LA REFORMABILIDAD CONSTITUCIONAL

A. Las reformas en general

Casi todas las constituciones del mundo prevén su "reformabilidad", es de¬cir, la modificabilidad de sus preceptos respecto de aquellos puntos normati¬vos que no versen sobre los principios que componen la esencia o sustancia del orden por ellas establecido. Ahora bien, la función reformativa de la Constitución, como de cualquier ley secundaria, no debe quedar al arbitrio irrestricto de los órganos estatales a los que se atribuya la facultad respectiva, sino que tiene que estar encauzada por factores de diferente tipo que justifi¬quen, bajo diversos aspectos, sus resultados positivos. En otras palabras, toda reforma a la Ley Fundamental debe tener una justa causa final, o sea, un mo¬tivo y un fin que realmente respondan a los imperativos sociales que la recla¬men. Sin esta legitimación, cualquiera modificación que se introduzca a la Constitución no sería sino un mero subterfugio para encubrir, tras la aparien¬cia de una forma jurídica, todo propósito espurio, antisocial o demagógico. Por tanto, ¿en qué medida debe reformarse la Ley Suprema para que las enmiendas a sus preceptos verdaderamente se justifiquen desde el punto de vista de la realidad social? ¿Cuál sería el criterio deontológico que normara su modificabilidad?

La norma jurídica positiva traduce una forma o manera de regulación bila¬teral, imperativa y coercitiva de múltiples situaciones dadas en el mundo onto¬lógico, en la objetividad social. Por eso en el Estado existen dos órdenes fundamentales: el fáctico y el jurídico, entre los cuales debe haber una leal adecuación, una verdadera correspondencia de tal suerte que el precepto no sea sino el elemento formal de ordenación del hecho. Pero la norma de derecho no sólo debe ser continente de los muy variados aspectos de la realidad social, sino que, dada su tendencia valorativa enfocada primordialmente hacia la con¬secución de la igualdad y la justicia, debe asimismo consistir en un Índice de modificación social con miras a un mejoramiento o a una superación de las relaciones humanas dentro del Estado. Si no se atribuyese esa virtud a la norma jurídica, ésta sería únicamente simple reflejo de la realidad, en la que predominan las desigualdades y las injusticias, que, de esa guisa, serían san¬cionadas por el Derecho.

La normación está en razón directa Con el objeto o la materia normados que inciden en distintos ámbitos de la realidad social, de tal manera que









siendo ésta por naturaleza cambiante, el Derecho tampoco debe ser estático o inmodificable. Por ende, uno de los atributos naturales de la leyes su refor¬mabilidad, pero para que una reforma legal se justifique plenamente debe propender hacia la obtención de cualquiera de estos dos objetivos: sentar las bases o principios de un mejoramiento o perfeccionamiento social o brindar las reglas según las cuales pueda solucionarse satisfactoria y eficazmente un problema que afecte al pueblo o subsanarse una necesidad pública. Por el con¬trario, si la alteración al orden jurídico no obedece a dichas causas finales, que implican su auténtica motivación real, será patentemente injustificada y sólo explicable como mera fórmula para encubrir o sancionar, con toda la fuerza del derecho, propósitos mezquinos y conveniencias de hombres o de grupos interesados. La susceptibilidad reformativa de las leyes ha denotado siempre un serio peligro para los pueblos, ya que, radicando la facultad respectiva en sus llamados órganos representativos, queda al arbitrio de éstos la introduc¬ción de alteraciones al orden jurídico, las cuales muchas veces no sólo no se justifican, sino que abiertamente se contraponen a las auténticas aspiraciones sociales y son lesivas del ser y del modo de ser de la sociedad.

El peligro de que la regla no responda a la realidad, de que el Derecho positivo no sea sino un obstáculo para la evolución social progresiva y un fac¬tor de infelicidad popular, se agiganta cuando el ordenamiento reformable es la Constitución, puesto que es ésta, como Ley Suprema, la que organiza el ser y el deber ser de las sociedades, cristalizando preceptivamente sus más caros anhelos y tendencias. Es por ello por lo que, según afirmábamos con antela¬ción, se ha implantado en los ordenamientos constitucionales un sistema para su reforma y adición que ha sugerido al llamado principio de la rigidez consti¬tucional, el cual no siempre ha dado los resultados apetecidos, consistentes en que cualquier alteración a la Constitución haya sido debidamente ponderada y meditada y tenga una verdadera motivación real, ya que en cuántas ocasiones no ha servido sino para volver texto constitucional conveniencias o propósitos bastardos de gobernantes y sectores privilegiados, consolidando jurídicamente sus impopulares intereses económicos o políticos.

Desgraciadamente, entre nosotros la desnaturalización práctica del principio de rigidez constitucional ha operado frecuentemente. Sería prolijo mencionar los casos en que la Constitución se ha reformado o adicionado para "legitimar" in¬justas e inigualitarias situaciones de hecho reprobadas o no autorizadas por sus preceptos. El relajamiento de tal principio ha obedecido, según nuestro parecer, a dos factores fundamentales: a la falta de conciencia cívica, dignidad y patrio¬tismo de los hombres que en determinados momentos han encarnado a los órga¬nos en quienes nuestro artículo 135 constitucional desposita la facultad reforma¬tiva y de adición de la Ley Suprema -Congreso de la Unión y legislaturas de los Estados- y a la inseguridad o ineficiencia que ofrece el propio precepto, por los términos mismos en que está concebido y que lo convierten en inadecuado para el logro de la alta finalidad por la que se estableció, consistente en colocar la Ley Fundamental al margen de caprichosas, irreflexivas y atentatorias altera¬ciones. En efecto, basta que las dos terceras partes de los diputados y senadores que formen el quórum en ambas Cámaras acuerden las reformas y adiciones a la Constitución y que éstas sean aprobadas por la simple mayoría de las legisla¬turas locales para que la alteración constitucional opere; en otros términos, con









simples mayorías en el Poder Legislativo Federal y en los poderes legislativos (fe los Estados, la Constitución puede ser reformada y adicionada, a pesar de que exista la posibilidad de la no aprobación minoritaria de la alteración corres¬pondiente, que pudiere representar una fuerte corriente de opinión pública. Además, ya sabemos que desde el punto de vista de nuestra realidad política, los poderes legislativos de ambos órdenes son los menos indicados para introducir adiciones y reformas a la Constitución, atendiendo a la falta de preparación cul¬tural, y especialmente jurídica, que ha caracterizado, aún en épocas bastante recientes y salvo excepciones que confirman una penosa regla, a sus respectivos miembros, quienes, repudiados o no designados por el pueblo, sino nombrados por la magia de los "compadrazgos" o el favoritismo de los "hombres fuertes" de México, abrigan como propósito fundamental el medro personal, desentendiéndose completamente del alto cometido que el puesto con el que fueron fa¬vorecidos debiera imponerles. En semejantes circunstancias, es obvio que una reforma o una adición a la Constitución, que por lo general supone arduos pro¬blemas técnico-jurídicos y trascendentales cuestiones políticas, económicas y sociales para la vida del país, no haya podido con frecuencia ponderarse debida¬mente con la capacidad cultural y moral que merece toda alteración constitu¬cional, precisamente por la ausencia de esta imprescindible condición de atin-gencia de toda enmienda.

Sin embargo, aun suponiendo al Congreso de la Unión y a las legislaturas locales integradas por verdaderos representantes populares conscientes de su alto deber como legisladores y dotados de capacidad y honestidad, no se elimina¬ría totalmente la inseguridad que para el propio régimen constitucional importa el actual sistema de su reformabilidad previsto en el artículo 135, porque, aten¬diendo a la transitoriedad de la representación política de las personas que en una época determinada funjan como senadores o diputados, siempre existirá la amenaza de un desconocimiento, por parte de éstos, acerca de los problemas y necesidades que de todo tipo se van gestando paulatinamente y que reclaman soluciones mesuradamente reflexivas que puedan responder, al convertirse en reformas o adiciones a la Constitución, a una verdadera motivación real con tendencia a la superación y al mejoramiento del pueblo. Por ello, creemos que uno de los medios para hacer efectivo el principio de rigidez constitucional estri¬baría en dar injerencia a la Suprema Corte de Justicia en toda labor de reforma o adición constitucional cuya causación estuviere implicada en cuestiones o pro¬blemas de índole eminentemente jurídica, pues siendo dicho alto organismo ju¬risdiccional el supremo intérprete de la Ley Fundamental, según se le ha repu¬tado por la tradición y doctrina constitucionales, es evidente que sería el mejor habilitado y el más apto para juzgar de la conveniencia, acierto y eficacia de toda enmienda aditiva o reformativa que se proponga a la Constitución.

Estimamos que si el artículo 135 constitucional se modificará en el sentido indicado, a la vez que se consolidaría el principio de rigidez de la Constitución, se complementaría el régimen de su preservación cuyo funcionamiento está en¬comendado a la Suprema Corte, volviéndolo más congruente Con el espíritu que lo anima. En efecto, si el tribunal máximo de la República es y ha sido el órgano supremo de control constitucional frente a los actos de cualesquiera au¬toridades que afecten la Constitución, no existe justificación alguna para consi¬derar que la tutela a sus mandamientos y postulados sólo se imparta respecto a la actuación de las entidades estatales que por su propia naturaleza debe estar a ellos sometida -actos stricto-sensu y leyes secundarias-, y no en relación con reformas o adiciones constitucionales sin verdadera motivación real, Que a la





postre, además de hacer nugatorio el principio de la supremacía de la Ley Fun¬damental, como ya se ha observado en muchas infelices ocasiones, acabarían por quebrantar impunemente el espíritu social, económico y político que informa y anima al orden por ella establecido, sólo para satisfacer apetitos personales y realizar designios impopulares.

No dejamos de reconocer, por otra parte, que por más perfecta que sea la fórmula normativa en Que se contenga el principio de rigidez constitucional, el acierto y pertinencia de las reformas y adiciones a la Constitución no podrían lograrse positivamente sin la calidad humana de honestidad moral, preparación cultural y espíritu y dignidad cívicos, que deben concurrir en las personas físicas que integren los organismos a los que se encomiende la importantísima y vital tarea de alterar la Ley Fundamental. Ese elemento humano es quizá de mayor significación que todas las seguridades de tipo normativo que puedan establecer¬se para lograr que la Constitución sea realmente rígida, y por ello, aun sin la injerencia de la Suprema Corte que proponemos en la labor reformativa o aditiva de nuestro ordenamiento supremo, podría abrigarse la esperanza de que ésta realmente respondiese a una verdadera motivación social, si los legisladores auscultaran la opinión pública y recabaran el parecer d los sectores interesados en las alteraciones que se propongan y acogieran las observaciones válidas que a éstas hicieren.

B. La reforma a los principios fundamentales

Hemos aseverado que la Constitución es la Ley Fundamental y Suprema del país, ya que implica la base sobre la que se sustenta todo el derecho posi¬tivo, al establecer las normas torales que rigen la vida del Estado, su organiza¬ción y las relaciones de las autoridades entre sí y frente a los gobernados. Sobre la Constitución ningún ordenamiento secundario debe prevalecer y en el caso de que éste se oponga a sus mandamientos, ostenta el vicio de nulidad “ab origine".

La fundamentalidad y la supremacía no explican por sí solas el ser sustancial de la Constitución, pues ésta no es simplemente un documento jurídico en que se contengan sistematizadamente diversas normas básicas del Estado. La Constitución, para merecer con autenticidad este nombre, debe tener alma y ésta se expresa en un con junto de principios políticos, sociales y económicos que no son el producto de la imaginación de sus autores, sino que se encuen¬tran arraigados en el ser, el modo de ser y el querer ser de un pueblo. En otras palabras, una verdadera Constitución, que con exhaustividad amerite este calificativo y que no sea un mero documento jurídico-formal, debe tradu¬cir en preceptos supremos y fundamentales los atributos, modalidades o carac¬terísticas ontológicas de un pueblo, así como sus designios, aspiraciones o idea¬les que vaya forjando a través de su polifacética vida histórica. Todos estos elementos, existentes en la ontología y teleología populares, se convierten en el contenido y alma de la constitución positiva, es decir, en el substratum de sus normas jurídicas esenciales, según hemos sostenido reiteradamente.

Prescindiendo deliberadamente de diversas opiniones doctrinarias que co¬rroboran las anteriores aseveraciones, puede afirmarse que sobre la Constitu¬ción y como factores determinantes de su contenido, existen diferente prin¬cipios que se derivan por inferencia lógica del ser, del modo de ser y del









querer ser de un pueblo. A estos principios los autores de Derecho Constitucional suelen designarlos con el nombre de "decisiones políticas fundamentales", de¬biéndose agregar que no sólo este calificativo los caracteriza, pues las "decisio¬nes fundamentales" pueden ser, y de hecho son, de índole social y económica, según hemos indicado con antelación.

Ahora bien, ya hemos dicho en páginas anteriores que la modificabilidad de los principios esenciales que se contienen en una Constitución, o sea, de los que implican la sustancia o contextura misma del ser ontológico y teleológico del pueblo, y la facultad de sustituir dicho ordenamiento, son inherentes al poder constituyente. Por ende, sólo el pueblo puede modificar tales principios o darse una nueva Constitución. Ni el congreso constituyente, cuya tarea con-cluye con la elaboración constitucional, ni, por mayoría de razón, los órganos constituidos, es decir, los que se hayan creado en la Constitución, tienen seme¬jantes atribuciones. Suponer lo contrario equivaldría a admitir aberraciones inexcusables, tales como la de que el consabido poder no pertenece al pueblo, de que la asamblea constituyente, una vez cumplida su misión, subsistiese, y de que los órganos existentes a virtud del ordenamiento constitucional pudie¬sen alterar las bases en que éste descansa sin destruirse ellos mismos. En re¬sumen, si el poder constituyente es un aspecto inseparable, inescindible de la soberanía, si dicho poder consiste en la potestad de darse una Constitución, de cambiarla, esto es, de reemplazar los principios cardinales que le atribuyen su tónica específica, o de sustituirla por otra, no es concebible, y mucho menos admisible, que nadie ni nada, fuera del pueblo, tenga las facultades anteriormente apuntadas.

Estas consideraciones plantean, según también hemos afirmado, un pro¬blema de trascendental importancia que estriba en determinar la vía o el medio que el pueblo puede utilizar para realizar esa potestad. Tal problema se tra¬duce en las siguientes interrogaciones: ¿Cómo puede el pueblo cambiar su Constitución? ¿Cómo puede sustituirla por una nueva que refleje el estado evolutivo que en los distintos órdenes de su vida haya alcanzado? ¿Cómo puede reemplazar los principios esenciales políticos, sociales, económicos o ju¬rídicos que en un determinado ordenamiento constitucional se han plasmado? Las formas como estos objetivos pueden lograrse son generalmente las de de¬recho y las de hecho. Dentro de las primeras se comprende el referendum po¬pular, o sea, la manifestación de la voluntad mayoritaria del pueblo, a través de una votación extraordinaria, que apruebe o rechace no sólo la variación de los consabidos principios y la adopción de distintos o contrarios a las constitucio¬nalmente establecidos, sino la sustitución de la Ley Fundamental. Además, en la misma Constitución puede disponerse que los órganos que ostenten la re¬presentación popular convoquen, bajo determinadas condiciones, a la integra¬ción de un congreso o asamblea constituyente para el efecto de que el pueblo, por conducto de los diputados que elija, se dé una nueva Ley Suprema. Sin que constitucionalmente se prevean cualesquiera de las dos formas mencio¬nadas, que es lo que sucede en México, el poder constituyente del pueblo sólo puede actualizarse mediante la revolución, es decir, por modo cruento, rebelándose contra el orden jurídico-político establecido para conseguir la implan¬tación de otro, informado por principios o ideas que su evolución real vaya















imponiendo. En la lucha civil así concebida, los contendientes serían los gru¬pos que respectivamente pugnen por el mandamiento del orden constitucio¬nal existente o por la renovación de éste. El triunfo de unos u otros en dicha contienda originará la realización de estos objetivos, afirmación que está co¬rroborada por múltiples ejemplos que la historia universal y la de nuestro país nos ofrecen prolijamente. Así debe entenderse el artículo 136 de nuestra Cons-titución vigente, similar al artículo 128 de la Ley Fundamental de 1857. Su aplicación depende de elementos fácticos que se registren en la realidad, pues. "la fuerza y vigor" de dicho ordenamiento están supeditados a la circuns¬tancia de que los inconformes con él, los que se subleven contra sus instituciones, formen una mayoría popular que derrote a lo que lo sostienen. La victoria de los defensores de la Constitución traería concomitantemente aparejada la apli¬cación del consabido precepto, el cual quedaría definitivamente sin observancia en el supuesto contrario.

Igualmente hemos indicado que no debe confundirse el poder constituyente que, según lo hemos aseverado hasta el cansancio, pertenece al pueblo, con la facultad de adicionar o reformar la Constitución que en nuestro orden jurídico corrspende al Congreso de la Unión y a las legislaturas de los Esta¬dos conforme a su artículo 135 (procedimiento de revisión constitucional según Maurice Hauriou). Entre dicho poder y tal facultad hay una diferencia sus-tancial, pues mientras que aquél se manifiesta en la potestad de variar o alte¬rar los principios esenciales sobre los que el ordenamiento constitucional se asienta, es decir, los que expresan el ser y el modo de ser de la Constitución y sin los cuales ésta perdería su unidad específica, su consistencia íntima, su individualidad, la mencionada facultad únicamente debe ser entendida como la atribución de modificar los preceptos constitucionales que estructuran di¬chos principio o las instituciones políticas, sociales, económicas o jurídicas que en la Ley Fundamental se establecen, sin afectar en su esencia a unos o a otras. Concebir fuera de estos límites a la citada facultad equivaldría a desplazar











en favor de órganos constituidos el poder constituyente, lo que además de configurar un paralogismo, entrañaría la usurpación de la soberanía po¬pular.

Ve la exposición que antecede, y que no es sino la reiteración de ideas an¬teriormente emitidas, se deduce la ineluctable conclusión de que la facultad prevista en el artículo 135 constitucional en favor del Congreso de la Unión y de las legislaturas de los Estados para reformar y adicionar la Constitución debe contraerse a modificar o ampliar las disposiciones contenidas en ella que no proclamen los principios básicos derivados del ser, modo de ser y querer ser del pueblo, sino que simplemente los regulen. De ello se infiere que los citados órganos no pueden cambiar la esencia de la Constitución al punto de transformarla en una nueva mediante la alteración, supresión o sustitución de los aludidos principios. Como hemos afirmado insistentemente, la permisión jurídica contraria a esa prohibición significaría desplazar el poder constitu¬yente, o sea, la soberanía misma del pueblo, hacia órganos constituidos que deben actuar conforme a la Constitución que instituye su existencia y no con la tendencia a destruirla" Y

Los principios políticos, económicos y sociales que preconiza la Constitu¬ción de 17 y sobre los cuales se sustenta el orden jurídico fundamental y su¬premo que establece, se descubren sin gran dificultad en la implicación onto¬lógica y teleológica del pueblo mexicano, modelada por su vida histórica misma. Desde la Constitución de 1824, México se organizó en una república después del efímero imperio de Iturbide, para no abandonar jamás esta forma de gobierno, que quedó definitivamente consolidada al triunfo de las armas constitucionalistas en 1867 sobre el postizo régimen de Maximiliano. Aunque la historia política de nuestro país haya alternativamente oscilado entre el centralismo y el federalismo, esta última forma estatal, con las moda¬lidades vernáculas que no viene al caso tratar, quedó consagrada desde la Constitución de 1857 y en los documentos jurídico-políticos que la precedie¬ron. La democracia, como aspecto orgánico y funcional de la soberanía popu¬lar y como sistema de normativización del poder público, o sea, en cuanto que traduce un régimen de gobierno en que dicho poder se desempeña dentro de normas de derecho, siempre ha sido el anhelo que el pueblo mexicano ha pre¬tendido realizar, no sin innúmeras luchas políticas y civiles que no hace mucho tiempo convulsionaron constantemente su vida como nación independiente.









La implantación del régimen democrático con los diversos principios que lo peculiarizan, tales como el de soberanía popular, el de división de poderes, el de normativización del poder público, el de goce y disfrute de garantías para el gobernado y el concerciente a la existencia de un medio jurídico para preservarlas contra cualquier acto de autoridad, cual es nuestro glorioso juicio de amparo, ha sido otra de las invariables finalidades a cuya obtención ha propendido México, aunada a los objetivos políticos y sociales que provocaron la Revolución de 1910 y que se acogen en la Constitución de 1917, tales como la no reelección presidencial y la consagración de garantías sociales en materia obrera y agraria.

El incompleto panorama que acabamos de esbozar nos advierte sin duda alguna que en la teleología histórica del pueblo mexicano, hondamente ci¬mentada en las viscisitudes políticas y necesidades sociales que durante su vida ha padecido, figuran los principios fundamentales que a continuación señala¬mos: el republicano, el federal, el democrático, el de no reelección presidencial y los que atañen a las garantías sociales en las materias mencionadas. La res¬tricción, supresión o sustitución de estos principios sólo incumbe al pueblo en ejercicio del poder soberano constituyente de que es titular. Por ende, ninguno de ellos puede ser restringido, suprimido o sustituido por el Congreso de la Unión ni por las legislaturas de los Estados, pues, según hemos afirmado hasta el can¬sancio, la facultad de reformar y adicionar la Constitución a que se refiere su artículo 135 no comprende tal potestad. No puede argüirse válidamente, por otra parte, que la representación política del pueblo que tienen tales órganos legislativos incluya la capacidad de realizar los aludidos actos, pues ello entra¬ñaría la enajenación parcial de la soberanía popular al desplazarse a su favor el poder constituyente, lo que pugnaría contra los atributos de indivisibilidad e inalienabilidad que son sus notas esenciales.

Ahora bien, si únicamente el pueblo puede suprimir, restringir o sustituir los consabidos principios, ¿cómo puede realizar esta potestad? Ya hemos dicho que sólo por medios violentos, o sea a través de una revolución o gue¬rra civil que emprenda contra el orden constitucional que los contiene y las autoridades del Estado que lo sostengan. También hemos manifestado que, si en la lucha cruenta que se desate para lograr estos objetivos triunfa la mayoría popular, los propósitos que los mismos involucran se actualizan, bien me¬diante la expedición de una nueva Constitución, o bien por la alteración sus¬tancial de la vigente, debiéndose en ambos casos convocar a la instalación de una asamblea constituyente. En cambio, en la hipótesis contraria, esto es, si la victoria corresponde a los defensores del orden constitucional actual, tendría su perfecta aplicación el artículo 136, cuyo texto se da por reproducido.

Los medios violentos para que el pueblo ejercite el poder constituyente no son de ninguna manera aconsejables por razones obvias, máxime que pueden reemplazarse por medios pacíficos de carácter jurídico-político y que nuestra Constitución vigente no prevé. El más importante consistiría en implantar el referendum popular, en el sentido de que las reformas o adiciones constitucio¬nales que impliquen actos supresivos, restrictivos o sustitutivos de cualesquier de los principios esenciales que se han esbozado, deben someterse a plebiscito,















que sería la forma como el pueblo externara su voluntad, aprobándolas o rechazándolas.

La institución del referendum popular traería consigo indiscutibles venta¬jas para la vida de nuestro país, pues además de reafirmar y complementar el régimen democrático en que éste se organiza, evitaría los peligros de una dic¬tadura legislativa o presidencial, poniendo a salvo de la posible y nunca des¬cartable conducta antipopular de los órganos estatales encargados de reformar y adicionar la Constitución, los principios políticos, sociales y económicos fundamentales bajo los que nuestro pueblo ha querido vivir en una tendencia permanente de superación desde que surgió como nación independiente estruc¬turada en Estado.

Se ha hablado muy frecuentemente y en múltiples ocasiones de la potestad autodeterminativa de los pueblos como una de las facetas inherentes a su so¬beranía. Pero en México, esa capacidad resulta exigua y muy limitada sin referendum, ya que nuestro pueblo solamente la ejercita al elegir a sus gobernan¬tes, y una vez efectuada la elección y durante los periodos funcionales que marca la Constitución, está condenado a sufrir los riesgos de que, a pretexto de reformar o adicionar la Ley Suprema, los órganos del Estado investidos con esta facultad supriman, restrinjan o sustituyan los citados principios fun¬damentales que con su vida y sacrificio ha proclamado en las distintas etapas de su historia. Hay que reconocer que dentro de nuestro actual orden consti¬tucional, el' pueblo de México carece de la posibilidad de autodeterminarse ex¬haustivamente, puesto que la autodeterminación no equivale solamente a la mera potestad de elegir gobernantes, sino a la externación de la voluntad po¬pular para aceptar o rechazar cualquier innovación normativa sustancial a tales principios. Si el pueblo, por medios no violentos, no puede impedir su vulne¬ración, carece obviamente de capacidad autodeterminativa y esta situación entraña una ominosa limitación de su soberanía.

Es inconcuso que la eficacia real y positiva del referendum depende direc¬tamente de la madurez cívica del pueblo y ésta, a su vez, de su educación. Y es que el referendum es la más alta y elocuente expresión de la democracia y el más importante instrumento de seguridad para la soberanía popular. Sin él, una y otra permanecen mutiladas, como acaece desgraciadamente en nuestro país. Se ha observado el alentador y edificante fenómeno de que nuestro pue¬blo paulatinamente va adquiriendo esa madurez cívica. Sin embargo, está aún lejos de alcanzarla en plenitud, mientras no se erradiquen el analfabetismo y la inconsciencia de los derechos ciudadanos y sociales que todavía afectan a grandes sectores de la población nacional. Ante esta triste pero no irremedia¬ble realidad, el referendum quizá sería actualmente no sólo ineficaz sino nega¬tivo; pero esta consideración no excluye su bondad como institución jurídico¬política y cuya implantación, en su debida y conveniente oportunidad, vendría a colmar una grave omisión en que ha incurrido nuestra Ley Fundamental.

C. La llamada "Reforma del Estado"

Esta locución contiene un ingente error. La "Reforma del Estado" no es tal, sino que atañe al sistema normativo estatal en sus múltiples y diversas ma¬nifestaciones. En rigor, la susodicha "reforma" implica las reformas a la Consti¬tución para perfeccionar diversas instituciones de carácter político, económico, social o cultural que el referido sistema comprende.

Ha habido foros, reuniones, actos académicos y políticos, conferencias y un sin número de debates para determinar en qué aspectos se deba modificar el sistema gubernativo de México. Tales actos se han efectuado desordenada y caótica mente sin conexión con las cuestiones diversas sobre las que han versa¬do. Para lograr una "Reforma del Estado" debe revisarse nuestra Constitución para mejorarla, actualizarla y perfeccionarla, desglosándola de las numerosas reformas que a lo largo de su extensa vigencia se le han practicado. "Reformar al Estado" es "Reformar a la Constitución" en los preceptos que no expresen las declaraciones o principios fundamentales a que hemos aludido.

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