos de dichos Secretarios.



Mediante una importante adición introducida al precepto invocado, derivada de la iniciativa presidencial de octubre de 1977, se facultó a cualquiera de las Cámaras del Congreso de la Unión para integrar comisiones tendientes a investigar el funcionamiento de los organismos paraestatales y para hacer del conocimiento del Ejecutivo Federal los resultados de las investigaciones.



Dicha adición está concebida en los siguientes términos: "Las Cámaras, a pedido de una cuarta parte de sus miembros tratándose de los diputados, y de la mitad, si se trata de los senadores, tienen la facultad de integrar comisiones para investigar el funcionamiento de dichos organismos descentralizados y empresas de participación estatal mayoritaria. Los resultados de las investigaciones se harán del conocimiento del Ejecutivo Federal."



En la exposición de motivos de la citada iniciativa presidencial, se aducen razones muy atendibles que justifican la adición de referencia. "El desarrollo económico experimentado por el país en los últimos años, dice, ha provocado el crecimiento de la Administración Pública, fundamentalmente del sector paraestatal, multiplicándose el número de organismos descentralizados y empresas de participación estatal. Acorde con el propósito de la reforma administrativa y con los ordenamientos que de ella han surgido, se hace necesario buscar fórmulas que permitan poner una mayor atención y vigilar mejor las actividades de dichas entidades.



"Con el fin de que el Congreso de la Unión coadyuve de manera efectiva en las tareas de supervisión y control que realiza el Poder Ejecutivo sobre las corporaciones descentralizadas y empresas de participación estatal, se agrega al artículo 93 de la Constitución, un nuevo párrafo, que, en caso de ser aprobado, abre la posibilidad de que cualquiera de las dos Cámaras pueda integrar comisiones que investiguen su funcionamiento, siempre y cuando lo solicite la tercera parte de sus miembros tratándose de los diputados, y de la mitad si se trata de los senadores. Esta facultad se traducirá en nuevos puntos de equilibrio entre la Administración Pública y el Poder Legislativo.



"Los resultados de las investigaciones se harán del conocimiento del Ejecutivo Federal; éste será el que determine las medidas administrativas y el deslinde de las responsabilidades que resulten. De esta manera se conservan intactas las facultades del propio Ejecutivo, relativas a la dirección del sector paraestatal de la Administración Pública. sin que resulte quebrantado el principio de separación de poderes."





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Las consideraciones transcritas son lo suficientemente explícitas para justificar la adición mencionada que se practicó al artículo 93 constitucional. Abundando en las ideas que la informan, debemos recordar que los organismos paraestatales, es decir, los descentralizados y las empresas de participación del Estado, implican en la actualidad un sector muy importante en la actividad socioeconómica de México. Su patrimonio y los ingentes recursos que manejan convierten a dichos organismos en factores de suma trascendencia •para la vida del país. Aunque estrictamente no forman parte de la administración pública propiamente dicha, o sea, en su connotación clásica y formal, sus actividades sí inciden en diferentes ramos conectados estrechamente con dicha administración. A pesar de que su creación ha obedecido a un imperioso fenómeno de descentralización o desconcentración administrativa, el funcionamiento' de dichos organismos está controlado por el Ejecutivo Federal y ahora, como consecuencia de la indicada adición constitucional, por las Cámaras que componen el Congreso de la Unión.



Fácilmente se advierte que con motivo de dicho control, los indicados cuerpos legislativos' ya no solamente reciben información de los directores de los organismos paraestatales, sino que pueden ejercitar facultades investigatorias acerca de sus actividades y situación financiera, con el objeto de excitar al Presidente de la República para que, en su caso, tome las medidas pertinentes en el supuesto de que, de la averiguación que se practique, resulten anomalías e incluso responsabilidades de carácter civil o penal para sus funcionarios.



En cuanto a los Jefes de Departamento, su situación no ofrece diferencias sustanciales frente a los Secretarios del Despacho, pues unos y otros son meros colaboradores del presidente y su designación y remoción dependen de su exclusiva voluntad. Desde el punto de vista teórico, la divergencia entre el Secretario y el Jefe de Departamento consistía en que el primero tenía la facultad de refrendar los actos presidenciales y estaba vinculado con el Congreso o con alguna de sus cámaras integrantes en los términos del artículo 93 constitucional, mientras que el segundo carecía de tal facultad y vinculación. Así, el artículo 92 de la Ley Fundamental, antes de su reforma publicada el 21 de abril de 1981, establecía que "Los reglamentos, decretos y órdenes del presidente, relativos al Gobierno del Distrito Federal y a los Departamentos Administrativos, serán enviados directamente por el presidente del gobernador del Distrito y al jefe del Departamento respectivo."



Se suele argumentar, además, que la distinción entre "Secretaría de Estado" y







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"Departamento Administrativo" obedece a que la importancia del ramo que a aquélla pertenece es mayor que la del que corresponde a éste. Si este criterio puede ser atendible desde un punto de vista práctico, no existe ninguna razón jurídica que justifique tal distinción, pues dentro del sistema presidencial tanto los secretarios del despacho como los jefes de dichos departamentos son simples colaboradores del presidente." quien puede designar y remover libremente a unos y otros. Tampoco hace valedera la mencionada distinción, la diversidad de actividades que en el Congreso de Querétaro se supuso que debía existir entre las realizables por una secretaria y las desplegables por un departamento administrativo, pues ambos tipos de entidades desarrollan dentro de su respectivo ramo la administración pública del Estado en funciones técnica, política y económicamente coordinadas que no admiten ninguna separación dinámica tajante que rompa la situación de igualdad jurídica que debe existir entre todos los colaboradores inmediatos y directos del presidente.

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