EL ESTADO FEDERAL

A. Su concepción jurídico-política

Etimológicamente, la palabra "federación" implica alianza o pacto de unión y proviene del vocablo latino Foedus. Foederare equivale, pues, a unir, a ligar o componer. Desde un punto de vista estrictamente lógico, el acto de unir entraña por necesidad el presupuesto de una separación anterior de lo que se une, ya que no es posible unir lo que con antelación importa una unidad.

Cuando dos o más cosas se unen es porque cada una de ellas permanecía se¬parada o desvinculada de las demás, de tal suerte que la unión comprende inexorablemente la idea de composición, de formación de un todo mediante la aglutinación de diversas partes.

Esta acepción lógica y etimológica se aplica puntualmente en el terreno jurídico-político por lo que a la Federación se refiere. Si este concepto traduce "alianza o unión", debe concluirse que un Estado federal es una entidad que se crea a través de la composición de entidades o Estados que antes estaban separados, sin ninguna vinculación de dependencia entre ellos. De ahí que el proceso formativo de una Federación o, hablando con más propiedad, de un Estado federal, deba desarrollarse en tres etapas sucesivas, constituidas, res¬pectivamente, por la independencia previa de los Estados que se unen, por la











alianza que concertan entre sí y por la creación de una nueva entidad distinta y coexistente, derivada de dicha alianza. La independencia previa de Estados soberanos, la unión formada por ellos y el nacimiento de un nuevo Estado que los comprenda a todos sin absorberlos, importan los tres supuestos lógico ¬jurídicos y prácticos de la creación de un Estado federal o Federación.

Estos supuestos se dan en el proceso natural, de carácter "centrípeto", que implica la genética de un Estado federal. Su prototipo está representado en la Unión norteamericana. Como es sabido, desde que los Estados que la forma¬ron eran colonias, existía entre ellos una desvinculación política y jurídica. Cada colonia, y merced a las llamadas "cartas de establecimiento" otorgadas por los monarcas británicos, gozaba de autarquía y autonomía gubernativa frente a la metrópoli y de una absoluta independencia frente a las demás (self-government). Estos atributos se revelaban en la facultad que se había con¬cedido o reconocido en favor de las colonias para autogobernarse no sólo me¬diante la integración de sus propios órganos de gobierno, sino a través de la legislación de que ellas mismas se dotaban, y cuyos únicos límites consistían en respetar los principios sobre los que descansaba el derecho inglés y en recono¬cer una dependencia más bien simbólica que efectiva frente a Inglaterra. Al lograr su emancipación, las colonias se convirtieron en "Estados libres y soberanos". Libres, porque rompieron el vínculo de dependencia que como partes de un imperio los unía con la metrópoli; y soberanos, en virtud de que la autonomía gubernativa de que disfrutaban bajo el régimen colonial se transformó en la plena capacidad de autodeterminarse, de decidir sus propios destinos transgrediendo inclusive aquellas exiguas restricciones que demarcaban la amplia órbita en que ejercieron su gobierno interior como colonias.

Pasando por el periodo intermedio de la confederación y que no signifi¬caba sino una mera alianza, los Estados auténticamente libres y soberanos convinieron por propia voluntad crear una Federación, al aprobar primero, en la famosa convención de Filadelfia, y el ratificar después, la Constitución de los Estados Unidos de América.

La formación federativa en México se desenvolvió en un proceso inverso, al que suele llamarse "centrífugo". Las colonias españolas de América, y espe¬cíficamente la Nueva España, no gozaron de autonomía en lo que a su régimen interior respecta. Sus órganos de gobierno eran designados por la metrópoli y, concretamente, por el rey, en quien se centralizaban las tres funciones estatales. Como supremo legislador, el monarca español expedía los ordenamientos orgánicos y funcionales de las colonias, concentrando en su persona, además, los poderes judicial y administrativo, que eran ejercidos en su nombre por funcionarios o cuerpos colegiados que el mismo designaba. Es más, el Consejo de Indias, que era un organismo eminentemente consul¬tivo, se abocaba al conocimiento de las cuestiones atañaderas a las colonias, fungiendo algunas veces como autoridad judicial superior, emitiendo siempre sus decisiones en representación del rey.

Como se ve, políticamente el imperio español era una entidad central.

Las partes que integraban ese todo formaban una unidad jurídico-política sin autonomía interior y dependiendo directamente de la metrópoli. Esta situación











experimentó notables cambios en la Constitución de Cádiz de l81~. En este ordenamiento se reconoció una especie de autarquía a las provincias coloniales y se invistió a sus órganos representativos, que eran las diputaciones, con facultades para gobernarlas interiormente. De esta guisa, la concentración del poder en la persona del monarca sufrió una descentralización gubernativa, al otorgarse en la mencionada Constitución la autonomía provincial que entra¬ñó la génesis del federalismo.

Desde que la Constitución de Cádiz se juró en la Nueva España y a pesar de la interrupción de su vigencia por Fernando VII, las diputaciones provin¬ciales defendieron perseverantemente los derechos que ese ordenamiento les concedía, propugnando, durante más de dos lustros, su reconocimiento defi¬nitivo en el régimen jurídico-político del México independiente. Los esfuerzos tenaces que desplegaron en ese sentido las diputaciones provinciales, aunados a una tendencia emulativa del sistema constitucional de los Estados Unidos, culminaron en el establecimiento del régimen federal consignado en la Consti¬tución de 1824 y en el documento que le sirvió de antecedente inmediato, o sea, el Acta de 31 de enero del propio año.

Si tomamos en consideración, por ende, la genética del federalismo en México, debemos llegar a la conclusión de que el sistema que preconiza obe¬deció, según lo dijimos, a un proceso centrífugo. La unidad colonial que pre¬sentaba la Nueva España, cuyo gobierno se depositaba en el rey antes de la Constitución de 1812, evolucionó hacia un especie de descentralización, al otorgarse o reconocerse en este documento la autonomía de las provincias de que se formaba y cuyo gobierno interior, en importantes aspectos de su vida pública, se confió a sus respectivas diputaciones. Ahora bien, dicha autonomía jamás se tradujo en una verdadera independencia, pues las provincias no se convirtieron en entidades políticas soberanas, ya que siguieron formando parte del todo colonial desde 1812 hasta 1821, y del Estado Mexicano a partir de la emancipación de nuestro país, habiéndoseles adjudicado en el Acta Constitutiva de 31 de enero de 1824 el calificativo de "Estados libres y sobe¬ranos", sin que hayan tenido con antelación ninguno de estos atributos.

Como se ve, la "independencia, libertad y soberanía", de que carecían las antiguas provincias de la Nueva España, significaron meras declaraciones de dicha Acta, sin correspondencia con la realidad política y sin adecuación con los conceptos jurídicos respectivos. .

La Constitución de 1824 procedió, sin embargo, con sensatez, pues en ella no se contenían las mencionadas declaraciones artificiosas, sino que simple¬mente estableció que "la nación mexicana adopta para su gobierno la forma de república representativa popular federal" (Art. 4º.), sin haber imputado a los "estados de la federación" los atributos que les señaló la citada Acta y que eran incompatibles con la realidad político-jurídica, ya que la autonomía pro¬vincial implantada en la Carta de Cádiz no significó de ninguna manera que las provincias, convertidas terminológicamente en "Estados", hubieren sido independientes, libres y soberanas, en la acepción correcta que estos conceptos tienen en el Derecho Público.













Desgraciadamente, la fórmula que en la Constitución de 1824 expresaba el régimen federal no fue reiterado por las Leyes Fundamentales de 1857 y de 1917. En éstas se incurrió en el mismo error que cometieron los autores del Acta Constitutiva de la Federación Mexicana, al reputar a las entidades fede¬rativas como "libres y soberanas". Dentro de la unidad política que representa un Estado federal, no puede haber tantas "soberanías" cuantos sean los Esta¬dos que lo compongan, ni éstos pueden considerarse "libres" en la acepción política y jurídica de la libertad estatal. De ello se deduce que la denominación correcta que debiera tener nuestro país no es la de "Estados Unidos Mexica¬nos" que adoptan las Constituciones de 1857 y vigente, sino la de "República Federal" que se adecua con más propiedad a la génesis de nuestro sistema fe¬deral y a su implicación jurídica.

Independientemente de su génesis histórico-política, que puede desarro¬llarse, según dijimos, centrípeta y centrífugamente, el Estado federal presenta determinadas características jurídicas que es menester precisar. Sea que una federación se haya formado, dentro del sentido lógico y etimológico del voca¬blo, por la unión de Estados libres y soberanos preexistentes, o se haya creado mediante la diseminación del poder central, lo cierto es que en cual¬quiera de ambos casos se plantea el problema netamente jurídico consistente en desentrañar la naturaleza de la entidad federal. Esta necesidad no sólo obedece a un afán de especulación teórica, sino que surge como cuestión pragmática para explicar determinados fenómenos que aparentemente tien¬den a desvirtuar en la realidad política las concepciones clásicas y tradicionales del régimen federal.

a) El estudio de la naturaleza jurídica del Estado federal se ha enfocado desde diversos puntos de vista por la doctrina de derecho público. Se ha lle¬gado a sostener que dentro de un régimen estatal federal existen dos sobera¬nías: la de las entidades federativas y la del Estado federal propiamente dicho. Esta tesis, que se llama de la cosoberanla y que fue expuesta por Calhoun y Seidel, afirma que los Estados, al unirse en una federación, crean una entidad distinta de ellos con personalidad jurídico-política propia, dotada de órganos de gobierno, cediendo parte de su soberanía en aquellas materias sobre las cuales hayan renunciado a ejercerla, para depositar el "poder soberano ce¬dido" en un nuevo Estado. Estas apreciaciones encuentran su fundamento en los casos en que la Federación se haya constituido mediante un proceso centrí¬peto, o sea, a través de la unión permanente de Estados con libertad, sobera¬nía e independencia preexistentes, como sucedió en Norteamérica. La doctrina

b) de la cosoberanía apunta dos fenómenos jurídico-políticos en la forma¬ción federal, a saber: la creación, por la voluntad de las entidades que se unen, de un nuevo Estado, el federal, y la adscripción a éste de determinadas materias sobre las que deba desplegar su poder de imperio. De esta manera, la "soberanía" del Estado federal se forma por la recepción de las "soberanías" fraccionadas de las entidades que decidieron constituirlo, reservándose éstas su respectiva "soberanía" en las materias de gobierno administrativo, judicial y legislativo, que no hubiesen expresamente renunciado. Este fenómeno, recep¬tivo por parte del Estado federal y simultáneamente atributivo por parte de las entidades federadas, no se registró en la formación de la Federación mexi-cana, a pesar de que se supone hipotéticamente en el artículo 124 de nuestra actual Constitución y cuyo contenido se estima conocido.

c) Pero haciendo abstracción de si la teoría de la cosoberanía pueda o no explicarse desde el punto de vista de la génesis histórico-política de un Estado federal, lo cierto es que en un terreno puramente jurídico no puede justifi¬carse, ya que se funda en un error insalvable. La soberanía es una e indivisible y se traduce en el poder que tiene el pueblo de un Estado para autodetermi¬narse y autolimitarse sin restricciones heterónomas de ninguna índole. En otros términos, se dice que un Estado es "soberano" porque su pueblo, sin sujetarse a ninguna norma que él no haya creado o aceptado voluntariamente, tiene la capacidad de establecer su propio modo de ser político, jurídico, económico o social (autodeterminación) y de fijar los cauces limitativos a su poder (autoli¬mitación). Ahora bien, al concertarse el pacto federativo y al consignarse éste en la Constitución Federal, el último acto de soberanía que los Estados fede¬rados realizan, ya como instituciones jurídico-polìticas supremas en que su pueblo se ha organizado, consiste precisamente en formar a la nueva entidad y en organizarla, dejando después de ser soberanos para mantenerse autónomos. Esta metamorfosis se comprende porque, merced a la supremacía constitucio¬nal y a la de las leyes federales, los Estados ya no tienen la facultad de autodeterminarse sin restricciones heterónomas, toda vez que, cualquiera que pueda ser el régimen interior que adopten, deben ajustar su estructuración polí¬tica y jurídica a ciertos principios o reglas superiores, como son los implantados en los ordenamientos federales. Dicho de otra manera, dentro de un sistema federativo, los Estados federados tienen demarcada su órbita, la cual se integra solamente con las facultades que expresamente no se establezcan en favor de la entidad federal, sin que puedan transgredir las prohibiciones ni dejar de cum¬plir las obligaciones que la delimitan, así corno tampoco usurpar las atribucio¬nes que corresponden al gobierno nacional. Es evidente que el mero ejercicio de las llamadas facultades reservadas no importa soberanía, ya que ésta se manifiesta esencialmente en el poder de autodeterminarse y de autolimitarse sin restricciones que provengan de voluntades ajenas; y es el caso que, tratán¬dose de una entidad federada, su respectivo gobierno, en lo que a las tres











funciones estatales concierne, debe observar normas superiores que, por u' parte, no fueron elaboradas por ella, ni se pueden dejar de observar, por otra.

La soberanía y la autonomía son, pues, dos conceptos diferentes. La primera, como lo hemos dicho, es sobre todo capacidad de autodeterminación, sea, un Estado es soberano en la medida en que pueda organizarse y limitarse sí mismo, sin estar constreñido para ello a acatar reglas o principios que emanen de una potestad jurídico-política ajena, lo que no acontece con las entidades que integran una federación, ya que su composición esencial y las restricciones de su actuación gubernativa están determinadas en el ordenamien constitucional federal y en las leyes federales, circunstancias que implican carencia de la autodeterminación y de la autolimitación característica de soberanía. Por lo contrario, la autonomía expresa la facultad de "darse s propias normas" pero dentro de un ámbito demarcado de antemano, respeta do siempre principios, reglas, obligaciones y prohibiciones que derivan preceptivamente de una voluntad ajena. Es por ello por lo que los Estados que forman una federación son autónomos, en el sentido de que, en ejercicio de 1as facultades que real o hipotéticamente se reservaron, pueden organizar su régimen interior y encauzar su conducta gubernativa dentro de él, pero siempre sobre la base del respeto de las normas federales, de la observancia a las prohi¬biciones constitucionales y del cumplimiento a las obligaciones que el Código fundamental les impone.

Si las entidades federadas no son soberanas, tampoco son libres ni indepen¬dientes, ya que la libertad y la independencia en un sentido político no son sino aspectos primordiales de la soberanía. Esta se refleja en libertad, en cuanto a las potestades de autodeterminación y autolimitación; y se traduce en inde¬pendencia, en la medida en que un Estado, dentro del concierto internacional, goza de personalidad propia, es decir, sin estar subsumido dentro de otra entidad.

Las anteriores consideraciones conducen a la ineluctable conclusión de que la llamada teoría de la cosoberania es jurídicamente insostenible, ya que, den¬tro de un Estado federal no existen dos soberanías, a saber: la de éste y la de cada una de las entidades que lo componen, sino una sola, que es la nacional, coexistente, sin embargo, con la autonomía interior de los Estados federados.

Pero aún hay más: en un Estado federal o unitario (central) de extracción democrática, el único soberano es el pueblo como elemento humano que lo constituye. Por ende, si dentro de una misma entidad estatal no pueden con¬currir dos soberanías por ser eminentemente excluyentes, es evidente que los Estados no pueden ser soberanos, ya que, de admitir el supuesto contrario, se destruiría, por una parte, el sistema federal y, por la otra, se tendría que acep¬tar por necesidad que el pueblo total no es soberano, sino que tendrían este carácter los "pueblos" que integran los distintos Estados federados.





b) Al rechazar la tesis de que el Estado federal se compone de Estados soberanos en cuanto a su régimen interior, ha recurrido la doctrina de dere¬cho público a otro criterio para caracterizarlo. Se ha sostenido que si corres¬ponde sólo a la entidad política federal la soberanía, en el ejercicio de ésta concurren los Estados particulares para expresar la voluntad nacional en la función legislativa primordialmente. Así, las entidades federadas tienen el de¬recho de designar individuos, como los senadores, para integrar la Cámara federal respectiva, la que, con la de diputados, constituye el Congreso general. De esta manera, se afirma, los Estados participan en la actividad legislativa fe¬deral a través de uno de los cuerpos colegiados que forman el órgano en que ésta se deposita, cual es el Senado. Semejante apreciación es correcta dentro de los sistemas bicamarales, pero no tiene validez en los regímenes jurídico-¬políticos en que el Poder Legislativo se confía a una sola asamblea, como la Cámara de Diputados.

c) Se ha argumentado también, para distinguir a un Estado federal, que en él las entidades que lo forman tienen injerencia en la reformabilidad de la Constitución nacional a través de sus respectivas asambleas legislativas. En otras palabras, dentro de un sistema federativo, la sola voluntad de los órganos federales no basta para modificar el Código Federal Supremo, sino que es menester la concurrencia de los Estados federados para alterarlo preceptiva¬mente.

d) En los fenómenos de concentración y de descentralización se ha pre¬tendido también encontrar el signo peculiar de un Estado federal. Por lo que respecta al primero, se afirma que éste se forma por la unión de Estados li¬bres y soberanos, mismos que ceden a la nueva entidad ciertas y determinadas facultades que antes del pacto federativo les correspondían como potestades inherentes a su respectiva soberanía, reservándose todas aquellas que no le hubiesen trasmitido. De esta guisa, el Estado federal concentra los poderes recibidos de todas y cada una de las partes estatales que lo componen, y cuyos poderes constituyen su soberanía, la cual, al integrarse así, automáticamente excluye la soberanía particular de ellas, manteniéndose como autonomía. En cuanto a la descentralización, ésta opera en sentido inverso, pues al existir previamente el Estado unitario, al organizarse política y jurídicamente otorga o reconoce, en favor de las entidades reales o artificiales que lo constituyen, una autonomía para manejar sus asuntos interiores e inclusive para estructu¬rarse, pero respetando en todo caso las reglas, bases o principios que en el ordenamiento federal se imponen.

Ahora bien, el fenómeno de la descentralización no puede considerarse como un elemento distintivo y característico por sí solo del Estado federal, por la sencilla razón de que también ocurre en un régimen llamado central. La descentralización, en efecto, supone el reconocimiento o el otorgamiento de una esfera autónoma gubernativa en favor de las entidades que integran el todo estatal, llámense provincias o Estados; y esa esfera puede ser de mayor o menor extensión de acuerdo con la calidad y número de facultades que a dichas entidades se adscriban. Consiguientemente, siguiendo el criterio de la descentralización, entre el Estado federal y el Estado central únicamente









existe una diferencia de grado en lo que atañe a la amplitud cualitativa y cuantitativa de la autonomía mencionada que va desde la descentralización municipal hasta la descentralización federal, teniendo como tipo intermedio la descentralización provincial.

e) Para Montesquieu, la "república federativa" resulta de un pacto o con¬vención entre distintos cuerpos políticos, es decir, su concepto de "federación" coincide con la acepción etimológica de la palabra respectiva. Así, el famoso Barón de la Brede sostiene que "Esta forma de gobierno (sic) es una convenión por la cual varios cuerpos políticos consienten en convertirse en ciudada¬nos de un Estado más grande que quieren formar. Es una sociedad de socie¬dades que forman una nueva que puede crecer mediante nuevos asociados, hasta que su poder sea suficiente para la seguridad de sus miembros."

f) Además de las teorías que muy superficialmente hemos delineado, la doctrina ha pretendido explicar la naturaleza jurídica del Estado federal adoptando otros diversos puntos de vista de los que apoyan las tesis comenta¬das y en cuya referencia no nos detendremos, remitiéndonos a la exposición que de ellas formula García Pelayo.

g) Partiendo de la idea de que no existe una diferencia esencial entre un régimen federal y un régimen central, ya que, en puridad jurídica, ambos se distinguen por el grado de autonomía a que hemos aludido, trataremos de fijar las peculiaridades del primero:

1. Autonomía democrática de las entidades (Estado o provincia, pues la denominación es intrascendente), en el sentido de designar a sus órganos de gobierno administrativo, legislativo y judicial;

2. Autonomía constitucional, traducida en la potestad de dichas entidades para organizarse jurídica y políticamente, sin transgredir o acatando siempre los principios de la Constitución nacional;

3. Autonomía legislativa, administrativa y judicial, en lo que concierne a las materias no comprendidas en la órbita federal;

4. Participación de las propias entidades en la expresión de la voluntad nacional, tanto por lo que respecta a la integración del cuerpo legislativo fede¬ral, como por lo que se refiere a la reformabilidad de la Constitución gene¬ral.

Sin embargo, si en un terreno teórico éstos son los signos distintivos de un sistema federal, en lo que concierne a México no siempre lo caracterizaron en su conjunto y con exclusividad, pues según puede advertirse de su evolución histórico-política, bajo los regímenes centralistas implantados en las Constitu¬ciones de 1836 y 1843, los llamados "departamentos", dentro de su relativa autonomía, participaban en la expresión de la voluntad nacional y gozaban de la facultad de designar a sus órganos representativos primarios, como eran sus juntas o diputaciones.

Las características del Estado federal que hemos apuntado concurren en el régimen jurídico-político en que se organizó a nuestro país bajo los ordena¬mientos constitucionales de 1857 y de 1917. Así, las entidades que forman la República Mexicana gozan de los tres tipos de autonomía señalados, es decir, la democrática, la constitucional y la legislativa, ejecutiva y judicial. También las propias entidades participan en la expresión de la voluntad nacional a través de la designación de dos senadores por cada una de ellas y de su interven¬ción en el proceso de reformas y adiciones a la Constitución Federal.

México, en consecuencia, es un Estado compuesto no por "Estados libres y soberanos", sino por entidades autónomas, con personalidad jurídica y política propia, creadas a posteriori en los documentos constitucionales en que el pue¬blo, a través de sus representantes colegiados en las respectivas asambleas constituyentes, decidió adoptar la forma estatal federal. La Federación mexi¬cana, por ende, no es ni ha sido, en puridad política y jurídica, una "unión de Estados", sino n sistema de descentralización traducido en la creación de en¬tidades autónomas, dentro de la entidad nacional, dotadas de los elementos que concurren el ser del Estado: la población, el territorio y el poder de im¬perio ejercitable sobre aquélla y éste. Tales entidades no preexistieron como Estados libres y soberanos a la institución federal; y si nuestro país ha adop¬tado esta forma jurídico-política, ha sido desde el punto de vista estricto del derecho, sin haber obedecido al proceso natural y propio de la formación federativa.

Si la unidad política ha sido siempre la característica de nuestro país y si el régimen federal se manifiesta entre nosotros como un fenómeno de descen¬tralización en los términos apuntados, no debe sorprendernos que, en aras del fortalecimiento de dicha unidad, se consolide y ensanche el poder estatal na¬cional como consecuencia natural y espontánea del progreso económico y so¬cial de México, pues debe advertirse que la evolución de todo Estado tiende a la asunción de una ontología cada vez más compacta. Hay en nuestro país ne¬cesidades económicas, sociales y culturales que afectan a todo el Estado mexi¬cano. Estas necesidades, que por virtud del proceso evolutivo de México van en aumento, deben evidentemente ser atendidas por el Gobierno nacional a través de las funciones legislativas, administrativas y judiciales, de donde re-sulta que el ámbito de los poderes federales propende necesariamente a su









ampliación, circunstancia ésta que por modo concomitante entraña la reducción de las órbitas autónomas de las entidades federativas. La evolución económica y social de nuestro país corrobora y legitima este fenómeno, el cm inclusive, ha repercutido en el sistema constitucional por lo que se refiere a demarcación de competencia entre la Federación y los Estados miembros, mediante la inclusión de materias de gobierno en la esfera nacional que antes pertenecían al régimen interior de las entidades federadas. Sería prolijo mencionar los casos en que tales sucesos político-jurídicos se han registrado, siendo suficiente recordar aquellos en que, mediante reformas constitucionales, han atribuido a los poderes federales facultades legislativas y administrativa y aun judiciales, que con anterioridad estaban reservadas a los Estados.

El ensanchamiento de la órbita en que se mueven los poderes federales la disminución correlativa de la esfera autónoma de los Estados son, pues, fenómenos que responden a la transformación económica, social y cultural d nuestro país, misma que se enfoca hacia la consolidación de la unidad nacional. Esta, desde luego, no debe excluir la autonomía local, misma que, a pesar de su paulatina reducción material, deberá conservarse en la esfera democrática, traducida en la facultad de los Estados para darse sus propios órganos d gobierno legislativo, ejecutivo y judicial. La subsistencia de dicha facultad y 1 participación de los Estados en la expresión de la voluntad nacional serán (último reducto del régimen federal mexicano, es decir, la única barrera que la postre deba evitar que la evolución económica y social de México transforme a nuestra patria en un verdadero Estado central.

B. El problema de la secesión

Aunque este problema se suscitó por circunstancias históricas en Estado Unidos y en Alemania -respectivamente al separarse los Estados del Sur y el de Baviera, desconociendo la Constitución Federal norteamericana de 1787 y la Imperial Federal alemana de 1871-, su planteamiento y solución en la teoría jurídica sobre el Estado federal importa una cuestión de sumo interés que no deja de ser susceptible de actualizarse en cualquier régimen que haya adoptado o adopte dicha forma estatal. El mencionado problema radica en si los Estados federados pueden o no separarse del Estado federal y erigirse en entidades libres e independientes, o sea, si como partes de un todo tienen o no el derecho para segregarse de él.

La tesis que postula ese derecho, llamado de secesión, se construye lógica¬mente con base en el supuesto de que un Estado, ejercitando su facultad de autodeterminación o "soberanía", decide unirse jurídica y políticamente a otros Estados para formar la entidad federal con personalidad propia y distinta de ellos y con estructuras gubernativas diferentes de las que les correspon¬den aisladamente. De esta premisa se infiere que si la formación federativa emana de un acto de soberanía imputable a los Estados que se unen como partes de un todo para dar nacimiento a éste, tienen la potestad de separarse de él reasumiendo "su soberanía". Estas ideas, que compacta mente acabamos de anotar, fueron sostenidas por Calhoun y Seydel respectivamente en los Estados







Unidos y en Alemania. Calhoun afirma que la unión de Estados (fe¬deración) no es la unión de un pueblo sino sólo la confederación de Estados soberanos, independientes unos de los otros, que pueden separarse cuando así convenga a sus intereses. Esta postura fue invocada años después de que la proclamó Calhoun por el Estado de Carolina del Sur cuando, el 24 de di¬ciembre de 1860, formuló su terminante declaración de separarse de la Unión federal para "ocupar su puesto entre las naciones del mundo como un Estado libre, soberano e independiente que estará autorizado para hacer la guerra, celebrar la paz, contraer alianza, hacer el comercio, y todo aquello en fin a que tienen derecho los estados libres".

La tesis secesionista no puede sustentarse válidamente por ser falsas las premisas en que se funda. Ya hemos dicho que la soberanía, como potestad de autodeterminación, pertenece al pueblo o nación, y que cuando se traduce en la creación del derecho primario fundamental, concomitantemente surge el Estado como institución pública suprema dotada de personalidad. Si varias comunidades nacionales de ese modo ya se han organizado jurídicamente en Estados y deciden todas ellas unirse para formar una sola entidad estatal, la federal, por conducto de sus órganos o asambleas representativas, cada comu¬nidad, individual o aisladamente considerada, deja de ser soberana, ya que por virtud de la decisión autodeterminativa tomada en conjunto por todas ellas, la soberanía pasa a radicar en su totalidad nacional o popular, o sea, en la uni¬dad que cada una forma con el concurso de las demás. Por ello, dentro del Estado federal no puede admitirse que el "pueblo" o población de cada Es¬tado federado conserve su soberanía, pues ésta corresponde a la nación toda. En consecuencia, si la base de la tesis de Calhoun y Seydel consiste en una "soberanía" del pueblo particular de cada Estado federado o de este mismo, y







si esa soberanía no existe dentro del Estado federal, malamente puede ser ejercitada por alguna de sus entidades componentes.

Por otra parte, tampoco la idea del pacto federativo, como acto creador del Estado federal, puede fundar la validez de la tesis secesionista. Si bien es cierto que en su concertación intervienen libre y soberanamente los Estados miembros y que éstos tienen la potestad de abstenerse de ingresar a la Federa¬ción, también es verdad que una vez celebrado, es decir, una vez expedida y ratificada la constitución que lo expresa, no sólo ya no tienen el derecho de separación, sino que, inclusive, asumen la obligación de adaptar sus constitu¬ciones particulares a la federal. Por ende, la secesión implicaría el quebranta¬miento o la violación del pacto constitucional federal, que tiene fuerza obliga¬toria, en su carácter de ley suprema, para todas las entidades federadas, sin que ninguna de ellas pueda eludir ni mucho menos infringir sus mandamien¬tos. El principio pacta sunt seruenda, con referencia al Derecho Constitucional, debe necesariamente respetarse, ya que la Constitución que establece el Estado federal, bajo su aspecto convencional no puede quedar al arbitrio de los Esta¬dos que en ella decidieron federarse. Suponer lo contrario equivaldría a des¬conocer otro principio, el de la supremacía del ordenamiento constitucional de la Federación, pues bastaría que un Estado expidiese una declaración "reasu¬miendo su soberanía", para que tal ordenamiento queda e siempre al arbitrio de él en cuanto a su obligatoriedad.

Estas mismas consideraciones, en esencia, las formula Carl Schmitt al aseve¬rar: "La Federación da lugar a un nuevo status de cada miembro; el ingreso en una Federación significa siempre, para el miembro que ingresa, una reforma de su Constitución. Incluso en el caso de que ninguna prescripción legal-consti¬tucional sea reformada en su texto, se reforma de manera esencial -lo que es mucho más importante- la Constitución en sentido positivo, es decir, el contenido concreto de las decisiones políticas fundamentales sobre el total modo de existencia del Estado. El pacto federal es, por eso, un convenio de singular especie. Es un pacto libre, en cuanto que depende de la voluntad de los miembros al entrar en la Federación; libre pues, por lo que se refiere al acto de concertarlo. Pero no es un pacto libre en el sentido de que pueda ser libre-mente denunciado, de que regule tan sólo relaciones parciales mensurales. An¬tes bien, un Estado, por el hecho de pertenecer a la Federación, queda inordi¬nado en un sistema político total. El pacto federal es un pacto interestatal de status." Agrega tan distinguido autor que: "El pacto federal tiene por finalidad una ordenación permanente, no una simple regulación pasajera. Esto se deduce del concepto de status, porque una simple regulación pasajera con rescisibilidad y medida no puede dar lugar a un status. Toda Federación es, por ello, 'eterna', es decir, concertada para la eternidad." En términos parecidos, la Suprema Corte de los Estados Unidos ha denegado el derecho de secesión a los Estados, argumentando que "en ningún momento estuvieron fuera de los Estados Uni¬dos" y que "su designio de separarse de la Unión no destruye su identidad como Estados ni los libera de la fuerza obligatoria de la Constitución de los Estados Unidos sus derechos emanados de la Constitución quedan suspendidos, no destruidos;





pero sus deberes y obligaciones constitucionales permanecen los mis¬mos".

A pesar de que jurídicamente es insostenible la secesión de los Estados fe¬derados, su separación de la entidad federal es posible como mero fenómeno de hecho, que puede desembocar, inclusive, en la lucha armada. Este fenómeno, que entraña la desmembración parcial del Estado federal, implica evidente¬mente la alteración violenta del orden constitucional que lo organiza, provo¬cando, por ende, un conflicto que se suscita entre las fuerzas ideológicas, polí¬ticas, culturales o económicas que propugnan la secesión y el poder público federal que pretende neutralizarlas o reprimirlas para evitarla. Es evidente Que ese conflicto fáctico, Que en el fondo es una contienda, sólo puede solucionarse por medios coactivos al servicio del derecho constitucional violado. Ahora bien, si los intentos separatistas fracasan, la pretendida secesión se con¬ceptúa generalmente como un delito, debiendo ser sancionados personalmen¬te sus autores intelectuales v materiales, según lo disponga la Constitución y la legislación federal. Por lo contrario, si el movimiento secesionista triunfa, el Estado que lo haya provocado se convierte en entidad libre e inde¬pendiente desligada de la Federación, asumiendo plenamente lo que sude llamarse "su soberanía" en su régimen interior y en las relaciones internacio¬nales.

El fenómeno fáctico separatista, no obstante que en sí mismo es formal¬mente antijurídico e implica, según las ideas de Kelsen, el hecho condicionante para la aplicación coactiva del derecho violado, no deja de justificarse con¬forme a la teoría de la soberanía nacional, según la cual se explican diversos desmembramientos estatales que registran la historia política. En efecto, si la población total de un Estado federal o unitario se integra con diversas comu¬nidades nacionales distintas, asentadas en porciones territoriales diferentes pertenecientes al espacio estatal, cada una de ellas, en un momento dado, puede decidir autodeterminarse para darse su propia organización jurídica fundamental, rompiendo el orden de derecho dentro del cual ha vivido, pero no quiere seguir existiendo. Tal decisión, empero, queda sujeta, por lo que atañe a su actualización o ejecución, a circunstancias de hecho que determinan el conflicto de que hemos hablado, pudiendo legitimarse, no obstante, desde el punto de vista sociológico, pues como sostiene Octavío A. Hernández: "Si ... el motivo real que permite fundar la permanencia y hasta la eternidad del Estado federal es la homogeneidad sociológica de sus componentes, tendremos que convenir en que cuando esa homogeneidad desaparezca o que se que¬brante más allá de cierto grado, habrá llegado la oportunidad de que el Es¬tado federal se desintegre por la segregación de la entidad o de las entidades afectadas por una nueva composición social. Tal sucedería en el momento en que en un Estado privara una nueva cultura. En presencia de las nuevas condi¬ciones culturales, la segregación de determinada parte del Estado federal











daría en principio nacimiento no sólo al derecho de separación, sino, tal vez, al deber de llevarlo a cabo."

En todo Estado federal han existido o son susceptibles de existir intentos separatistas de las entidades federativas a pretexto de "reasumir su soberanía". México no ha quedado exceptuado de esta situación. Baste recordar, al efecto, la separación de Tejas y de Yucatán y cuya causa o subterfugio consistió en la sustitución del régimen federal por el centralista operada en las Siete Leyes Constitucionales de 1836. La segregación tejana, que era económica, socioló-gica, étnica y políticamente previsible, por no decir fatal o necesaria, se incubó lenta pero firme y perseverantemente con antelación a dicho acto sustitutivo, el cual no fue sino la ocasión formal para que se produjera en vías de hecho y como un reto violento a la República mexicana. El llamado "pueblo" de Tejas, formado en su mayoría por grupos de colonos anglo-sajones a quienes desde las postrimerías de la época virreinal se les autorizó para residir en el vasto y entonces lejano territorio de esa provincia, proclamó su independencia en una declaración de 7 de noviembre de 1835, a cuya redacción no fue ajeno don Lorenzo de Zavala.

La secesión de Yucatán se produjo en febrero de 1840 mediante una re¬vuelta encabezada por Santiago Imán, quien en Valladolid, segunda población



de la península, proclamó la Federación. "Este movimiento fue secundado en Mérida por la guarnición, declarándose que Yucatán sería independiente de México en tanto que la República no volviese al sistema federal." Esta separación condicional, que distingue claramente la actitud yucateca de la de los tejanos, releva a los peninsulares del "antimexicanismo" que calumniosamente suele imputárseles, máxime que, según es bien sabido, fueron ellos, representados por don Manuel Crescencio Rejón, quienes con más ahínco propugnaron la implantación del federalismo en el Congreso Constituyente de 1823-24. La con¬dición de referencia fue, incluso, establecida por la misma legislatura de Yuca¬tán, punto sobre el cual don Carlos A. Echánove Trujillo dice: "El congreso local, al declarar que Yucatán permanecería separado del gobierno central hasta que se restableciese el régimen federal de la República, había agregado que, mientras tanto, su legislatura reasumía sus facultades de Congreso general y su gobernador las de Presidente de la República. Restableció, a la vez, solem¬nemente la Constitución general de 1824 y la local de 1825." Debemos agre¬gar que, obviamente, el Tribunal Superior yucateco se erigió en "Suprema Corte". Por último, cabe recordar que antes de que se cumpliese la condi¬ción a la que Yucatán sujetó su reincorporación al Estado mexicano, su re¬tomo se efectuó bajo la vigencia del centralismo el 15 de diciembre de 1843, volviendo a ser nominalmente "departamento", aunque jurídica y política¬mente reasumió su condición de entidad federativa atendiendo a la autonomía tan dilatada que le fue reconocida por el gobierno del centro.

C. Reseña histórica sobre el federalismo en México

Contrariamente a las afirmaciones un tanto obcecadas de los enemigos que el federalismo ha tenido en el decurso de nuestra historia, en el sentido de que su implantación fue no sólo artificial o ficticia, sino efecto de una extraló¬gica imitación del sistema político-constitucional norteamericano, lo cierto es

que la idea federalista nace en la breve etapa histórica de nuestro país com¬prendida entre 1812 y la Constitución de 1824, en que expresa y claramente se proclama. Desde luego, debe advertirse que la gestación del régimen fede¬ral en México no tradujo el desarrollo espontáneo y natural que tuvo en los Estados Unidos de Norteamérica. Allá su establecimiento obedeció a un pro¬ceso centrípeto definido, esto es, de la diversidad a la unidad, de la preexis¬tencia de entidades jurídico-políticas soberanas e independientes entre sí, a la formación de un nuevo Estado total con personalidad, poder y autoridades propias, distintas y separadas de las de los Estados miembros. En el vecino país del Norte, los Estados que constituyeron la Federación no sólo gozaban, desde que eran colonias, de una especie de autarquía o autonomía guberna¬tiva en las tres funciones estatales (self-government), sino que, al emanciparse de la metrópoli, surgieron a la vida política como entidades independientes de ella y entre sí. La preexistencia de verdaderos "Estados libres y soberanos", como primera etapa del proceso natural de la formación federativa, y previo concierto deliberadamente acordado entre ellos, dio origen a una Confedera¬ción, dentro de cuyo sistema conservaron su autonomía interior y su indepen¬dencia externa, sin crear una nueva entidad. El régimen confederal que precedió a la federación norteamericana no estableció, en efecto, un Estado superior con poder y autoridades diferentes de las de las entidades confedera¬das, sino que se contrajo a instituir una asamblea, compuesta por sus represen¬tantes, que sólo tenía facultades consultivas y sin que sus decisiones ostentaran ningún carácter compulsorio. Los débiles lazos que dentro del régimen confe¬deral acercaban, más que unían, a los Estados federados y el designio de éstos para fortalecerse ante peligros y amenazas comunes que pudiesen provenir del exterior, fueron las causas primordiales de que se pensara en crear una federación, acto que se realizó en la Constitución norteamericana de 1787, discutida y aprobada en la famosa Convención de Filadelfia y ratificada poste¬riormente por las legislaturas de los Estados.

En México, aunque la consagración jurídica de la idea o tendencia federa¬lista no se encauzó por los senderos naturales de la formación federativa, no por ello debe considerársele extraña a la evolución política de nuestro país ni efecto de un simple deseo de emulación. No puede aceptarse la aserción de que el establecimiento del sistema federal haya significado "la desunión de lo que antes estaba unido", que es la expresión que acostumbraban emplear los partidarios del centralismo, entre ellos, destacadamente, fray Servando Teresa de Mier, el inquieto patriota, quien, al discutirse el proyecto del Acta Constitu¬tiva de la Federación Mexicana, argumentó: "La prosperidad de esta república vecina (los Estados Unidos) ha sido, y está siendo, el disparador de nuestras Américas, porque no se ha ponderado bastante la inmensa distancia que











media entre ellos y nosotros. Ellos eran ya Estados separados e independientes unos de otros, y se federaron para unirse contra la opresión de la Inglaterra; federamos nosotros estando unidos es dividimos y atraernos los males que ellos procuran remediar con esa federación".

A partir de 1810, y concretamente desde la proclamación de la indepen¬dencia nacional, la trayectoria política y jurídica de lo que después sería la República Mexicana se bifurca. La insurgencia, carente en sus orígenes de planes y programas ideológicos definidos, fue elaborando paulatinamente su ideario que plasmó en importantes documentos públicos, que no sólo signifi¬caron la expresión de meros propósitos, sino la estructuración potencial en que debía organizarse a nuestra patria una vez consumada su emancipación. Por su parte, dentro del régimen virreinal, y coetáneamente a esa pretendida estructuración, se registran trascendentales acontecimientos políticos, en cuya sucesión, como veremos en seguida, se descubre la génesis del federalismo.

En estas condiciones, desde 1810 hasta 1821, en que culmina el movi¬miento insurgente mediante la consumación de nuestra independencia, la vida pública del país trató de impulsarse por dos corrientes simultáneas aunque irreconciliables en aspectos fundamentales: la derivada del ideario insurgente y la proveniente de las innovaciones políticas ya introducidas en España y que se consagraron en la Constitución de Cádiz de 1812. Ahora bien, en esas dos corrientes, y principalmente en la segunda, se reconoce y afirma una institu¬ción política, como fue la diputación provincial, que puede conceptuarse como el germen del federalismo en México.

Irrecusables documentos públicos prueban la anterior aserción. Así, en los llamados Elementos constitucionales de Ignacio López Rayón (1811), se preten¬día que el Supremo Congreso Nacional Americano, titular del ejercicio de la soberanía popular, se compusiera de "cinco vocales nombrados por las repre¬sentaciones de las provincias" (Art. 7) y que estas representaciones estuviesen a su vez a cargo de individuos designados "por los ayuntamientos respectivos" (Art. 23).

En la Constitución de.Apatzingán de 22 de octubre de 1814 se reconoció el derecho de las provincias para elegir los diputados que debieran integrar el "Supremo Congreso" (Arts. 60, 61 y 62), habiéndose dispuesto en su artículo 234 que la representación nacional sería convocada por el "Supremo Go¬bierno" luego que estuviesen completamente libres de enemigos las provincias siguientes: México, Puebla, Tlaxcala, Veracruz, Oaxaca, Tecpan, Michoa¬cán, Querétaro, Guadalajara, Guanajuato, San Luis Potosí, Zacatecas y Du¬rango.

Fácilmente se comprende que en el pensamiento de ilustres insurgentes como Morelos, Rayón y Cos, entre otros, anidaba la idea no sólo de reconocer la existencia de las provincias que posteriormente se convertirían en Estados de la Federación mexicana, sino de concederles su participación en el Gobierno nacional a través del nombramiento de representantes en el Supremo Con¬greso.


No obstante, para la evolución de la idea federalista, que se consagra institu¬cionalmente en la forma estatal adoptada por la Constitución de 1824, son de ma¬yor importancia el Código Político español de 1812 y los acontecimientos que de él se derivaron dentro de la misma Nueva España, durante la época en que la insurgencia ya había estallado y se desenvolvía. En efecto, la Constitución de Cádiz contiene un capítulo que se intitula "Del Gobierno político de las provin¬cias y de las diputaciones provinciales". Su artículo 335 se refería a las faculta¬des de dichas diputaciones, enunciándolas en la forma siguiente:

"Primero: Intervenir y aprobar el repartimiento hecho a los pueblos de las contribuciones que hubieren cabido a la provincia.

"Segundo: Velar sobre la buena inversión de los fondos públicos de los pueblos, y examinar sus cuentas, para que con su visto bueno recaiga la aproba¬ción superior, cuidando de que en todo se observen las leyes y reglamentos.

"Tercero: Cuidar de que se establezcan ayuntamientos donde corresponda los haya conforme a lo prevenido en el artículo 310.

"Cuarto: Si se ofrecieren obras nuevas de utilidad común de la provincia o la reparación de las antiguas, proponer al Gobierno los arbitrios que crea más convenientes para su ejecución, a fin de obtener el correspondiente permiso de las Cortes.

"En ultramar, si la urgencia de las obras públicas no permitiese esperar la resolución de las Cortes, podrá la diputación, con expreso asenso del jefe de la provincia, usar desde luego de los arbitrios, dando inmediatamente cuenta al Gobierno para la aprobación de las Cortes. Para la recaudación de los arbitrios, la diputación, bajo su responsabilidad, nombrará depositario, y las cuentas de la inversión, examinadas por la diputación, se remitirán al Gobierno para que las haga reconocer y glosar, y finalmente, las pase a las Cortes para su aprobación.

"Quinto: Promover la educación de la juventud conforme a los planes aprobados; y fomentar la agricultura, la industria y el comercio, protegiendo a los inventores de nuevos descubrimientos en cualquiera de estos ramos.

"Sexto: Dar parte al Gobierno de los abusos que noten en la administración de las rentas públicas.

"Séptimo: Formar el censo y la estadística de las provincias.

"Octavo: Cuidar de que los establecimientos piadosos y de beneficencia llenen su respectivo objeto, proponiendo al Gobierno las reglas que estimen conducentes para la reforma de los abusos que observaren.

"Noveno: Dar parte a las Cortes de las infracciones de la Constitución que se noten en la provincia.

"Décimo: Las diputaciones de las provincias de ultramar velarán sobre la economía, orden y progresos de las misiones para la conversión de los indios infieles, cuyos encargados les darán razón de sus operaciones en este ramo, para que se eviten los abusos; todo lo que las diputaciones pondrán en noticia del Gobierno."

El reconocimiento, no exento de oposición, de las diputaciones provinciales en la Constitución de 1812, obedeció a los perseverantes y enérgicos esfuerzos desplegados por los diputados de Nueva España que concurrieron a las Cortes constituyentes de Cádiz, encabezados por Miguel Ramos Arizpe, quien en no¬viembre de 1811 dirigió un extenso memorial al Congreso Español, descri¬biendo prolijamente las condiciones geográficas, históricas, políticas y económicas

de las provincias de la citada Colonia, llamadas "internas de Oriente", para proponer la solución adecuada a sus variados problemas.

La órbita de atribuciones que la Constitución de 1812 demarcaba en favor de las diputaciones provinciales se plasmó en un importante documento de¬nominado Instrucción para los Ayuntamientos Constitucionales, Juntas Provin¬ciales y Jefes Políticos Superiores, expedido por las Cortes en junio de 1813.

"Subsecuentes decretos de las Cortes -afirma Nettie Lee Benson- aumen¬taron todavía más las facultades generales de la diputación provincial, a cuyo cuidado quedó la distribución de los terrenos baldíos dentro de sus respectivas jurisdicciones; además se la autorizó para intervenir en ciertos asuntos judiciales. Las audiencias fueron privadas de todo conocimiento en asuntos gubernativos o económicos dentro de sus provincias; y en cuanto a los pendientes, recibieron instrucciones de pasarlos a las diputaciones provinciales, para que éstas los exa¬minasen y determinasen si caían dentro de la jurisdicción de las diputaciones, jefes políticos y ayuntamientos, según sus respectivas facultades. La audiencia, de acuerdo con la diputación provincial respectiva, estaba autorizada para la formación del arancel de los derechos que percibirían tanto los dependientes del tribunal como los jueces de partido, alcaldes, escribanos y demás funcionarios subalternos de los juzgados de su territorio, debiendo remitirlo a la regencia o Gobierno central. Asimismo, la audiencia, de acuerdo con la diputación, fue encargada de hacer la distribución provisional de partidos en sus respectivas provincias, para que en cada una de ellas hubiere un juez letrado de Primera Instancia, conforme al artículo 273 de la Constitución, y de proponer el núme¬ro de subalternos de que debiera componerse cada juzgado de Primera Ins-tancia.

"En el nuevo sistema de gobierno que implantaba la Constitución de 1812, no había virrey. El jefe político era el único funcionario ejecutivo de la juris¬dicción en que la diputación provincial tenía autoridad, y sean directamente responsable ante las Cortes de España. El jefe político en la ciudad de México, que de hecho reemplazó al virrey, carecía de jurisdicción sobre los jefes políti-cos de Guadalajara, Mérida, San Luis Potosí, Monterrey o Durango. Cada pro¬vincia gozaba de una independencia completa con respecto a las demás."

Las diputaciones provinciales eran cuerpos colegiados que tenían como funciones primordiales las inherentes al gobierno interior de las provincias. Su integración era de origen democrático indirecto y sus miembros componentes deberían ser nativos o vecinos de la provincia respectiva. De esta manera, las provincias gozaron de una especie de autarquía a través de sus diputaciones, de tal manera que éstas concurrían en el Gobierno nacional, mismo que no se depositó en órganos centralizados, y cuyo ámbito competencial estaba consti¬tuido por las facultades que a favor de ellas no se habían consignado expre¬samente. Es importante subrayar esta última circunstancia, ya que en el sis¬tema de distribución de competencias entre las diputaciones provinciales y el Gobierno central se atisba uno de los principios cardinales que caracterizan al régimen federativo.





El territorio vastísimo de la Nueva España estaba dividido en reinos y go¬bernaciones y éstas, a su vez, se subdividían en provincias. Así, el llamado "Reino de México" comprendía las de México, Tlaxcala, Puebla, Antequera (Oaxaca) y Michoacán; el de "Nueva Galicia", las de Jalisco, Zacatecas y Colima; la "Gobernación" de Nueva Vizcaya abarcaba las provincias de Gua¬diana (Durango) y Chihuahua; la de Yucatán, la provincia de este mismo nombre y las de Tabasco y Campeche. Además, sin subdivisiones provinciales existía el Nuevo Reino de León y las provincias de Nuevo Santander o Tamau¬lipas, Tejas o Nueva Filipinas, Coahuila o Nueva Extremadura, Sinaloa, Naya¬rit o Nuevo Reino de Toledo, Vieja California, Nueva California y Nuevo México.

En 1786, por Real Ordenanza de Intendentes, las provincias se agruparon en intendencias. Estas, al declararse la independencia de nuestro país, eran doce, comprendiendo las siguientes provincias: la de México, Puebla, Vera¬cruz, Mérida, Antequera de Oaxaca, Valladolid de Michoacán, Santa Fe de Guanajuato, San Luis Potosí, Guadalajara, Zacatecas, Durango, Sonora y Sina¬loa. Además, existían dos provincias internas: la de Oriente, que abarcaba los gobiernos del Nuevo Reino de León, Colonia del Nuevo Santander, provincia de Coahuila y provincia de Tejas; y la de Occidente, con los gobiernos de Nueva Vizcaya y la provincia de Nuevo México. Por último, Tlaxcala, Vieja California y Nueva California dependían directamente del virrey.

Esta era, grosso modo, la división territorial y política de la Nueva España en 1810. De esta guisa, por virtud de la Constitución de 1812, a cada provincia se reconoció el derecho de formar su diputación, misma que estaba investida con las facultades anteriormente señaladas. Por consiguiente, en ese Código Político se estableció un sistema de gobierno nacional al que concurrían las dis¬tintas provincias a través de sus respectivas diputaciones, consignándose de esta manera una especie de autonomía gubernativa en su favor y que poco tiempo después iban a defender apasionadamente, frente a las tendencias centraliza¬das del poder, hasta propugnar el sistema federal en los comienzos del México independiente. .

"Así pues, el origen del federalismo en México -según juicio muy certero de Nettie Lee Benson- se puede remontar a la forma de gobierno establecida por la Constitución de 1812 para España y sus colonias. Proveyó de un Gobierno representativo y de independencia política a cada provincia. Creó las diputacio¬nes provinciales, de las que seis se adjudicaron a México. Y es muy posible que Ramos Arizpe, uno de los diputados liberales americanos más sagaces, que nun¬ca perdía la oportunidad de sostener los derechos de las Américas -particular¬mente los de las Provincias Internas de Oriente-, propusiera y abogara por esta! diputaciones provinciales como base del sistema que hubo de incorporarse en la Constitución mexicana de 1824. Considerado generalmente como el padre del federalismo en México, Ramos bien puede reclamar también la paterni¬dad de la diputación provincial.”

Es interesante observar que apreciaciones similares fueron formuladas en 1924 por uno de nuestros juristas, ya desaparecidos, Fernando González Roa,







en un discurso que pronunció con motivo del homenaje que en ese año se rindió a la Constitución de 1824 en su primer centenario. Dado lo valioso de tales apreciaciones, creemos pertinente transcribirlas: "Nosotros creemos que el fede¬ralismo fue consecuencia de nuestra organización política. El sistema federal no fue creado de un golpe en la América Española, sino que fue heredado de nues¬tros padres, como lo demuestra el doctor Matienzo. Efectivamente, 105 españoles han constituido en la historia, y constituyen hasta la fecha, un grupo de diversos Estados extremadamente celosos de la autonomía. Haciendo contraste con otros pueblos de Europa, el elemento germánico de España -observa Biendermann- ¬conservó su independencia comunal y provincial. Cuando el descubrimiento de América, las diversas naciones que formaban España habían !legado apenas a formar bajo un mismo trono una nación completa. Era natural que estas ten¬dencias idealistas se trajeran al Nuevo Mundo y, por lo tanto, hubiera cierta dirección en el sentido de establecer gobiernos locales. Por otra parte, la difi¬cultad de la comunicación y la diferencia de climas y de condiciones de vida tenían que acentuar forzosamente una tendencia general a la autonomía.

"La división en provincias vino a sancionar este estado de cosas y el nombra¬miento de corregidores, alcaldes mayores, intendentes y oidores de las au¬diencias, hecho las más de las veces directamente por el monarca, vino a dar cierta libertad de acción a los funcionarios provinciales, que no podía menos de tener más tarde consecuencias en la creación del régimen federal."

La Constitución española de Cádiz, promulgada el 19 de marzo de 1812, se juró en la Nueva España el 30 de septiembre del mismo año. A pesar de que jurídicamente estuvo en vigor, el virrey Venegas suspendió su observancia y al año siguiente, 1813, reanudó su imperio el virrey Calleja. A partir de enton¬ces, se inician la elección e instalación de las diputaciones provinciales, ha¬biendo quedado constituidas con arreglo a la referida Constitución y a los Decretos de Cortes, expedidos al efecto, las correspondientes a las provincias de Yucatán, Nueva Galicia, Monterrey y México, entre otras.

El movimiento para la integración de las diputaciones provinciales se para¬lizó con motivo del Decreto dé Fernando VII, fechado el 4 de mayo de 1814, en que este monarca desconoció la Constitución de 1812 y restauró el absolu¬tismo en España y sus colonias; y no fue sino hasta marzo de 1820 cuando a causa del levantamiento de Rafael de Riego,. se reimplantó la vigencia de dicho Código, lo que dio origen a que las diputaciones provinciales ya estable¬cidas reiniciaran sus funciones constitucionales y a que las provincias que no contaban con estos cuerpos gubernativos procedieran a su formación, misma que no estuvo exenta de tropiezos.

Como se deduce de lo brevemente expuesto, el federalismo en nuestro país se incubó bajo la vigencia de la Constitución española de 1812 a través de las diputaciones provinciales que fueron su factor genético. Es curioso observar, por otro lado, que las tendencias políticas de la insurgencia, en su última etapa



al menos, no se dirigieron hacia la implantación de dicho sistema o forma de Estado. Esta circunstancia se advierte en los documentos y sucesos políticos que se expidieron y desarrollaron inmediatamente antes de la consumación de nues¬tra independencia el 27 de septiembre de 1821 y con anterioridad al Acta Constitutiva de la Federación Mexicana de 31 de enero de 1824. Durante este breve periodo, las diputaciones provinciales, apoyándose constantemente en la Carta de Cádiz, lucharon de manera tenaz, y muchas veces violenta, para que el Gobierno nacional, de tendencias centralizadoras, reconociese su existencia y autonomía, propugnando que nuestro país, roto el vínculo de dependencia que lo unía con España, adoptase el sistema federal. Es más, a la sazón, las men¬cionadas diputaciones comenzaron a erigirse, en algunos casos, en "legislatu¬ras" y a convertir a sus respectivas provincias en "Estados libres y soberanos".

Una somera relación de los acontecimientos que se registraron durante la etapa comprendida entre la proclamación del Plan de Iguala y la expedición del Acta referida corroboran tales asertos.

El mencionado Plan, de 24 de febrero de 1821, abrigaba la tendencia ma¬nifiesta a desconocer la Constitución de 1812. Su autor, Agustín de Iturbide, fue, como se sabe, el comisionado por los grupos españoles privilegiados que, encabezaba el virrey Apodaca para pacificar el país y para que se estableciese un Gobierno de tipo monárquico que no tuviese las restricciones impuestas en dicha Constitución. Los congregados en las famosas Juntas de la Profesa, aun¬que deseaban la independencia, pretendían la restauración del absolutismo en la Nueva España bajo la corona del mismo Fernando VII, a quien se supuso presionado para jurar en marzo de 1820 la Carta Política de Cádiz. No es aventurado sostener, por tanto, que la idea emancipadora que se concibió en dichas juntas y el plan para su realización partieron de los españoles absolutis¬tas, enemigos de la Constitución de 1812, y precisamente por este carácter, opositores a todas sus instituciones, entre ellas, a las diputaciones provinciales.

Iturbide, con miras políticas futuristas y explotando en favor de sus perso¬nales ambiciones de poder la comisión pacificadora que le habían encomen¬dado los congregados de la Profesa y la fuerza militar que éstos pusieron bajo' su mando, interpretó a su modo las instrucciones recibidas, expidiendo el famoso Plan de Iguala.

Este documento, según afirmamos, aunque no consigna una declaración expresa contra la Constitución de 1812, en sus principios fundamentales la repudia, al prever la instalación de las Cortes "que lo hicieren efectivo" traba¬jando, "luego que se reunieren, la Constitución del Imperio Mexicano": No se alude para nada en dicho Plan a las diputaciones provinciales y ni siquiera a las provincias de la Nueva España. La referencia constante a conceptos pro¬pios de una monarquía o de un imperio, y la declaración categórica de que Fernando VII (repulsar de la Carta de Cádiz) y en su caso los de su dinas¬tía o de otro reinante serán los emperadores" (Art. 49), aunadas a la mencio¬nada omisión, hacen suponer que la tendencia política del Plan de Iguala en lo que a la firma estatal respecta, era la implantación de un régimen monár¬quico centralizado, diferente del instituido en el Código de 1812.







La proscripción de las diputaciones provinciales se reafirma en los Tratados de Córdoba de 1821. Conforme a ellos, el Gobierno provisional se depositó en una junta "compuesta de los primeros hombres del Imperio, por sus virtudes, por sus destinos, por sus fortunas, representación y concepto, de aquellos que están designados por la opinión general, cuyo número sea bastante conside¬rado para que la reunión de luces asegure el acierto en sus determinaciones, que serán emanaciones de la autoridad y facultades que les conceden los artículos siguientes" (Art. 6Q). A ese organismo, llamado Junta Provisional Gubernativa, los Tratados otorgaron facultades amplísimas para determinar la manera como debería procederse a la elección de diputados a Cortes, así como a la convocación respectiva. Ello revela, obviamente, la marcada propensión a desconocer los derechos que la Constitución de 1812 había acordado en favor de las provincias para designar sus diputaciones y para concurrir en el Go¬bierno legislativo nacional, amén de que, por ende, suprimía la autonomía provincial que se derivó de la mencionada Carta y de que comenzaba a disfru¬tarse bajo su régimen en la Nueva España antes de la consumación de nuestra independencia.

Un hecho histórico muy elocuente testimonia la tendencia del Plan de Iguala y de los Tratados de Córdoba, antagónica a las diputaciones provincia¬les y, en consecuencia, al federalismo que incipientemente se dibujaba en ellas. Cierto licenciado Zozaya, amigo de Iturbide, propuso que la elección de los miembros de la Junta fuese hecha por tales diputaciones con el objeto de que en esta forma se respetase la voluntad de las provincias. Sin embargo, Itur¬bide, desoyendo tan prudente recomendación, que tendía precisamente a evi¬tar la oposición al efímero Gobierno del jefe del Ejército Trigarante, de ma¬nera impolítica hizo las designaciones correspondientes en favor de personas sujetas a él incondicionalmente.

Consumada la independencia nacional con la entrada del Ejército de las Tres Garantías a la antigua capital de la Nueva España el 27 de septiembre de 1821, se proclamó al día siguiente el Acta de Independencia del Imperio Mexi¬cano. Según afirmamos, el Gobierno de México, a raíz de estos acontecimientos, quedó confiado a la Junta Provisional que hemos citado, organismo que fun¬gió como asamblea legislativa. El poder administrativo se depositó en una Re¬gencia compuesta por cinco miembros, entre los cuales figuraban Iturbide y el propio Juan O'Donojú, quien, en su carácter de capitán general enviado por España, reconoció en los Tratados de Córdoba la independencia nacional.

Al conocerse el Acta de Independencia del Imperio Mexicano, varias pro¬vincias se adhirieron al movimiento libertador, previa declaración de su propia emancipación. Entre ellas, Chiapas, en octubre de 1821, manifestó que era su voluntad agregarse al Imperio Mexicano, separándose de la antigua Capi¬tanía General de Guatemala. "La Junta Gubernativa, a quien se comunicaron tan plausibles noticias, las acogió con regocijo, aceptando desde luego la adhe¬sión de las provincias de aquel reino (el Imperio Mexicano), libre y espontá¬neamente ofrecida; se las declaró formalmente incorporadas al Imperio y se acordó que, en la convocatoria a Cortes, se hiciese mención de ellas, a fin de que nombrasen los diputados que les correspondiese, comprendiéndose por entonces todos los demás pueblos que habían manifestado su resolución de







unirse a México, aun cuando antes hubiesen dependido de otras provincias del mismo reino de Guatemala."

La finalidad primordial para la que fue instituida la Junta Provisional Gu¬bernativa consistió en la convocación a un Congreso Constituyente. Se lanzó la convocatoria según las prescripciones de la Constitución española de 1812 y el Congreso debía quedar instalado el 24 de febrero de 1822. Los diputados que lo integraron se dividieron en tres grupos, de acuerdo con las corrientes ideo-lógicas que a la sazón existían, a saber: la que sostenía el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba; la que propugnaba el desconocimiento de estos docu¬mentos políticos para proclamar emperador a Iturbide; y la que, acogiendo el ideario de la insurgencia, pretendía establecer un régimen republicano y democrático.

Bien es sabido que don Agustín, contando con el apoyo militar, urdió una maniobra parlamentaria para que el Congreso, coaccionado por la soldadesca, lo exaltara a un trono imperial ficticio y sin ningún arraigo en nuestra vida política; y así, el 19 de mayo de 1822, fue proclamado Iturbide "emperador de México".

Bien pronto se vieron en franco desacuerdo el Congreso e Iturbide, susci¬tándose entre ellos una enconada hostilidad. Con la seguridad que el "empe¬rador" abrigaba, en el sentido de seguir siendo en el ánimo del pueblo el héroe que a la cabeza del Ejército Trigarante consumó la independencia na¬cional y que contaba, en su concepto, con el respaldo militar, disolvió el Con-greso el 31 de octubre de 1822, designando en su lugar a una «Junta Institu¬yente", que aprobó el 18 de diciembre del propio año el Reglamento provisio¬nal político del Imperio Mexicano.

Este ordenamiento era el antecedente inmediato de la pretendida organi¬zación constitucional del Imperio, que Iturbide deseaba fervientemente para consolidar, conforme a derecho, su situación y la de sus pósteros en el ejerci¬cio del poder. El Reglamento citado abolió la Constitución de Cádiz, que aún seguía invocándose en las gestas parlamentarias como documento básico rec¬tor de la vida política del país. Al declarar sin vigencia ni aplicación el Código Constitucional de 1812, que había asignado a las provincias una especie de au¬tonomía a través de sus diputaciones, las tendencias federalistas, que en éstas tuvieron su génesis, se vieron seriamente obstruidas. Bien es cierto que el mencionado Reglamento declaró subsistentes las diputaciones provinciales "con las atribuciones que tenían" (Art. 87), pero esta declaración se antoja una en¬gañifa si se atiende a que estaban supeditadas al "jefe político" residente er cada capital de provincia y cuyo nombramiento provenía directamente del em¬perador, debiendo tratar dicho "jefe político" todo asunto concerniente al gobierno político provisional con el Ministro del Interior (Arts. 44 y 47).

La creación de la Junta Nacional Instituyente y el Reglamento Provisiona del Imperio Mexicano fueron las causas determinantes de la sublevación di Santa Anna en Veracruz, que desconoció a Iturbide como emperador y pro clamó la República. Las tropas que se destacaron para sofocar ese levanta miento, a su vez, expidieron el llamado «Plan de Casa Mata", en el que propugnaron





la reinstalación del Congreso disuelto por Iturbide, quien no tuvo otra .disyuntiva que acceder a esta coactiva petición en marzo de 1823. Siendo insostenible la situación política de Iturbide, pues por un lado tenía en su con¬tra al Congreso y, por otro, a los pronunciados en el Plan de Casa Mata, don Agustín se vio constreñido a abdicar el 19 del citado mes y año. "El Congreso consideró el 8 de abril que no había lugar a discutir la abdicación por haber sido nula la coronación, y declaró igualmente nula la sucesión hereditaria e ilegales los actos realizados desde la proclamación del Imperio. Por decreto de la misma fecha, declaró insubsistente la forma de gobierno establecida en el Plan de Iguala, el Tratado de Córdoba y el Decreto de 24 de febrero de 1822, quedando la nación en absoluta libertad para constituirse como le acomodase."

El Plan de Casa Mata dio la oportunidad para que se desarrollara el ger¬men federalista. Al conocerse su proclamación, varias provincias, entre ellas Oaxaca, Puebla, Nueva Galicia, Guanajuato, Querétaro, Zacatecas, San Luis Potosí, Michoacán y Yucatán, se adhirieron a él a través de sus respectivas di¬putaciones, no sin que éstas deliberaran ampliamente acerca de la conveniencia de su adopción. Esta circunstancia revela la conciencia que tenían las provin¬cias sobre su propia autonomía, que es el supuesto político e ideológico de todo régimen federal. Pero es más, puede afirmarse que las provincias estu¬vieron en la posibilidad de erigirse en Estados independientes de no haber aceptado voluntariamente el consabido Plan, cuya finalidad esencial, o sea la reinstalación del Congreso disuelto por Iturbide, las vinculaba en una nación unitaria, pero no central. Así apareció en nuestra historia un fenómeno inhe¬rente al federalismo, consistente en la autonomía consciente de las partes para seguir formando el todo, conservando su personalidad política dentro de éste.

"Con la adopción del Plan de Casa Mata -sostiene Nettie Lee Benson-, en menos de seis semanas, por parte de casi todas las circunscripciones territoria¬les principales, México quedó dividido en provincias o Estados independien¬tes. Al tiempo que cada una de ellas prestaba su adhesión al Plan, asumía el dominio absoluto sobre sus asuntos provinciales y se declaraba así mismo indepen¬diente del aún existente Gobierno de Iturbide', agregando que "las provincias habían tomado por completo el cuidado de su administración dentro de sus pro¬pias fronteras" y que "el jefe político se había convertido en el ejecutivo provin¬cial y la diputación provincial o alguna junta había asumido las funciones legislativas ... "

Mientras en el Congreso, ya reinstalado, se discutía si debía tener el carác¬ter de convocante a nuevas elecciones para diputados o de constituyente que diera forma jurídica y política al país, algunas provincias, entre ellas la de Guadalajara, se pronunciaron por el sistema federal, proclamando su plena autonomía en lo que a su régimen interior se refería. Desde entonces, la provincia de Guadalajara adoptó el nombre de "Estado Libre de Jalisco" en un plan gubernativo provisional de 16 de junio de 1823.







Dada la importancia de este Plan en lo que al establecimiento del régimen federal concierne, transcribiremos sus disposiciones:

'”1) La provincia, conocida hasta entonces como la de Guadalajara, será llamada en adelante el Estado Libre de Jalisco;

"2) Al presente, su territorio está formado por los veintiocho distritos que formaban la intendencia: Guadalajara, Acaponeta, Autlán, Auhacatlán, La Barca, Colima, Cuquío, Compostela, ColotIán, junto con el de Nayarit y el Corregimiento de Bolaños, Etzatlán, Hostotipaquillo, Lagos, Mascota, Real de San Sebastián, San Bias, Santa María del Oro, Sayula, Sentispac, Tomatlán, Tala, Tepatitlán, Tepic, Tlajomu1co, Tequila, Tonatlán, Tuzcacuesco, Zapotlán el Grande y Zapopan;

"3) El Estado de Jalisco es libre, independiente y soberano, dentro de sí mismo, y no reconocerá relación con los otros Estados distinta de la hermandad y confederación;

"4) Su religión es y seguirá siendo la católica apostólica romana sin tole¬rancia de ninguna otra;

"5) Su Gobierno será popular y representativo;

"6) Por tanto, el Estado tiene el derecho de adoptar su propia Constitución y de preparar, junto con los demás Estados, las relaciones generales entre todos ellos;

''1) Todos los habitantes del Estado tienen el derecho de votar en las elec¬ciones para representantes que constituirán el Congreso Constituyente pro¬vincial;

"8) Todos los habitantes del Estado gozarán de los derechos inalienables de libertad, seguridad, igualdad y propiedad, y el Estado está obligado a ga¬rantizarlos;

"9) A su vez, los habitantes del Estado están obligados a respetar y obede¬cer a las autoridades establecidas, y a contribuir al bienestar del Estado en la época y forma en que éste ordene;

"10) Los tres Poderes -Legislativo, Ejecutivo y Judicial- nunca podrán coincidir en la misma persona, ni dos Poderes podrán estar combinados;

.. "11) Mientras no se establezca el Congreso provincial constituyente, el Poder Legislativo estará depositado en la diputación provincial;

"12) Sus funciones se restringirán a la preparación de la convocatoria de un Congreso provincial constituyente y a dictar aquellos reglamentos provincia¬les que pueda requerir la observancia de las leyes vigentes;

"13) El Poder Ejecutivo del Estado residirá en el jefe político actuante, quien en lo futuro se llamará Gobernador del Estado de Jalisco;

"14) El Poder Ejecutivo conservará el orden interno y externo en el Estado y tendrá el mando del ejército;

"15) Al Poder Ejecutivo, de acuerdo con la diputación provincial, corres¬ponde el nombramiento de los empleados del Estado de que se habla en el ar¬tículo 7 de la orden oficial de 5 de junio, la cual será observada en todas sus partes;

"16) El Poder Judicial en el Estado será ejercido por las autoridades ac¬tualmente establecidas y la audiencia será la corte de más alta apelación;

"17) Los ayuntamientos y otros cuerpos y autoridades, tanto civiles como militares y eclesiásticos, continuarán en el ejercicio de las funciones que le están delegadas;

"18) El Estado será gobernado por la Constitución española y las leyes exis¬tentes, en todo lo que no se contradiga con el presente Plan;







19) Se comunicará este Plan de Gobierno provisional a todas las autori¬dades y corporaciones del Estado para que se proceda a su circulación y ob¬servancia;

"20) Cualquier dignatario o persona de cualquier rango que se niegue a observar este Plan, antes de tres días contados desde su expedición, deberá soli¬citar su pasaporte para dejar el Estado en el tiempo que el Gobierno señale."

La actitud asumida por la antigua provincia de Guadalajara declarándose "Estado Libre de Jalisco", y preconizando la instalación de su Congreso local constituyente, fue emulada por algunas otras provincias antes de que se expi¬diese el "Acta Constitutiva de la Federación Mexicana", el 31 de enero de 1824. Dichas provincias, autodeclaradas "Estados", fueron Oaxaca, Yucatán, Jalisco, Zacatecas, Querétaro y México, de tal manera que su personalidad política preexistía a la mencionada Acta. Por ende, no puede sostenerse que el sistema federal en nuestro país haya sido creado artificialmente, ni que los Es¬tados de la Federación mexicana no hubiesen surgido de las antiguas entida¬des provinciales con anterioridad a su implantación. El federalismo y las ideas en que se apoyó encuentran su origen, según advertimos, en las facultades que la Constitución española de 1812 adscribió a las diputaciones provinciales; su gestación, durante el periodo en que este importante documento se fue gra¬dualmente aplicando en la Nueva España; su definición política en la turbu¬lenta etapa inicial de nuestra vida independiente, y su consagración definitiva en el Acta de 31 de enero de 1824.

Es verdad, como también dijimos, que la evolución del federalismo en Mé¬xico y en los Estados Unidos adoptó cauces diferentes; pero de ello no se puede inferir, según algunos pretenden, que el régimen federal en nuestro país obedeció a una ficción político-jurídica, fruto de la imitación servil y extralógica del sistema norteamericano. En los Estados Unidos, las antiguas colonias convertidas en entidades libres y soberanas acordaron, primero la formación de una unión confederal, y después, el establecimiento de una Fe¬deración; en México, la misma metrópoli se encargó de destacar la importancia de las viejas provincias, reconociéndoles una especie de autogobierno ejercita¬ble a través de sus respectivas diputaciones, plantando así las raíces del régi¬men federal. Por ello, nos es dable sostener que el federalismo en nuestro país se incubó en las ideas políticas que alimentaron las Cortes de Cádiz en 1811- 12; se pretendió frustrar en el Plan de Iguala y demás documentos que de él se derivaron, y se reinvidicó en el Acta Constitutiva de la Federación mexi¬cana, antecedente inmediato de la Constitución de 1824, misma que no fue sino la obligada consecuencia de las luchas que empeñaron las provincias para reconquistar y mantener su autonomía.

Las ideas políticas que casi unánimemente se abrigaron en pro de la adopción del régimen federal y los acontecimientos que las tradujeron en la realidad, al proclamarse vanas provincias como "Estados libres y soberanos", marcaron un derrotero invariable al Congreso General que, reunido el 5 de noviembre de 1823, debía organizar a México. La expedición del Acta Federativa era un fe¬nómeno que fácilmente podía vaticinarse. Como asevera Jesús Reyes Heroles, "En ningún punto, el Congreso fue tan obligado a obedecer como en la adop¬ción del sistema federal y esto en un momento en que todavía el centralismo





no era definición de antiliberalismo. En ningún tema, la voluntad general se exterioriza tanto como en el que la República fuese federal. Las tendencias eran tales que, no digamos el pronunciamiento centralista del Congreso, una mayor dilación en la resolución federalista habría desatado fuerzas centrífugas imprevisibles. Es cómodo ver estas fuerzas como simples grupos políticos loca¬les sin raíces y guiados por el puro aspirantismo, como entonces se decía; pero en el fondo, esto es disimular y ocultar el problema. Las manifestaciones fede¬ralistas eran emanación, y sólo así se explica su reciedumbre, de fuerzas reales no carentes de profundidad. Sin embargo, no faltó quien, como el dipu¬tado por Veracruz José María Becerra, se pronunciara en contra de la Federa¬ción. Es interesante hacer alusión a su pensamiento, porque, podría decirse, los conceptos antifederalistas que lo informan implicaron las bases de susten¬tación de las ideas centralistas que posteriormente cristalizaron en las Constituciones de 1836 y 1843.

Dada la extensión del voto particular que al respecto formuló Becerra, y aunque presenta muchos ángulos importantes de carácter doctrinario para abo¬gar por la no adopción del sistema federal, sólo nos concretaremos a transcribir las ideas centrales que contiene: "Cuatro son las proposiciones que se encierran en el principio referido [el que establecía que era la voluntad general de la na¬ción constituirse en República federadal: l. Que hay voluntad general en la nación para constituirse en República Federal; 11. Que la manera en que esta voluntad está manifestada es la suficiente para conocerla sin equívoco; III. Que hay precisión de seguirla y conformarse con ella, y la IV, y última: Que la ley es la expresión de la voluntad general, que es el principio corriente. Todas estas proposiciones son absolutamente falsas o cuando menos muy dudosas, para que se pueda levantar sobre ellas un edificio sólido, teniendo una verdad eterna sobre que construirlo, que es la de que en materia de gobierno todo debe dirigirse al mayor bien y felicidad de la nación. Entremos al examen de estas proposiciones y antes de ello suplico a vuestra soberanía, que aunque tenga por paradojas mis asertos, use la indulgencia conmigo de presentarme benigno su atención.

"Hay voluntad general en la nación para constituirse en República Federal. ¿ y qué esto es cierto? ¿Estamos todos en ello convenidos? ¿No hay centralistas, iturbidistas, borbonistas? ¿No se ha dicho por uno de los órganos del Gobierno que había tenido éste que luchar con cien partidos? Para conocer mejor la fal¬sedad de esta proposición, será bien que la comparemos con las señales que para venir en conocimiento de la voluntad general nos dejó el mismo Rousseau, que fue el primero que habló de ella y dio el nombre de ley a su expresión. Dice pues, en el capítulo 39 del libro II del Contrato social, que se logrará el enuncia¬do de la voluntad general, cuando el pueblo, suficientemente informado, delibere, cuando" los ciudadanos no tengan entre sí ninguna comunicación, cuando cada uno opine por sí mismo y cuando no haya ninguna sociedad parcial en el Estado. Dice más: que cuando hay diversos partidos no hay voluntad general, que sólo lo será la de cada uno, con respecto a sus miembros, quedando particular con relación al Estado; añadiendo que aun cuando algún partido supere los demás, no hay por eso voluntad general, porque el voto que prevalece este caso no es más que un voto particular. Permítame vuestra soberanía que







refiera sus mismas palabras para mayor claridad: "Si cuando el pueblo, sufi¬cientemente informado, delibera y no tienen los ciudadanos entre sí alguna comunicación, del gran número de pequeñas diferencias resultará siempre la voluntad general, y la deliberación será siempre buena; mas cuando se forman facciones y juntas parciales a expensas de la grande, la voluntad de cada una de esas asociaciones viene a ser general por relación a los miembros, y particu¬lar con respecto al Estado: no se puede decir entonces que hay tantos votantes como hombres, sino tantos cuantas asociaciones: las diferencias vienen a ser menos numerosas y dan un resultado menos general. En fin, cuando una de estas juntas es tan grande que supera todas las otras, entonces no hay por resul¬tado una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única, ni hay tampo¬co la voluntad general, porque el voto que prevalece no es más que un voto particular.'

"Para lograr el enunciado de la voluntad general, es menester que no haya sociedad parcial en el Estado y que cada ciudadano opine por sí...

"Parece que basta la simple lectura de este párrafo para convencerse de que en la que se llama voluntad general de nuestra nación para constituirse en República federal, no se encuentran las señales que debían clasificarla de esa suerte, y que por lo mismo es enteramente falsa su existencia...

"La república federal, señor, en la manera que se propone en el proyecto, con Estados libres, soberanos e independientes, es un edificio que amenaza ruí-> nas y que no promete ninguna felicidad a la nación. No es una máquina sencilla y de una sola rueda, que nada tiene en qué tropezar, ni que le impida seguir su movimiento: es una máquina complicada y que se compone de otras tantas ruedas cuantos son los Congresos provinciales, de las que bastará que se pare una o tome dirección contraria para estorbar su movimiento y aun causar su destrucción...

"Con la federación se crearán rivalidades y se aumentarán las que están crea¬das. Algunos Estados quedarían resentidos y nuestros enemigos atizarían los celos y procurarían fomentar la división... Ni se nos arguya con el ejemplar de los Estados Unidos, porque además de que son notorias sus disensiones domésticas y de que sus progresos no dependen de su federación sino de otras sabias leyes que tienen cabida en los gobiernos centrales y aun en las monarquías, se halla¬ban ciertamente en circunstancias muy diversas. Estaban reconocidos por todas las naciones europeas que ocupadas con sus continuas luchas no ha habido un lugar ni se ha ofrecido un motivo porque vinieran a las manos Con alguna potencia de su mismo rango, pero que fuera central; porque a habérseles ofre¬cido hubieran sido sin duda vencidos, por la razón de ser más débiles a causa de su federación, como lo es una vara respecto de lo que era antes de dividirse, aun cuando se hayan reunido sus pedazos..."

No tan "antifederalista" se mostró fray Servando Teresa de Mier a pesar de su célebre expresión de que el régimen federal significaría "desunir lo que ha es¬tado unido". Abogó, en efecto, por una "federación moderada y razonable", que conviniera "a nuestra poca ilustración y a las circunstancias de una guerra inmi¬nente, que debe hallarnos muy unidos". Al referirse a ciertos "grados" de federalismo, nuestro prócer continúa razonando: "Yo siempre he opinado por un medio entre la confederación laxa de los Estados Unidos, cuyos defectos han patentizado muchos escritores y que allá mismo tiene muchos antagonistas, pues el pueblo está dividido entre federalistas y demócratas un medio, digo, entre la





federación laxa de los Estados Unidos y la concentración peligrosa de Colombia y del Perú: un medio, en que dejando a las provincias las facultades muy preci¬sas para proveer a las necesidades de su interior, y promover su prosperidad, no se destruya a la unidad, ahora más que nunca indispensable, para hacernos res¬petables y temibles a la santa alianza, ni se enerve la acción del gobierno, que ahora más que nunca debe ser enérgica, para hacer obrar simultánea y pronta¬mente todas las fuerzas y recursos de la nación Medio tutissimus ibis. Este es mi voto y mi testamento político."

El Acta Constitutiva erigió a las provincias de que se componía la Nueva España en "Estados independientes, libre y soberanos", al adoptar el régimen republicano, representativo, popular y federal (Arts. 1, 5 Y 6). Lo atributos de independencia, libertad y soberanía se adscribieron en favor de las entida¬des federativas en lo que exclusivamente se refería a su "administración y go-bierno interior", habiéndose consignado la posibilidad de que en la Constitu¬ción se aumentase el número de ellas "según se conociere ser más conforme a la felicidad de los pueblos" (Art. 8). Aún expedirse dicha Acta, la Federación mexicana quedó integrada con los siguientes Estados: Guanajuato; Interno de Occidente, compuesto por las provincias de Sonora y Sinaloa; Interno de Orien¬te, compuesto por las provincias de Coahuila, Nuevo León y Tejas: Interno del Norte, compuesto por las provincias de Chihuahua, Durango y Nuevo Mé¬xico; el de México; el d Michoacán; el de Oaxaca; el de Puebla de los Angeles; el de Querétaro; el de San Luis Potosí; el de Nuevo Santander, llama¬do de Tamaulipas; el de Tabasco; el de Tlaxcala; el de Veracruz; el de Jalisco; el de Yucatán; y el de Zacatecas, teniendo las Californias el carácter de territo¬rios federales.

A las entidades federativas se las vinculó con el Gobierno nacional en cuanto que se les dio la facultad de nombrar dos senadores cada una de ellas, "según prescribiese la Constitución" (Art. 12).

Adoptado el régimen federal en el Acta Constitutiva, la Ley Fundamental de 4 de octubre de 1824 no tuvo sino que sancionarlo. En su exposición de motivos, este documento asentaba que "la República federada ha sido y debió ser el fruto de sus discusiones Vas del Congreso Constituyente]. Solamente la tiranía calculada de los mandarines españoles podía hacer gobernar tan inmenso territorio por unas mismas leyes, a pesar de la diferencia enorme de climas de temperamentos y de su consiguiente influencia. ¿Qué relaciones de convenien¬cia y uniformidad puede haber entre el tostado suelo de Veracruz, y las heladas montañas de Nuevo México? ¿Cómo pueden regir a los habitantes de la Cali¬fornia y la Sonora las mismas instituciones que a los de Yucatán y Tamaulipas?



La inocencia y candor de las poblaciones interiores, ¿qué necesidad tienen de tantas leyes criminales sobre delitos e intrigas que no han conocido? Los tamau¬lipas y coahuileños reducirán sus Códigos a cien artículos, mientras los mexicanos y jaliscienses se nivelarán a los pueblos grandes que se han avanzado en la carrera del orden social. He aquí las ventajas del sistema de federación. Darse cada pueblo á sí mismo leyes análogas a sus costumbres, localidad y demás cir-cunstancias: dedicarse sin trabas a la creación y mejoría de todos los ramos de prosperidad; dar a su industria todo el impulso de que sea susceptible, sin las dificultades que oponía el sistema colonial, u otro cualquier Gobierno, que hallándose a enormes distancias perdiera de vista los intereses de los gobernados: proveer a sus necesidades en proporción a sus adelantos; poner a la cabeza de su administración sujetos que, amantes del país, tengan al mismo tiempo los cono-cimientos suficientes para desempeñarla con acierto j crear los tribunales nece¬sarios para el pronto castigo de los delincuentes, y la protección de la propiedad y seguridad de sus habitantes; terminar sus asuntos domésticos sin salir de los límites de su Estado; en una palabra, entrar en el pleno goce de los derechos de hombres libres" .

Al establecer la Constitución de 24 como forma de gobierno la de Repú¬blica representativa popular y federal, compuesta por los Estados señalados en su artículo 59, fijó los principios cardinales sobre los que se organiza y opera el régimen federativo, como son los de participación de las entidades federa¬das en el Gobierno legislativo nacional y en la elaboración de las reformas y adiciones constitucionales; autonomía en lo que a su órbita interior incumbe; y respeto a las prescripciones del Código Fundamental. Así, el Senado debería integrarse con dos senadores de cada Estado (Art. 26); las Legislaturas locales tenían la facultad de "hacer observaciones sobre inteligencia de los artículos de la Constitución y del Acta Constitutiva", debiendo sólo tomarse en conside¬ración "precisamente en el año de 1830" (Art. 166), observándose en este caso el procedimiento previsto en los artículos 167 a 170, a cuyo tenor nos remi¬timos.

A pesar de que la Constitución de 24 hizo inmodificable la "forma de go¬bierno", es decir, de que pretendió asentar sobre bases inconmovibles el régi¬men federal por ella establecido (Art. 171), en 1836 se sustituyó éste por el régimen central. El Congreso estaba absolutamente impedido para variar el sis¬tema federativo en atención a la prohibición terminante del artículo 171. La - Constitución sólo era reformable o "adicionable" en lo que no atañese a la "libertad e independencia de la nación mexicana", a la religión católica, apostó¬lica y romana, a la libertad de imprenta, a la división de Poderes de la Fede¬ración y de los Estados y a la forma de Gobierno Federal, como ya se dijo. Por tanto, en sana lógica jurídica, únicamente una revolución podía sustituir esta forma por el régimen central. Sin embargo, los acontecimientos políticos, desarrollándose contra la Constitución, operaron la mencionada sustitución.

El Congreso, reunido en 1835, era un órgano constituido, mas no consti¬tuyente. Su integración y sus poderes emanaban de la Carta de 1824. Con la concurrencia de las legislaturas de los Estados que, según afirmamos, podían







"hacer observaciones" a este ordenamiento, podía enmendarla, sin alterar "la forma de gobierno". Pese a ello y a la insalvable disposición del artículo 1 71, el Congreso se convirtió, de órgano constituido, en asamblea constituyente; y coaccionado por los grupos conservadores que ya comenzaban a tomar cuerpo en la vida política de la nación, expidió un documento en octubre de 1835 que se conoce con el nombre de Bases para la nueva Constitución, y poste¬riormente, en diciembre del propio año, las Siete Leyes Constitucionales, lla¬madas comúnmente Constitución de 1836.

Como se ve, este Código político es hijo espurio de un Congreso que, no obstante haber emanado de la Constitución de 1824, se erigió en constituyente, violando con todo descaro el ordenamiento que le dio vida jurídica. Aludiendo a esta usurpación de funciones, F. Jorge Gaxiola sostiene que "si el jefe del Eje¬cutivo rompía sus títulos legítimos y se rebelaba, en el fondo, contra su propia administración, el Congreso no podía guardar una actitud ponderada"; el mal ejemplo cundió y la asamblea legislativa declaró que en ella residían "por vo¬luntad de la nación todas las facultades extraconstitucionales necesarias para hacer en la Constitución de 1824 cuantas alteraciones crea convenientes, bien de la misma nación, sin las trabas y moratorias que ella prescribe". La asamblea tuvo el inútil pudor de limitar sus funciones, y después de desconocer práctica¬mente la Constitución de 1824, que al margen de ella misma iba a reformar, quiso respetar uno solo de sus preceptos, el 171, que prohibía terminantemente cualquiera enmienda sobre la libertad e independencia del país, su religión, forma de Gobierno, división de Poderes, o que atacase la libertad de imprenta. Pero este proceder pareció tímido y el Sexto Congreso consideró preferible de¬clararse por sí y ante sí en verdadero constituyente, "con amplias facultades para variar la forma de Gobierno y constituir a la nación de nuevo".

"La asamblea destruyó en esta forma el principio que sustentaba su propia legalidad. Dio un original 'golpe de Estado parlamentario', que por lo demás fue calificado, en aquel entonces, como 'la única navecilla que por ahora puede salvar a la nación de un naufragio' (palabras del diputado Pacheco pronuncia¬das el 29 de abril de 1835) Y de aquí salieron las llamadas Siete Leyes, que formaron la primera Constitución centralista del país y que, del año de 1836 al de 1841, habían de ser el estatuto fundamental de nuestra organización política."

Ni en la Constitución de 1836, ni en las "Bases" que la precedieron, se uti¬lizó el concepto de "República central". El cambio de la "forma de Gobierno", que en puridad jurídica equivalió al cambio de la "forma de Estado", se de¬duce, dentro de su articulado mismo y prescindiendo de las ideas que lo inspiraron, de la supresión de la palabra "federal" y de la conversión de los "Estados libres, soberanos e independientes" en "departamentos" (Arts. 3 y 8 de las Bases y 1 Q de la Ley Sexta de la Constitución).

Se ocurre la pregunta de si la supresión del régimen federal en los dos documentos mencionados y la adopción, no abiertamente declarada, del régi¬men central, realmente implicaron una transformación radical o sustancial en la forma de Estado en nuestro país. Comúnmente se ha aducido que existe una discriminación tajante e irreconciliable entre ambos sistemas. Creemos que se ha exagerado, de de un punto de vista estrictamente jurídico, el anta¬gonismo entre el federalismo y el centralismo. Puede afirmarse con validez





que uno y otro presentan, en nuestro derecho constitucional, diferencias de grado más que esenciales, pues haciendo abstracción de la terminología usual que los exhibe como antinómicos y de las pasiones políticas que respectivamente los determinaron, el centralismo fue un federalismo restringido, tomando este concepto en la acepción que debe corresponder a nuestro régimen estatal. Para corroborar estas apreciaciones, basta una somera comparación entre la situación jurídico-política de los "Estados" y de los "Departamentos" en las Constituciones de 1824 y de 1836. Así, los Estados gozaban de autonomía en lo que concernía a su régimen interior, estando, sin embargo, limitadas las funciones de sus autoridades por una serie de principios, obligaciones y prohibiciones establecidos en el ordenamiento federal. El Poder Judicial local estaba sujeto a ciertas reglas que ni las Constituciones ni las leyes estatales po¬dían transgredir (Arts. 145 a 156); el Poder Administrativo, que ejercían den¬tro de los Estados los gobernadores, se confiaba a éstos por un determinado tiempo, y se les consideraba como personas físicas (Art. 159); y por lo que atañe al Poder Legislativo, los Congresos locales debían acatar las disposicio¬nes de la Constitución Federal y las leyes federales o, al menos, no contrave-nirlas, amén de que los ordenamientos que expidieren debían respetar las prohibiciones y observar las obligaciones consignadas en dicha Constitución. Desde el punto de vista político, los Estados tenían el derecho de elegir a su Gobernador y a los diputados que compusiesen su Legislatura, así como de nombrar a sus jueces, concurriendo en el Gobierno nacional a través de dos senadores que eran designados por cada uno de ellos.

Por su parte, a los departamentos se les reconoció en la Constitución de 1836 clara autonomía en aspectos muy importantes. Podían elegir un dipu¬tado, cuando su población no llegase a ochenta mil habitantes (Art. 2 de la Ley Tercera); las juntas departamentales, elegibles popularmente por cada departamento, tenían la facultad de iniciar leyes ante la Cámara de Diputados que junto con la de Senadores integraba el Congreso General de la Nación (Art. 26, frac. In, de la Tercera Ley). En la composición de los tribunales departamentales, los departamentos gozaban del derecho de proponer ante la Corte Suprema de Justicia los individuos que debían formarlos (Art. 12, frac. XVII de la Quinta Ley); y aunque el gobernador de la entidad departamental dependía del gobierno general y era nombrado por éste, la designación res¬pectiva debía necesariamente recaer en la persona que estuviere incluida en una terna elaborada por las juntas mencionadas (Arts. 4 y 5 de la Sexta Ley).

Además de las potestades anteriores, que revelan que el gobierno nacional en cierta manera se compartía con las entidades llamadas "departamentos", la autonomía de éstos se hizo radicar en sus juntas, mismas que estaban investi¬das con facultades gubernativas en lo que tocaba a su régimen interno. Así, el artículo 14 de la Sexta Ley prescribía que a las juntas departamentales incum¬bía "iniciar leyes relativas a impuestos, educación pública, industria, comercio, administración municipal y variaciones constitucionales, conforme al artículo 26 de la tercera ley constitucional", otorgando en sus restantes disposiciones prolijas atribuciones en favor de las citadas juntas y cuyo conjunto formaba una esfera amplia de autonomía.

Como se infiere de la anterior exposición, con el régimen implantado en la







Constitución de 1836 los Estados cambiaron su denominación y su autonomía interna se restringió, pero estos fenómenos no autorizan a suponer una varia¬ción radical en la forma estatal de nuestro país. México, dentro de las consti¬tuciones federales o centrales que ha tenido y en un terreno puramente jurídico, jamás estuvo organizado dentro de un sistema de gobierno absolutamente centralizado. Con el nombre de Estados o "Departamentos", las provin¬cias integrantes de su territorio siempre gozaron de una especie de autonomía y participaron en la función gubernativa nacional. De esta guisa, el centra¬lismo y el federalismo sólo eran, fuera del derecho constitucional, banderas políticas de los grupos antagónicos que se disputaban el poder, pues el análisis comparativo de las constituciones que unos y otros auspiciaron en el decurso de nuestra historia, hecho con serenidad y sin prejuicios, nos proporciona un dato tan interesante cuanto inobjetable: en ambos sistemas alentaba el propó¬sito o la tendencia de respetar la personalidad de las partes en la organización del Estado y en el funcionamiento del todo estatal.

El cambio de la forma de Estado que se operó en virtud de la Constitución centralista de 1836 no puso fin al padecimiento endémico de nuestra vida pú¬blica: los pronunciamientos, "cuartelazos" y levantamientos militares. Contra el gobierno de Bustamante, emanado de dicha Constitución, se suceden los fa¬mosos "planes", que no eran, en la mayoría de los casos, sino la careta con que se disfrazaban las ambiciones personalistas frente a un pueblo carente de opi¬nión. La implantación del régimen central fue la causa, o al menos el pre¬texto, para que Tejas exigiera su independencia. Por su parte, Yucatán, molesto porque el centralismo lo degradó al convertirlo en un simple departa¬mento, optó por separarse de la República Mexicana según ya dijimos. Estos hechos, que revelaban el peligro de un paulatino desmembramiento de nuestro país, provocaron la reacción de los partidarios del federalismo para restaurar el imperio de la Constitución de 1824. Sería prolijo relatar los múltiples levantamientos que bajo diversos "programas salvadores" se registraron en la etapa más caótica de nuestra historia: la que comprende la vigencia de las Siete Leyes Constitucionales. La República presentaba el aspecto de un gran teatro, en que el pueblo espectador, sin tomar realmente partido en favor de ninguna de las facciones, presenciaba diferentes escenarios de mutación cons¬tante (los cargos de presidente) en que los actores se sucedían unos a otros en el paroxismo del poder (los diferentes pronunciados), ambicionado a la vez por Santa Anna, Bustamante, Gómez Pedraza, Bravo, Álvarez y otros muchos "patriotas". El antiguo vencedor del español Barradas, tras una serie intermi¬nable de peripecias, escaramuzas y ardides, proclama el tristemente célebre Plan de Tacubaya, en que apoyara posteriormente su descarada dictadura, de¬clarando la cesación de todos los poderes existentes en virtud de la Constitu¬ción de 1836, exceptuando al judicial (al que después manejó a su antojo) ~ previniendo que se nombrara por el "jefe pe la Revolución" una junta que debiera designar "con entera libertad" a la persona que se hiciese cargo de poder ejecutivo, entretanto un "congreso constituyente" organizara a la na¬ción. El primer paso dado "libremente" por dicha junta fue la declaración favor de Santa Anna como Presidente de la República, cargo que en esa oca¬sión ocupó por sexta vez.









El 10 de diciembre de 1841, Santa Anna lanzó la convocatoria" prevista en el Plan de Tacubaya para un congreso constituyente, el cual debería quedar instalado el primero de junio de 1842. Del seno de este congreso se designó a una comisión compuesta por siete miembros encargada de elaborar un proyecto constitucional. Dicha comisión, a su vez, se dividió en dos grupos, habiéndose integrado el minoritario por Mariano Otero, Espinosa de los Monteros y Muñoz Ledo, quienes formularon un proyecto de naturaleza federalista, a di¬ferencia del que elaboró la mayoría, el cual tendía a reiterar el régimen cen¬tral de la Constitución de 1836. Sin embargo, el congreso constituyente no pudo discutir tales proyectos, porque por decreto expedido el 19 de diciembre de 1842 por Nicolás Bravo, a la sazón Presidente de la República merced a la "designación" que en su favor hizo Santa Anna, se nombró una Junta de No¬tables "compuesta de ciudadanos distinguidos por su ciencia y patriotismo", encargada de formar las bases para organizar a la nación.

El Proyecto de la Mayoría de 1842 estuvo precedido por una serie de consi¬deraciones de carácter político-jurídico que contienen la crítica acerba del régi¬men federal. Quizá, desde el punto de vista teórico, ninguna de las ideas antifederalistas haya encontrado mejor sustento que en ellas. Los argumentos que el diputado Becerra esgrimió en 1823 para declararse contrario a la implan-tación de dicho régimen se robustecen con nuevas y más incisivas razones: "La palabra federación, pronunciada en los Estados Unidos o en Suiza, es neta, tiene una significación inmensa envuelve un sistema político todo entero y encuentra su eco en la choza que levantó el primer aventurero de cada Estado: aquella palabra está asociada con la de independencia; tras ella viene la de soberanía y cuando el americano recita el preámbulo de su Constitución, va recorriendo en cada uno de sus diversos miembros su historia política, los cambios de su siste¬ma, los ensayos informes y sucesivos que hizo de la federación y encuentra al fin que aquel preámbulo encierra todo su pacto, porque en él se detallan los ramos a que únicamente se extiende el poder central. Él sabe que su pacto es convencional, que su Estado es soberano y que cuando a él le plazca podrá pedir la separación, como ya ha comenzado a verse en estos mismos días; él sabe, en fin, que la federación es un pacto, en su esencia de derecho de gentes y no una verdadera forma de gobierno; ésta es para él la república, que ve y encuentra en su Estado, y no permitiría que el poder central se la impusiera porque a su soberanía toca determinarla.

"Aquella palabra no tiene para nosotros la misma magia, no está asociada a recuerdo alguno de la misma naturaleza, y muy lejos de repetirnos un eco de independencia y de soberanía, nos trae a la memoria otro de esclavitud y depen¬dencia; con aquella palabra no podemos subir más allá de diez y nueve años, en que nuestro Congreso decía que las provincias pedían el régimen federal: la palabra provincias sí tenía un eco remoto y nos llevaba en idea hasta los pies de Hernán Cortés. Nuestra federaci6n ha comenzado, pues, en sentido absoluta¬mente inverso de como se hacen todas las del mundo y de como se hizo la que tomamos por modelo: allá las soberanías existían realmente y aquí se creaban; allá de muchos cuerpos endebles se hacía un todo fuerte, y aquí dividíamos un todo demasiado compacto para formar cuerpos robustos; allá era y es la divisa. E pluribus unum y en nosotros fue la inversa.

"A pesar de esto, nos apropiamos la palabra federación, y con ella no logra¬mos otra cosa que subvertir su significado para darle otro, que es exactamente su





contradictoria; ¿podríamos entendernos? ¿ Podíamos sobre todo, adelantar en los estudios que hiciéramos sobre la historia política de aquel pueblo, cuando llevá¬bamos subvertida la idea capital, que es la clave de todo su sistema político? .. Indudablemente que no.

"La comprobación de esta verdad se encuentra en ese mismo pacto de 1824, que se cita como el tipo del federalismo, y que es una especie de escritura jero¬glífica de la palabra federación, que nadie puede definir en México; pues bien, ese pacto destruye y subvierte desde sus primeras líneas el sentido misterioso y el principio 'envuelto en aquella palabra. El acta constitutiva de la federación mexicana dice en su artículo 19• 'La nación mexicana se compone de las pro¬vincias comprendidas, etc.' He aquí derrumbado el principio y trastornado todo el sistema desde su primera oración: la unidad se presenta luego en la palabra nación, y se ve luego a los representantes de ella que separan. En la otra Améri¬ca no hay nación y sus habitantes aún carecen de un nombre gentilicio; allí hablan los representantes de Estados libres y soberanos que se ocupan de unir miembros separados; y como no tratan de establecer una forma de gobierno, sino de darse un pacto de unión, del preámbulo saltan luego a organizar el poder legislativo general; nosotros al contrario seguimos barrenando más y más lo que llamamos federación, en todos y en cada uno de los artículos sucesivos, pues establecemos luego una religión dominante e intolerable, damos y quitamos soberanía, y así de otra porción de cosas que incluyen una evidente germina¬ción de la unidad asentada. No podía ser más palpable el contraste que presen-tábamos con las instituciones de aquel pueblo, que decía en el artículo 19 de sus reformas: 'El Congreso no hará ley alguna relativa a algún establecimiento de religión, o prohibiendo el libre ejercicio de ella. Queda, pues, bien delineado el verdadero tipo del pacto de 24, que se quiere llamar federativo por exce¬lencia.'

"Las consideraciones histórico-políticas en que hasta aquí hemos entrado lle¬van el objeto de establecer la verdad en las siguientes proposiciones: l' Que la Federación supone necesariamente la existencia de Estados que, siendo indepen¬dientes y soberanos, se reúnen bajo un pacto común. sin perder sus atributos, para proveer a su interés general. 2'" Que bajo este principio, la escala de las federaciones es inmensa, sin que dejen de ser tales, por lo más o menos estrecho de su constitución federativa. 3' Que la federación es, propiamente hablando, un sistema político, pero no una forma de gobierno. 4' Que la palabra federa¬ción se subvierte y es impropia desde el momento en que se aplica a un pacto social encaminado a relajar los resortes de unión. De estas proposiciones conclui¬mos que, siendo la palabra federal impropia en política y en el idioma, aplicada a una forma de gobierno, no debíamos admitirla como adición en el preámbulo del proyecto, porque nuestra misión es la de dar constitución a una nación y no a Estados independientes y soberanos.

"Nuestros desastres han acaecido en la época más brillante de la federación, cuando su constitución permanecía intacta y lo que es principalmente al intento de esta digresión, cuando los Estados eran más fuertes y poderosos que el mismo gobierno federal; sin embargo, ¿ cuáles fueron las tendencias que entonces se manifestaban? .. las de romper la unión federal para formar varias repúblicas independientes. La convención citada para Lagos en 1833, que no ejerció influ¬jo alguno político y que pasó inapreciada; esta convención, aunque compuesta de unos cuantos comisionados, aunque convencida de que ni sus mismos Estados le daban importancia, esta junta, repetimos, divertía sus ocios en redactar una constitución para formar una República de los Estados internos. Cuando el actual



señor Presidente fue hecho prisionero en 1833 por el general Arista y se supo que se le proponía la dictadura, los diputados se apresuraron luego a le¬vantar un acta secreta, por la cual se comprometían a formar cuatro repúblicas independientes de los diversos Estados de la federación."

Como hemos afirmado, el Congreso Constituyente que debió haber que¬dado instalado el primero de junio de 1842 no pudo discutir los proyectos de los grupos mayoritario y minoritario de la comisión que al efecto se formó, en virtud de que fue disuelto, nombrándose en su lugar a la ya mencionada "Junta de Notables", misma que expidió las llamadas Bases de Organización Política de la República Mexicana. Este ordenamiento, cuya legitimidad fue notoria, reiteró el régimen central implantado por la Constitución de 1836.

Durante la vigencia de dichas "Bases" nuestro país se vio obligado a decla¬rar la guerra a los Estados Unidos de Norteamérica. Esta declaración significó la oportunidad para el partido federalista de soliviantarse contra el gobierno centralista.

Así, el 4 de agosto de 1846, el general Mariano Salas formuló un Plan en la Ciudadela de México, que desconoció el régimen centralista y pugnó por la formación de un nuevo congreso "compuesto de representantes nombrados popularmente, según las leyes electorales que sirvieron para el nombramiento del de 1824". En dicho Plan se invitó a Antonio López de Santa Anna para que se sumara al movimiento que implicaba, "Reconociéndolo desde luego como general en jefe de todas las fuerzas comprometidas y resueltas a comba¬tir porque la nación recobre sus derechos y asegure su libertad y se gobierne por sí misma." Conforme a la convocatoria que dos días después lanzó el pro¬pio Salas en su carácter de "jefe del ejército libertador republicano en ejercicio del supremo poder ejecutivo", el Congreso a que aludía el Plan de la Ciuda¬dela debería quedar instalado el 6 de diciembre de 1846, en la inteligencia de que mientras se expedía una nueva Constitución, regiría la federal de 1824 (Decreto de agosto 22 del mencionado año). Uno de los primeros actos del nuevo Congreso consistió en designar Presidente interino de la República a Santa Anna y vicepresidente a Valentín Gómez Farías (Decreto de 26 de di¬ciembre de 1846), y seguidamente, el 10 de febrero de 1847, restauró la vi-gencia de la Constitución de 1824, reimplantándose así el régimen federal. Este ordenamiento constitucional evidentemente urgía modificaciones para adap¬tarse al estado de cosas que prevalecía en 1847, y en tal virtud, el 18 de mayo de este año, se expidió el Acta de Reforma, cuyo preámbulo afirmaba lo siguiente:

"En nombre de Dios, Creador y Conservador de las sociedades, el Congreso extraordinario constituyente, considerando: Que los Estados mexicanos, por un acto espontáneo de su propia e individual soberanía y para consolidar su inde¬pendencia, afianzar su libertad, proveer a la defensa común, establecer la paz y procurar el bien, se confederaron en 1823, y constituyeron después de 1824, un sistema político de unión para su gobierno general, bajo la forma de Repú-blica popular representativa; que aquel pacto de alianza, origen de la primera Constitución y única fuente legítima del poder supremo de la República, subsis¬te en su primitivo vigor, y es y ha debido ser el principio de toda institución



fundamental; que ese mismo principio constitutivo de la Unión Federal, ni ha podido ser contrariado por una fuerza superior, ni ha podido ni puede ser alte¬rado por una nueva Constitución; y que para más consolidarle y hacerle efectivo son urgentes las reformas que la experiencia ha demostrado ser necesarias en la Constitución de 1824, ha venido en declarar y decretar, y en uso de sus amplios poderes, declara y decreta... "

La reimplantación del Código Político de 1824 era el conducto más aconse¬jable para que nuestro país volviera a la normalidad constitucional. La única Constitución legítima que hasta entonces había tenido México era dicho orde¬namiento federal. El llamado "régimen central", establecido en las Cartas de 1836 y 1842, fue hijo espurio de los grupos antifederalistas que tenazmente actuaban en el escenario de la política nacional. Ya advertimos que la Consti¬tución de 1836 fue obra de un Congreso, instalado conforme al Estatuto de 1824, que tenía el carácter de órgano constituido, pero que por sí y ante sí e erigió en constituyente, rebasando los límites demarcados en su fuente jurídico¬constitucional y alterando la naturaleza que ésta le asignaba. Por ello, la instauración del régimen central emanó de una "asamblea constituyente" que no tuvo esta índole y del quebrantamiento impúdico de la prohibición termi¬nante que contenía el artículo 171 de la Constitución de 1824, en el sentido de imposibilitar la variación de la forma de gobierno, que era la federal. En cuanto a las Bases Orgánicas de 1843, su ilegitimidad fue indiscutible, pues, como también afirmamos, se elaboraron por una "Junta de Notables", que, integrada por el entonces Presidente de la República, que lo era Nicolás Bravo, sustituyó al Congreso Constituyente que desde 1842 tuvo la encomienda de estructurar política y jurídicamente a nuestro país.

La expedición del Acta de Reformas de 1847 estuvo precedida de semejan¬tes consideraciones. Así, Mariano Otero, quien fue el principal autor de tan importante documento, aseveraba, en su "voto" de 5 de abril de ese año, que el "restablecimiento de la Federación, decretado simplemente como una orga¬nización provisoria, y sometido a la decisión de este Congreso, se ha verifi¬cado y existe como un hecho consumado e inatacable. Los antiguos Estados de la Federación han vuelto a ejercer su soberanía, han recobrado el ejercicio pleno de ese derecho, según la expresa declaración de algunos y la manera de obrar de todos ellos; siendo evidente que nadie trata de contradecir ese he¬cho, y que nada sería hoy tan inútil como comprender demostrar la necesidad y conveniencia del sistema federal. .. El mejor Código que hoy se redactara por nosotros no podría competir en aquellas ventajas con el de 1824, superior a todos en respetos y legitimidad. En la época de su formación nadie contestó los poderes de los diputados electos en medio de una paz profunda; todos los Estados concurrieron a aquella solemne convención, y ella se verificó en medio también de las emociones de un pueblo que acababa de conquistar su independencia, y que se entregaba a las ilusiones del más venturoso porve¬nir: la nación entera la recibió como el precio de sus sacrificios pasados, como el emblema de sus esperanzas futuras; y le conservó un tal amor, que fueron necesarios el engaño y la opresión para arrebatarla de sus manos, que nunca han dejado de combatir por ella. Por otra parte, el recuerdo de esa Constitu¬ción está unido al del establecimiento de la República y del si tema representativo,









que ella misma afianzó; al de las libertades locales, tan queridas de la nación; al de nuestra respetabilidad exterior que permaneció inviolable durante su reinado; al de los únicos días pacíficos y venturosos de que hasta hoy he¬mos disfrutado. El menos detenido examen de nuestras circunstancias actuales debe convencernos de que nos hallamos muy lejos de poder contar con tan fa¬vorables auspicios; debe persuadirnos a que nada será hoy tan patriótico como el colocar las leyes fundamentales de la República bajo el amparo de todos esos prestigios".

El régimen federal, restaurado por el Acta de Reformas de 1847, fue que¬brantado de hecho por el gobierno autocrático y dictatorial de Santa Anna, después de que sucesivamente asumieron la Presidencia de la República Ma¬nuel de la Peña y Peña, José Joaquín de Herrera y Mariano Arista. Contra el Gobierno de su Alteza Serenísima se proclama el Plan de Ayutla el 4 de mar¬zo de 1854. Antes de las modificaciones que este Plan sufriera en Acapulco, la tendencia que esbozaba era la federalista, pues aunque no contenía ninguna declaración expresa acerca de la implantación o, mejor dicho, de la reiteración de dicho sistema, en varias de sus disposiciones se aludía a los "Estados", que era la denominación usual para designar a las partes componentes de la Repú¬blica Mexicana dentro de él. Sin embargo, al introducirse reformas al mencio¬nado Plan el 11 de marzo del propio año, parece ser que su fisonomía como documento federalista potencial varió, puesto que en las declaraciones que las precedieron se estableció que "el plan que trataba de secundarse necesitaba de algunos ligeros cambios, con el objeto de que se mostrara a la nación con toda claridad, que aquellos de sus buenos hijos que se lanzaban en esta otra vez los primeros a vindicar sus derechos, tan escandalosamente conculcados, no abrigaban ni la más remota idea de imponer condiciones a la soberana volun¬tad del país, restableciendo por la fuerza de las armas el sistema federal. .. ". Siguiendo este orden de ideas, el concepto de "Estados" que se utilizó en el Plan de Ayutla antes de que fuese modificado se sustituyó por el de "departa-mentos", lo que indica que en el ánimo de don Ignacio Comonfort, que fue el principal propugnador de las reformas, anidaba una tímida idea contraria al régimen federal, misma que vino a robustecerse cuando dio un matiz centralis¬ta al Estatuto Orgánico Provisional de la República Mexicana, expedido por él el 15 de mayo de 1856.

En efecto, este Estatuto, que estructuró transitoriamente a nuestro país mientras se expedía la Constitución preconizada en el Plan de Ayutla, declara¬ba en su artículo segundo que: "El territorio nacional continuaría dividido en los mismos términos en que lo estaba al reformarse en Acapulco" dicho Plan, es decir, en "departamentos"; y aunque utilizó el nombre de "Estados" para designar a las partes componentes de la República, su organización interior, en el fondo, se puso en manos del Presidente, a quien incumbía el nombra¬miento de los gobernadores. Es más, el propio Estatuto rompió el régimen federal restituido por el Acta de Reforma de 1847, al disponer categórica¬mente que "los estatutos de los Estados -<> sea, sus constituciones particula-res- quedaban derogados en lo que a él se opusieron" (Art. 125). Esta rup¬tura fue, inclusive, advertida por los diputados al Congreso Constituyente de 1856-57, Escudero y Llano, quienes pidieron la reprobación del Estatuto Provisional,









por establecer "la forma central, más omisiosa todavía que la de las Bases Orgánicas, haciendo que el Gobierno general se injiera en la adminis¬tración interior de los Estados".

El régimen federal, acogido en el Proyecto de Constitución de 1857, y cuya comisión redactora estuvo presidida por Ponciano Arriaga, se implantó defini¬tivamente en México por la voluntad unánime del Congreso Constituyente, al aprobarse, nemine discrepante, por 84 diputados el artículo respectivo que de¬cía: "Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República, repre¬sentativa, democrática, federativa, compuesta de Estados libres y soberanos, en todo lo concerniente a su régimen interior, pero unidos en una Federación establecida según los principios de esta Ley Fundamental, para todo lo relativo a los intereses comunes y nacionales, al mantenimiento de la Unión, y a los demás objetos expresados en la Constitución." (Art. 46 del Proyecto y 40 de la Constitución de 57). De ahí en adelante quedó proscrita de la historia política de nuestro país toda tendencia centralista. La adopción del régimen federal en la Constitución de 57 selló para siempre las viejas luchas, más de partido que ideológicas, entre sus propugnadores y los grupos adictos al llamado centra¬lismo, liquidando así una de las etapas efervescentes de la vida pública mexicana.

El proyecto de Constitución de 1857 fue precedido por una prolija y bri¬llante exposición de motivos, en cuyas consideraciones se loa a la Carta Fun¬damental de 1824 (que pretendió restaurar un grupo de diputados constitu¬yentes con las reformas inaplazables que imponía la realidad política y social de México), reputándola como la única legítima que hasta entonces había te¬nido nuestro país. La adopción del régimen federativo se fundó en la conve¬niencia de su establecimiento, destacando, en sentido contrario, los graves males que, según el pensamiento de la Comisión, aquejaron a la República durante los sistemas centralistas implantados en 1836 yen 1843.

"Hoy mismo se siente -decía la exposición de motivos- y se comprende que un gobierno general representando los intereses comunes y nacionales, y Estados soberanos, ejerciendo amplias facultades para su régimen interior y lo¬cal, son condiciones no solamente reclamadas por la voz uniforme de los pueblos al secundar el memorable Plan de Ayuda, no solamente estableciendo natural¬mente, sin fuerza y sin violencia, desde que las partes integrantes de la confede¬ración publicaron sus Estatutos, sino también necesarias, indispensables para nuestro futuro régimen político. Sin ellas no tendríamos unidad nacional, no pondríamos término ni freno a la anarquía, quitaríamos al pueblo mexicano todas sus esperanzas de mejora, engañaríamos sus presentimientos, haríamos traición a sus generosos instintos.

"¿Qué prestigios podía tener en la actualidad una constitución central, ni qué bienes había de dar al país este funesto sistema de gobierno, y que se identi¬fica con todas nuestras calamidades y desgracias? Se quejan los pueblos, y con sobrada justicia, de que todas las revueltas emprendidas para entronizar el des¬potismo se fraguaron en el centro de la República; de que en el tiempo de las administraciones centrales no han tenido más que fuentes y multiplicadas gabe-las, sin recibir jamás en cambio ningún género de protección ni beneficios; de que en tal sistema de gobierno, una gran capital lo absorbe todo, pero nada devuelve, dejando a las infelices poblaciones lejanas de la circunferencia entregadas





a su propia suerte y olvidadas en su miseria y abandono. Los pueblos se imaginan que en el foco donde se agitan las ambiciones de los partidos, donde se mueven los resortes de la intriga y la inmortalidad, donde se ha llegado a perder la fe en los destinos de la patria y donde, por otra parte, están reunidos y coligados los intereses del monopolio y del privilegio, y las vanidades del lujo y las preocupaciones del tiempo pasado, conspirando contra las ideas y costumbres sencillas y republicanas, es imposible que nadie se ocupe de pensar seriamente en la verdadera situación del país. Los pueblos, finalmente, examinan el estado de flaqueza y descrédito a que llegaron los gobiernos del centro, siempre amaga¬dos de la bancarrota pública, siempre agitándose en desesperados esfuerzos para vivir un día, siempre pensando en conservar una existencia efímera, sin poder dar un paso en el camino del verdadero progreso. Cuando los pueblos han sen¬tido y conocido todo esto, hubiera sido de nuestra parte un error craso, volunta¬rio, inexcusable, retroceder a las maléficas convinaciones del centralismo, que no dejó para México sino huellas de despotismo, recuerdos de odio, semillas de discordia. "

El régimen federal estatuido en la Constitución de 1857 se fue consoli¬dando, al menos en el terreno puramente jurídico-constitucional, mediante la asunción de dos modalidades importantes: la creación de los Estados de Cam¬peche, Coahuila, Hidalgo y Morelos en 1863, 1868 Y 1869, respectivamente, y el restablecimiento del Senado en noviembre de 1874, organismo a través del cual las entidades federativas participan directamente en la expresión de la vo¬luntad nacional. Sin embargo, a medida que la evolución económica y social de nuestro país lo iba requiriendo, y a efecto de lograr una coordinación con¬centrada de las diferentes actividades gubernativas que demandaba la atención de las necesidades públicas que esa evolución hacía surgir, la órbita autóno¬ma de los Estados dejó de comprender paulatinamente algunas materias de legis¬lación y, por ende, de administración, ampliándose, en concomitancia, el ámbito de competencia de los poderes legislativo y ejecutivo federales. De esta manera, y mediante respectivas adiciones a la Constitución, se incluyeron den¬tro de las facultades del Congreso de la Unión las relativas a legislar sobre mi¬nería, comercio e instituciones bancarias (14 de diciembre de 1883); sobre vías generales de comunicación, postas y correos, y aprovechamiento y uso de las aguas de jurisdicción federal (20 de junio de 1908); y sobre ciudadanía, naturalización, colonización, emigración e inmigración y salubridad general (12 de noviembre de 1908). Además y obedeciendo a los mismos imperativos, se aumentaron las prohibiciones constitucionales a cargo de los Estados, con¬signadas en los artículos 111 y 124 de la Ley Suprema, a cuyo tenor nos remitimos.

A través de los citados fenómenos se advierte, pues, que bajo la vigencia de la Constitución de 57 la unidad del Estado mexicano fue cada vez más compacta, sin perder su forma federal. No era posible que, a medida que nuestro país se incorporaba a la evolución económica y social de la época, los Estados de la Federación conservaran su amplia esfera de autonomía interior para autogobernarse en forma diferente en materias que interesaban a toda la República y cuyo tratamiento reclamaba un poder concentrado en los órganos







federales. Por ello, era indispensable que dichas materias, como las que hemos reseñado, se segregaran de la competencia de las autoridades locales para in¬gresarlas al ámbito legislativo de la Federación. De esta guisa, la Constitución de 57 logró la consolidación de la unidad nacional, dejando para el gobierno interior de los Estados aquellas cuestiones que podían manejarse legislativa y administrativamente por cada uno de ellos, dentro de su órbita autónoma, sin afectar los intereses económicos y sociales vitales de la nación. No de otra ma¬nera se enfoca la evolución de un país hacia el fortalecimiento de su propio ser político-jurídico dentro del concierto internacional, ya que dicho fortale¬cimiento sólo puede obtenerse mediante la solidificación de los vínculos que unen a las partes componentes de un Estado, lo cual necesariamente exige una directriz común de las materias en que todas ellas por igual y como inte¬grantes de una entidad total están interesadas. Jamás la evolución de un ré¬gimen federal se debe orientar hacia la ampliación paulatina de la autonomía de los Estados, ya que este impulso traería como consecuencia fatal la disgre¬gación del todo mediante la erección de éstos, en entidades soberanas capaces de separarse de él. Por eso, el llamado "derecho de secesión" de los Estados ha sido repudiado en forma absoluta por la doctrina constitucional, no sólo por antijurídico, sino también por peligroso para la unidad nacional.

Como dijimos en otra ocasión, la idea federativa quedó definitivamente consagrada en la Constitución de 1857. A partir de este ordenamiento, nin¬guna tendencia centralista, en el orden jurídico-político, reapareció en el esce¬nario de la vida pública de México. Sin embargo, en la realidad y bajo la pro¬longada etapa gubernamental de Porfirio Díaz, la autonomía de los Estados, sobre todo la democrática, fue seriamente afectada por el centro, de donde emanaban las designaciones de gobernadores y de otros funcionarios que, conforme a la Constitución, eran de elección popular. Los comicios locales significaron verdaderos fraudes electorales urdidos por el Presidente y sus co¬rifeos para hacer escarnio de la voluntad del pueblo. De esta manera, aunque jurídicamente los Estados de la Federación Mexicana gozaban de facultades para elegir o nombrar a sus gobernantes, éstos, de lacto, eran impuestos desde el Palacio Nacional. Bajo el porfiriato, México fue, de hecho, un Estado central.

El ludibrio que la realidad política de nuestro país hacía de su régimen constitucional en lo que al sistema federativo respecta fue destacado con giros fulminantes por don Venustiano Carranza en el Proyecto de Reforma a la Constitución de 1857 que presentó al Congreso de Querétaro el primero de diciembre de 1916.

"Igualmente, ha sido hasta hoy una promesa vana -decía el ilustre varó de Cuatro Ciénegas-- el precepto que consagra la federación de los Estados que forman la República Mexicana, estableciendo que ellos deben ser libres y soberanos en cuanto a su régimen interior, ya que la historia del país demuestra que por regla general y salvo raras ocasiones, esa soberanía no ha sido más que n: minal, porque ha sido el Poder central el que siempre ha impuesto su voluntad limitándose las autoridades de cada Estado a ser los instrumentos ejecutores las órdenes emanadas de aquél. Finalmente, ha sido también vana la promesa de la Constitución de 1857, relativa a asegurar a los Estados la forma republicana,







representativa y popular, pues a la sombra de este principio, que también es fundamental en el sistema de Gobierno federal adoptado para la nación entera, los poderes del Centro se han injerido en la administración interior de un Estado cuando sus gobernantes no han sido dóciles a las órdenes de aquéllos, o sólo se ha dejado que en cada Entidad federativa se entronice un verdadero cacicazgo que no otra cosa ha sido, casi invariablemente, la llamada adminis¬tración de los gobernadores que ha visto la nación desfilar en aquéllas."

Pudiendo sostenerse, sin temor a incurrir en equivocaciones, que en todo el Congreso de Querétaro alentaba un espíritu convencidamente federalista, era lógico y natural que la reiteración del sistema federal fuese la idea que unánimemente prevalecía. Por ello, el artículo 40 del Proyecto, reafirmado por la Comisión encargada de su estudio y dictamen, se convirtió, con el mismo número, en el actual precepto constitucional, sin objeciones de nin¬guna especie. Esta circunstancia revela la absoluta convicción federalista que animaba a todos los constituyentes y que la citada Comisión expuso en los siguientes términos:

"El artículo 40 del Proyecto, exactamente igual al de igual número de la Constitución, consagra el principio federalista tan íntimamente ligado con las glorias del partido liberal. La idea federalista era la bandera de los avanzados, como la centralista la de los retrógrados y su establecimiento entre nosotros ha sido el resultado de una evolución política e histórica que se hizo indiscutible después de la Guerra de Reforma.

"Sin pretender consignar los argumentos en pro y en contra cambiados entre los partidos de uno y otro régimen, solamente haremos mención de aquel que, por tener más apariencia de seriedad, es sostenido aún en la fecha por personas de cierta ilustración. Dicen éstas que el federalismo entre nosotros es una institu¬ción que, por ser imitada del régimen político de los Estados Unidos de Norte¬américa, es artificial; que como antecedente histórico, la colonia de Nueva Espa¬ña formaba un régimen central sin entidades políticas independientes, las cuales fueron creadas por la Constitución federal de 1824.

"A lo anterior contestaremos con un distinguido publicista mexicano, que tal razón 'supone que la Federación, como régimen, no tiene más que un origen, lo que es evidentemente falso. El sistema federal, lo mismo que el Gobierno here¬ditario, o el régimen de las democracias, puede tener orígenes históricos muy diversos y la razón de su adopción es el estado del espíritu público en un país que .no se deduce siempre del régimen a que antes haya estado sometido. Si así fuere, habría que confesar que Iturbide tuvo razón para fundar una monarquía en México, puesto que la Nueva España estaba habituada a ese régimen, cuan¬do precisamente tenemos el notable fenómeno que podríamos llamar de sociolo¬gía experimental, de que todas las colonias hispanoamericanas adoptaron el sistema republicano al independerse y que todos los ensayos de monarquía en América han concluido con fracasos'."

"El ilustre presidente de la Comisión de Constitución de 1857, el señor Arria¬ga, en la exposición del proyecto respectivo, después de consignar la convenien¬cia o inconveniencia del federalismo y del centralismo, defendió victoriosamente y para siempre el primero, declarándose por el régimen de la libertad. Y ahora que la ciencia política señala como un ideal para el Estado la fórmula 'Centra¬lización política y descentralización administrativa', adoptando el régimen federal,

nos ponemos en condiciones de realizarlo asegurando a los Estados el selfgo-¬vernment, esto es, su gobierno y su vida propios."

En nuestra Constitución vigente se reafirma, pues, el sistema federal, rei¬terándose la "soberanía y libertad" de los Estados en cuanto a su régimen in¬terior. Esta "soberanía y libertad", que desde el punto de vista jurídico consti¬tucional propiamente traduce "autonomía", es ejercitable en el terreno político y en el gubernativo dentro de la demarcación establecida por la Ley Suprema. Políticamente, los Estados gozan de "autonomía democrática" para elegir o nombrar a las personas que encarnen sus órganos de gobierno con base en lo• imperativos inviolables consignados en la Constitución Federal. Desde el punto de vista gubernativo y por lo que toca a las tres funciones del poder público, la llamada "soberanía" estatal está delimitada por el principio clásico en todo régimen federal, que enseña que las facultades que la Constitución no establezca expresamente en favor de la Federación se entienden reservadas a los Estados, así como por prohibiciones y obligaciones estatuidas en 1 orde¬namiento constitucional de la República. Es más, aun la misma potestad que tienen las entidad federativa de dar e su propias constituciones particula¬res está restringida por éste. Consiguientemente, la órbita autónoma de los Estados dentro de nuestro régimen federal se extiende a las materias siguientes:

a) A la democrática, en el sentido de poder elegir o nombrar sus órganos de gobierno;

b) A la constitucional, en cuanto que pueden darse sus propias constituciones conforme a los principios establecido en la Carta Federal y sin contrave¬nir los mandamientos de ésta;

c) A la legislativa, traducida en la expedición de leyes que regulen materias que no sean de la incumbencia del Congreso de la Unión o que no trans¬gredan las prohibiciones impuestas por la Constitución Federal ni manifiesten incumplimiento a las obligaciones estatales en ella consignadas;

d) A la administrativa, en lo que atañe a la aplicación de su legislación en los diferentes ramos de su gobierno interno;

e) A la judicial, para dirimir los conflictos jurídicos en los casos no expresamente atribuidos a la jurisdicción federal.

Ahora bien, la extensión de dichas materias, con excepción de la democrá¬tica y constitucional, se ha reducido paulatinamente bajo la vigencia de la Constitución de 1917. Esta reducción correlativamente ha supuesto la amplia¬ción de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial federales, fenómenos estos que, provocados por la evolución y el progreso de México en el orden social y económico primordialmente, han determinado varias enmiendas y adiciones a la Constitución de la República, en puntual analogía con la situación que se presentó bajo el imperio de la Carta Fundamental de 1857.

Así, la fracción X del artículo 73 constitucional, que es el que establece las facultades del Congreso de la Unión, ha sido modificada en varias ocasiones en el sentido de ensancharse la órbita legislativa de este organismo, mediante

la inclusión de materias cuya normación antes pertenecía a los Estados de acuerdo con el principio contenido en el artículo 124 de la Ley Suprema. En todas las modificaciones respectivas, introducidas en los años de 1929, 1933, 1934, 1935, 1940, 1942 y hasta la actualidad, se advierte la tendencia de ampliar las facultades de la Federación en el orden legislativo, basada en la ineludible necesidad de que sean los poderes federales los que normen y ad¬ministren las materias económicas y sociales vinculadas estrechamente a los in¬tereses de todo el Estado mexicano. Esta concentración normativa y adminis¬trativa importa de manera directa la ampliación del ámbito competencial de las autoridades judiciales federales en cuanto a la decisión de los conflictos jurídicos susceptibles de suscitarse en todas las materias sujetas a los poderes legislativo y ejecutivo de la Unión, no siendo sino el reflejo constitucional de la evolución de nuestro país. Sería prolijo citar no sólo todos los casos en que di¬cha concentración se ha registrado, sino también los que atañen al aumento de las prohibiciones y obligaciones constitucionales a cargo de los Estados. Así, ver¬bigracia, por reforma de 30 de diciembre de 1946, practicada al artículo 117 de la Constitución, se prohibió a aquéllos la celebración de empréstitos que no estén afectos a la ejecución de obras destinadas a producir directamente un incremento a sus respectivos ingresos, observándose en este caso, como es dable suponer, la finalidad de preservar sus economías interiores mediante la evita¬ción de gravámenes o cargas que pudiesen mermadas.

Nuestro régimen federal ha evolucionado, pues, en dirección natural hacia la cohesión que debe existir entre las partes que forman una entidad política total, como es el Estado mexicano. Tal cohesión sólo puede lograrse mediante el fortalecimiento de los poderes federales, únicos que pueden resolver los problemas de variada Índole que afectan a los intereses nacionales. Si en sus orígenes nuestro país presentaba una unidad política centralizada, a esta misma unidad ha llegado la evolución de México, pero con caracteres de descentralización. Ya se ha superado la etapa del federalismo como sistema jurídico-político de organización estatal o como forma de Estado en que había "Estados libres y soberanos" capaces de segregarse de la entidad total. La in¬corporación de México al ritmo evolutivo de la civilización actual en sus múl¬tiples aspectos y la personalidad internacional de nuestro país como nación compacta, deseosa de consolidar el respeto que gallardamente ha conquistado en el mundo y de realizar su propia idealidad en lo social, económico y jurí¬dico y de resolver sus problemas en estos órdenes, son los imperativos que desde hace varios lustros han marcado el destino del régimen federal, en el sentido de concentrar en una sola directriz las funciones gubernativas del Es¬tado nacional. Las Constituciones de 57 y 17, al ampliar el radio de acción de los poderes federales, han contribuido al fortalecimiento de México como na¬ción unitaria; y aunque a este propósito se hayan restringido las autonomías de los Estados, no por ello se ha incidido en el centralismo, pues mientras constitucionalmente éstos conserven su autonomía democrática, el signo de nuestra forma estatal será el federal con peculiaridades vernáculas, a pesar de que su connotación se aleje de la clásica idea federalista, que se antoja anacrónica y peligrosa.











No quisiéramos terminar la anterior semblanza histórica sin transcribir las bellas palabras del maestro don Jacinto Paliares que resumen lo que en México ha sido el federalismo en su implicación sustancial sociopolítica, es' decir, al margen de su estructura meramente constitucional. Nuestro insigne jurisconsulto decía: "Acá jamás se ha presentado en la historia parlamentaria, en la historia de las conmociones políticas, en la historia de nuestras continuas revueltas, pro¬blema alguno que encarne seriamente conflictos entre los Estados, intereses opuestos y luchas por la supremacía de algunos, resistencia sistemática al en¬sanche de la acción del Gobierno Federal. Algunas veces la anarquía, la consiguiente debilidad del poder público ha inspirado, como era natural, ciertas rebeliones y resistencias aisladas de alguno que otro Estado; pero esto ha Sido no el reflejo de un profundo y tradicional sentimiento de autonomía política, sino simplemente el espíritu de insubordinación, pasando del individuo al gue¬rrillero, del guerrillero al ejército, del ejército al clero, del clero a las agrupa¬ciones políticas llamadas Estados. En México han existido dos partidos nacio¬nales, es decir, brotados de la masa general de la Nación, que han obrado ó pretendido obrar á nombre de ésta, á nombre de sus intereses, de su religión, de sus tradiciones generales, no á nombre de los intereses locales de uno ó varios Estados ¡ y si alguna vez esos partidos han encarnado sus tendencias y sus programas el uno en el centralismo, el otro en el federalismo; si el grito de i Viva su Alteza! i Viva el Imperio! y el de i Viva la Federación! han sintetiza¬do aparentemente los propósitos opuestos de ambas facciones, no son cierta¬mente los Estados como entidades los que han empuñado el lábaro federal para defender su autonomía y sus fueros históricos ó constitucionales, es el pueblo, es la masa general de la nación, es un partido derramado en todo el territorio nacional y extraño en sus luchas á todo espíritu local y de provincialismo el que se ha agrupado alrededor de esa bandera para cobijar con ella propósitos más serios o tendencias más radicales.

"El régimen federativo ha tenido importancia más bien como disolvente de todo despotismo, que como disolvente de despotismo federal; ha sido un factor de libertad nacional y no un factor de autonomías cantonales; el partido progre¬sista se ha encariñado instintivamente con ese sistema, porque él llama á un número de individuos á la vida pública y derrama y distribuye el poder en multitud de fracciones, y no porque tenga la virtud de equilibrar y unir intereses provinciales; el partido del retroceso le ha visto con temor é instintiva antipa¬tía, no por sus propiedades de composición administrativa, sino porque á su amparo crecía y se alimentaba el espíritu de reforma en la vitalidad política de las provincias.

"Cuando un partido gritaba i Viva la federación! no quería decir viva la soberanía de los Estados, sino viva la vida política derramada en mayor núme¬ro de individuos, viva la libertad de acción y de pensamiento en veinticuatro localidades, viva la variedad en veinticuatro cenáculos de novadres y reformis¬tas. Cuando el partido opuesto gritaba i viva la M anarquía! ó ¡viva el cen¬tralismo! quería decir: ivivan las tradiciones, viva la religión de nuestros antepasados, viva la forma económica del régimen virreinal con sus clases aforadas, sus millares de conventos, su sacerdocio privilegiado, protegido todo esto por un Gobierno centralizado en pocas manos, encomendado a la parte escogida de la sociedad, a la clase depositaria de la tradición.

"Así es como se explica que en los Estados Unidos del Norte, el pacto federa¬tivo, el Gobierno federal, han sido extraños á las transformaciones políticas y sociales, á los cambios en sentido democrático operados en las constituciones de



los Estados, las que se han modificado sin alterar para nada el pacto federal; mientras que en México la Constitución federal y el partido federalista son los que han sometido a su influencia á las constituciones particulares de los Estados, los que han sometido á toda la nación al impulso progresista iniciado por los poderes federales. Podremos, pues, afirmar que en el pueblo !l0rteameri.cano. la Constitución federal es obra de los Estados, una obra que deja y ha dejado In¬tactas sus constituciones particulares, que no ha tenido ni tiene influencia directa en su manera de ser social; y que en México la Constitución federal ha Sido una obra eminentemente nacional, que ha transformado la constitución econó¬mica, política y social de los Estados, que los ha sometido á fórmulas dictadas por los poderes federales; y j cómo no si los Estados mismos son obra de la Federación y no ésta obra de los Estados!

"Por esto la historia y la conciencia popular han adunado entre nosotros la idea de federación á la idea de progreso y la idea de centralismo á monarquía á la idea de retroceso, de tradición de statu qua; por eso el partido liberal defiende el lábaro federativo como símbolo de democracia, más bien que como escudo de soberanías locales, como agente de libertad nacional, más que como salvaguardia de la autonomía de los Estados; por eso hoy mismo ese partido liberal tolera las extralimitaciones de los poderes federales en el orden político, en el administrativo, en la acción legislativa, y no toleraría, así lo creemos, el cambio radical del credo democrático, del económico, del credo social formulado en la Carta fundamental y que responde á las libertades y preo¬cupaciones de toda la nación y no á los derechos y fueros federativos de los Estados.

"La historia está allí para confirmar las verdades que hemos enunciado y para demostrar que la federación ha sido combatida no por federación, no por los vicios ó defectos políticos de ese sistema, sino que ha caído envuelto en la derrota de un partido nacional, ó ha triunfado con las victorias del partido na¬cional opuesto; que ha figurado en nuestras luchas civiles como un accidente, como un asociado de programas más radicales, más vastos, en una palabra, más nacionales.”

D. El nombre del Estado mexicano

En páginas anteriores dijimos que, en atención a la gestación de nuestro federalismo, la denominación correcta del Estado mexicano debiera ser la de ”República Federal Mexicana" en vez de la oficial que contiene la designación de "Estados Unidos Mexicanos". Aunque esta cuestión es meramente termino¬lógica y carece de significación pragmática, no deja de revelar cierto interés histórico, debiéndose recordar que en el lenguaje usual se prefiere la primera de tales denominaciones quizá porque no involucra la imitación extralógica que la segunda entraña respecto del nombre tradicional de nuestro poderoso vecino del norte.

Hemos afirmado que en el Congreso Constituyente de Querétaro no sus¬citó ninguna duda ni oposición la adopción confirmatoria del régimen federal como forma del Estado mexicano. Sin embargo, en lo que concierne a su denominación hubo notorias discrepancias entre sus miembros integrantes, según veremos a continuación.





La Comisión de Reformas a la Constitución, compuesta por los diputado Francisco J. Mújica, Alberto Román, Luis G. Monzán, Enrique Recio y Enrique Colunga, en su dictamen de 9 de diciembre de 1916, sostuvo lo siguiente: "El el preámbulo formado por la Comisión, se ha sustituido al nombre de 'Estado Unidos Mexicanos' el de 'República Mexicana', sustitución que se continúa en la parte preceptiva. Inducen a la Comisión a proponer tal cambio las siguiente razones: Bien sabido es que en el territorio frontero al nuestro, por el Norte existían varias colonias regidas por una 'Carta' que a cada una había otorgado el monarca inglés; de manera que esas colonias eran positivamente Estados distintos; y al independerse de la metrópoli y convenir en unirse, primero bajo la ¬forma confederada y después bajo la federación, la república, así constituida tomó naturalmente el nombre de Estados Unidos.

"Nuestra patria, por lo contrario, era una sola colonia regida por la misma ley, la cual imperaba aun en las regiones que entonces no dependían del virrei¬nato de Nueva España y ahora forman parte integrante de la nación, come Yucatán y Chiapas. No existían Estados; los formó, dándoles organización independiente, la Constitución de 1824.

"Los ciudadanos que por primera vez constituyeron a la nación bajo la forma republicana federal, siguiendo el modelo del país vecino, copiaron también el nombre de 'Estados Unidos', que se ha venido usando hasta hoy solamente en los documentos oficiales. De manera que la denominación de Estados Unidos Mexicanos no corresponde exactamente a la verdad histórica.

"Durante la lucha entre centralistas y federalistas, los primeros preferían el nombre de República Mexicana y los segundos el de Estados Unidos Mexicanos: por respeto a la tradición liberal, podría decirse que deberíamos conservar 1; segunda denominación; pero esa tradición no traspasó los expedientes oficiales para penetrar en la masa del pueblo: el pueblo ha llamado y seguirá llamando a nuestra patria 'México' o 'República Mexicana', y con estos nombres se la designa también en el extranjero. Cuando nadie, ni nosotros mismos, usamos el nombre de Estados Unidos Mexicanos, conservarlo oficialmente parece que no es sino empeño de imitar al país vecino. Una república puede constituirse al existir bajo la forma federal, sin anteponerse las palabras 'Estados Unidos'.

"En consecuencia, como preliminar del desempeño de nuestra comisión, sometemos a la aprobación de la Asamblea el siguiente preámbulo: 'El Congreso Constituyente, instalado en la ciudad de Querétaro el primero de diciembre d. mil novecientos dieciséis, en virtud de la convocatoria expedida por el ciudadano Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, encargado del Poder Ejecutivo de la Unión, el diez y nueve de septiembre del mismo año, en cumplimiento del Plan de Guadalupe, de veintiséis de marzo de mil novecientos trece, reformado el Veracruz el doce de diciembre de mil novecientos catorce, cumple hoy su encargo, decretando, como decreta, la presente Constitución Política de la República Federal Mexicana'."

Contra la adopción terminológica que propuso la Comisión, se pronunciaron los diputados Luis Manuel Rojas, Fernando Castaños y Alfonso Herrera. Como no tenemos el propósito de ser demasiado prolijos en las transcripciones de los discursos que dichos diputados expusieron para sostener su oposición sólo reproduciremos, en la parte conducente, el que dijo el primero.





"Una de las razones que alega la Comisión, manifestó Rojas, es fundamental a primera vista, porque dice que en México no hay absolutamente ninguna tradición, como en Estados Unidos, para la separación de Estados. Con este ar¬gumento se quiere demostrar que aquí la Federación, refiriéndose más al hecho que a la palabra, es enteramente exótica, y yo le voy a demostrar a la Comi¬sión que en este particular también incurre en un error lamentable, porque siempre es conveniente venir preparados para tratar estos asuntos en un Congre¬so Constituyente. El 15 de septiembre de 1821, la Península de Yucatán, que for¬maba una capitanía enteramente separada de la Nueva España, proclamó su independencia, y voluntariamente envió una comisión de s~ seno para. que viniera a la capital de México, que acababa de consumar su independencia, a ver si le convenía formar un solo país con el nuestro; pero sucedió que cuando venía en camino la comisión, se levantó la revolución en Campeche, proclaman¬do espontáneamente su anexión a México. De manera que ya ve la Comisión cómo había, en un principio cuando menos, dos entidades antes de que se formara nuestra nación: la Nueva España y la península de Yucatán, Poco tiempo después ese movimiento trascendió a Centroamérica: Nicaragua, Guate¬mala, Honduras, El Salvador, todavía no eran países independientes; también se declararon con deseos manifiestos de formar un solo país con México. Mas vino el desastroso imperio de Iturbide, que no gustó a Guatemala, que se vio obligada a declarar que no quería seguir con México, que recobraba su independencia fue también independiente por mucho tiempo de la Nueva España, y aun cuando andando el tiempo el gobierno colonial creyó necesario a su política dencia y formó luego otro país.

La primera forma de república en Centroamérica fue también una federa¬ción. En estas condiciones, llegó una ocasión en que voluntariamente quiso Chia¬pas desprenderse de la antigua capitanía de Guatemala, a que pertenecía, para quedar definitivamente agregada a nuestro país, como ha sucedido hasta ahora, y es así como tuvieron origen los Estados de Chiapas, Tabasco, Campeche y Yucatán.

"Ahora, por el Norte y por el Occidente, la capitanía general de Nueva Ga¬licia fue también independiente por mucho tiempo de la Nueva España, y aún cuando andando el tiempo el gobierno colonial creyó necesario a su política incorporar la capitanía de Nueva Galicia como provincia de la Nueva España, el espíritu localista de la Nueva Galicia quedó vivo, y tan es así, que en el año de 1823 hubo una especie de protesta o movimiento político en la capital del Estado de Jalisco, en nombre de toda la antigua provincia, diciéndole clara¬mente a México: 'Si no adoptas el sistema federal, nosotros no queremos estar con la República Mexicana'; eso dijo el Occidente por boca de sus prohombres. Aquel movimiento político no tuvo éxito, porque la República central en aquel momento tuvo fuerzas suficientes para apagar el movimiento; pero surgió la idea federal y quedó viva, indudablemente, hasta que, por efecto de dos revoluciones, el pueblo mexicano falló esta cuestión de parte de los liberales federa¬listas en los campos de batalla. Desde entonces la idea federal quedó sellada con la sangre del pueblo; no me parece bueno, pues, que se quieran resucitar aquí viejas ideas y con ellas un peligro de esta naturaleza.

"Por lo demás, señores, yo me refiero de una manera muy especial en esta peroración a los diputados de Jalisco, de Sinaloa, de Sonora, de Durango, de Colima, de Tepic, de Chihuahua, de Coahuila, de Guanajuato y de Tabasco, Yucatán, Campeche y Chiapas; pero principalmente a los del Norte, porque los



del Norte tienen antecedentes gloriosos de esa protesta de Jalisco; porque Jalisco y Coahuila dieron los prohombres de la idea federal, entre otros, Prisci¬liano Sánchez, Valentín Gómez Farias, Juan Cañedo, Ramos Arizpe, los que fueron verdaderos apóstoles de la idea federal; Jalisco y Coahuila han dado, pues, su sangre para sellar esos ideales, que son hoy los de todo el pueblo mexi¬cano¡ por tanto, creo que todos los diputados de Occidente deben estar en estos momentos perfectamente dispuestos para venir a defender la idea gloriosa de la federación."

En el debate sobre nombre correcto que debería adjudicarse al Estado mexicano tomaron parte los distinguidos diputados Lizardi y Martínez de Escobar, entre otros, apoyando a la Comisión, es decir, respaldando la adopción de la denominación "República Federal Mexicana." A pesar de que, según nues¬tro parecer, existen razones más atendibles, desde el punto de vista histórico y jurídico, para considerar que esta denominación debe ser la atingente, el Congreso Constituyente, por mayoría de ciento ocho votos contra cincuenta ): siete de la minoría, decidió aplicar a nuestro país el nombre oficial de "Estados Unidos Mexicanos".

E. Exégesis básica del régimen federal en la Constitución mexicana de 1917

La adopción del federalismo por el Estado mexicano se expresa en la de¬claración contenida en el artículo 40 constitucional que establece: "Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrá¬tica, federal, compuesta de Estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior, pero unidos en una federación establecida según los principios de esta Ley fundamental." Este precepto es exactamente igual al artículo 40 de la Constitución de 1857 que provino del artículo 46 del Proyecto respectivo.

a) El texto de la disposición constitucional transcrita involucra una incongruencia teórica y una inexactitud desde el punto de vista de la realidad histó¬rica de México que anteriormente reseñamos. En efecto, al declararse en dicho precepto que los Estados se encuentran "unidos" en una federación, se pre¬supone que celebraron un pacto para formarla, lo que a su vez denota que preexistieron a ella como entidades "libres y soberanas". En otras palabras, in¬terpretando de este modo el artículo 40 constitucional, en su redacción se des¬cubre la teoría de Montesquieu, para quien, según hemos recordado, la federa¬ción resuelta de la "sociedad de varias sociedades o cuerpos políticos". A través de la exposición histórica que hicimos acerca de nuestro federalismo, se ad¬vierte sin lugar a dudas que antes de que se implantara el régimen federal en la Constitución de 1824 no existían los "Estados libres y soberanos". Por tanto, este régimen no provino de ellos, sino de las diputaciones provinciales que presionaron en el Congreso Constituyente respectivo para que se adoptara, de lo que se concluye que no habiendo existido tales Estados, lógicamente no pudieron "unirse" en una federación. La pretendida "unión" a que se refiere







el precepto que comentamos presenta una clara incongruencia con la declara¬ción de que "es voluntad del pueblo mexicano" organizarse en una república federal, declaración que sí refleja la verdad histórica en la formación federa¬tiva, puesto que, teóricamente o ficticiamente al menos, en la asamblea cons¬tituyente de la que emanó el ordenamiento fundamental de 1824 se encon-traba "representado" el pueblo mexicano y no "estado libre y soberano" alguno. Con tal representación, los diputados respectivos adoptaron en nombre de él la forma federal de Estado, creando a las entidades federativas que, mu¬tatis muntandis, correspondían a las antiguas provincias neoespañolas. En Mé¬xico, por ende, la federación no surgió de ningún pacto o "unión" entre Estados preexistentes, sino de la decisión popular, bajo el supuesto representativo indicado, de otorgar al Estado la referida forma. Estas mismas ideas las expuso el licenciado Emilio Velasco desde el siglo pasado al comentar los artículos 39 y 40 de la Constitución de 57, comentarios que no han perdido su actualidad atendiendo a que los preceptos vigentes no hacen sino reproducir en su inte¬gridad las disposiciones constitucionales señaladas.

"La Constitución de 1857, dice dicho jurisconsulto, supone que los Estados existieron antes de ella; lo indica así el preámbulo donde se asienta que los repre¬sentantes de los diferentes Estados, del Distrito y Territorios se reunieron para decretar la Constitución; lo confirman varios artículos de ella, lo comprueba, por último, la circunstancia de haber sido firmada por los diputados en su ca¬rácter de representantes por los Estados. No reconocemos que esta preexistencia de los Estados sea una verdad histórica; sólo la admitimos como una ficción legal, de la cual se derivan varias consecuencias jurídicas y constitucionales in¬útiles de mencionar.

"Pero una de estas consecuencias no es que la Constitución sea un pacto entre los Estados. En el preámbulo se dice que el objeto de la reunión de los represen¬tantes es constituir la nación; no se expresa que sea el de celebrar una alianza entre los Estados.

"En el artículo 39 se asienta que el pueblo mexicano tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar ó modificar la forma de su gobierno, de manera que nuestro sistema actual es una creación del pueblo, y no de los Estados; el primero y sólo el primero es el que puede modificarlo, en los términos estable¬cidos en el artículo 127 de la Constitución; en ningún caso los segundos, porque no se les reconoce este derecho.

"Más explícito todavía el artículo 4, se afirma en él que es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una república representativa, democrática, fe¬deral, compuesta de Estados; así es que el pueblo mexicano es el que ha formado la Constitución; no es ella la obra de los Estados."

En resumen, la incongruencia que afecta al artículo 40 constitucional con¬siste en que al mismo tiempo declara una verdad histórica y prescribe una fic¬ción jurídico-política. La verdad histórica consiste en que el pueblo mexicano decidió adoptar la forma federal de Estado y la ficción estriba, contrariando esa verdad, en que los "Estados libres y soberanos se unieron" para formar la federación.





Pero además de ser incongruente, por no decir contradictorio, el propio precepto proclama una inexactitud jurídica, según dijimos, al adscribir a los Estados miembros de la Federación las calidades de "libres y soberanos". Estas calidades ni en México ni en ningún Estado federal las pueden tener las entidades federativas. Las razones que apoyan esta consideración las exponemos en el parágrafo A de este mismo capítulo a cuyo contenido nos remitimos."

b) Es evidente que el Estado federal tiene un territorio que, a su vez, comprende los diferentes territorios que corresponden a las entidades federa¬tivas. Sobre el territorio federal, también llamado nacional, las autoridades u órganos del Estado federal o "federación" ejercen las funciones legislativa, ejecutiva o administrativa y jurisdiccional, a través de las cuales se desempeña el poder público. Por ende, dicho territorio es el ámbito de imperio de este poder. Ahora bien, la autonomía de las entidades federativas se revela en que las autoridades u órganos de las mismas despliegan, dentro del espacio terri¬torial que a cada una de ellas pertenece, las citadas funcione públicas. En con¬secuencia, dentro del territorio de las mencionadas entidades se ejercen el poder público federal y el poder público local, dualidad que podría implicar una trastornadora interferencia entre ambos si no existiera un principio cardinal sobre el que se sustenta el sistema competencial entre los órganos federales y los de los Estados federados. Por virtud de ese principio, las autoridades de la Federación deben tener facultades expresamente consignadas en la Constitución para desempeñar cualquiera de las tres funciones públicas aludidas, pudiendo las autoridades locales ejercerlas sobre las materias que no encuadren dentro del marco competencial de los órganos federales. Dicho principio se preconiza por el artículo 124 de la Constitución mexicana de 1917 que corresponde con toda exactitud al artículo 117 de la Ley Suprema de 1857. Fácilmente se comprende que este precepto es la base sine qua non para delimitar las órbitas competenciales entre las autoridades federales y las locales en el desempeño de las funciones legislativa, ejecutiva o administrativa y jurisdiccional, es decir, que conforme a él los órganos federales que las ejercen deben tener facultades constitucionales expresas para desplegarlas, gozando los locales de una compe¬tencia reservada a efecto de poderlas realizar. Por "facultades expresas" deben entenderse aquellas que prescribe explícitamente la Constitución para los órga¬nos federales y las que la misma Constitución considera globalmente necesarias para ejercerlas, o sea, las implícitas que sean el medio indispensable para des¬empeñar las explicitas"

Don Felipe Tena Ramírez, al comentar el artículo 124 constitucional, reafir¬ma esta consideración en cuanto a la naturaleza y alcance de las facultades expresadas para los órganos de la Federación, en el sentido de que éstas "no pue¬den extenderse por analogía, por igualdad, ni por mayoría de razón a otros casos







distintos de los expresamente previstos. La ampliación de la facultad así ejerci¬tada significaría en realidad o un contenido diverso en la facultad ya existente o la creación de una nueva facultad; en ambos casos, el intérprete sustituiría indebidamente al legislador constituyente, que es el único que puede investir de facultades a los poderes federales.

"Tenemos, pues, en nuestro derecho constitucional un sistema estricto que incluye a los Poderes federales dentro de una zona perfectamente ceñida. Sin embargo, existe en la Constitución un precepto, que es a manera de puerta de escape, por donde los Poderes federales están en posibilidad de salir de su encie¬rro para ejercitar facultades que, según el rígido sistema del artículo 124, deben pertenecer en términos generales a los Estados. Nos referimos a la última frac¬ción del artículo 73 (actualmente la fracción XXX), que consagra las comúnmente llamadas facultades implícitas.

"Mientras que las facultades explícitas son las conferidas por la Constitución a cualquiera de los Poderes federales, concreta y determinadamente en alguna materia, las facultades implícitas son las que el Poder legislativo puede conceder¬se a sí mismo o a cualquiera de los otros dos Poderes federales como medio necesario para ejercitar alguna de las facultades explícitas."

La explicación lógica del principio contenido en el artículo 124 se apoya en el proceso, también lógico, de la formación federativa. Si se supone que la federación es un pacto entre Estados "libres y soberanos" preexistentes en el que se crea un nuevo Estado que los engloba y que a este nuevo Estado, el federal, se le debe dotar de órganos o autoridades para que cumpla los fines que motiven su fundación, se debe concluir que la competencia de tales órga¬nos o autoridades debe integrarse únicamente con las facultades que las enti¬dades pactantes quieran darles, reservándose éstas, para sí, las que siempre hayan tenido. De este modo, la órbita competencial de las autoridades u órga¬nos del Estado federal resulta de una "trasmisión" que en su favor efectúan los Estados miembros respecto de ciertas atribuciones al formar la federación, conservando las que como entidades "libres y soberanas" tengan y que no hayan decidido transferir. Esta hipótesis puede corresponder a determinados procesos históricos de creación federativa, como en el caso de los Estados Unidos, pero no se adecua a la manera como en México nació el régimen fe¬deral en la Constitución de 1824, pues si los Estados no precedieron a la fede¬ración, lógica y fácticamente no pudieron otorgar ni reservarse facultades. Por ende, el artículo 124 constitucional no debe interpretarse en razón de dicha hipótesis, sino en el sentido de que la demarcación de los ámbitos de com¬petencia federal y local, mediante el principio que proclama, proviene directa¬mente de la Ley Fundamental, es decir, de la voluntad de la asamblea consti¬tuyente o de los órganos encargados de reformarla. De esta guisa, los Estados miembros suelen tener las facultades que tal asamblea o tales órganos quieran darles o mantenerles, ya que su competencia no deriva de su voluntad política sino de la Constitución, pues, como sostiene Tena Ramírez, corresponde a ésta "hacer el reparto de jurisdicciones"

Bien sabido es que el origen del principio postulado por el artículo 124 cons¬titucionales remonta a la enmienda décima de la Constitución norteamericana



introducida en 1791, y cuyo texto es el siguiente: "Los poderes no delegados a los Estados Unidos por la Constitución, ni prohibidos por ésta a los Estados, están reservados a los Estados o al pueblo." Esta disposición ha sido interpreta¬da por la Suprema Corte estadunidense en el sentido de que "La reserva a los Estados respectivamente sólo puede significar la reserva de los derechos de so¬beranía que respectivamente poseían antes de la adopción de la Constitución de los Estados Unidos y de los que por este instrumento no se habrían des¬prendido", apreciación que reitera una de las fases del proceso histórico de la formación federal en aquel país, en cuanto que, habiendo preexistido los Estados como libres y soberanos, al crear al Estado federal le cedieron determi¬nadas facultades en el ordenamiento constitucional, conservando todas las demás.

En la Constitución de 1824 no se proclamó expresamente dicho principio, sin que esta omisión no lo presupusiese como base sine qua non de todo régi¬men federal, puesto que en el desempeño de sus facultades el Congreso gene¬ral podía dictar todas las leyes y decretos conducentes al ejercicio de sus atri¬buciones expresas "sin mezclarse en la administración interior de los Estados" (Art. 50, frac. XXXI).

Es curioso observar que, siendo dicho principio característico de los siste¬mas federales, en el segundo proyecto constitucional de 3 de noviembre de 1842, que fue de naturaleza centralista, se consagra con toda claridad al prevenirse en su artículo 71 que "Todas las atribuciones y facultades que no se otorguen específicamente al Congreso Nacional, Poder Ejecutivo y Suprema Corte de Justicia, se entenderá que quedan reservadas a los Departamentos:" Esta dis-posición corrobora la idea ya expuesta con anterioridad, en el sentido de que en México el federalismo y el centralismo no fueron dos formas de Estado radical o esencialmente diferentes, pues sus divergencias jurídicas sólo residieron en el grado de autonomía de los Estados o de los Departamentos, en sus res¬pectivos casos.

Celoso del tantas veces citado principio fue don Mariano Otero, quien en su famoso Voto de 5 de abril de 1847, antecedente directo del Acta de Reformas del mismo año, sostenía la competencia rigurosa, limitada y estricta de las autoridades federales y la lata o extensa de la de los Estados. "El artículo 14 del proyecto de reformas, decía tan ilustre jalisciense, estableciendo la máxima de que los Poderes de la Unión son poderes excepcionales y limitados sólo a los objetos expresamente designados en la Constitución, da a la soberanía de los Estados toda la amplitud y seguridad que fuera de desearse."

El proyecto de Constitución de 1857 en su artículo 48 tomó como modelo la enmienda décima a la Carta de los Estados Unidos, coincidiendo hasta en la redacción, al disponer que "Las facultades o poderes que no están expresa¬mente concedidos por esta Constitución a los funcionarios federales, se en¬tienden reservados a los Estados o al pueblo." En la sesión de 10 de septiembre de 1856, el Congreso Constituyente aprobó tal precepto casi por unanimidad,







no sin antes haberle introducido dos modificaciones, a saber: la supresión del vocablo "poderes" que era redundante con el de "facultades" según el dipu¬tado Ruiz, y la de la locución "o al pueblo respectivamente" , en virtud de que "está ya decidido que el pueblo ejerce su soberanía por medio de los poderes de la Unión o de los Estados".

En el Congreso de Querétaro el diputado Fajardo insistió en que se reinser¬tara la referida locución en el texto del precepto que sería el artículo 124, argumentando que "el pueblo mexicano no abdicó totalmente de su soberanía en los poderes federales o en los de los Estados, sino que se reserva ciertos derechos a los que jamás ha renunciado... ". Esta proposición fue rebatida por don Hilario Medina invocando el "derecho" que todo pueblo tiene para lanzarse a la revolución cuando el gobierno actúe fuera o contra la ley, esti¬mando innecesaria la adición que propugnaba Fajardo, pues ese derecho existe con o sin declaración constitucional alguna.

"Yo pregunto al señor Fajardo, interpelaba Medina, en qué se fundó el pueblo mexicano para levantarse contra el cuartelazo de Huerta? ¿En qué leyes se ha sacudido las tiranías? No se ha fundado en ninguna ley expresa; se ha fundado en la ley de la vida, se ha fundado en su dignidad, en su ser nacional; no es conveniente ponerlo en una Constitución, porque sería provocar los deseos de los enemigos, de los que no son hombres patriotas, y decir que cualquier acto del gobierno tiene el derecho de rebelarse asegurado en la Constitución; pero cuando el pueblo ha sido violado en todos sus derechos, se siente impulsa¬do a echar abajo el gobierno, no necesita de ninguna ley, porque no hay más ley que su voluntad.”

c) En todo sistema jurídico federal, que se integra con dos tipos de dere¬cho positivo, el nacional y' el local, o sea, el de la federación y el de las entida¬des federadas, opera necesariamente el principio de la supremacía del primero. Sin este principio, dicho sistema no podría funcionar. En efecto, dentro del territorio de un Estado miembro rige su derecho y el derecho federal en dife-rentes ámbitos de normatividad establecidos conforme al principio de que tra¬tamos anteriormente. Ahora bien, en el supuesto de que entre uno y otro de tales órdenes jurídicos exista alguna contradicción, la prevalencia normativa corresponde al federal, situación conflictiva que sólo puede darse al quebrantarse el régimen de competencia que opera entre los órganos federales y los locales.

Estas consideraciones teóricas se reflejan en lo estatuido por el artículo 41 constitucional que dispone: "El pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión, en los casos de la competencia de éstos, y por los de los Estados, en lo que toca a sus regímenes interiores, en los términos respecti¬vamente establecidos por la presente Constitución Federal y las particulares de







los Estados, las que en ningún caso podrán contravenir las estipulaciones del pacto federal." Claramente se advierte que, conforme a este precepto, en el Estado mexicano funcionan los dos órdenes jurídicos mencionados, correspon¬diendo la hegemonía normativa no sólo a la Ley Fundamental Federal, sino a la legislación secundaria de la Federación y a los tratados internacionales, según se colige del artículo 133 constitucional que ya examinamos en el capítulo ante¬rior. Es más, dicha hegemonía impone a los gobernadores de los Estados fe¬derados la obligación de publicar y hacer cumplir las leyes federales decretada por el artículo 120 de la Ley Suprema. Por consiguiente, dentro del sistema jurídico mexicano, la pirámide normativa está formada jerárquicamente «de maiore ad minus" por los siguientes ordenamientos: a) la Constitución fede¬ral; b ) leyes federales Y tratados internacionales que no se opongan a ella; c) reglamentos heterónomos federales; d) constituciones particulares de los Estados; e) leyes locales, y f) reglamentos loca1es. Esta jerarquía indiscuti¬blemente proclama la supremacía del derecho positivo federal sobre el local, contrariamente a lo que sostienen Mario de la Cueva y Jorge Carpizo, quien sigue su pensamiento. Fundándose en que en México no existen facultades concurrentes entre las autoridades federales Y las de los Estados, afirman que





el enfrentamiento entre la legislación federal y la local es un problema de competencia entre dichos tipos de autoridades. "Los argumentos de Mario de la Cueva, dice Carpizo, nos parecen acertados y al no existir en nuestro orden jurídico las facultades concurrentes, nunca el derecho federal quiebra al local, cosa que sí acontece en Norteamérica, donde sí existe esa clase de facul-tades", y para completar su idea, agrega: "Ahora bien, interpretando el artículo anglosajón a través de la enmienda décima y de las facultades concurrentes es certero afirmar que en el vecino país del Norte hay supremacía del derecho federal sobre el local. Pero en México, donde no existen facultades concurren¬tes y sí tenemos un artículo 124-, es imposible que haya supremacía del dere¬cho federal sobre el local. Mientras en el artículo norteamericano el problema es de supremacía de la legislación federal sobre la local, en México el pro¬blema de este artículo es de competencia."

No compartimos las anteriores consideraciones, pues no es verdad que no exista supremacía del derecho federal sobre el local, ya que la legislación de cualquier entidad federativa, expedida respecto de alguna materia encuadrada dentro de la esfera competencial de su legislatura correspondiente, puede contrariar alguna ley federal, sin que esta contrariedad provenga necesaria¬mente de falta de competencia. En otras palabras, puede existir oposición entre una ley local y un ordenamiento federal no por la incompetencia del órgano legislativo, sino porque, al regular su respectiva materia, contengan ambos disposiciones incompatibles, debiendo obviamente prevalecer las fede¬rales.

Por último, es oportuno enfatizar que la inobservancia de la gradación normativa que hemos señalado por parte de cualquier acto de autoridad stricto-sensu, o sea, de resoluciones, acuerdos o decisiones administrativas o de actos jurisdiccionales y con independencia de los órganos estatales de los que provengan, legitima, conforme al sistema jurídico mexicano, a todo gobernado para interponer el juicio de amparo contra el acto lesivo, toda vez que dicha inobservancia concomitantemente entraña la violación al principio de legali¬dad erigido al rango de garantía constitucional por los artículos 14 y 16 de nuestra Ley Suprema."





F. Realidad del federalismo en México

Esta forma de Estado es meramente preceptiva y no corresponde a la rea¬lidad política de nuestro país. Teóricamente las entidades federativas son autó¬nomas en cuanto que su población ciudadana tiene libertad para escoger y elegir a su gobernador y a los diputados que integren su legislatura. Según lo de¬termina nuestra Constitución, este cuerpo legislativo tiene facultad para expedir todos los ordenamientos en las materias que expresamente la Ley Fundamental de la República no ad criba al Congreso de la Unión. En lo que concierne al régimen municipal, los ayuntamientos deben componerse por personas electas popularmente, gozando los municipios de libertad para administrar su hacienda.

Tales son los rasgos generales del régimen federal mexicano a nivel estric¬tamente constitucional. Sin embargo, en la realidad el Presidente de la República designa a los gobernadores de los Estados, cumpliéndose sólo formalmente con el requisito de la elección popular mayoritaria. Para tal designación no se con¬sulta al pueblo de la entidad federativa de que se trate, aunque se realice cierta labor de auscultación entre los sectores mayoritarios que lo componen y que también formalmente están incorporados a la membrecía del Partido Re¬volucionario Institucional. Los gobernadores prácticamente fungen como auxi¬liares o colaboradores del Ejecutivo Federal, por no decir como servidores del mismo. Las legislaturas locales aprueban inconsultamente las reformas a la Constitución Federal, aunque éstas restrinjan su autonomía legislativa. Además, en lo que atañe al ámbito fiscal, el erario federal da participación al de los Estados sobre los ingresos que obtiene, distribuyéndose éstos proporcionalmen¬te también a los municipios. Esta situación se revela en la falta de autarquía o autosuficiencia económica de las entidades federativas y de los municipios que las integran, los cuales no podrían subsistir sin el respaldo pecuniario de la Federación.

Podríamos exponer prolijamente las circunstancias reales que alejan a nuestro llamado federalismo del tipo teórico diseñado constitucionalmente. Este alejamiento nos conduce a la conclusión de que México no es, en la rea¬lidad, un Estado Federal, sino un Estado descentralizado política, adminis¬trativa y legislativamente. Si conservamos la forma federal de Estado es sólo por un trasunto histórico y por una mera reminiscencia ideológica, que en la esfera puramente teórico-jurídica y teórico-política conserva su intangibilidad como mera estructura sin correspondencia fáctica.

Sin embargo, merced al pluripartidismo actuante, el régimen federal de México tiende a realizarse en la facticidad política. Así, claramente constatamos que el Presidente de la República ha dejado de designar a los gobernadores de los Esta¬dos, que estos, cuando proceden de la llamada "oposición", asumen la autonomía que entraña dicho régimen en cuanto a las entidades federativas que dirigen, y que, el citado "partido oficial" ya no aglutina a tales funcionarios. Estas cir¬cunstancias, derivadas del proceso de democratización de nuestro país, nos alienta para afirmar que el federalismo, proclamado y estructurado en la Constitución de 1917, ha dejado de implicar una forma de Estado meramente teórico.


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