LA MONARQUÍA
A. Ideas generales
Esta forma de gobierno se funda en el carácter de la persona que encarna al órgano supremo de un Estado encargado del poder ejecutivo o administra¬tivo y se distingue porque dicha persona, llamada "rey" o "emperador", per¬manece en el puesto respectivo vitaliciamente "y lo trasmite, por muerte o abdicación, como dice Tena Ramírez mediante sucesión dinástica, al miem¬bro de la familia a quien corresponda según la ley o la costumbre".
La monarquía puede ser absoluta y limitada o constitucional. En esta sub¬clasificación ya no se toma en cuenta a la persona del jefe del Estado, sino a la manera como ejerce el poder estatal. Así, en la monarquía absoluta, que es al mismo tiempo una autocracia, el gobierno está sujeto al solo arbitrio del rey o emperador, sin supeditarse a ningún orden jurídico preestablecido que no pueda modificar, reemplazar o suprimir. Las tres funciones del Estado, es decir, la legislativa, ejecutiva y judicial, se centralizan en el monarca, quien las ejerce por conducto de órganos que el mismo designa o estructura norma¬tivamente. En dicho tipo de monarquía impera el principio quod principii placuit, legis habet vigorem y el de legibus solutus, y la existencia histórica de diferentes regímenes políticos organizados conforme a ellos se trató de justificar por el pensamiento teológico-filosófico de la Edad Media mediante el supuesto
de que los reyes recibían su investidura y poder de Dios -omnis potestas a Deo-.
En la monarquía limitada o constitucional, la actuación pública del rey está sometida y encauzada por un orden jurídico fundamental cuya creación no proviene de él, sino, generalmente, del poder constituyente del pueblo repre¬sentado en una asamblea que lo expide. Al monarca, cuya investidura y autoridad no se consideran de origen divino, se encomienda el ejercicio del poder ejecutivo, depositándose las funciones legislativa y judicial en órganos del Estado que no están sometidos a él por virtud de la adopción del principio de separación de poderes. Deja de ser, además, comúnmente, el titular de la soberanía, pues ésta se declara que pertenece al pueblo o nación por el orden jurídico. La monarquía constitucional implica, por ende, un régimen político de derecho, cuyo funcionamiento es, por lo general, democrático, de donde resulta que dicha forma de gobierno es, en sustancia, una democracia por lo que atañe a su aspecto dinámico y cuyos ejemplos en la historia contemporá¬nea sería ocioso señalar por ser bien conocidos. Puede afirmarse, por otra parte, que dadas las características de la cita ad subforma de gobierno, el vo¬cablo y el concepto de "monarquía" ya no expresa correctamente la esencia jurídica del régimen respectivo, pues ya no se trata, en él, de que "reine" (del griego árchein) o gobierne un solo sujeto, sino varios órganos del Estado den¬tro de un sistema de competencias constitucionales.
Suele hablarse de otro tipo de monarquía, ya extinguido, denominado feu¬dal, en que "el rey comparte su poder con los señores feudales; más adelante, con los estamentos o parlamentos estamentales, formados por representantes de la nobleza, del alto clero y de la burguesía o comunes.”
B. El monarquismo en México
a) Epoca colonial
Es sabido que durante esta época nuestro país, denominado "Nueva Es¬paña", pertenecía al "demonium" y al "imperium" del Estado monárquico español. Hemos recordado que las autoridades coloniales eran nombradas por el monarca y dependían de su irrestricta voluntad, ya que en su persona, como gobernante absoluto, concentraba en el más alto grado jerárquico las funciones legislativa, administrativa y judicial. También hemos manifestado que las monarquías absolutas se sustentaban en el principio teológico-filosófi¬co que expresaba que "todo poder dimana de Dios" -omnis potestas a Deo¬y que, como el rey era conceptuado representante divino en asuntos terrenales o temporales, su voluntad y actuación no estaban sometidas a ninguna ley humana -principio de legibus solutus-, sino que, por lo contrario, él era el creador de las normas jurídicas que regían las relaciones sociales en todos sus aspectos. Dicha elevada investidura imponía a los reyes absolutos obligaciones ético-políticas en favor de sus súbditos que desembocaban en el desiderátum
de conducirlos hacia su felicidad espiritual y material, debiendo desplegar su actividad gubernativa, por ende, en prosecución de esta inalcanzable meta. Sin embargo, tales obligaciones no asumieron carácter jurídico que constriñese al monarca a actuar invariable y compulsoriamente conforme a ellas, a pesar de que muchas ordenanzas reales reflejaron su acatamiento.
Es evidente que los dos principios mencionados, al haber sido la base idén¬tica de sustentación del régimen monárquico absoluto de España, se proyecta¬ron hacia la organización político- administrativa de las colonias, cuya estructu¬ración jurídica dependía del ilimitado poder del rey; y como en relación con la Nueva España ya bosquejamos dicha estructura en un capítulo anterior de la presente obra, no nos vamos a referir a este tópico para no ser cansada e inútilmente reiterativos.
b) La constitución española de 1812
Según hemos indicado, el régimen monárquico absoluto en que estaba or¬ganizado el Estado español y con ocasión de las vicisitudes inherentes a la invasión napoleónica de España, se sustituye radicalmente por la monarquía limitada que se instauró en la Constitución gaditana de 1812, a la que también hemos hecho alusión en esta obra. Dicha Constitución, indiscutiblemente for¬jada bajo el influjo del pensamiento jurídico, político y filosófico de los ideó¬logos del siglo XVIII, entre ellos Rousseau y Montesquieu, estableció principios claramente opuestos a los que apoyaban y caracterizaban al absolutismo mo¬nárquico. Entre tales principios destaca el que proclama que "La soberanía re¬side esencialmente en la Nación", perteneciendo a ésta exclusivamente "el derecho de establecer sus leyes fundamentales" (Art. 3), en cuyo contexto se advierte el pensamiento del ilustre ginebrino. El barón de la Brede no dejó de manifestarse tampoco en la Carta de Cádiz, pues ésta, en sus artículos 15, 16 y 17, adoptó el principio de la división o separación de poderes que en dicho ordenamiento se denominan "potestades". Conforme a él, la potestad legisla¬tiva "reside en las Cortes con el Rey"; la de ejecutar las leyes, en el monarca; y la de aplicarlas en las causas civiles y criminales, en los tribunales legalmente establecidos.
La Nueva España formó obviamente parte del territorio del Estado consti¬tucional monárquico español (Art. 10), habiendo estructurado la Constitución gaditana su organización interna como "provincia de ultramar". Según ella, el gobierno político de la colonia residía en un "jefe superior" nombrado por el rey, siendo su órgano popular representativo la "diputación provincial", de la cual hemos hablado en un capítulo anterior de esta obra, órgano que tenía por misión procurar la prosperidad de la provincia respectiva (Arts. 324 y 325). Por lo que atañe a la función judicial, ésta se encomendó, en la Nueva España, a las audiencias como tribunales superiores de apelación en los casos civiles y criminales, así como a los jueces de letras y a los alcances en sus co¬rrespondientes jurisdicciones (Arts. 261, párrafo noveno, 268, 273, 274 y 275).
No está en nuestro ánimo estudiar exhaustivamente la Constitución espa¬ñola de 1812 ni abrigamos la intención de comentar las diferentes institucio¬nes que en ella se implantaron. Nuestro propósito sencillamente estriba en no dejar de hacer referencia a dicho ordenamiento constitucional, toda vez que se puso teóricamente en vigor en dos ocasiones durante la postrera década de la colonia neoespañola, o sea, en los años de 1813 y 1820. Además, esa referencia se justifica en virtud de que la Carta de Cádiz tuvo una repercusión innegable en la vida política de la Nueva España precisamente durante el pe¬riodo en que la efervescencia por la independencia se tradujo en diversos acon¬tecimientos de sobra conocidos. Fue la proclamación de la libertad de im¬prenta, aunada a la abolición del tribunal de la inquisición, lo que fomentó acuciadamente y por modo intenso y diversificado las publicaciones de los partidarios de nuestra emancipación política tendientes a socavar al gobierno virreinal, A mayor abundamiento la Constitución española de 1812 significó para las primeras jornadas constituyentes de México un documento orienta¬dor de los debates en las asambleas respectivas, considerándola Tena Ramí¬rez, con toda razón, dentro del conjunto de leyes fundamentales de nuestro país, "por la influencia que ejerció en varios de nuestros instrumentos constitu¬cionales, no menos que por la importancia que se le reconoció en la etapa tran¬sitoria que precedió a la organización constitucional del nuevo Estado.”
e) El imperio de Iturbide
Si merced a la Constitución gaditana nuestro país siguió siendo provincia de ultramar del Estado monárquico español, con el Plan de Iguala y los docu¬mentos jurídico-políticos relacionados con él, entre ellos, el Tratado de Córdoba, se pretendió estructurar a México en un imperio, Conforme a los menciona¬dos Plan y Tratado, y según ya lo hemos indicado, nuestro país hubiese sido organizado en una monarquía, en cuya base y cúspide habrían estado, por turno supletivo, Fernando VII, su hermano el infante Carlos, el infante Fran¬cisco de Paula, el infante Carlos Luis, y en defecto de todos ellos, la persona "que Las Cortes del imperio designasen". Ya sabemos que estas Cortes, que no fueron sino el Congreso Constituyente de 1822, bajo la presión de la soldadesca, exaltó a Iturbide al trono del "imperio mexicano", y que después de que don Agustín disolvió dicho Congreso, instaló una "Junta Nacional Instituyente" que aprobó, en febrero de 1823, el "Reglamento Político Provisional del Imperio", documento que tuvo como primordial finalidad consolidar jurídicamente la monarquía y asegurar para la "dinastía iturbidista" la sucesión hereditaria en el "trono".
Debemos recordar que en el corto lapso que media entre la consumación de nuestra independencia -27 de septiembre de 1821- y la creación del Es¬tado mexicano en la Constitución Federal de 4 de octubre de 1824, tres parti¬dos se disputaban la estructuración de México y su gobierno: el borbónico, el iturbidista y el insurgente propiamente dicho. Al primero pertenecía la vieja plutocracia española rural y urbana, que consideraba como "legítimo e invul¬nerable" monarca a Fernando VII, que toleró por la fuerza de las circunstancias la situación política surgida de la independencia sin convenir ni simpatizar con ella, que siempre tuvo el propósito o la ilusión de que México volviese al seno de la monarquía hispánica y de que, por ende, se restauraran las instituciones coloniales. Las tendencias del partido iturbidista, eminentemente clasista, inte¬grado por criollos y personajes del alto clero, se enfocaron hacia el objetivo de consolidar el imperio mexicano dentro de cuya estructura institucional dichos grupos conservarían sus fueros y privilegios sin depender de España, pero dominando, a su vez, a las grandes masas populares que sólo cambiarían de dueño. El partido de la auténtica insurgencia, a diferencia de los otros dos que eran monarquistas, siempre fue republicano y presionó para que México adoptase la consiguiente forma de gobierno con la que se supuso que el pue¬blo obtendría la felicidad mediante la ingenua esperanza de que para ello bas¬taría el libre y espontáneo funcionamiento de las instituciones respectivas. Dicha forma gubernativa se descubre, en efecto, desde los primeros documen¬tos emanados del pensamiento insurgente, descollando entre ellos la Constitu¬ción de Apatzingán de 14 de octubre de 1814. En la lucha tenaz entablada por tales partidos, que sustancialmente se antojan meras corrientes políticas aus-piciadas por los diferentes grupos aludidos, triunfó en el Congreso Constitu¬yente de 1823-24 la idea republicana, victoria que se tradujo en la expedición del Acta Constitutiva de la Federación Mexicana de 31 de enero de 1824 y de la Constitución Federal de 4 de octubre del mismo año, que fue la primera Carta fundamental del México independiente y a la cual hemos hecho reiteradas referencias.
d) Persistencia de las tendencias monarquistas
Estas tendencias no sólo no se disiparon con la implantación de la repú¬blica en México, sino que redoblaron su fuerza dentro y fuera de nuestro país obedeciendo al contumaz designio de establecer un trono sobre el que pre¬tendían sentar a un príncipe europeo. Atribuyendo al republicanismo el caos político, social y económico en que México se encontraba sumido, se pensó por los enemigos de esta forma de gobierno que únicamente la monarquía podía remediar definitivamente esta situación, que ni el centralismo ni el federalismo eran susceptibles de aliviar. Solamente, se decía, con el estableci¬miento del régimen monárquico se podían erradicar todos los males que caracterizaban a la república, tales como la inseguridad del gobierno, la per¬manente oposición a las instituciones creadas por sistemas constitucionales postizos que como armaduras se habían impuesto al pueblo mexicano, la penu¬ria en que se debatía el erario público y las disputas ambiciosas por el poder,
encubiertas hipócritamente por proclamas inflamadas de falso patriotismo y ridícula patriotería. Era indispensable, para implantar la monarquía, que se contara con un "rey" o "emperador", y como un monarca no puede improvi¬sarse, ya que esta calidad política toma muchas décadas y hasta siglos para forjarse en una familia y arraigarse en la conciencia popular, los monarquistas pensaron que como en México nadie podía tenerla legítimamente, recordando el dramático caso de Iturbide tuvieron la lógica ocurrencia de buscar en alguna rancia dinastía europea a la persona idónea para ocupar el "trono" en nuestro país y ceñir la corona que éste requería para lograr su "felicidad".
Si este último designio alimentaban los monarquistas vernáculos, otras in¬tenciones impulsaron a los europeos para establecer en México la monar¬quía. Desde el año de 1823, mientras en nuestro país se discutía apasionada¬mente si nos convenía o no el federalismo o el centralismo, Francia "pensó seriamente levantar tronos americanos para los Borbones", deseando Luis XVIII "colocar en uno de ellos al duque de Orleans".
"No solamente en México, dice don Manuel Rivera Cambas, sino en todas las que fueron colonias españolas, estaba generalizada la idea monárquica. Aun Bolívar opinaba porque se estableciera entre sus compatriotas un imperio presi¬dido por un Borbón de Francia; en Buenos Aires, donde la democracia encon¬traba buen terreno, en poblaciones industriosas y mercantiles, los jefes de la guerra nacional, de 1810 a 1815, Rivadavia a su cabeza, habían tenido la singu¬lar idea de pedir a Napoleón I que les enviara al viejo monarca Carlos IV, para que reinara en el poderoso Estado que se formaría del Chile, Río de la Plata y Alto Perú, y aunque después cambió el candidato, permanecieron las intenciones monárquicas a tal grado, que en 1819 las autoridades de las provincias argenti¬nas dieron un voto público en favor del duque de Orléans. Y es digno de notarse que en estos países, lo mismo que en México, antes de medio siglo había reemplazado al monárquico el sentimiento republicano.
"Desde 1818, el pensamiento de muchos diplomáticos se fijaba en el príncipe de Luca, de la casa Parma, para colocarlo en uno de los tronos de América, y
también se fijaba en el infante don Francisco de Paula. El marqués de Osmont, embajador de Luis XVIII en Londres, proponía constituir en las provincias ar¬gentinas, ya emancipadas, opulentas por la riqueza que distribuye el río Paraná, un reino para el duque de Orléans.
"La Restauración se encontró con la lucha entre las colonias españolas y la Metrópoli, sin resolver nada en pro o en contra, a causa de impedírselo los sucesos de Europa; pero ya en 1823 y 1827 quiso llevar a cabo el establecimiento aquí de una monarquía, sin que esto fuere obstáculo para que entrara Francia en cierto género de relaciones con la República de México."
La historia de nuestro país es testigo fidedigno de que por parte de Es¬paña y Francia hubo intentos para intervenir militarmente en México bajo dis¬tintos y pueriles pretextos. Recuérdese la expedición del general español Isidro Barradas en Tampico el año de 1829 y la que comandó el contralmirante fran¬cés Baudin en 1838, que atacó el puerto de Veracruz y fue rechazada, sin que, no obstante, el gobierno republicano se hubiere liberado de las inicuas ambi¬ciones francesas, asentadas sobre un trivial subterfugio de carácter econó-mico.
No es indigno que México haya sido un país débil y permanentemente convulsionado por luchas intestinas que lo precipitaron en la desorganización gubernativa y en la penuria económica, pues esa situación la han ocupado
todos los pueblos jóvenes recién emancipados políticamente; lo doloroso e in¬dignante es que los monarquistas mexicanos hubiesen intrigado y maniobrado dentro y fuera del país para implantar una monarquía o "imperio" ofreciendo la "corona" simbólica y postiza a cualquier príncipe extranjero. Como se sabe, el más sobresaliente propugnador del establecimiento monárquico fue don José María Gutiérrez de Estrada, quien ocupó en el año de 1835 la cartera de Relaciones Exteriores en el gobierno centralista de don Anastasio Bustamante y a cuyo cargo renunció por sus discrepancias políticas respecto de la forma re-publicana de gobierno. Como acertadamente apunta Jesús Reyes Heroles, "Las repercusiones que las ideas de Gutiérrez de Estrada tuvieron en nuestra vida política; la preeminencia que adquirieron en las filas conservadoras, hace que ellas, al mismo tiempo que constituyen una anticipación de las que acarrearon la intervención, nos ayuden a conocer, junto con las que le suceden en las propias filas, la otra cara de la evolución política mexicana."
El célebre monarquista sostenía que sólo bajo la monarquía, México podía conquistar la paz sin merma alguna de la verdadera libertad que constante¬mente se encuentra amenazada en una república inestable que no convenía a la idiosincrasia de nuestro pueblo.
"He tenido hartas ocasiones de convencerme prácticamente de que la liber¬tad puede existir bajo todas las formas de gobierno, y de que una monarquía puede ser tan libre y feliz, y mucho más libre y feliz, que una república" sostenía Gutiérrez de Estrada, agregando que "De cuantos modos, pues, puede ser una república, la hemos experimentado: democrática, oligárquica, militar, demagó¬gica y anárquica; de manera que todos los partidos a su vez, y siempre con detrimento de la felicidad y del honor del país, han probado el sistema republi-cano bajo todas los formas posibles." Su convicción monarquista la enfatiza con las siguientes palabras: "Disértese cuanto se quiera sobre las ventajas de la República donde pueda establecerse, y nadie las proclamará más cordialmente que yo; ni tampoco lamentará con más sinceridad que México no pueda ser por ahora, ese país privilegiado. Pero la triste experiencia de lo que ese sistema ha sido para nosotros, parece que nos autoriza ya a hacer en nuestra patria un ensayo de verdadera monarquía en la persona de un príncipe extranjero."
Para Gutiérrez de Estrada, el federalismo y el centralismo habían rotunda¬mente fracasado en México, opinando que las Constituciones de 1824 y de 1836 "eran inadecuadas para el bienestar de la nación". Comentando sobre este punto su pensamiento, don Manuel Rivera Cambas lo hace decir que "Atribuir a la segunda todos los males, y considerar que quedaban remediados restableciendo la primera era, en concepto del citado estadista, una grata fan-tasía, pues cualquiera Constitución viene a ser letra muerta si no hay hombres que sean y quieran poner en práctica sus benéficas disposiciones. Según el señor Gutiérrez, no existían en nuestro país hombres capaces de tomar en sus hombros semejante empresa: la de hacer de las instituciones una realidad."
Como lógica consecuencia de su repudio a toda constitución republicana, Gutiérrez de Estrada propuso al Presidente Bustamante en carta de agosto de 1840 que se convocara a un congreso constituyente o a una convención para estructurar a México en una monarquía constitucional bajo la garantía de al¬guna dinastía europea, única manera de asegurar la independencia mexicana y de salvarla del imperialismo yanqui, pontificando que "Si no variamos de conducta, quizá no pasarán veinte años sin que veamos tremolar la bandera de las estrellas norteamericanas en nuestro Palacio Nacional, y sin que se vea celebrar en la espléndida Catedral de México el oficio protestante." Es ló¬gico suponer que la referida carta, publicada nada menos que por el famoso impresor don Ignacio Cumplido, levantase una oleada de protestas por parte de los más significados hombres públicos de la época, entre los que se conta¬ban Juan N. Almonte, a la sazón ministro de la Guerra, y Antonio López de Santa Anna. Estos personajes hicieron ferviente profesión de fe en aras del sis¬tema republicano que años después pisotearon, respectivamente, con la traición a él y con la dictadura.
La expedición de la Constitución Federal de 1857, lejos de extinguir las tendencias monarquistas, las avivó en el grupo reaccionario encabezado por el general Félix Zuloaga, quien se sublevó en Tacubaya el 17 de diciembre de ese año, proclamando un "plan" en que se declaró que "no habiendo que¬dado satisfecha la mayoría de los pueblos con la Constitución, en la que no se hermanaban el orden y el progreso, y necesitando la República instituciones análogas a sus usos y costumbres que no podía contrariar la fuerza armada dejaba de regir dicha Constitución. Según hemos ya recordado, don Ignacio Comonfort, entonces Presidente de la República, se vio constreñido a abjurar del orden constitucional, sustituyéndole en este cargo don Benito Juárez, quien fungía como presidente de la Suprema Corte. Como se sabe, con estos sucesos se inició la guerra civil entre los sostenedores de la Constitución de 57 y de las Leyes de Reforma, o sea, los liberales, y sus impugnadores reaccionarios o conservadores, sin que el triunfo de los primeros al cabo de tres años de lucha sangrienta en la batalla de Calpulalpan librada el 22 de diciembre de 1861, hiciera desaparecer el permanente estado caótico en que se debatía nuestro país ni extinguido los propósitos, de parte de los vencidos, para implantar en México una monarquía a cuya cabeza se colocara a un príncipe extranjero.
Cometiendo verdaderos actos de traición a la soberanía mexicana, los monar¬quistas radicados en Europa, como Gutiérrez de Estrada y José Hidalgo, en combinación con el gobierno conservador de Miramón, gestionaban la interven¬ción en los asuntos de México, "asegurando que aquélla no conocía enteramente los recursos hispanoamericanos; ni los viajeros, ni los naturalistas, ni el mismo Humboldt habían podido reseñar los prodigios de riqueza tan variada y de tan distintos géneros que nuestro país contiene, ofreciendo como prueba la inespera¬da riqueza de California; riquísimas cordilleras en las que estaban las minas que derramaban millones de pesos sobre Europa, extensos valles en los que las semi¬llas producen ciento por uno, arboledas inmensas coronando las cordilleras, y todo esto ceñido por dos mares ... ".
Las gestiones para una intervención europea en México se dirigieron pre¬ferentemente ante Napoleón !II, emperador de los franceses, sin que ninguna
de ellas, durante los años de 1857 a 1861, hubiese obtenido éxito, ya que dicho monarca puso como condición que en la empresa actuaran conjunta¬mente España, Inglaterra y Francia.
"Aunque el partido del señor Juárez triunfó en 1861, dice don Manuel Rive¬ra Cambas, en mayo de este mismo año resolvieron ofrecer los intervencionistas la corona de México al duque de Módena, que acababa de perder sus Estados y había quedado con una inmensa fortuna; pero sondeando el asunto, encontra¬ron los monarquistas que el duque no aceptaría, y el intento quedó sin veríficati¬vo. La dificultad proveniente de que España nada haría por sí sola y de que Francia exigía el acuerdo con Inglaterra, así como la seguridad de que ésta no se movería el consentimiento de los Estados Unidos, que jamás admitirían la monarquía ni la intervención, detuvieron las gestiones de los monarquistas, y a no haber sobrevenido acontecimientos inesperados, no se habría visto en México un segundo Imperio."
La condición del acuerdo tripartita para atacar a la soberanía mexicana in¬terviniendo en la vida interior de México mediante la invasión de su territo¬rio, quedó cumplida a través de la firma de la llamada "Convención de Lon¬dres" el 31 de octubre de 1861 por los representantes de Inglaterra, España y Francia, que de esta manera celebraron su asociación delictuosa para apode¬rarse y repartirse el botín que para esas potencias significaba nuestro inerme, pobre y débil país.
Bajo el pretexto de que las personas y propiedades de sus respectivos súbditos habían sido víctimas de la "conducta arbitraria y vejatoria de las autoridades de la República de México", dichos tres Estados europeos decidieron tomar "las medidas necesarias para enviar a las costas de México fuerzas combinadas de mar y tierra" a fin de "poder tomar y ocupar las diversas fortalezas y posiciones militares del litoral mexicano". Se autorizó, además, "a los comandantes de las fuerzas aliadas para practicar las demás operaciones que juzgasen más a pro¬pósito en el lugar de los sucesos, para realizar el objetivo indicado en la Conven¬ción, y especialmente para garantizar la seguridad de los residentes extranjeros" (Art. 1). En el artículo segundo se pactó que ninguna de las potencias signata¬rias podía adquirir territorio mexicano ni "ejercer en los asuntos interiores de México ninguna influencia que pudiese afectar el derecho de la nación mexicana de elegir y constituir libremente la forma de su gobierno". En el mismo docu¬mento se determinó invitar a los Estados Unidos para asociarse en la empresa, previéndose que si se retardase la adhesión norteamericana, España, Francia e Inglaterra actuarían sin ella (Art. 4) .
Los propósitos de estas tres naciones, en el sentido de no injerirse en el régimen interior de México, es decir, de no imponerle ningún régimen gu¬bernativo, se reiteraron por sus respectivos comisionados en una proclama
expedida en Veracruz el 10 de enero de 1862, misma que fue redactada por don Juan Prim, conde de Reus, representante de España.
En esta proclama se afirmaba: "Os engañan (a los mexicanos) los que os dicen que detrás de reclamaciones tan justas se ocultan planes de conquista, de restauración o de intervención en vuestra política y vuestra administración", pues "Las tres naciones, aunque piden satisfacción por las ofensas que han sufri¬do, tienen un deseo mayor y más vasto en sus resultados, vienen a tender una mano amiga a este pueblo, al que la Providencia ha prodigado todos sus benefi¬cios, y al que ven con dolor gastar sus fuerzas y perder la vitalidad de que está dotado, en el impulso violento de guerras civiles y de perpetuas convulsiones." Estas frases terminan con la siguiente exhortación: "i Mexicanos! Escuchad la voz de los aliados, esa voz que se os ofrece como el ancla de salvación en medio de la tempestad que atravesáis; entregaos con confianza a su buena fe y a la equidad en sus intenciones; no temáis a los espíritus inquietos y revoltosos, pues si algunos se presentaren, sabréis con vuestra actitud firme y resuelta confundir¬los, en tanto que nosotros presidiremos impasibles el grandioso espectáculo de vuestra regeneración garantizada por el orden y la libertad." "Así lo compren¬derá, estamos seguros, el supremo gobierno, a quien nos dirigimos; así lo com-prenderán los hombres de influencia en el país, y a menos de quereros mostrar malos ciudadanos, no podréis impedir unos y otros que se reconozca la necesidad de deponer las armas, para no atender sino a la razón, única que debe triunfar en el siglo XIX."
Ahora bien, ¿cuáles eran esas reclamaciones "justas" que motivaron la alianza agresora? Las de España e Inglaterra, aunque no hayan participado de este adjetivo, no fueron tan exageradas como las de Francia, en cuya exigen¬cia Saligny dejó entrever el propósito de Napoleón JII en el sentido de que el gobierno de Juárez no las satisficiese para tener el pretexto de convertir la ocupación de los puertos mexicanos en una invasión militar tendiente a impo¬ner un protectorado francés monárquico en nuestro país.
Sabido es que la alianza concertada en la Convención de Londres se disol¬vió a consecuencia de los Tratados de la Soledad, firmados el 19 de febrero de 1862 entre los representantes de las potencias invasoras y don Manuel Doblado en nombre del gobierno mexicano encabezado por don Benito Juárez. Satisfe¬chas de lo convenido en los mencionados tratados, España e Inglaterra retira¬ron sus tropas del territorio nacional, no así Napoleón III, quien ya se había empeñado y comprometido a implantar en México la monarquía para sentar en el trono respectivo a Fernando Maximiliano de Habsburgo, el que desde luego no contó con el apoyo español ni con el inglés.
Es más, el propio general Prim, en un sentido discurso, después de haberse retirado de nuestro suelo, dijo: "Nunca mi reina, ni mi patria, desde el primer momento en que se formó la expedición, hasta la hora en que tengo el honor de hablar, nunca, señores, tuvo nadie la idea de atacar la Independencia de Mé¬xico." "Porque España es la primera en respetar, la primera en hacer respetar la libertad de México; programa que todos sostenemos, desde la Augusta señora hasta el último manolo, si hay último entre nosotros que somos todos ciudadanos, como la reina misma que es el primer ciudadano." "En México no quería Espa¬ña sino que se respetasen los tratados. Pero desde el instante en que una de las tres naciones aliadas cambió de situación y trocó la satisfacción del agravio en otra cosa, España se retiró del campo, porque se quebrantaba la base del pacto, se contravenía a los deseos de su Reina, se infringía la política de su gobierno; y séame lícito después de tan altos principios, añadir, que se contrariaban mis propios sentimientos." "Quiero que el Continente americano sepa que somos amigos y que sabremos serlo."
e) El imperio de Maximiliano
La candidatura de éste para ocupar el trono de la monarquía que se pre¬tendía establecer en nuestro país, bajo el nombre de "imperio mexicano", se insinuó simultáneamente a la Convención tripartita de Londres.
Asi, Gutiérrez de Estrada dirigió al archiduque una carta fechada el 30 de octubre de 1861 en la que le expresaba "presa de convulsiones intestinas renova¬das sin tregua y de guerras civiles desastrosas, a consecuencia de la irreflexiva adopción de un sistema político diametralmente opuesto a las costumbres, las tradiciones y la índole de sus poblaciones, México no ha gozado jamás, por decir¬lo así, de un solo momento de reposo desde el día en que hace cuarenta años ocupó un lugar entre las naciones independientes. Así, pues, sus poblaciones bendecirán del fondo de su corazón a quienes hayan contribuido a sacar al país del horrible estado de anarquía en que ha caído hace muchos años, y a volverlo a la vida y a la felicidad. ¿Cuál no sería, pues, su júbilo cuando en tan gloriosa empresa vieran aparecer la cooperación de un príncipe, descendiente de una de las más nobles, ilustres y antiguas dinastías de Europa, y quien con el prestigio de su elevada cuna, de su posición tan eminente y de sus cualidades personales, universalmente reconocidas, ayudaría tan poderosamente a la gran¬de obra de la regeneración de México?".
Maximiliano contestó esta epístola el 8 de diciembre del citado año, expo¬niendo su aceptación condicional de la corona, en cuanto que gobernaría gus¬tosamente a México siempre que "estuviese muy cierto de la voluntad y de la
cooperación del país" y de que "una manifestación nacional viruese a atesti¬guarle de un modo indudable el deseo de la nación de verlo ocupar el trono", agregando que "Sólo entonces me permitiría mi conciencia unir mis destinos a los de vuestra patria (de Gutiérrez de Estrada), porque solamente entonces se establecería desde su origen mi poder en esa confianza mutua entre el go¬bierno y los gobernados, que es, a mis ojos, la base más sólida de los impe¬rios, después de la bendición del cielo."
Mientras quedase establecido el imperio, el general Forey, comandante en jefe del cuerpo expedicionario francés, emitió con fecha 16 de junio de 1863 un decreto para "organizar los poderes público" que reemplazaran "a la in¬tervención en la dirección de los asuntos de México". Este decreto fue uno de los prolegómenos para la estructuración normativa del imperio y sus disposi¬ciones principales eran las siguientes: que se procediese a la integración de una Junta Superior de Gobierno con treinta y cinco ciudadanos mexicanos (Art. 1); que dicha Junta nombrase a tres ciudadanos que se encargarían del Poder Ejecutivo (Art. 6); que la misma Junta se asociara a doscientos quince ciudadanos mexicanos sin distinción de rango ni de clase para formar la "Asamblea de Notables" (Art. 10); que esta Asamblea se ocupase "de la forma de gobierno definitivo de México" (Art. 14); que los miembros del Poder Eje-cutivo se dividiesen los seis ministerios (Art. 21); y que el Poder Ejecutivo promulgase, como decretos, las resoluciones de la Asamblea de Notables, te¬niendo el derecho de veto (Art. 22). El mismo Forey, obedeciendo la con¬signa de Morny, ministro de Napoleón IlI, nombró el 18 de junio de 1863 a los miembros de la Junta Superior de Gobierno, entre cuyos treinta y cinco componentes figuró el distinguido jurista don Teodosio Lares, quien fungió como presidente de este cuerpo, así como cuatro de las personas que entrevis¬taron a Maximiliano para comunicarle su designación como emperador de México, a saber: Francisco Javier Miranda, Ignacio Aguilar y Marocho, Joa¬quín Velázquez de León y Adrián Woll. A su vez, la mencionada Junta designó el 21 siguiente a los individuos en quienes residiría provisionalmente el Poder Ejecutivo, es decir, al general Juan N. Almonte, al arzobispo Pe/agio Antonio de Labastida y Dávalos y al general Mariano Salas, así como a dos suplentes quienes fueron Juan B. Ormaechea, obispo de Tulancingo, e Ignacio Pavón, presidente de la Suprema Corte de Justicia. Con fecha 29 de junio de 1863 quedó integrada la Asamblea de Notables por el nombramiento respectivo que en favor de doscientas quince personas hizo la Junta Superior de Gobier¬no. Dicha Asamblea, por decreto de 11 de julio del citado año, declaró que "La Nación mexicana adopta por forma de gobierno la monarquía mode¬rada hereditaria, con un príncipe católico" (Art. 1); que "El Soberano tomará
el título de Emperador de México" (Art. 2); que "La corona imperial de México se ofrece a S.A.!. y R. el príncipe Fernando Maximiliano, Archiduque de Austria, para sí y sus descendientes" (Art. 3) ; y que "En el caso de que por circunstancias imposibles de prever, el archiduque Fernando Maximiliano no llegase a tomar posesión del trono que se le ofrece, la Nación mexicana se remite a la benevolencia de S.M. Napoleón 111, Emperador de los franceses, para que le indique otro príncipe católico" (Art. 4). Estas declaraciones estu¬vieron precedidas por el preámbulo siguiente: "La Asamblea de Notables, en virtud del decreto de 16 de próximo pasado para dar a conocer la forma de gobierno que más convenga a la Nación, en uso del pleno derecho que ésta tiene para constituirse, y como órgano e intérprete de ella, declara con abso¬luta independencia y libertad lo siguiente: ... "
Fácilmente se advierte que los diferentes decretos reseñados formaron una especie de legislación preconstitutiva del régimen monárquico en México, deno¬tando, en cierto modo, una "pirámide normativa" en la que la "norma fun¬damental hipotética" era nada menos que la voluntad de Napoleón III exter¬nada a través de su ministro Dubois de Saligny. De esta voluntad deriva su "validez formal" el decreto que creó la "Junta Superior de Gobierno", que a su vez fue la base de la integración del "Poder Ejecutivo Provisional" y de la composición de la "Asamblea de Notables", organismo que, usurpando la so¬beranía del pueblo mexicano y os tentándose espuriamente como su "intér¬prete y representante", decide la implantación de dicha forma de gobierno. A los miembros de tal Asamblea los nombró la mencionada Junta y los indi¬viduos que a ésta compusieron fueron designados por "el ministro del Empe¬rador", o sea, por Saligny, quien es de suponerse seguía las instrucciones de Napoleón "el pequeño".
La notoria ilegitimidad de la mencionada decisión no pudo menos que causar desconfianza en el propio Maximiliano, quien, al recibir en el castillo de Miramar a los comisionados mexicanos el 3 de octubre de 1863, reiteró la condición a que sujetó la aceptación formal y definitiva de la corona de Mé¬xico, en el sentido de que fuese "la nación toda" la que ratificara el parecer de la Asamblea de Notables, ya que sin esta ratificación "la monarquía no podría ser establecida sobre una base legítima y perfectamente sólida."
Según sostiene Rivera Cambas, "En vez de haber sido esa Asamblea el órgano de la nación mexicana al designar el Imperio como forma de gobierno, lo fue un partido, y ya hemos visto que se apartó del programa de Napoleón H l, quien al dar sus instrucciones al general Forey, le dijo que fuese sometida al pueblo mexicano la cuestión del régimen político que habría de quedar definitivamente establecido en México, y que después se erigiera una asamblea conforme a las leyes mexicanas." Para corroborar sus aserciones, dicho acucioso historiador transcribe una comunicación dirigida al mariscal Bazaine, sustituto de Forey, por Drouyn de Lluys, en nombre del citado Napoleón, y cuyos términos son los siguientes: "Hemos acogido con placer, como un síntoma de favorable augurio la manifestación de la Asamblea de Notables de México, en favor del estable¬cimiento de una monarquía y el nombre del príncipe llamado al trono. Sin em¬bargo, según os indiqué en un despacho precedente, no podríamos considerar los votos de esa Asamblea sino como un preliminar indicio de las disposiciones del país. Con toda la autoridad que se conceda a los distinguidos hombres que la componen, la Asamblea recomienda a sus conciudadanos la adopción de institu¬ciones monárquicas y designa un príncipe a sus sufragios. Toca ahora al gobierno provisional recoger esos sufragios, de manera que no pueda quedar duda algu¬na acerca de la expresión de la voluntad del país. No debo indicaros el medio que se ha de adoptar para que ese resultado indispensable sea completamente obtenido; debe buscarse en las instituciones y las costumbres locales. Bien que las municipalidades sean llamadas a votar en las diversas provincias, a medida que haya reconquistado el disponer de sí mismas, o que se abran las listas bajo su vigilancia para recoger los votos, el mejor medio será aquel que asegure la más alta manifestación de los votos de las poblaciones en las mejores condiciones de independencia y de sinceridad. General, el Emperador recomienda a vuestra atención particularmente este punto esencia.''
La celebración del "plebiscito" que tanto Maximiliano como Napoleón III reclamaban para legitimar la decisión de la Asamblea de Notables formulada el 10 de julio de 1863, era práctica y jurídicamente imposible, ya que nuestro país se debatía en una lucha sangrienta entre los defensores de la soberanía nacional que sostenían el régimen republicano establecido por la Constitución Federal de 1857, es decir, los liberales, y los conservadores o reaccionarios y las huestes francesas de ocupación que trataban de someter a México a un sis¬tema monárquico espuriamente declarado por la usurpadora Asamblea citada. Consiguientemente, el pretendido plebiscito sólo podía efectuarse, y no sin la
coaccion física y moral del ejército intervencionista, en las poblaciones sujetas a su férula, sin que además se hubiese podido normar por ley alguna, toda vez que ésta no existía.
A este respecto, el tantas veces invocado don Manuel Rivera Cambas comen¬ta: "¿Pero cómo practicar ese voto (plebiscito)? ¿Se hacia el escrutinio sola¬mente en las poblaciones ocupadas por los franceses, o en todo México? Si lo primero, el voto no sería la verdadera manifestación de la voluntad de los pue¬blos que estaban bajo la presión de las armas; si lo segundo, la apelación hecha a los pueblos no sería oída, y por consiguiente no daría resultado alguno. Pudo haber apreciado Maximiliano la situación con sólo examinar en una carta geo-gráfica el espacio reducido que ocupaba el ejército francés en el vastísimo terri¬torio mexicano, y considerar que aun la parte ocupada era recorrida por nume¬rosas fuerzas de guerrilleros. La libertad y la sinceridad del voto no eran posibles, y mucho menos cuando en las siete octavas partes de la nación se desatendía el llamamiento a votar."
Ante las dificultades insuperables para averiguar siquiera si la voluntad mayoritaria del pueblo mexicano se inclinaba o no por la monarquía y si admi¬tía o no como "emperador" a Fernando Maximiliano, la aceptación formal y definitiva de éste a la corona, acto que tuvo lugar el 10 de abril de 1864 en el castillo de Miramar, fue efecto de la subrepción o engaño doloso de que los monarquistas mexicanos hicieron víctima al archiduque, exhibiéndole actas apócrifas de "votación" en favor del imperio y de su persona.
"Habían presentado a la vista de Maximiliano, asegura Rivera Cambas, el cuadro sinóptico formado por el señor Arroyo, Subsecretario de Relaciones en la Regencia, por el que se venía en conocimiento que la Intervención, el Imperio y Maximiliano eran aceptados por más de cinco millones de habitantes de la República, partiendo de la base de dar por intervencionistas Estados enteros, aun cuando únicamente las capitales y alguna que otra ciudad del tránsito habían sido ocupadas por los franceses y sus aliados. Actas levantadas hasta en los ran¬chos más insignificantes, donde los indígenas ignoraban los medios empleados para la formación de aquellos engañosos documentos, fueron a contribuir para probar que la opinión general del país estaba en favor de la monarquía. Si se hubiese fijado la atención en el número de firmas que llenaban aquellos docu¬mentos y en la ínfima categoría y nulidad de los signatarios, hubiera podido de¬ducirse que en ellos no se expresaba la verdadera voluntad nacional."
El mismo día en que Maxirniliano aceptó el trono, firmó con Napoleón III el documento conocido con el nombre de Tratado de Miramar, en el que, a cambio del apoyo militar francés de veinticinco mil hombres, el gobierno im¬perial se comprometía a entregar a Francia anualmente veinticinco millones de francos para sufragar los gastos que habían requerido y requiriese el soste¬nimiento en México del cuerpo de! ejército expedicionario, gastos que se cal¬cularon en doscientos setenta millones desde el comienzo de la expedición hasta el primero de julio de 1864, y cuya suma causaría un interés del tres por ciento anual. Además, desde esa fecha en adelante, el régimen del archi¬duque debía pagar mil francos anuales por cada soldado francés y cuatro¬cientos mil francos por gastos de cada viaje entre Francia y el puerto de Vera¬cruz que exigiese el servicio de transporte de la tropa, reconociéndose, por otra parte, el fraudulento adeudo de Jecker.
"Aparte de estas estipulaciones públicas, dice Alfonso Toro, había varias cláusulas secretas en el tratado, por una de las cuales el archiduque se compro¬metía a seguir una política liberal en su gobierno", agregando que " ... este tra¬tado debía ocasionar el fracaso financiero y político del nuevo imperio, ya que ni México estaba en condiciones de pagar sumas tan considerables, y por lo tanto, debía bien pronto declararse insolvente, pues se reconocían créditos por ciento setenta y tres millones de francos, ni los conservadores que eran los únicos que estaban conformes con la fundación de la monarquía, se habían de avenir a que ésta siguiera una política liberal."
El 10 de abril de 1865, exactamente un año después de su aceptación de la corona, Maximiliano expidió el Estatuto Provisional del Imperio Mexicano como ordenamiento preparatorio de la organización definitiva de la monarquía. Bajo la idea del origen divino del poder real, en el artículo 4 de dicho Esta¬tuto se declara que "el Emperador representa la soberanía nacional", ejercién¬dola "en todos sus ramos", es decir, que en su persona se concentraban las tres funciones del Estado como sucedía en las monarquías absolutas. El terri¬torio de México quedó fraccionado política y administrativamente en "ocho
grandes divisiones", a cuya cabeza debían estar sendos "comisarios imperiales" "para cuidar del desarrollo y buena administración de los Departamentos que forman cada una de estas grandes divisiones" (Art. 9). Se previó el nombra¬miento de "visitadores" para que recorrieran en nombre del emperador los departamentos o lugares que debían ser visitados o para que informaran "acerca de la oficina, establecimiento o negocio determinado" que exigiese "eficaz remedio" (ídem y artículos 22 y 23). Estos visitadores recuerdan los "missi dominici" que creó Carlomagno y que, con atribuciones similares, inspec¬cionaban los condados en que dividió el vasto territorio del Imperio Franco para que le rindiesen cuentas sobre el estado de la administración pública en cada uno de ellos y para ejecutar las instrucciones imperiales con plenos po¬deres. Conforme al artículo 5 de dicho Estatuto Provisional, el gobierno cen¬tralizado en la persona de Maxirniliano debía ejercer a través de diversos ministerios cuyos titulares éste nombraba y removía libremente. Al frente de cada Departamento fungía un "prefecto" como delegado administrativo del emperador, teniendo cada prefecto "un consejo de gobierno departamental compuesto del funcionario judicial más caracterizado, del administrador de rentas, de un propietario agricultor, de un comerciante y de un minero o in-dustrial, según más convenga a los intereses del departamento" (Arts. 28 y 29). Una de las atribuciones de los consejos departamentos debía ser la de "cono¬cer de lo contencioso-administrativo en los términos que la ley disponga" (Art. 30, frac. In). Además, en cada población debía haber un alcalde, un ayunta¬miento y comisarios municipales (Art. 37). En materia tributaria, correspondía al emperador "decretar las contribuciones municipales con vista de los proyec¬tos que formen los ayuntamientos respectivos". Independientemente de la di¬visión política y administrativa del imperio, su territorio debía distribuirse en "ocho divisiones militares, encomendadas a generales o jefes nombrados por el emperador" (Art. 45), incumbiendo a éstos "la sobrevigilancia enérgica y constante de los cuerpos puestos bajo sus órdenes, la observancia, de los re¬glamentos de policía, de disciplina, de administración y de instrucción militar, cuidando con eficaz empeño de todo lo que interesa al bienestar del soldado" (Art. 46). Importantes restricciones a la actividad militar y en beneficio de los civiles se prescribieron en el artículo 48 del citado Estatuto Provisional, al es¬tablecer que "La autoridad militar respetará y auxiliará siempre a la autoridad civil; nada podrá exigir a los ciudadanos, sino por medio de ella, y no asumirá las funciones de la misma autoridad civil, sino en el caso extraordinario de declaración de estado de sitio, según las prescripciones de la ley". Diversas disposiciones sobre nacionalidad y ciudadanía mexicanas se contenían en los artículos 53 a 57 de dicho ordenamiento y a cuyo texto nos remitimos; y por lo que concierne a las garantías individuales, su título XV consagraba las pri¬mordialidades de seguridad jurídica, y a las que nos referimos en nuestra obra respectiva."
Según afirma Tena Ramírez, "El Estatuto careció de vigencia práctica y de validez jurídica", sin haber instituido "propiamente un régimen constitucional,
sino un sistema de trabajo para un gobierno en el que la soberanía se deposi¬taba Íntegramente en el emperador." Ahora bien, en el supuesto de que el régimen monárquico de Maximiliano se hubiese consolidado fácticamente mer¬ced al hipotético triunfo de las armas conservadoras que débilmente lo soste¬nían después de que abandonaron nuestro territorio las fuerzas de intervención francesa, ¿de qué manera y por quién se habría expedido la constitución imperial definitiva? Según el Estatuto Provisional y la declaración que el mis¬mo archiduque formuló el 10 de abril de 1864 al aceptar la corona que los reaccionarios mexicanos le ofrecieron, la soberanía nacional residía en su per¬sona. Por ende, al ejercer el poder constituyente, el ordenamiento constitucio¬nal hubiese provenido de la sola voluntad del "emperador" y no del pueblo, sin que la asamblea constituyente que al efecto se integrara se hubiese com¬puesto por representantes populares, sino por individuos designados por el propio Maximiliano, del mismo modo como se nombraban las "juntas de no¬tables". Además, siendo inherentes al poder constituyente la transformación de las estructuras políticas, sociales, jurídicas y económicas del Estado, según lo hemos reiteradamente afirmado, y radicando ese poder en la persona del archiduque, éste hubiese podido alterar sin limitación alguna la constitución o, inclusive, reemplazarla o eliminarla, posibilidad que sólo es viable en las mo¬narquías absolutas basadas en los principios "omnis potestas a Deo" y "legibus solutus". De ello se infiere que la monarquía "constitucional" que Maximiliano pretendió ingenua o temerariamente implantar en México, no hubiese sido sino una autocracia o cuando mucho denotado un régimen de "despotismo ilustrado", implicaciones que sin duda alguna habrían significado un notorio retroceso jurídico-político para nuestro país. Por otro lado, si el archiduque, poniendo en práctica sus ideas liberales y populistas, hubiere decidido, como eran sus intenciones, que la constitución definitiva del imperio emanase de la voluntad popular mayoritaria, tendría que haber enajenado la soberanía en favor del pueblo para que éste, por conducto de sus representantes reunidos en una asamblea constituyente, hubiese sido la fuente de su creación. En estas condiciones, habría surgido el riesgo para el mismo Maximiliano y el partido conservador que a costa de su vida trató de apuntalarlo en un débil, deleznable y postizo trono, de que el pueblo o sus diputados, sin la fuerza de las bayone¬tas, hubiese votado una constitución republicana o ratificado la de 1857. Las anteriores conjeturas no hacen sino revelar que la monarquía "constitu¬cional" que trató de establecer el archiduque habría sido, por una parte, un
tenue disfraz de la autocracia, y por la otra, en su proceso formativo, la ocasión para el pueblo mexicano de ejercer su poder constituyente libre de la coacción militar, el cual, seguramente, no se habría manifestado en la implantación de un régimen con que únicamente soñaban los conservadores y reaccionarios, que fueron no sólo traidores a México, sino también victimarios de Maximiliano.
f) Observaciones conclusivas
La experiencia histórica demostró que la monarquía era una forma de go¬bierno totalmente inadecuada para México. Con su establecimiento no sólo no se pacificó al país, sino que se agravó la situación de permanente eferves¬cencia que caracterizó a los nueve primeros lustros de nuestra vida indepen¬diente. Sin embargo, el aniquilamiento del imperio de Maximiliano fue una saludable lección para propios y extraños. En cuanto a los mexicanos, porque reveló que ningún régimen puede fincarse establemente sin el respaldo popu¬lar mayoritario que nunca puede ser reemplazado por la fuerza militar; y por lo que concierne a los extranjeros, porque demostró que no se puede impunemente vulnerar la soberanía y dignidad de un pueblo débil. Uno de los errores principales de los monarquistas consistió en creer que la monar¬quía produciría la erradicación de todos los males, trastornos y conflictos permanentes que achacaban al sistema republicano, fuese federal o central, sin haber advertido que no son las formas de gobierno, en sí mismas consi¬deradas, las fuentes de bienestar o desdicha de un pueblo, sino el elemento humano que en cualquiera de ellas encarne a los órganos del Estado. Dentro de una república puede ahogarse la libertad y disfrazarse una autocracia tirá¬nica con la mera etiqueta que este nombre ostenta, así como en un régimen monárquico puede operar la democracia con todos los elementos que este sistema comprende. La estabilidad y el funcionamiento regular de las institu¬ciones, independientemente de la forma gubernativa a que pertenezcan, obe¬decen a la sinergia entre gobernantes y gobernados, y este factor, a su vez,
supone la politización de unos y otros. El gobernante politizado no es el político que, sin espíritu de servicio social, anda a caza de puestos públicos para envanecerse y enriquecerse con ellos y a costa de ellos, sino el funcionario que conoce la problemática del pueblo y concibe y aplica las soluciones atingentes, buscando y obteniendo la orientación, consejo y colaboración de los especiali¬zados en el conocimiento de los múltiples y variados campos de su incidencia. Por su parte, el gobernado politizado es aquel que se interesa por los proble-mas de la comunidad, que dialoga y discute sobre ellos y que, en resumen, tiene conciencia cívica y sentido de responsabilidad en el ejercicio de sus dere¬chos ciudadanos. A nuestro entender, la dolorosa situación convulsiva que padeció México y que sirvió de ocasión para la proclamación de las ideas monarquistas no se debió a la forma republicana de gobierno, sino a la falta de politización de los gobernantes en turno y de las grandes masas de gober¬nados sumidas en la pobreza y la ignorancia. La asunción de la presidencia, por efecto de los frecuentes golpes de Estado y de los pronunciamientos mili¬tares, no se inspiraba, por lo general, en el designio de servir al pueblo, sino en el propósito de ejercer el poder público en beneficio personal o de las clases privilegiadas de una sociedad tan dividida económica y culturalmente, circuns¬tancias que se vieron favorecidas por el analfabetismo de las grandes mayorías populares y por su marginación de la vida política de México. Esta tristemente conmovedora situación no se habría remediado con la sustitución del régimen republicano por el monárquico, pues, por lo contrario, dada la naturaleza de éste, las desigualdades sociales se hubieran acentuado. Tan es así, que única¬mente los grupos conservadores ° reaccionarios de México, principales insti¬gadores del desorden frente a medidas progresistas que tomaron los reforma¬dores y sus precursores, eran los que apoyaban la monarquía, para cuya implantación tuvieron que acudir a la intervención extranjera. Por otra parte, si bien es cierto que a un rey o emperador no se puede improvisar, igualmente es verdad que tampoco la conciencia colectiva en que éste debe tener su más recio asiento es susceptible de forjarse súbitamente. La integración de esa con¬ciencia requiere mucho tiempo para realizarse y su gradual evolución hacia el monarquismo gira en tomo al principio sacrosanto, ahora obsoleto, que en¬seña que el reyes el representante de Dios en la Tierra y en lo tocante a los asuntos temporales, principio que, para arraigarse en el espíritu colectivo, también exige una reiteración secular en la educación del pueblo y en la lite¬ratura filosófico-política. Sólo la vigencia de ese principio, que fue aniquilado por la teoría de la soberanía popular, pudo levantar y mantener sólidamente durante muchas centurias el régimen monárquico, pues bastó que se le negara validez y verdad por las corrientes del pensamiento que postularon dicha teo¬ría, para que los tronos se derribasen y se sustituyesen por la silla republicana. Era, pues, absurdo, infantil o ingenuo, por no decir audaz o temerario, que en México se estableciese la monarquía cuando el derecho público del mundo occidental ya había desechado el consabido principio, es decir, cuando ya se había proclamado el de la radicación popular de la soberanía, en cuyo ejerci¬cio la nación puede darse o aceptar la forma de gobierno que juzgue más conveniente. Esta potestad, evidentemente, puede manifestarse en favor de la
implantación o conservación de la monarquía cuando la conciencia colectiva mayoritaria así lo determine o convenga espontáneamente, sin presiones ex¬ternas. En nuestro país faltaba esa conciencia, ya que, según hemos dicho, las grandes masas del pueblo mexicano eran políticamente inconscientes por su incultura y su indigencia, sin haber sabido ni siquiera cuál era el régimen en que vivieron durante la dominación española. Ante esa inconsciencia popular, el dilema república-monarquía se entabló entre el grupo progresista y el con-servador. Para el primero, la forma de gobierno adecuada a efecto de implan¬tar las reformas que la superación de las condiciones vitales del pueblo reque¬ría fue indudablemente la república; para el segundo, partidario del orden estático, el régimen monárquico era el que le aseguraba el mantenimiento de sus fueros, privilegios y posiciones frente a los embates del reformismo, cuya proyección efectiva en la vida de ningún país deja de provocar convulsiones, que se registran con más frecuencia y gravedad si la roca clasista por derribar es más dura y poderosa. El drama del Cerro de las Campanas se encargó de resolver definitivamente ese dilema en favor de la república, alentando a nuestro pueblo en el celo por su soberanía y cerrando para siempre la puerta falsa por donde penetró el monarquismo bajo el signo de lo efímero y frustráneo.
Estos fenómenos produjeron, a su vez, una especie de conciliación entre los vencedores y los vencidos bajo los principios humanistas preconizados por la Constitución de 1857, pues como afirma don Daniel Cosía Villegas, en el grupo de los derrotados, "la aspiración mayor era borrar la huella de la lucha, la distin¬ción entre vencedores y vencidos, para que todos, otra vez, o más bien por la primera, pudieran comenzar juntos esta nueva vida, a reserva de que una vez más divergieran en el futuro. Y de vencedores y vencidos era la aspiración a la paz, el deseo de limpiar las montañas y los valles todos para hacer desaparecer el rastro encarnado de la sangre y el hedor asfixiante de la muerte. Y mientras los vencedores proclamaban las excelsitudes de la Constitución de 57, porque en ella confiaban, y para hacerla aceptar a los vencidos como requisito de la paz y de la conciliación, los últimos murmuraban que sin esa conciliación general no había paz, y que sin paz la Constitución, a diferencia del cielo, no cobijaría a todos, sino a la parcialidad que a su sombra vivía. La fidelidad a los principios superiores de la Constitución y el acatamiento cotidiano de ella llegaron a ser una fuerza política tremenda; y llegó a serlo también la aspiración a la concilia¬ción y a la paz: ésta, como repudio a la solución violenta de los conflictos políticos; aquélla, como repudio a un distanciamiento entre hermanos".
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