LA SOBERANÍA Y EL PODER CONSTITUYENTE

A. Equivocidad del término "soberanía"

El concepto de soberanía y el vocablo que lo expresa han tenido acepcio¬nes diversas que dificultan seriamente su precisión. En el pensamiento jurídico ¬político y en la facticidad política misma han denotado ideas distintas. Aris¬tóteles hablaba de "autarquía", que, como afirma Jellinek, era sinónimo de "autosuficiencia", es decir, implicaba la capacidad de un pueblo para bastarse a sí mismo y realizar sus fines sin ayuda o cooperación extraña. En Roma se utilizaban las expresiones "maiestas", "potestas" o "imperium" que significa¬ban la fuerza de dominación y mando del pueblo romano. Durante la Edad Media la soberanía equivalía a "supremacía", "hegemonía" o "prevalencia" entre el poder espiritual representado por el papado y el poder temporal de los reyes, habiendo sido, como dice el autor citado, un concepto "polémico" en las diversas teorías políticas de la época, entre las que destaca la tesis de Marsilio de Padua, quien proclamó la superioridad del Estado frente a la Igle¬sia. Dentro de las concepciones respecto de la "soberanía del Estado" frente al "dominium" territorial de los señores feudales, se pretendió justificar la radicación del poder soberano en la persona del monarca o del príncipe. Como se habrá observado de la reseña que hicimos anteriormente, entre esas concepcio¬nes descuella la de Hobbes, quien trató de legitimar el absolutismo real preconi¬zando el principio "legibus solutus" y apoyándolo en el postulado que rezaba "omnis potestas a Deo". Debe recordarse, por otra parte, que la idea de "sobe¬ranía nacional o del pueblo" propiamente se proclama en las corrientes del pensamiento jurídico-político de los siglos XVII y XVIII con Locke, Montesquieu, Sieyés y Rousseau, según se infiere claramente de sus respectivas doctrinas que con antelación expusimos. No ha faltado, además, quien niegue la existencia de la soberanía como poder absoluto y supremo. Benjamín Constant, quien ejerció notable influencia en el pensamiento jurídico y político de los países iberoamericanos y de España durante el siglo XIX, se afilia a esta tesis. "La soberanía, dice, reside en la totalidad de los ciudadanos; ello debe entenderse de modo que ningún individuo, ninguna facción, ni asociación parcial puede atribuirse el poder supremo si no le ha sido delegado. Empero, de aquí no se sigue que la totalidad de los ciudadanos, o aquellos que se hallan investidos de la soberanía, puedan disponer a su arbitrio de la existencia de los particulares. Hay, por el contrario, una parte de la existencia humana, que por necesidad permanece individual e independiente, y que se halla de derecho fuera de







toda competencia social. Por lo cual la soberanía no existe, sino de manera limitada y relativa. En el punto en que comienza la independencia de la exis¬tencia individual, cesa la jurisdicción de dicha soberanía."

Esta consideración la extiende Constant a la soberanía popular al afirmar que ésta no es ilimitada, puesto que "está circunscrita a los límites que les seña¬lan la justicia y los derechos de los individuos". "La voluntad de todo un pueblo, agrega, no puede hacer justo lo que es injusto. Los representantes de una na¬ción no tienen el derecho de hacer lo que tiene el derecho de hacer la nación misma. Ningún monarca, sea el que fuere el título que reclame, ora se apoye en el derecho divino, otra en el de conquista, ora en el sentimiento del pueblo, no posee un poder sin límites. Dios, si interviene en las cosas humanas, sólo sanciona la justicia. El derecho de conquista no es más que la fuerza, que no es un dere¬cho, puesto que pasa a quien se apodere de ella. El asentimiento popular no podrá legitimar lo que es ilegítimo, puesto que un pueblo no puede delegar una autoridad de la que carece."

La ambigüedad del término "soberanía" ha hecho exclamar a don Felipe Tena Ramírez que su concepto "ha sido, desde el siglo xv hasta nuestros días, uno de los temas más debatidos del derecho público", añadiendo que "Con el tiempo, y a lo largo de tan empeñadas discusiones, la palabra soberanía ha llegado a comprender dentro de su ámbito los más disímiles y contradictorios significados." Se podría elaborar una obra de alcances enciclopédicos con la sola exposición de las múltiples y divergentes teorías y opiniones que se han sustentado por los doctrinarios de todos los tiempos acerca del concepto y de la "radicación" del poder soberano, cuya idea se sigue debatiendo en el dere¬cho político. No resistimos la tentación de reseñar, muy someramente por cierto, algunas de las tesis más destacadas y conocidas que se han postulado respecto de la difícilmente asequible concepción de la soberanía a partir del pensamiento de Juan Bodino expuesto en su célebre tratado "La República", dividido, como se sabe, en seis libros y que apareció a la luz pública en el año de 1577. Para él, la "república" es decir, el Estado, implica el establecimien¬to de un poder soberano, que no puede existir sino en ella. Este poder, como casi dos siglos más tarde lo reputara Rousseau, es indivisible, perpetuo y absoluto en la concepción de Bodino, quien distingue, por otra parte, la soberanía del poder público que transitoriamente se encomienda a diferentes formas de gobierno, como la dictadura en Roma, o a gobernantes designados por un lapso determinado, toda vez que éstos no son sino "guardianes" y "deposita¬rios" del poder soberano pero no sus titulares. Para dicho pensador los "dere¬chos esenciales" de la soberanía pertenecen al "soberano", llámese rey, pueblo o "cuerpo de nobles". La incongruencia en que incurre Bodino, quizá para justificar la monarquía absoluta y hereditaria de Francia, consiste en declarar que el poder soberano puede transmitirse por vía de sucesión del rey (soberano)







a sus descendientes. "El pueblo, dice en el libro primero de su afamada obra, o los señores de una república pueden donar pura y simplemente el poder soberano y perpetuo a alguien para disponer del Estado a su arbitrio, y después dejarlo que haga lo que quiera, análogamente a como el propietario puede donar el objeto de su propiedad pura y simplemente, sin otra causa que su liberalidad." Por otro lado, debe observarse que para Bodino el "sobe¬rano" no tiene restricciones jurídicas en el ejercicio de su poder, ya que si las tuviese, éste no sería soberanía, agregando, sin embargo, que sí tiene limita¬ciones éticas impuestas por el principio natural de la respetabilidad de la fami¬lia que es la institución más antigua. Esta consideración aparta a Bodino del pensamiento político medioeval que preconizó el origen divino de la soberanía -omnis potestas a Deo- y el postulado "legibus solutus" del soberano, quien, por virtud de él, no tenía más barreras que su conciencia de gobernante. Asi¬mismo, lo hace divergir de las ideas filosóficas y políticas del siglo XVIII, con¬forme a las cuales la soberanía tiene como diques naturales, no jurídicos, el respeto a la libertad del hombre y a su individualidad, según lo estimó Ben¬jamín Constant, ya que para Bodino no es el ser humano y sus derechos "na¬turales" los que deben frenar el poder soberano sino el grupo institucional familiar. Además, la respetabilidad ético-social de este grupo lo lleva al ex¬tremo de afirmar que tampoco el soberano debe atentar contra la propiedad familiar ni decretar impuestos sin el consentimiento de los gobernados o de sus representantes, pues un tributo establecido según el capricho del gober¬nante sin la aquiescencia de éstos es un despojo.

En los comienzos del siglo XVII la tesis de la soberanía popular se sostiene por el alemán Althusius en su obra denominada "Política Methodice Digesta" aparecida en 1603. A diferencia de la opinión de Bodino, quien se inclina por la soberanía del príncipe (monarca), dicho pensador la atribuye al pueblo, considerando a la comunidad política, producto de la unión voluntaria de los hombres, como titular del mencionado poder. "Con estas ideas, asevera Mario de la Cueva, el autor de la Política arrebató a los reyes la idea de la soberanía absoluta de Bodino y la entregó al pueblo." En la misma centuria se destaca en el pensamiento político la teoría de Hobbes que ya expusimos anterior¬mente, y según la cual, la soberanía reside en ese ente necesario, llamado "Es¬tado", personificado en un individuo, el "soberano", que dispone como el Le¬viathan mitológico, de toda la fuerza conveniente para "asegurar la paz y de¬fensa común" . Sería imperdonable, por otra parte, que no recordáramos la tesis del famoso ginebrino Juan Jacabo Rousseau, a la que también hicimos somera referencia con antelación, y según la cual la soberanía es la voluntad general, cuya idea también hemos explicado. En resumen, consideramos sufi¬ciente la evocación de las tesis que hemos señalado y de las que se derivan de las diferentes teorías sobre el Estado que reseñamos con anterioridad, para reiterar la equivocidad del vocablo "soberanía" y la multivalencia del concepto respectivo,









en cuyas divergentes acepciones se descubre, sin embargo, un denominador común, cual es su implicación como poder supremo con diversa radicación o distinta titularidad. En el laberinto de definiciones respecto de lo que es o pueda ser la soberanía o el poder soberano se extravía el intelecto humano que los doctrinarios contemporáneos le sirvan como hilo de Ariadne. Sría demasiado prolija la sola enunciación de las múltiples ideas que los teóricos actuales han externado sobre dicho tema, bastando la alusión a unas cuantas opiniones de la Ciencia Política y del Derecho Constitucional, para poner relieve a la equivocidad y a la multivalencia a que nos hemos referido. Esta divérgencia eidética obedece en términos generales a la diversa imputación que los doctrinarios hacen de la soberanía, en cuanto que unos la consideran como poder perteneciente al pueblo o a la nación" y otros como atributo característico del poder del Estado. La diversidad imputativa a que nos referimos provoca indiscutiblemente una diversidad de lenguaje que entraña, a su vez, una discrepancia conceptual que para nosotros es irreconciliable, pues nunca puede ser lo mismo la soberanía popular o nacional y la llamada "soberanía estatal" que en nuestra opinión no existe por las razones que posteriormente aduciremos.

Entre los partidarios de la soberanía del Estado figuran Bluntschli , Jellinek , Esmein , Bielsa , De la Cueva , Serra Rojas y otros autores que





sería prolijo citar, y compartiendo la idea de que el poder soberano radica en el pueblo o nación y de que el poder estatal es distinto de él, figuran Sánchez Viamonte y Aurora Arnáiz , por no mencionar a otros tratadistas que sustentan la misma opinión y de la cual participamos por las consideraciones que posteriormente formularemos. No han faltado, sin embargo, insignes juris-tas que hacen radicar la soberanía en la Constitución misma, tales como Kel¬sen , Lindsay y Tena Ramírez , ni tampoco quienes la niegan como





Duguit y Friedrich . No debe sorprendemos esta diversidad de criterios pues la idea de soberanía en el ámbito estrictamente especulativo o teórico presenta contornos y matices que dificultan la definición precisa que exprese su verdadera implicación jurídica; y en la esfera histórico-política, es decir, en la realidad fenoménica, la soberanía como poder supremo del Estado o de pueblo, se revela como una fuerza que ninguno de los dos desempeña, sino que se despliega por personas físicas que encarnan a los gobernantes en quienes fácticamente dicho poder reside, prescindiendo, desde luego, de toda conside¬ración científica, jurídica y política. Por ello, algunos tratadistas, entre los que destaca Duguit, se muestran escépticos en lo que a la radicación estatal o popu•lar de la soberanía concierne, y contrayéndose a la mera observación de la facticidad política, llegan a la conclusión de que dicho poder no es sino la fuerza del gobierno de cada nación. Esta actitud, sin embargo, sólo manifiesta una especie de abulia intelectual que contrasta con los empeños afanosos que la doctrina jurídica, política y filosófica de vario siglos ha realizado para postular principios que expliquen, justifiquen o fundamenten los actos guberna¬tivos a los que nadie puede escapar, pero con cuya real o supuesta arbitrariedad tampoco puede conformarse ningún hombre que tenga fe en la libertad y en el Derecho, que es su primordial garantía. Nuestra postura filosófica ante cualquier problema nunca ha sido el escepticismo sistemático, y conscientes de los graves escollos con que tropieza la labor dialéctica tendiente a captar y ex¬presar el concepto de soberanía y sus modalidades esenciales, trataremos de¬ exponer nuestra opinión acerca de lo que implica el poder soberano, sin des-conocer que las ideas que informan nuestro pensamiento corren el riesgo de aumentar la equivocidad que caracteriza su pretendida definición.

B. La soberanía

Hemos aseverado que la nación o pueblo en sentido sociológico, como grupo humano real coherente, decide darse una organización jurídica y polí¬tica, creando al Derecho que a su vez da vida al Estado como persona moral.



La causación de estos efectos obedece a un poder, actividad o dinámica que tiene como fuente generatriz a la misma comunidad nacional. Mediante tal poder, la nación se autodetermina, es decir, se otorga una estructura jurídico¬política que se expresa en el ordenamiento fundamental o Constitución. La autodeterminación obviamente excluye la injerencia de cualquier sujeto distinto de la nación que pudiese imponer a ésta dicha estructura, o sea, que el poder que tiende a esta finalidad no está sujeto a ninguna potestad extraña a la comunidad nacional ni tampoco a la de cualquier grupo que dentro de ella esté comprendido. Por ello se afirma que el propio poder es soberano, en cuanto que no está sometido interior o exteriormente a ninguno otro; puesto que lo soberano "designa un poder que no admite ninguno por encima de él; una potencia que en la esfera donde está llamada a ejercerse, no sustituye a ninguna otra".

La autodeterminación, que es la nota sustancial expresiva del poder soberano o soberanía, en el fondo entraña la autolimitación, pues si autodetermi¬narse implica darse a sí mismo una estructura jurídico-política, esta estructura, que es normativa, supone como toda norma una limitación, es decir, señala¬miento de límites. La autolimitación, sin embargo, no es inmodificable, ya que cuando la nación decide autodeterminarse de diversa manera en el desem¬peño de su poder soberano, cambia sus estructuras y, por ende, los límites que éstas involucran.

Ya hemos recordado que se ha discutido por la doctrina si el poder soberano pertenece a la nación o corresponde al Estado, es decir, si hay una "so¬beranía popular o nacional" o una "soberanía estatal", y si, bajo distintos ángu¬los, la soberanía se imputa tanto a la comunidad nacional como a la entidad estatal. La soberanía es un atributo del poder del Estado, de esa actuación su¬prema desarrollada dentro de la sociedad humana que supedita todo lo que en ella existe, que subordina todos los demás poderes y actividades que se desplieguen en su seno por los diversos entes individuales, sociales, jurídicos, particulares o públicos que componen a la colectividad o se encuentran dentro











de ella, debiéndose agregar que el Estado, como forma en que se estructura y organiza un pueblo, al adquirir sustantividad propia, al revestirse con una personalidad jurídica y política sui-generis, se convierte en titular del poder so¬berano, el cual, no obstante, permanece radicado real y socialmente en la na¬ción. Para explicar estas consideraciones se debe recordar que la soberanía es única, inalienable e indivisible, sin que, por ende, existan "dos" soberanías, a saber, una imputable al pueblo o nación y otra al Estado. Conforme a esta pre¬misa, el Estado es soberano como persona jurídica en que el pueblo o la na¬ción se ha organizado política y normativamente, residiendo su soberanía en su propio elemento humano. La soberanía estatal, según la tesis de la persona¬lidad del Estado que es la que adoptamos, se revela en la independencia de éste frente a otros Estados en cuanto que ninguno de ellos debe intervenir en su régimen interior, el cual sólo es esencialmente modificable o alterable por su mis¬mo elemento humano que es el pueblo o la nación, a los que corresponde la potestad de autodeterminación (soberanía popular o nacional).

En situación diferente se encuentra el poder público que desempeña el Estado al través de sus órganos. Este poder no es soberano, puesto que se en¬cauza por el orden jurídico fundamental que no deriva de la entidad estatal, sino que crea a ésta como persona moral. El Estado bajo esta tesitura, no puede modificar, sustituir o abolir los principios básicos de diferente índole en que ese orden jurídico descansa, puesto que nace de él y se organiza y funciona dentro de él, según las normas implantadas por la capacidad autodeterminati¬va del pueblo o nación. Este pensamiento comparte las consideraciones de Duguit en cuanto afirma que: "La persona nación es, en realidad, distinta del Estado, es anterior a él; el Estado no puede existir sin una nación y la nación puede subsistir sin Estado o cuando éste haya desaparecido. El Estado aparece solamente cuando la nación ha constituido uno o varios órganos de represen¬tación, cuando ha encargado a un hombre o a una colectividad, o a uno o a otra, para desempeñar o para expresar su voluntad. Hay entonces entre la nación titular originaria de la soberanía y sus representantes un verdadero contrato de mandato. El Estado es, pues, la nación soberana representada por mandatarios responsables. Se dice que el Estado es el titular de la soberanía y esto se puede decir para facilitar el lenguaje, pero no es absolutamente exacto. El titular de la soberanía es la nación persona."

Conforme al pensamiento del ilustre ginebrino Juan Jacobo Rousseau, la soberanía es la misma “voluntad general" que reside en el pueblo o en la na¬ción y que constituye la fuente de la normación jurídica, primordialmente de la constitucional. Esa voluntad general entraña un poder de autodeterminación y autolimitación, según dijimos, lo que implica que sobre ella no existe ni debe existir ninguna otra voluntad ajena. Ahora bien, como en el derecho primario o fundamental se apuntan los fines del Estado, se crean sus órganos de go¬bierno y se adscribe a éstos una determinada órbita competencial, ese derecho rige primaria e inviolablemente toda la actividad estatal. Por consiguiente, esta actividad, que no es sino el poder público de imperio del Estado, está subordinada



a las normas constitucionales, las cuales, a su vez, emanan de la sobera¬nía que corresponde teóricamente a la comunidad popular o nacional. Merced a esta subordinación se corrobora la diferencia que media entre soberanía y poder público, ya que, en tanto aquélla es fuente originaria del derecho prima¬rio de un Estado, dicho poder se encauza básicamente por tal derecho, sin que válidamente pueda rebasarlo o transgredirlo.

Comparte las anteriores ideas la distinguida maestra universitaria Aurora Ar¬naiz Amigo, quien sostiene que "Ni la potestad del Estado como poder, ni la fuente de la soberanía del pueblo como facultad, tiene en su acepción primera el carácter negativo de límites de competencias territoriales y jurídicas. Pues una y otra son son atribuciones -suprema y constituyente la del pueblo, delegada y consti¬tuida la del Estado- creadoras originarias de la vida comunal e institucional. El soberano lo es por su propio derecho. El Estado por derecho otorgado en los lí¬mites de las atribuciones conferidas, que va a constituir la vida y organización ins-titucional. El Estado con su potestad es independiente frente a otro Estado. Hay quienes a esta independencia la denominan soberanía. Confundir la soberanía del pueblo con la potestad del Estado es un grave error, que no afecta tan sólo a la terminología política, sino al contenido sustantivo de esta ciencia."

La soberanía popular o nacional es inalienable e indivisible. Es, según el pensa¬miento de Rousseau, la "voluntad general", o sea, la voluntad de la nación (pue¬blo). Su inalienabilidad, conforme al ilustre ginebrino, resulta del pacto social mismo. Suponer que la soberanía pudiese ser enajenada, equivaldría a la eliminación del mismo soberano, es decir, del pueblo o nación, sin que este hecho pueda ni siquiera concebirse con validez. Su indivisibilidad, además, deriva lógicamente de su inalienabilidad, pues dividir la soberanía significaría enajenarla parcialmente.

Por otra parte, con motivo de la llamada "globalización económica" se cuestionan la existencia y la operatividad de la soberanía, llegándose a afirmar que ésta la han perdido los pueblos vinculados con dicho fenómeno universal. Estas aseveraciones no son correctas, pues aunque un país este comprendido dentro del "mundo globalizado" no por ello su pueblo pierde sus capacidades de autodeterminación y de autolimitación, que son inherentes a la soberanía. En la historia política del mundo ha habido estados que presionan por variadas





causas a otro u otros, sin que esta situación haya provocado que los pueblos "presionados" dejen de tener tales capacidades.

C. El poder constituyente

La demarcación de este concepto, es decir, la delimitación de su implica¬ción jurídico-política importa una cuestión que, para resolverse, exige la respuesta de dos interrogaciones primordiales, a saber: la que estriba en determinar qué se entiende por "poder" y la que consiste en dilucidar si el poder constituyente es distinto de la soberanía o inescindible de ella.

El término y la idea de "poder", como lo hemos afirmado frecuentemente, entraña actividad, fuerza, energía o dinámica." Ahora bien, el adjetivo "cons¬tituyente" indica la finalidad de esta actividad, fuerza, energía o dinámica, y tal finalidad se manifiesta en la creación de una Constitución que, como ordena¬miento fundamental y supremo, estructure normativamente a un pueblo bajo la tónica de diferentes y variables ideologías de carácter político, ecónomico o so¬cial. En otras palabras, el poder constituyente es una potencia (puissance, como dicen los franceses) encaminada a establecer un orden constitucional, o sea, una estructura jurídica fundamental de contenido diverso y mutable dentro de la que se organice un pueblo o nación, se encauce su vida misma y se nor¬men las múltiples y diferentes relaciones colectivas e individuales que surgen de su propio desarrollo.

Las anteriores ideas no son de ninguna manera novedosas, ya que el concepto de "poder constituyente" está inescindiblemente vinculado al de "soberanía". Por con¬siguiente, tomando en cuenta la idea de soberanía popular o nacional, el concepto de poder constituyente lo descubrimos ya en el pensamiento de Juan Jacobo Rousseau y en el de Manuel José Sieyés, como una capacidad dinámica, inherente a la voluntad general, de crear un ordenamiento constitucional. Los principales autores de Derecho Público lo han concebido con el sentido teleológico a que acabamos de hacer referen¬cia, esto es, como el poder soberano para implantar una constitución.

Para que el poder costituyente logre su objetivo escencial consistente en implantar el derecho fundamental y supremo que se expresa y sistematiza norma¬tivamente en una Constitución, se requiere por modo indispensable que ese poder tenga la hegemonía suficiente para imponerse a todas las voluntades que dentro de un conglomerado humano suelen actuar, así como para no someterse a fuerzas ajenas a ese conglomerado. Por tanto, el poder constituyente, por necesidad



ineluctable de su misma teleología, debe ser supremo, coercitivo e indepen¬diente. Su supremacía se traduce en que debe actuar sobre todos los otros poderes que se desarrollan individual o colectivamente dentro de una comunidad humana; su coercitividad se manifiesta en la capacidad de someter a tales poderes; y su in¬dependencia consiste en no estar subordinado a fuerzas exteriores o ajenas al pue¬blo o nación para los que el citado poder establezca su estructura jurídica básica. Es fácilmente comprensible que sin los atributos mencionados no podría existir, desarrollarse ni concebirse siquiera el poder constituyente. En efecto, si su finali¬dad estriba, según se dijo, en crear una Constitución que organice jurídicamente a un pueblo, esta necesaria propensión no podría lograrse si cualquier otro poder, fuerza o voluntad impidiese su realización. Además, si por su índole formal el de¬recho es coercitivo, imperativo y obligatorio, la Constitución que lo establece suprema y fundamental participa de estos caracteres, mismos que por necesidad lógica se proyectan al poder que la crea, es decir, al constituyente. Por otra parte, si este poder estuviese sometido a fuerzas ajenas al pueblo o nación que tiende a organizar jurídicamente, no sería constituyente toda vez que, al acatar las decisio¬nes imperativas y compulsorias de tales fuerzas, se traduciría en una mera activi¬dad que sirviera como medio para que aquéllas se realizaran.

De lo anteriormente expuesto se observa que el poder constituyente, al través de sus atributos esenciales ya citados, es la soberanía misma en cuanto que tiende a estructurar primaria y fundamentalmente al pueblo mediante la crea¬ción de una Constitución en su sentido jurídico-positivo, o sea, como un conjunto de normas de derecho básicas y supremas. Esta aseveración exige una expli¬cación para su debido entendimiento. Aplicando la teoría rousseauniana del contrato social, que es el supuesto hipotético de la "voluntad general", equiva¬lente a la "soberanía popular" también llamada "nacional" por los ideólogos de la Revolución francesa entre los que destaca Sieyés, se concluye que el poder soberano es indivisible e inalienable y que su titular, su dueño, es el pueblo o la nación, teniendo las características de supremacía e independencia que la doctrina ha proclamado unánimemente.



Si se comparan los atributos de la soberanía con los que caracterizan al poder constituyente, se llega a la conclusión inobjetable de que son los mis¬mos, identidad que nos autoriza a sostener que dicho poder es una faceta te¬leológica del poder soberano. Esta aserción, además, se funda en otras razones que a continuación exponemos. La soberanía, cuyo titular es el pueblo o la na¬ción, puede manifestarse en el mundo fenoménico o en la realidad política de dos modos primordiales que generalmente en la historia reconocen un origen cruento o violento. Entre ellos, por lo común, existe una relación de sucesión teleológica. En efecto, mediante el ejercicio de su poder soberano, el pueblo puede romper violenta o revolucionariamente, como de hecho ha sucedido con frecuencia innegable, un régimen jurídico, político o socio-económico que no se adecúe a sus aspiraciones o que sea obstáculo para su progreso en los más importantes aspectos de su vida. Por ende, en su fase cruenta, la soberanía tiene un fin destructivo, pero como también suele perseguir el objetivo de construir un sistema jurídico en cuyas normas fundamentales se plasmen los designios popu¬lares, se apunten las soluciones a los grandes problemas que afectan a los sectores humanos mayoritarios y se indiquen las medidas para satisfacer las ne¬cesidades y carencias colectivas, dicho poder asume el aspecto de constituyente, toda vez que la implantación del mencionado sistema jurídico no es sino la creación de una Constitución como ley fundamental y suprema.

Ahora bien, si la soberanía reside en el pueblo, o como dijeran Rousseau y Sieyés, en la nación, el poder constituyente sólo a él pertenece. Es, por tanto, una energía, fuerza popular o ''voluntad general" teleológica, esto es una acti¬vidad que el pueblo despliega para realizar una determinada finalidad que él mismo se propone, consistente en darse una constitución positiva en la que se 'normativicen, valga la expresión, los elementos de variada índole que implican lo que suele llamarse "la constitución real de una unidad política", es decir, el ser, el modo de ser y el querer ser populares. El "ser" de un pueblo es su existencia misma, su unidad, el "modo de ser", sus atributos, características o peculiaridades reales de diverso carácter y orden, o sea, los signos distintivos que va adquiriendo









en el transcurso de su propia vida; y el "querer ser" entraña sus designios, as¬piraciones o ideales, elementos todos que, existiendo en la ontología y teleolo¬gía populares , se convierten en el contenido de la constitución positiva, esto es, en el substratum de sus normas jurídicas esenciales, que no son sino la traducción preceptiva de los principios políticos, sociales o económicos que de ellos se derivan o que en ellos se sustentan.

Siendo el poder constituyente la soberanía misma así enfocada, participa obviamente de sus caracteres sustanciales, como son, la inalienabilidad, la indi¬visibilidad y la imprescriptibilidad, y al ejercerlo, el pueblo se autodetermina y autolimita en la Constitución o derecho positivo fundamental, cuya producción es el objetivo de dicho poder y fuente directa del Estado.

Debemos advertir, por otra parte, que, a pesar de que el poder constituyente sea soberano, es decir, aunque ostente los atributos que ya se han enunciado, no por ello debe ejercitarse irracional, inhumana, injusta o antisocialmente. Si su fi¬nalidad estriba en crear un orden jurídico fundamental o Constitución, debe indis¬cutiblemente proyectarse hacia la consecución de objetivos políticos, sociales y económicos determinados que se postulan en principios ideológicos básicos, los cuales, a su vez, se recogen en las normas constitucionales. En otras palabras, el poder constituyente, como aspecto teleológico de la soberanía, también tiende a la realización de fines específicos en cada pueblo y cuya variabilidad está sujeta a condiciones de tiempo y espacio. Sería prolijo aducir múltiples ejemplos que nos suministra la historia de la humanidad para corroborar estos asertos, pues siempre o en todo momento en que concretamente se ha desplegado dicho poder, se han tratado de lograr ciertos y específicos objetivos de diverso contenido ideológico mediante la implantación de un régimen constitucional en los diferentes ámbitos vitales de un pueblo, como el cultural, político, social y económico. En resumen, todo poder constituyente está necesariamente orientado por principios de diferen¬te contenido que como decisiones políticas, sociales y económicas fundamentales, forman la base estructural de la Constitución a cuyo establecimiento propende dicho poder.

Ahora bien, el pueblo o nación, como unidad real, no puede por sí mismo ejercer el poder constituyente. Es imposible física y sicológicamente que en todo el conjunto humano que representa se dé una constitución. La elaboración de este ordenamiento fundamental es una obra de la inteligencia y de la voluntad y cuya producción, por ende, requiere indispensablemente la acción del entendi¬miento manifestada en varias operaciones sucesivas, tales como la confección de un proyecto, su estudio y discusión, y su aprobación. Estas operaciones, cuyo de¬sarrollo exige por modo necesario un método, no son susceptibles de realizarse por el mismo pueblo en atención al número considerable de sus componentes, al vasto territorio sobre el que se asienta, a la heterogeneidad de los sectores socia¬les que lo integran, en una palabra, a una variedad y multiplicidad de factores de hecho. Por ello, si bien el poder constituyente pertenece al pueblo como aspecto teleológico inherente a su soberanía, no puede desempeñarse por su titular. Impe¬rativos ineludibles constriñen a depositar su ejercicio en un cuerpo, compuesto de representantes populares, que se denomina Congreso o asamblea constituyente y cuya misión única consiste en elaborar una constitución a nombre del pueblo. Claramente se advierte, por tanto, la medular distinción que media entre ese cuerpo y el poder constituyente propiamente dicho. El primero es el órgano a quien el ejercicio o la actualización de dicho poder se confía o entrega, y el se¬gundo la energía, fuerza o actividad soberana de darse una constitución. Por este motivo, los títulos de legitimidad del congreso o asamblea constituyente y de su obra derivan de la relación directa que exista entre él y el pueblo, o sea, de la auténtica representación popular que tal organismo ostente. Sin esa relación o fal¬tando esta representación, la obra constitucional, por más perfecta que se supon¬ga, tendrá un vicio ostensible de origen: su carácter espurio o ilegítimo, aunque con el tiempo y su observancia pueda legitimarse.

Debe advertirse, por otra parte, que la representación política del pueblo que tiene la asamblea o congreso constituyente no convierte a este cuerpo en un mero mandatario popular bajo el concepto clásico de mandato del derecho civil. Dicha asamblea o cuerpo goza de amplia libertad para crear una constitu¬ción, sin que actúe acatando instrucciones específicas y expresas de su repre¬sentado, las cuales, por lo demás, serían casi imposibles de darse. Sin embargo, sobre la actuación del órgano constituyente existe un conjunto de principios, ideales, fines o tendencias, radicados en el ser, modo de ser y querer ser del pueblo (constitucional real o en sentido absoluto, no positivo) que no sólo condicionan la producción constitucional, sino que deben incorporarse a ésta como substratum de sus disposiciones jurídicas según dijimos.



Uno de esos principios es el de la soberanía popular necesariamente res¬petable por la asamblea o congreso constituyente. Suponer que no lo acatara, es decir, que no lo declarara en la constitución que elabore, significaría una usur¬pación, una traición al pueblo mismo en cuya representación actúa, y es más, el desquiciamiento de su base de sustentación, de legitimidad o fuente. Tal fenóme¬no acaecería si despojara al pueblo del poder constituyente, si le negara o desco¬nociese el derecho de darse una nueva constitución cuantas veces lo deseara, de sustituir o alterar los principios políticos, sociales, económicos o de cualquier otra índole que informen el espíritu de un determinado ordenamiento constitucional en un momento histórico dado. Y es que dichos principios varían en la medida que el ser, el modo de ser y el querer ser del pueblo cambian por impulso de su propia dinámica; y cuando la ley fundamental resulta incompatible con ellos, debe sustancialmente modificarse o, inclusive, reemplazarse por otra que los proclame y erija a la categoría de normas jurídicas básicas.

Ahora bien, la modificabilidad de los principios esenciales que se contie¬nen en una constitución, o sea, de los que implican la sustancia o contextura misma del ser ontológico y teleológico del pueblo, y la facultad de sustituir di¬cho ordenamiento, son inherentes al poder constituyente o poder soberano. Por ende, sólo el pueblo puede modificar tales principios o darse una nueva constitución, Ni el congreso constituyente, cuya tarea concluye con la elabora-ción constitucional, ni por mayoría de razón, los órganos constituidos, es decir, los que se hayan creado en la constitución, tienen semejantes atribuciones. Su¬poner lo contrario equivaldría a admitir aberraciones inexcusables, tales como la de que el consabido poder no pertenece al pueblo, de que la asamblea constituyente, una vez cumplida su misión, subsistiese, y de que los órganos existentes a virtud del ordenamiento constitucional pudiesen alterar las bases en que éste descansa sin destruirse ellos mismos. En resumen, si el poder constituyente es un aspecto inseparable, inescindible de la soberanía, si dicho poder consiste en la potestad de darse una constitución, de cambiarla, esto es, de reemplazar los principios cardinales que le atribuyen su tónica específica, o de sustituirla por otra, no es concebible y mucho menos admisible, que nadie ni nada, fuera del pueblo, tenga las facultades anteriormente apuntadas.



Estas consideraciones plantean un problema de trascendental importancia que estriba en determinar la vía o el medio que el pueblo puede utilizar para realizar esa potestad. Tal problema se traduce en las siguientes interrogaciones: ¿Cómo puede el pueblo cambiar su constitución? ¿Cómo puede sustituirla por una nueva que refleje el estado evolutivo que en los distintos órdenes de su vida ha alcanza¬do? ¿Cómo puede reemplazar los principios esenciales políticos, sociales, económi¬cos o jurídicos que en un determinado ordenamiento constitucional se han plasmado? Las formas como estos objetivos pueden lograrse son generalmente las de derecho y las de hecho. Dentro de las primeras se comprende el referendum popular, o sea, la manifestación de la voluntad mayoritaria del pueblo, al través de una votación extraordinaria, que apruebe o rechace no sólo la variación de los consabidos principios y la adopción de distintos o contrarios a los constitucional¬mente establecidos, sino la sustitución de la ley fundamental. Además, en la misma constitución puede disponerse que los órganos que ostenten la repre-sentación popular convoquen, bajo determinadas condiciones, a la integración de un congreso o asamblea constituyente para el efecto de que el pueblo, por conducto de los diputados que elija, se dé una nueva ley suprema. Sin que constitucionalmente se prevean cualesquiera de las dos formas mencionadas, el poder constituyente del pueblo sólo puede actualizarse mediante la revolución, es decir, por modo cruento, rebelándose contra el orden jurídico-político esta¬blecido para conseguir la implantación de otro, informado por principios e ideas que su evolución real vaya imponiendo. En la lucha civil así concebida, los contendientes serían los grupos que respectivamente pugnen por el mante¬nimiento del orden constitucional existente o por la renovación de éste. El triunfo de unos u otros en dicha contienda originará la realización de estos objetivos, afirmación que está corroborada por múltiples ejemplos que la histo¬ria universal y la de nuestro país nos ofrecen prolijamente.

Por otra parte, no debe confundirse el poder constituyente que, según lo hemos aseverado hasta el cansancio, pertenece al pueblo, con la facultad de adicionar o reformar la Constitución (procedimiento de revisión constitucional según Maurice Hauriou). Entre dicho poder y tal facultad hay una diferencia sustancial, pues mientras que aquél se manifiesta en la potestad de variar o al¬terar los principios esenciales sobre los que el ordenamiento constitucional se asienta, es decir, los que expresan el ser y el modo de ser de la Constitución y sin los cuales ésta perdería su unidad específica, su consistencia íntima, su individualidad, la mencionada facultad únicamente debe ser entendida como la atribución de modificar los preceptos constitucionales que estructuren dichos prin¬cipios o las instituciones políticas, sociales, económicas o jurídicas que en la Ley Fundamental se establezcan, sin afectar en su esencia a unos a otros. Concebir fuera de estos límites a la citada facultad, equivaldría a desplazar en favor de órganos constituidos el poder constituyente, lo que, además de configurar un paralogismo, entrañaría la usurpación de la soberanía popular o nacional.





No debemos dejar de enfatizar que, en nuestra opinión, el poder constitu¬yente es la soberanía misma, ya que si por soberanía se entiende el poder de autodeterminarse, es decir, de establecer una estructura jurídica fundamental que puede tener variados contenidos de carácter ideológico, el poder constitu¬yente lleva imbíbito este mismo objetivo, o sea, el de producir una constitución o una estructura fundamental que exprese esa autodeterminación. De ello se infiere que el poder constituyente crea al Estado en la Constitución como su¬prema institución pública dotada de personalidad jurídica."

El poder constituyente, es decir, la creación del derecho fundamental y su¬premo no pertenece, pues, al Estado. Por lo contrario, y según hemos soste¬nido insistentemente, la entidad estatal se deriva de dicho poder. De ello se deduce, dentro de los límites de las anteriores consideraciones, que el Estado no es soberano, en cuanto que el poder público que le concierne y que se des¬empeña por sus órganos de gobierno, no es un poder que esté sobre tal de¬recho, sino que se encuentra sometido a él. Es verdad que al través de la fun¬ción legislativa, que es una de las que desarrollan el poder público, el Estado crea el orden jurídico secundario u ordinario, pero es inconcuso que éste debe adecuarse siempre, sin embargo, al primario o fundamental, puesto que de él recibe su validez formal. También es cierto que el Estado por conducto de los órganos que señale el ordenamiento básico y supremo, o sea, la Constitución, puede introducir a ésta reformas o adiciones, las que, según lo hemos ex¬puesto y razonado, no obstante, no deben alterar los principios torales de diverso carácter ideológico en que tal ordenamiento se sustenta. No debe con¬fundirse la función modificativa de la Constitución con el poder constituyente propiamente dicho, ya que éste propende a la producción, abolición o sustitu¬ción del derecho fundamental o a su alteración esencial, en tanto que aquélla implica la de las disposiciones normativas, integrantes de su estructura precep¬tiva, que no expresen sino desarrollen los aludidos principios.

Bidart Campos incongruentemente distingue dos especies de poder consti¬tuyente, a saber, el ordinario, que crea la Constitución, y el derivado, que la reforma o modifica, y el cual se ejerce por órganos constituidos en los términos



y conforme al procedimiento que la Ley Fundamental establezca. Calificamos de incongruente esa distinción, porque el mismo autor citado afirma que "el poder constituyente derivado" tiene los límites que nosotros mismos hemos señalado a la función deformativa de la Constitución. "Nosotros admitimos, dice, la intangibilidad de una constitución escrita en aquellos principios bási¬cos, en aquellas normas y en determinados conceptos que sustentan la existen¬cia de una comunidad concreta, confiriéndole a través del tiempo una fiso¬nomía peculiar y un estilo político definitivos. En esos casos hay algo indes¬tructible, sólidamente afincado, que no puede ser suprimido, cambiado o ter¬giversado válidamente por una reforma constitucional." De estas considera¬ciones se infiere que el llamado "poder constituyente derivado" no es consti¬tuyente, puesto que es incapaz de alterar los aspectos "intangibles" de la Cons¬titución, o sea, que es un poder que no "constituye" sino que enmienda o mo¬difica lo que no sea esencial a ella, o en otras palabras, que no puede crear o establecer una nueva Constitución ni alterar ya la existente en su sustancia misma.

Por otra parte, debemos hacer la importante advertencia de que todas las consideraciones anteriormente formuladas deben entenderse referidas a los regímenes de constitución escrita, no consuetudinaria, pues en este último caso el derecho derivado directamente de la costumbre social, como el de “com¬mon law" de Inglaterra, y el derecho escrito o estatutario, cuya formación se confía a determinados órganos legislativos, como el parlamento, se confunden en un nivel de validez formal, es decir, que entre uno y otro tipo no hay una gradación jerárquica normativa. Ahora bien, puede suceder que la misma Constitución prescriba su alteración esencial y que ésta la encomiende a de¬terminados órganos constituidos o que, inclusive, autorice a éstos para expedir una nueva Constitución. Esta hipótesis es formalmente posible si se atiende a lo ilimitado del poder constituyente, o sea, de la facultad autodeterminativa que entraña la soberanía nacional o popular, pero sustancial o teóricamente inaceptable si se estima que ésta es inalienable, toda vez que tal autorización significa evidentemente la enajenación del poder soberano en favor de los mencionados órganos, que reemplazarían en su titularidad al pueblo o a la nación.

D. El poder público

a) Su implicación

Hemos pretendido demostrar que la nación o pueblo, su poder soberano de autodeterminación o constituyente y el orden jurídico primario fundamen¬tal, concurren en una síntesis dialéctica para crear al Estado como institución pública suprema dotada de personalidad jurídica. Ahora bien, el Estado tiene una finalidad genérica que se manifiesta en variados fines específicos sujetos al



tiempo y al espacio. Un Estado sin ninguna finalidad sería inconcebible y su formación no tendría sentido, pues es ella, según veremos, la que justifica su existencia y su aparición en el mundo político. Para que el Estado consiga los diversos objetivos en que tal finalidad genérica se traduce, necesariamente debe estar investido de un poder, es decir, de una actividad dinámica, valga la redundancia. Esta actividad no es sino el poder público o poder estatal que se desenvuelve en las tres funciones clásicas, intrínsecamente diferentes, y que son: la legislativa, la administrativa o ejecutiva y la jurisdiccional. Estas fun¬ciones, a su vez, se ejercitan mediante múltiples actos de autoridad, o sea, por actos del poder público, lo cuales, por ende, participan de sus atribuciones esenciales: la imperatividad, la unilateralidad y la coercitividad cuya implica-ción estudiamos en nuestras obras "El Juicio de Amparo" y "Las Garantías Individuales", remitiéndonos a las consideraciones que en ellas exponemos , no sin recordar que en virtud de dichos atributos el poder público, como po¬der de imperio, tiene la capacidad en sí mismo para imponerse a todas las voluntades individuales, colectivas o sociales dentro del espacio territorial del Estado.

Pese a su carácter imperativo unilateral y coercitivo, el poder público no es un poder soberano, como equivocadamente, en nuestro concepto, lo han reputado algunos tratadistas. La anterior aseveración, que pudiese parecer un tanto heterodoxa y hasta desconcertante, osada y atrevida, requiere la explicitación que someramente exponemos a continuación. El poder público forzosamente debe someterse al orden jurídico fundamental del cual deriva. Este orden es la fuente de existencia y validez de dicho poder. No es admisi¬ble que su desempeño se realice sobre, al margen ni contra el propio orden jurídico de cual dimana. Por ende, el poder público del Estado no es soberano, aunque sí esencialmente imperativo y coercitivo, porque no se ejerce por encima del derecho fundamental sino dentro de él. De esta aserción se deduce





que el Estado no es soberano en lo que concierne al desempeño del poder público, aunque sí ostente ese atributo como persona moral suprema frente a otros Estados que forman el concierto internacional, por cuanto que ning¬uno de ellos debe injerirse en su régimen interno ni afectarlo por modo alguno.

Tratándose de la función legislativa, que es una de las tres en que el poder público se externa dinámicamente, y mediante cuyo ejercicio se produce el derecho ordinario o secundario del Estado, nuestro punto de vista encuentra su plena justificación. En efecto, dentro de la jerarquía que entraña dos clases de disposiciones jurídicas, las constitucionales y las leyes ordinarias o secundarias, éstas últimas extraen su validez formal, como dice acertadamente Kelsen, de las primeras, en el sentido de que, si se oponen a las normas básicas del Estado insertas en la Constitución son susceptibles de invalidarse por distintos medios jurisdiccionales o políticos que la misma Constitución establezca. Por tanto, si una de las manifestaciones del poder público se ostenta en la expedición de ordenamientos jurídicos secundarios u ordinarios, y si éstos deben contravenir el derecho fundamental o Constitución, resulta que ese poder no es soberano, pues debe desplegarse dentro de los cánones formales y respetando las disposiciones materiales o sustantivas que tal derecho fundamental o Constitución consigna. A mayor abundamiento, por lo que atañe a las funciones administrativa y jurisdiccional en que el poder público del Estado también se traduce, su subordinación normativa también es patentente y obligatoria, ya que los actos en que dichas funciones se desarrollan no sólo deben acatar las prevenciones jurídicas fundamentales o constitucionales, sino las normas jurídicas ordinarias o secundarias, es decir, las leyes propiamente dichas.

Por otra parte, aunque al través de la función legislativa que específicamente tiene por finalidad reformar o adicionar la Constitución del Estado –y que algunos autores indebidamente califican como "poder constituyente permanente"- , se puede alterar el orden jurídico que esa Constitución instituye, el alcance de la propia función, según lo hemos afirmado reiteradamente, no debe llegar al extremo de cambiar sustancialmente, en sus principios básicos ideológicos o decisiones políticas, económicas y sociales fundamentales, ese orden jurídico, habiendo aseverado en ocasiones precedentes que el supuesto contrario implicaría la enajenación del poder constituyente que pertenece al pueblo o a la nación, en favor de órganos estatales constituidos, como son aquellos en los que se deposita la tarea reformadora y modificativa de la Ley Suprema.

b) Su ejercicio. Los órganos del Estado y sus titulares

Hemos considerado al Estado como una institución pública suprema creada por el orden jurídico fundamental primario o constitución originaria. Bajo este aspecto, el Estado se encuentra investido de personalidad jurídica,



siendo, como lo sostiene Kelsen, el principal centro de imputación normativa y como tal, agregamos, titular de derechos y obligaciones."

También hemos aseverado que el Estado surge como una institución teleo¬lógica, en el sentido de que persigue una finalidad genérica que se traduce en múltiples fines específicos cuya variabilidad está sujeta a factores tempo-¬espaciales. Congruentemente con esta idea, el Estado, para conseguir dicha finalidad, debe estar dotado de una capacidad dinámica, la cual al desempe¬ñarse, origina el poder público del que someramente hemos tratado en el parágrafo inmediato anterior.

Como institución pública o persona jurídica suprema, el Estado carece ob¬viamente de sustantividad psico-física, ya que no se da en el terreno de la rea¬lidad óntica, es decir, en el ámbito del ser, sino en el mundo del derecho, que es su fuente creativa. Por no tener dicha sustantividad, el Estado tampoco tiene inteligencia ni voluntad psicológica, pues no es un ente humano. Sin embargo, su "voluntad" existe como presupuesto jurídico subyacente en la capacidad dinámica que le confiere el orden fundamental de derecho, o en otras pala¬bras, aunque el Estado no tenga "voluntad psicológica", sí tiene "voluntad jurídica" que se expresa por sus órganos, o sea, por los órganos que dentro de su estructura establece el orden jurídico fundamental -Constitución- o se¬cundario -legislación ordinaria-. La imprescindible existencia de tales órga¬nos es inherente a la naturaleza institucional del Estado. La institución es un ser jurídico por cuanto que se crea por el derecho, sin que pueda concebirse como una entidad inorgánica o no estructurada. Toda institución implica una organización, esto es, un conjunto de órganos colocados en una situación jerárquica





los cuales dentro de ella, desempeñan en relaciones de supraordinación la actividad institucional para la realización de los objetivos institucionales. Por tanto, el Estado no puede existir sin órganos, ya que en sí mismo entraña una organización según opinión de Heller, o sea, una unidad organizada de decisión y acción.

Los órganos estatales son, pues, entes impersonalizados, individuales o colegiados, que a nombre del Estado o en su representación efectúan las diversas funciones en que se desarrolla el poder público. Hay entre el órgano y el Esta¬do una relación inextricable, en cuanto que aquél no puede actuar per-se, es decir, con prescindencia o sin referencia ineludible a la entidad estatal. Los actos del órgano son actos imputables al Estado y no pueden entenderse des-vinculados de la actividad de éste. El órgano se comporta siempre mediante una conducta atribuida al Estado, el cual, por hipótesis necesaria, actúa a través de él.

Se suele afirmar que el órgano no "representa" al Estado dentro de su ámbito funcional, que es el único, por otra parte, dentro del cual se le debe concebir, pues un órgano sin función es inútil o estéril. La teoría de la repre¬sentación ha sido frecuentemente combatida, principalmente por Kelsen. Par¬tiendo de la premisa de que sólo los hombres tienen voluntad, o sea, que ésta únicamente existe en su implicación psíquica, y al negar, por ende, que el Es¬tado tenga "voluntad", el citado tratadista concluye que el Estado no puede delegar lo que no tiene en favor del órgano, es decir, no puede conferir su representación que es un acto volitivo mediante el cual el "querer" del repre¬sentado o delegante se transmite al representante o delegado.

"Se acostumbra fundamentar, dice Kelsen, la necesidad del órgano para el Estado y para las comunidades sociales en el hecho de que toda comuni¬dad, y muy particularmente el Estado, necesita una voluntad unitaria. Puesto que al hablar de esta 'voluntad colectiva', y muy especialmente de la estatal, se piensa en un fenómeno psíquico real (y una voluntad en este sentido no puede ser sino voluntad de hombres, mientras que la asociación en cuanto tal carece de ella), tiene que llegarse a la conclusión de que la voluntad de los hombres, necesaria al Estado, tiene que ser puesta a disposición de éste, por así decirlo; y los hombres que hacen entrega de su voluntad al Estado, haciéndola propia de éste, son los órganos estatales. Supuesto que no se imagina dotado al Esta¬do de una voluntad colectiva mística, sortéase la dificultad de atribuírsela equi¬parando la persona jurídica estatal -como todas las restantes personas jurídicas- a los hombres, los cuales carecen jurídicamente de voluntad mientras el Derecho no enlaza consecuencias jurídicas a determinadas manifestaciones de su querer psíquico (niños, anormales). Para que dichos efectos les sean conce¬didos, necesitan un representante que "quiera" por ellos, es decir, a cuyas manifestaciones de voluntad reconozca el orden jurídico efectos de Derecho a favo del incapaz. Según eso, suele considerarse a los órganos estatales como especies de representantes del Estado que quiere por él -ya que éste es de por sí incapaz de volición-. Cuando se habla de "voluntad" del Estado o de cualquier género de voluntad colectiva, no puede entenderse la realidad psicológica conocida bajo ese nombre. No se trata, como piensan equivocadamente todas estas teorías, de fabricar una voluntad psíquica para concedérsela al Estado (incapaz



de querer) ; sino que lo que se llama 'voluntad' de una comunidad cualquiera no es más que la expresión antropomórfica del orden creador de la unidad del Estado o comunidad en cuestión. Por tanto, no precisa recurrir a la idea -in¬verificable, además- de que unos hombres prestan su voluntad al Estado, o quieren por éste en calidad de representantes, ya que la representación sólo es posible entre hombres, para no hablar del absurdo de una voluntad colectiva existente fuera de las psiques individuales o constitutivas de una integración de las mismas. Si se emancipa del malentendido provocado por el equívoco de la palabra 'voluntad', implicado en el supuesto de la naturaleza psíquica de la vo¬luntad del Estado, muéstrase igualmente que el proceso peculiar por el cual la función de un hombre es referida al Estado y un acto humano es considerado como acto estatal, no se refiere al acto de voluntad (completamente interior) sino a un hecho exterior en todo o en parte.

"No se trata de que el hecho interno de voluntad de un hombre se traslade al Estado, sino de que una determinada acción humana es imputada a éste y se la considera realizada por él. Puesto que a los hombres se les imputan las accio¬nes porque se las considera 'propias' de éstos, porque las ha querido -mientras que los actos involuntarios son considerados como meros reflejos mecánicos y, por tanto, no como acciones 'cuyas' ni aun como 'acciones' en general-, tam¬bién las acciones imputadas al Estado se las considera 'propias' de éste y se dice que han sido 'queridas' por él. Pero se olvida cuando de se modo se equi¬para el Estado al hombre, que una acción no es imputada al Estado porque éste la 'quiso' sino a la inversa: el Estado 'quiere' una acción porque y en tanto le es imputada. Pero esta imputación de un hecho al Estado no es otra cosa que la imputación del mismo a la unidad del orden estatal, y esta referencia se verifica porque el hecho fue establecido como debido en una norma de este orden. La voluntad del Estado es el punto final --expresión de la unidad del or¬den- de imputación de todos los hechos designados como actos orgánicos o estatales. De este modo, el Estado -y toda comunidad- constituye desde este punto de vista una unidad de imputación, la unidad de un orden. Y la posi-bilidad de imputación de acciones humanas al Estado o a alguna colectividad no es meramente ---como se supone de ordinario- una de tantas característi¬cas de la colectividad, sino que constituye precisamente la esencia de la misma, que no es otra cosa que la unidad de los hechos imputables constituida en el orden."

Como se ve, Kelsen sustituye la "representación" del Estado por el órgano como la "imputación" de los actos de éste al Estado. Independientemente de que esta sustitución salva todas las objeciones que la doctrina ha formulado contra la idea representativa del Estado, lo cierto es que la tesis de Kelsen de¬riva de una premisa falsa, pues considera que la "única" voluntad es la psí¬quica sin tomar en cuenta que, según dijimos, existe una voluntad "jurídica" que el derecho atribuye presupuestalmente al Estado como elemento inmerso en el poder público. En efecto, si éste es una fuerza, una actividad teleológica, entraña en sí mismo una voluntad, o sea, un "querer" para realizar una fina¬lidad, ya que dicho concepto implica la acción de desear o querer, provi¬niendo del verbo latino "velle". Además, si el Estado se crea en el orden jurídico





fundamental primario y se estructura ulteriormente, pero también por modo fundamental, en los ordenamientos constitucionales posteriores históri¬camente dados, la norma de derecho que en ellos se establece puede conferir la representación del Estado a determinados órganos, lo que, por otra parte, sucede frecuentemente en la realidad. A mayor abundamiento, aparte de la representación convencional a que alude Kelsen, en la que operan las volun¬tades psíquicas del representante y del representado para configurar el con¬trato respectivo -mandato-, existe la representación legal o estatutaria que proviene de una fuente normativa directamente -la Constitución, ley o esta¬tuto- y cuya confección no requiere la voluntad psíquica del representado, toda vez que dicha fuente la presupone.

Por otra parte, y prescindiendo del problema anteriormente planteado, debemos recordar que los órganos del Estado pueden ser, en cuanto a la causa normativa de su creación, constitucionales y originarios y legales o derivados, y por lo que respecta a su composición, individualizados o colegiados. Los órganos constitucionales u originarios se prevén en el derecho fundamental o constitución, adscribiéndoles alguna de las funciones en que se desarrolla el poder público y señalándoseles, dentro de ellas, su competencia. Tratándose de los órganos legales o derivados, su implantación y la fijación de su órbita competencial se determinan por un acto legislativo ordinario. Por lo que atañe a los órganos individualizados, que pueden ser constitucionales o legales, su integración la absorbe una persona que se denomina funcionario, y por lo que concierne a los colegiados, que también indistintamente pueden tener uno u otro origen, se componen de varios sujetos que actúan compuesta y colectiva¬mente en ellos, sin que tales sujetos, aisladamente considerados, los represen¬ten ni, por tanto, bajo la misma consideración, realicen las funciones que tie¬nen normativamente encomendadas.

Ahora bien, los órganos del Estado, principalmente por lo que respecta a la función administrativa y a la jurisdiccional, se encuentran colocados, dentro de cada una de ellas, en una situación jerárquica, de tal manera que unos ordenan o dirigen y otros ejecutan los actos decisorios en que el ejercicio fun¬cional se manifiesta.

Conscientes de las dificultades muchas veces insuperables que ofrece la definición de "órgano estatal", nos hemos conformado con describirlo como "entre impersonalizado" que dentro de la estructura jurídica del Estado des¬empeña las funciones en que se traduce el poder público. La "impersonali¬dad" del órgano permite distinguirlo, en cuanto tal, del titular del órgano, es decir, de la persona humana que en un momento dado lo encarne. Es evi¬dente que un órgano no puede actuar sin un hombre que lo represente, pues todo acto inherente a cualquier función debe decidirse y ejecutarse por una o varias voluntades psíquicas. Aunque el órgano existe jurídicamente con la competencia que le otorga la Constitución o la ley independientemente de su titular, esto es, a pesar de que el órgano sea una especie de “categoría" jurí¬dica al través del cual se realiza el poder público, no puede actuar positiva¬mente, en el desempeño de sus atribuciones, sin su titular humano, cuya investidura, en cada caso concreto, no depende directamente de la norma jurídica





que crea al órgano, sino de un acto particular que suele llamarse por la doctrina de Derecho Administrativo "acto-condición" y que se manifiesta en la designación, nombramiento o elección de la persona física o individuo que deba encarnar al órgano.

El titular puede ser "legítimo" o "ilegitimo", según el acto-condición se haya o no ceñido a las reglas jurídicas que lo rijan, mientras que el órgano en sí puede ser “competente" o "incompetente" conforme tenga o no facultades constitucionales o legales para desempeñar una función pública y los actos espe¬cíficos en que ésta se manifieste."

Hemos sostenido que las funciones legislativas, administrativas o ejecutivas y jurisdiccionales -estrictamente llamadas judiciales- traducen el poder pú¬blico del Estado. Ahora bien, el ejercicio de tales funciones, principalmente de la legislativa y administrativa, requiere en muchas ocasiones la colaboración técnica y científica para la obtención de los más acertados e idóneos resultados dentro de la vida nacional que en los Estados modernos ya no debe regirse por la improvisación. Esa colaboración puede ser encomendada a órganos auxiliares de estudio, consulta o dictamen. Los actos de estos órganos, por su naturaleza sustancial misma, no son actos del poder público, por lo que carecen de los atributos que a éste identifican y que son la imperatividad y la coerciti¬vidad. Por consiguiente, los órganos auxiliares del Estado no son autoridades, pues este calificativo sólo debe aplicarse a los órganos de imperio, es decir, a los que, en el ejercicio de sus funciones decisorias o ejecutivas, realizan actos que presentan las características antes mencionadas."

El conjunto de órganos del Estado integra su gobierno, tomando este con¬cepto en su sentido lato, según el cual, por "gobernar" se entiende "mandar con autoridad" o "regir". Conforme a esta amplia acepción, la idea de go¬bierno se aplica a las tres funciones en que se desenvuelve el poder público del Estado, pues se "manda" o "rige" tanto en la actividad administrativa como en la legislativa y jurisdiccional y tan gobernante es el órgano adminis¬trativo como el legislativo y judicial. En su connotación estricta, empero, y que es la que usualmente se emplea en la terminología jurídica y política, el gobierno sólo se refiere a la función administrativa y a los órganos que la desempeñan, referencia exclusiva que nos parece indebida por restringir el con¬cepto propio de gobierno en su implicación esencial.

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