LA REPÚBLICA
A. Ideas generales
El concepto de "república" ha sido empleado en la doctrina y la legislación con diversas acepciones. Se le suele con frecuencia identificar específicamen¬te con la idea de Estado en la terminología jurídico-política. Se habla, en efecto,
de "República mexicana, argentina, francesa, alemana", etc., como sinónimo de "Estado mexicano, argentino, francés, alemán", etc. En los regímenes fede¬rales es común que los términos "república" y "federación" se utilicen indis¬tinta e indiscriminadamente. Esta identificación y esa sinonimia son incorrec¬tas en puridad jurídica, pues el concepto de "república" denota "forma de gobierno" de un Estado, sin equivaler al Estado mismo como entidad moral de Derecho Público.
Por otra parte, etimológicamente el vocablo "república" implica "cosa pú¬blica" (res publica) como opuesto a las palabras "cosa privada" (res privata). Connota, por consiguiente, todo lo concerniente al interés general, social o nacional, en oposición al interés particular o singular. Dicho de otra manera, la "cosa pública" -res publica- es el patrimonio económico, moral y cultural de todos los miembros del cuerpo social sin distinción de clases y que tiene como bases fundamentales el interés de la patria, la igualdad, el derecho y la justi¬cia, elementos con los que el idealismo de la Revolución francesa caracterizó al sistema republicano en frontal contrariedad con los regímenes monárquicos. Los ideólogos y adalides de este gran movimiento jurídico-político considera¬ron cualquier forma de gobierno distinta de la republicana como "estadios in¬feriores" en la ruta del progreso humano, y que si algunos Estados específicos que registra la historia prosperaron dentro del régimen monárquico, su des¬arrollo económico y cultural se contrajo al provecho de las clases dominantes de la sociedad, o sea, de un grupo notoriamente minoritario de la misma sin orientarse hacia la verdadera "res publica", constituida por los intereses mayo¬ritarios de la comunidad misma o, como dijera Cicerón, "República es la cosa del pueblo; y se entiende por pueblo, no cualquier agregado humano infor¬me, sino una colectividad unida por las leyes y el interés común."
Cabe recordar que en su acepción etimológica se utilizaron la palabra y el concepto "república" en el Derecho romano y en el Derecho español. Inclu¬sive, en diferentes estatutos, ordenanzas, cédulas y pragmáticas reales que in¬tegraban este último, se aludía a la "república" como objeto de preservación de la actuación del monarca, sin significar, por ende, forma de gobierno, sino más bien la materia de incidencia de los fines del Estado.
La doctrina moderna de Derecho Constitucional y Político no ha logrado precisar uniformemente el concepto de "república", aunque ha proclamado que éste entraña una forma de gobierno que se enfrenta a la "monarquía". Para Kelsen, incluso, dicho concepto es "negativo" como equivalente a "no¬ monarquías" aduciendo que la distinción entre régimen republicano y régi¬men monárquico radica en el órgano del Estado que produce la legislación y en el elemento en quien reside el poder soberano. "Cuando el poder soberano de una comunidad, sostiene, pertenece a un individuo, dícese que el gobierno o la Constitución son monárquicos", agregando que "Cuando el poder perte¬nece a varios individuos, la Constitución se llama republicana." Clasifica a la república en "aristocracia" y "democracia", "según que el soberano poder pertenezca
a una minoría o una mayoría del pueblo" y complementa su pensa¬miento con las ideas que nos permitimos reproducir a continuación.
"El criterio por el cual la Constitución monárquica se distingue de la repu¬blicana, y la aristocrática de la democrática, está en la forma en que regula la creación del orden jurídico. Esencialmente, la Constitución (en sentido material) regula solamente la creación de las normas jurídicas generales, determinando a los órganos legislativos así como el procedimiento de la legislación. Si la Consti¬tución (en sentido formal) contiene además estipulaciones relativas a los órga¬nos supremos de la administración y la jurisdicción, ello se debe a que estos órganos también crean normas jurídicas. La clasificación de los gobiernos es en realidad una clasificación de las Constituciones, usando este último término en su sentido material, pues la distinción entre monarquía, aristocracia y democra¬cia esencialmente se refiere a la organización de legislación. Un Estado es con¬siderado como democracia o aristocracia si su legislación es de naturaleza democrática o aristocrática, aun cuando su administración y su poder judicial puedan tener un carácter diferente. De manera parecida, el Estado se clasifica como monarquía cuando el monarca es jurídicamente el legislador, aun cuando su poder en este campo de la rama ejecutiva se encuentre rigurosamente restrin¬gido y en el campo del poder judicial prácticamente no exista."
Un criterio semejante adopta Jellinek para distinguir la república de la monarquía, en cuanto que, en la primera, la voluntad del Estado se forma por un proceso jurídico plurivolitivo de diferentes individualidades que personifican a los órganos estatales encargados de expresarla, mientras que en la segunda dicha voluntad se externa psico1ógicamente por una persona en la que, por ende, se supone radica la soberanía.
Por su parte, Loewenstein niega que en los Estados contemporáneos exista diferencia entre ambos tipos de formas de gobierno, basándose en un criterio meramente empírico y no científico. Sostiene que "La monarquía que en su tiempo estuvo imbuida por el misticismo del derecho divino, no es hoy sino un pálido reflejo de su pasado como lo muestra la total racionalización y democra¬tización de las instituciones monárquicas en Europa occidental", añadiendo que "En los raros casos en los que se aproxima la dictadura, la monarquía se basa no en la magia de la realeza, sino en los tanques y fusiles de las fuerzas arma¬das. Tampoco el concepto de gobierno republicano es una categoría unívoca; esta forma de gobierno puede identificarse, como ocurre frecuentemente, con un dominio democrático. Pero el concepto de república puede también comprender
un ejercicio autocrático y tiránico del poder político, careciendo por esto de valor la distinción formal entre monarquía y república. La forma republicana de gobierno puede ser hoy la estructura para el monopolio del poder por un único detentador del poder con un carácter bastante más absoluto que el monar¬ca de tiempos pasados, y sin embargo no podrá ser calificado dicho régimen de monarquía. La mayor parte de las actuales monarquías son tan democráticas como las repúblicas democráticas. Según las denominaciones de república y monarquía, Gran Bretaña y Arabia Saudí entrarían en la misma categoría, mientras que, por otra parte, habría que clasificar en el mismo grupo al repu¬blicano Tercer Reich y los republicanos de los Estados Unidos. En una palabra, las clasificaciones tradicionales carecen hoy completamente de sentido para valorar las formas de gobierno según las realidades del proceso del poder que operan en ella."
No dejamos de reconocer que no sólo en la facticidad histórica, sino en el terreno mismo de la tipología jurídico-política, la diferencia entre república y monarquía limitada, constitucional o institucionalizada es sutil, por no decir nebulosa. Sin embargo, el concepto de "república", desde que lo utilizó Ma¬quiavelo, sí expresa la forma gubernativa que se enfrenta a la monarquía, defi¬niéndose como aquella forma en que el titular del órgano ejecutivo supremo del Estado es de duración temporal, no vitalicia, y sin derecho a transmitir su encargo, por propia selección o decisión, a la persona que lo suceda. La repú¬blica, como la monarquía, son formas de gobierno que se fundan en el aspecto orgánico de éste y no en el dinámico. De ahí que no debe confundirse la forma republicana con la democrática, pues puede existir una república que no impli¬que simultánea y necesariamente una democracia, sino, por ejemplo, una aristo¬cracia, en cuanto que la designación del titular del órgano ejecutivo máximo del Estado no emane del pueblo ni de sus representantes, sino de una clase social o de un grupo limitado de ciudadanos, así como en la hipótesis de que en la expresión de la voluntad estatal a través de la legislación no intervengan directa ni representativamente las mayorías populares.
De la anterior consideración se infiere que existen dos subtipos de repú¬blica, la democrática y la aristocrática, a las cuales ya Montesquieu hacía referencia al afirmar que "Cuando, en la república, el pueblo tiene el poder soberano, hay democracia" y "Cuando el poder soberano se encuentra en las manos de una parte del pueblo, existe la aristocracia."
Según lo ha sostenido uniformemente la doctrina, en la república democrá¬tica el origen de la investidura de los titulares de los órganos primarios del Estado es la voluntad popular mayoritaria sin distinción clasista alguna, y la cual participa directa o indirectamente en la expresión de la voluntad estatal mediante la creación de normas jurídicas abstractas y generales o leyes. Esas dos especies de participación han conducido a la clasificación de la república de¬mocrática en directa y representativa, siendo esta última, por imperativos de carácter fáctico, la que opera en los Estados modernos y contemporáneos que
han adoptado dicha forma de gobierno, como sucede, obviamente, en México, cuya Constitución, en su artículo 40, declara que "Es voluntad del pueblo me¬xicano constituirse en una república representativa ... "
Por lo que concierne a la república aristocrática, no es el pueblo en general de quien deriva la designación de los titulares de los órganos primarios del Estado ni el que directa o representativamente interviene en la externación de la voluntad estatal, sino determinadas clases o grupos sociales de diferente contextura, pues, como dice Kelsen: "La aristocracia se divide en varios subtipos, conocidos con los nombres de timocracia, plutocracia, etc., según que los titu¬lares de los derechos políticos, es decir, los grupos participantes en la forma¬ción de la voluntad estatal, en la creación del Derecho, sean los miembros de una clase social privilegiada (guerreros, sacerdotes), la nobleza de la sangre o una clase privilegiada económicamente, etc."
B. Bosquejo histórico de algunos regímenes republicanos
a) Esparta
Los antiguos filósofos, imbuidos de aristocratismo, consideraban a Esparta o Lacedemonia como la república perfecta o ciudad ideal. Sus instituciones, va¬gamente conocidas, fueron la obra de un legislador legendario, Licurgo, cuya existencia se sitúa en el siglo IX antes de Jesucristo, y eran características de una feroz y despiadada aristocracia. Los espartanos descendían de los dorios que conquistaron Laconia, habiendo formado originariamente una casta com¬puesta de guerreros y sus familias que concentraba los derechos políticos, el poder gubernativo y casi la totalidad de la propiedad inmobiliaria en el territo¬rio lacedemonio. En grado inferior a los espartanos, dentro de la población que residía en sus dominios, se encontraban los periecos, que habitaban la campiña y las ciudades secundarias, y en el Ínfimo nivel social los esclavos o ilotas, que pertenecían en propiedad al Estado o a los ciudadanos espartanos en particular. Con anterioridad a la constitución establecida por Licurgo, es decir, en la época doria, Esparta era una especie de monarquía ejercida por dos reyes que compartían y desempeñaban igualitariamente el poder público. Esta dicotomía monárquica fue conservada por el citado legislador, aunque las atribuciones de los reyes se limitaron considerablemente, al punto de que el gobierno residía en el senado, compuesto por éstos y veintiocho ancianos desig¬nados vitaliciamente. Los senadores estaban investidos con facultades casi ili¬mitadas, constituyendo una verdadera oligarquía dentro del régimen aristo-crático. Además del senado, en la república de Esparta funcionaba la asamblea pública, que se componía de todos los ciudadanos espartanos y de la que esta¬ban excluidos los individuos pertenecientes a las otras dos clases sociales. Dicha asamblea votaba, sin deliberar, todos los asuntos que el senado o los reyes sometían a su decisión; y para vigilar el cumplimiento de la ley y la conducta
de los funcionarios públicos, existían cinco éforos, cuyas atribuciones eran parecidas a las de los censores romanos.
Licurgo, siguiendo las tradiciones de los antiguos dorios que se caracteriza¬ron por la austeridad y rudeza de las costumbres públicas y privadas, dictó diversas medidas legislativas prohibiendo el lujo, las monedas de oro y plata, la cultura intelectual y cualquier hábito que pudiese corromper o prostituir el espíritu guerrero de los espartanos y debilitar el Estado, y para fortalecer los lazos de unión y la solidaridad entre ellos, implantó las famosas "comidas pú¬blicas" a las que funcionarios y ciudadanos tenían el ineludible deber de asis¬tir. Prescribió una educación basada en una disciplina férrea de carácter mili¬tar destinada a conservar y fomentar el espíritu bélico de dominación del espartano, y para evitar que éste sea contaminara con los vicios de los extran¬jeros, ordenó la expulsión de éstos del territorio de Esparta.
La anterior semblanza, que sólo contiene la descripción de los rasgos so¬bresalientes y fundamentales del régimen republicano de Esparta, revela que éste era aristocrático a ultranza, demostrando que no es jurídica ni históri¬camente posible confundir la democracia con la república, confusión en la que inconsultamente se suele incurrir.
b) Atenas
Esta ilustre ciudad, metrópoli de la pequeña península denominada Atica y centro de una especie de federación, fue gobernada en sus orígenes por una sucesión de reyes cuya existencia pertenece más a la leyenda y la mitología que a la historia. Se cuenta que el último de ellos se hizo matar en una batalla contra los dorios para dar la victoria a su pueblo y que desde entonces los atenienses, creyendo que nadie era digno de ser rey después de semejante hazaña, abolieron la monarquía sustituyéndola por el arcontado. Este régimen fue en sustancia inicialmente monárquica con distinto nombre, pues el arconte era el magistrado supremo electo per vitam, aunque sin los privilegios que otrora tenían los reyes.
El establecimiento del arcontado unipersonal significó en realidad un triunfo de las familias aristocráticas, pues éstas, de las que dependía la desig¬nación de dicho magistrado, reemplazaron el gobierno de un solo arconte por un cuerpo compuesto de diez arcontes nombrados por un periodo de diez años que finalmente se redujo a una sola anualidad. De esta manera, en Atenas se formó, desde el siglo VII anterior a la Era Cristiana, la república aristocrática regida por los nobles o eupátridas.
Sin embargo, fue Solón quien constituyó jurídicamente dicho régimen polí¬tico de gobierno. Nombrado arconte y después legislador supremo e investido por la opinión pública con la misión de pacificar Atenas y de conciliar los in¬tereses de los diversos grupos que se disputaban el poder, el célebre estadista expidió una constitución que implicó un notable progreso hacia el estableci¬miento de la república democrática, ya que, mediante un sistema mixto de gobierno que compartían la nobleza y la clase media, atemperó el poder ab-sorbente de la aristocracia, independientemente de que decretó diferentes
medidas en beneficio del pueblo, como la abolición de la esclavitud por deudas, la modificación de las crueles leyes penales de su antecesor Dracón y, principalmente, la sustitución de la aristocracia de raza (eupatridismo) por la aristocracia de la fortuna (plutocracia).
Conforme a la constitución de Salón, el gobierno de Atenas se componía de cuatro cuerpos políticos, que eran: el arcontado, compuesto de nueve miembros. elegibles por un año y a cuyo cargo estaba el poder ejecutivo y las funciones judiciales; el senado, integrado por cuatrocientos miembros también designados anualmente, correspondiendo a este órgano la preparación de las leyes y su discusión antes de que se pusiesen en vigor; la asamblea del pueblo, formada únicamente por los ciudadanos atenienses, a la que incumbía la deli¬beración de todos los asuntos que el senado le sometía a su consideración, la confirmación o el rechazo de las leyes, y el nombramiento de los magistrados, jefes militares y embajadores; y el areópago, que era un antiguo tribunal aristo¬crático y cuyas funciones, que fueron conservadas por Salón, consistían en fa¬llar como órgano judicial supremo de la polis los negocios jurídicos que se sometían a su conocimiento, revisar las decisiones del pueblo y ejercer un con¬trol sobre los magistrados y ciudadanos.
Después de la tiranía de los hijos de Pisístrato, el régimen republicano ate¬niense prosiguió su avance hacia la democracia durante el periodo de Clístenes, quien modificó las leyes de Salón haciendo participar en el gobierno de la polis a las clases sociales distintas de los eupátridas y plutócratas. Implantó la institución del ostracismo como arma popular para desterrar por diez años al ciudadano cuya influencia podía ser peligrosa para las libertades públicas.
La constitución de Atenas se reformó todavía bajo Pericles, cuyo gobierno imprimió el mayor desenvolvimiento en el ámbito político y cultural a la céle¬bre polis. Según las reformas de tan ilustre estadista, las magistraturas, en vez de ser conferidas por elección, se distribuían por medio de sorteos entre los ciudadanos más significados, estableciéndose así una especie de aristocracia del saber en el gobierno. Durante la época de su grandeza, Atenas, merced a sus victorias bélicas y a la potencialidad de su marina, se colocó a la cabeza de diversas ciudades griegas, formando con ellas una confederación (anfictionía) en la que se mantuvo como miembro central o principal, sin que esta forma de alianza hubiese evolucionado hacia la formación de un verdadero y unitario Estado griego, ya que las polis confederadas conservaron su independencia y su gobierno propio.
e) Roma
A la caída de la monarquía en el siglo VI antes de Cristo, se instituye en Roma la república aristocrática cuyo gobierno estaba en manos de los patricios.
El rey fue sustituido por dos magistrados, renovables anualmente, llama¬dos cónsules, que conservaron una parte de las prerrogativas de la realeza. A ellos se encomendó el poder ejecutivo y en tiempos de guerra eran los jefes supremos del ejército. Las luchas entre patricios y plebeyos tuvieron por con¬secuencia la creación de un funcionario, denominado tribunus plebis, cuyas principales atribuciones consistían en proteger los derechos e intereses de la clase plebeya mediante el ejercicio del veto suspensivo frente a cualesquiera medidas lesivas que las autoridades del Estado romano tomaran, incluyendo las leyes. Los avances hacia la democratización de la república se tradujeron, además, en el reemplazamiento de los comicios por centurias, en los que los que no fuesen patricios o caballeros (equites) no podían tener ninguna interven¬ción, por los comicios por tribus, en que los sufragios se contaban per caput o por cabeza, así como en la práctica de los plebiscitos, a través de los cuales la plebs podría hacerse escuchar en relación con cualquier asunto que afectara a la res publica. Una de las conquistas plebeyas más importantes durante la época republicana de Roma fue la elaboración de la Ley de las Doce Tablas, ordenamiento que no quitó el poder político a los patricios, pero que constituyó un importante progreso para la seguridad jurídica del pueblo mediante el prin¬cipio de legalidad que entrañaban sus prescripciones, ya que la administración de justicia dejó de estar sometida al subjetivismo de los funcionarios públicos para encauzarse legalmente.
Como la ley mencionada no estableció la igualdad política y civil entre pa¬tricios y plebeyos, las luchas entre ambas clases sociales continuaron, recla¬mando los tribunales de la plebe la libertad matrimonial entre los individuos
por el senado, no así la segunda, por considerar que la dig¬nidad de cónsul sólo debía corresponder a los patricios. A cambio de esta negativa, el senado propuso a los tribunos, y éstos aceptaron, la creación provisional de tribunos militares, a cuyo cargo podían aspirar válidamente cua¬lesquiera de las personas integrantes de dichas dos clases.
Debemos hacer notar que, para contrabalancear el poder creciente de los plebeyos, los patricios lograron aumentar el número de magistraturas o curu¬les, instituyendo los censores, que eran designados por cinco años únicamen¬te entre el patriciado. Las funciones de esos nuevos magistrados, primeramente modestas, asumieron después gran importancia, ya que consistiendo al princi¬pio en la mera elaboración del censo de personas y de bienes, se convirtieron en verdaderas facultades de vigilancia de las costumbres públicas y privadas y de sanción para quien, como simple ciudadano o funcionario, las infringie¬se. Las sanciones que los censores podrían imponer estribaban primordial¬mente en la privación de los derechos para intervenir en las deliberaciones públicas, facultad que les dio un arma política muy poderosa para contrarres¬tar los progresos de la plebe como temibles inquisidores en provecho de los patricios. Sin embargo, la exclusividad de la censura en favor de la clase patri-cia sólo duró casi un siglo, ya que después los plebeyos tuvieron derecho a ser censores, así como a ocupar los cargos estrictamente religiosos y la mayoría de las magistraturas civiles.
El progreso político de la clase plebeya durante la república romana duró aproximadamente dos siglos desde el famoso retiro al Monte Sacro, integrán¬dose con los plebeyos una nueva y numerosa casta aristocrática, sucesora de la antigua aristocracia patricia y sacerdotal, y que presenta cierta analogía con la burguesía moderna y contemporánea. La expansión territorial de Roma, sus conquistas bélicas llevadas hasta los confines del mundo a la sazón conocido, la sujeción a su imperio de numerosos pueblos y otros importantes aconteci¬mientos históricos que sería prolijo relatar y cuya narración rebasaría los lin¬des de la sinopsis que hemos formulado, tuvieron por efecto la diversificación de la sociedad romana mediante la aparición de distintas clases, como la plu¬tocracia, la de los caballeros y la nueva nobleza compuesta por descendientes de antiguos plebeyos. Estas clases, en su despotismo y altivez, se asemejaron a los patricios, reivindicando• para sí los fueros, privilegios y distinciones que éstos disfrutaban antes de la revolución plebeya, hecho que significó el frena¬miento de la evolución de la república romana hacia su definitiva democrati¬zación, meta ésta que el pueblo romano ya no pudo alcanzar a consecuencia del advenimiento del imperio bajo el gobierno de Octavio Augusto.
d) Edad Media
Las repúblicas que se destacan durante este periodo de la historia de la Humanidad, caracterizado por las monarquías absolutas y el feudalismo, son las de Venecia, Génova y Florencia, todas ellas en la península itálica.
1. Venecia se formó desde el siglo séptimo por una especie de federación o alianza pactada entre los habitantes de las islas que geográficamente la com¬ponen y a cuya cabeza colocaron a un funcionario vitalicio denominado duce o conductor, quien, de hecho, era un príncipe absoluto. Medio siglo después se limitó su autoridad por medio de la intervención de dos tribunos encargados de legalizar sus actos, es decir, de aprobarlos o rechazarlos. Posteriormente se creó un consejo, cuyos miembros se llamaban pregadi, siendo una especie de senado en el que se depositó la función legislativa. Para restringir aún más el poder del duce, los dos tribunos fueron sustituidos por un consejo electivo de seis miembros. En resumen, en los comienzos del siglo XII la dignidad del duce se convirtió en una magistratura republicana, ya que este funcionario era designado por doce electores nombrados por los ciudadanos. Sin embargo, dentro del pueblo veneciano se fue formando una especie de aristocracia que tendió a conquistar el poder de la república. Sus designios fueron favorecidos por el espíritu aventurero de los venecianos, a quienes impulsó para apode¬rarse de las islas del Adriático y del mar Egeo a efecto de extender el imperio comercial de Venecia que se arrogó sobre dichos mares una cierta "soberanía" que le fue "otorgada" por el Papa Alejandro III, mediante la simbólica dona¬ción representada por la entrega de su anillo al duce como signo de la supe¬rioridad marítima de dicha república. Desde entonces se implantó la costum¬bre de que cada año este funcionario, desde un bajel denominado Bucentauro, arrojase al Adriático un anillo bendito en señal de los simbólicos esponsales entre la república veneciana y este mar.
En medio de sus grandes expediciones, de sus éxitos y reveses, de sus gue¬rras contra los genoveses y de sus trastornos interiores, Venecia necesitaba progresivamente del apoyo y servicio de una oligarquía compuesta por las fa¬milias aristocráticas que formaban una especie de patriciado, fundado primor¬dialmente en sus bienes de fortuna. Tales familias, de usurpación en usurpa¬ción, se apoderaron del gobierno de la república mediante la integración de un organismo llamado el Gran Consejo, al que sólo sus miembros podrían tener acceso a perpetuidad con derecho a trasmitir el cargo a sus descendientes. Se suprimió todo vestigio democrático, aboliéndose las elecciones, por lo que Venecia experimentó un retroceso político en el siglo XIV al reemplazar la incipiente democracia por una despótica oligarquía que concentró todas las funciones públicas.
2. Génova. Esta república, una de las más poderosas de Italia y cuna de Cristóbal Colón, estaba gobernada, al finalizar el siglo XIII, por dos capitanes del pueblo y un abad del pueblo, cargos que se disputaban en sangrientas lu¬chas las familias Doria y Grimaldi, entre otras, y los grupos denominados
güelfos y gibelinos. A mediados del siglo XIV los referidos cargos se suprimieron y fueron sustituidos por un duce o conductor, que nunca debía reclutarse de la nobleza sino de la alta burguesía formada por navegantes y comerciantes ricos que constituían una verdadera plutocracia, misma que llegó a convertirse en una nueva aristocracia, la cual, para adueñarse completamente del poder, abo¬lió a principios del siglo XVI la intervención del pueblo en la elección de dicho funcionario. En el siglo XVII y hasta antes de la incorporación de Génova al ducado de Sabaya, esta república quedó definitivamente organizada en un ré¬gimen aristocrático dentro del que estableció la igualdad entre la antigua y la nueva nobleza. El gobierno se compuso de un duce elegible por dos años, de un senado formado de doce miembros y de una cámara de procuradores com¬puesta por ocho individuos también elegibles durante dos anualidades.
3. Florencia. Una de las peculiaridades gubernativas de esta república italiana consistió en que, a mediados del siglo XIII los comerciantes e indus¬triales intervenían directamente en las funciones públicas. Se trataba, por tanto, de una república "mercantil", compuesta por una burguesía celosa de sus derechos y que implacablemente luchó contra la nobleza. Dentro de este régimen existía una aristocracia burguesa formada por "compañías de artes mayores" (legistas, banqueros, médicos, negociantes y fabricantes de sedas) con un jefe cada una y de cuyo seno debían proceder únicamente las magis¬traturas, y una "clase plebeya" constituida por pequeños artesanos. La historia política de Florencia se caracteriza por una serie indeterminable de luchas entre esos dos grupos y entre la aristocracia burguesa y la nobleza que se alió con la baja burguesía. Ante semejante ebullición de partidos que se clasificaban indistintamente como “güelfos" y “gibelinos", el gobierno de Florencia nun¬ca pudo ser estable, hasta que la familia de los Médicis, simpatizando con la burguesía baja, transformó esta república en señorío.
e) La Revolución francesa y los Estados Unidos de América
La idea de "república", en las eclosiones de la Revolución francesa, alcanza dimensiones gigantescas y espectaculares. No representa sólo una mera forma de gobierno ni un frío concepto jurídico-político, sino que es al mismo tiempo arma, escudo, símbolo, cronología y mística de los revolucionarios franceses. República significó la bandera tremolada contra la monarquía absoluta, deno¬tando todo lo contrario que ésta implicaba, a saber: libertad, igualdad política y civil, soberanía popular, legalidad y democracia. Importaba, en suma, demo¬lición y aniquilamiento del edificio carcomido y corrupto en que por siglos habían vivido los reyes. La república combate con el principio de la soberanía del pueblo proclamado por los filósofos e ideólogos del siglo XVIII, principal¬mente Rousseau, el origen divino del poder monárquico; el absolutismo real con el postulado de la división de funciones y de la ley como expresión de la
voluntad general; la práctica abominable de las "lettres de cachet", es decir, los "úkases" de los reyes de Francia, con la presunción jurídica de que todo hombre debe ser reputado inocente mientras no se demuestre su culpabilidad. Invocando los mismos principios, conjuntados en un espíritu humanitario de justicia, levanta la República francesa con los contingentes de su propio pue¬blo un ejército que se lanza defensivamente contra las agresiones del monar¬quismo europeo y llega la euforia republicana a desbocarse hasta el extremo de pretender dar a la Humanidad un nuevo comienzo de computación del tiempo para sustituir con otra cronología a la era cristiana. "No más era cris¬tiana, comenta Julio Michelet, recordada por la variable fiesta de las Pascuas, sino la era francesa, fijada en día preciso de un acontecimiento cierto: la fun¬dación de la República francesa."
Todos los principios, todas las ideas que formaron la turbulenta mística republicana de los más fogosos revolucionarios franceses, se preconizaron por la filosofía política del iluminismo y se recogieron en importantes y trascen¬dentales documentos elaborados y votados por los representantes del pueblo y de los partidos reunidos en una Asamblea Popular primero y en una Conven¬ción nacional después. De ellas surgió la famosa Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1798; la Constitución de 1971 que con¬servó la monarquía; la Constitución de 1793 que estableció la república como
forma de gobierno; la Constitución del año III fructidor; y la Constitución del año VIII inspirada por Sieyés.
Bien es sabido, por otra parte, que la idea republicana se aplicó sistematizadamente como forma de gobierno en la Constitución de los Estados Unidos de América de 1787, o sea, antes que en Francia. Ya en el pensamiento de los autores, comentaristas y glosadores de este importante ordenamiento, fuen¬te de inspiración y modelo de las constituciones de los países latinoamericanos, la república significaba libertad, democracia y seguridad jurídica.
Así, para Madison, la forma republicana era la "conciliable con el genio del pueblo americano, con los principios fundamentales de la Revolución (la de in¬dependencia americana) o con esa honrosa determinación que anima a todos los partidarios de la libertad a asentar todos nuestros experimentos políticos sobre la base de la capacidad del género humano para gobernarse", añadiendo que "Si buscamos un criterio que sirva de norma en los diferentes principios sobre los que se han establecido las distintas formas de gobierno, podemos definir una departamentales integradas por la voluntad popular a través del voto directo y universal de los ciudadanos. En resumen, la Constitución del 93, que fue muy poco práctica, puso el gobierno de Francia en manos del pueblo con la tendencia de debilitar la acción de los poderes públicos mediante una renovación demasiado frecuente de los miembros de la representación nacional, de los cuerpos administrativos y de las magistraturas.
república, o al menos dar este nombre, a un gobierno que deriva todos sus poderes directa o indirectamente de la gran masa del pueblo y que administra por personas que conservan sus cargos a voluntad de aquél, durante un periodo limitado o mientras observen buena conducta. Es esencial que semejante go¬bierno proceda del gran conjunto de la sociedad, no de una parte inapreciable, ni de una clase privilegiada de ella; pues si no fuera ese el caso, un puñado de nobles tiránicos, que lleven a cabo la opresión mediante una delegación de sus poderes, pueden aspirar a la calidad de republicanos y reclamar para su go¬bierno el honroso título de república. Es suficiente para ese gobierno que las personas que lo administren sean designadas directa o indirectamente por el pueblo, y que la tenencia de sus cargos sea alguna de las que acabamos de espe¬cificar; ya que, de otro modo, todos los gobiernos que hay en los Estados Unidos, así como cualquier otro gobierno popular que ha estado o pueda estar bien organizado o bien llevado a la práctica, perdería su carácter de república.”
Claramente se advierte la indiscutible influencia que en las ideas transcritas ejerció el pensamiento filosófico-político europeo del siglo XVIII en lo tocante al principio de soberanía popular. Ello nos conduce a la conclusión de que los grandes juristas y políticos que fundaron la Unión norteamericana, con el sen¬tido pragmatista que caracteriza al anglosajón, convirtieron en instituciones constitucionales los postulados preconizados por dicho pensamiento antes de que éstos se implantaran en el derecho positivo fundamental francés. Se ob¬serva, en consecuencia, una verdadera sinergia entre el constitucionalismo ge¬nético de los Estados Unidos y las corrientes ideológicas que lo informan pero que no procedieron autóctonamente de su genialidad creativa, sino de los grandes pensadores dieciochescos, con Rousseau y Montesquieu a la cabeza. Tan es así, que la Constitución norteamericana no contiene en su articulado ninguna definición, o descripción o demarcación de los principios que la sus¬tentan, sino disposiciones que los desarrollan pragmáticamente; y no es aven-turado sostener, como se ha afirmado frecuentemente, que nuestro derecho constitucional y el de los demás países iberoamericanos se han nutrido de las ideas que proclaman tales principios como patrimonio cultural del mundo oc¬cidental, y estructurado por imitación lógica o extralógica, positiva o negativa, del constitucionalismo estadunidense, .
C. El republicanismo en México
Se ha cuestionado con bastante frecuencia en el terreno fáctico y en el ám¬bito especulativo filosófico-jurídico si la forma republicana de gobierno era o no conveniente para nuestro país al consumar su independencia. La disyun¬tiva entre república o monarquía, según hemos afirmado, preocupó a los hombres públicos de México durante cerca de medio siglo de vida indepen¬diente, a tal extremo que los propugnadores de uno y de otro régimen no sólo esgrimieron sus armas dialécticas en la prensa y en la tribuna, sino que
suscitaron luchas intestinas y movimientos de agresión y de defensa de la so¬beranía mexicana que ensangrentaron durante varios años el suelo patrio.
Ya hemos recordado los primordiales argumentos expuestos por los mo¬narquistas para tratar de demostrar la atingencia de sus ideas y la convenien¬cia de su institucionalización en México, destacando la consideración de que la forma republicana de gobierno era la causa toral, si no única, de los trastor¬nos, agitaciones, crisis, desunión, atraso, pobreza e incultura en que por varios lustros se debatió dolorosamente nuestro país, y soñando con la panacea mo¬nárquica para aliviar radicalmente todos estos males. Dichas apreciaciones ya las hemos refutado con antelación, en cuya virtud no vamos a insistir en las razones que al r pecto expusimos en esta misma obra. En la presente ocasión sólo quisiéramos responder, de modo breve y somero, a la pregunta de si la república como forma gubernativa ra o no la que convenía a México o la que, por necesidad histórica, debía implantar e.
Es innegable que las ideologías jurídicas, políticas y filosóficas que inflama¬ron a la Revolución franca tuvieron una gran repercusión en América. Tan es así, que sobre ellas se construye el edificio constitucional norteamericano en 1787. Pese a la estricta y abominable censura civil y eclesiástica, a las constan¬tes amenazas y persecuciones de que eran víctimas por parte del gobierno vi¬rreinal y a los riesgos que su libertad y vida corrían, los ideólogos y jefes de nuestro movimiento 'de independencia, significativamente Hidalgo y Morelos, nutrieron sus espíritus con el pensamiento que dichas ideologías proclamaron y difundieron. El concepto de república para los pensadores franceses y nor¬teamericanos tenía un contenido muy exhuberante y sustancioso, según lo hemos recordado. De ese contenido formó parte esencial el principio de la radicación popular de la soberanía, es decir, la idea de que el pueblo o la na¬ción tiene en todo tiempo, como elemento connatural de su ser, el poder de auto determinarse y de elegir libremente a sus propios gobernantes. Estos in¬gredientes del concepto republicano estaban en abierta oposición con los prin¬cipios y sistemas monárquicos de gobierno, conforme a los cuales la soberanía del Estado residía en el rey, cuya sucesión al trono era generalmente heredita¬ria, sin que, por tanto, la voluntad popular nacional pudiese designar al suce¬sor de la corona. Era, pues, lógico que nuestros auténticos insurgentes no cre¬yeran en ninguna forma de gobierno distinta de la república, por lo que, en la esfera de las meras posibilidades políticas, la adopción de ésta fue un hecho que necesariamente tenía que apoderarse de las conciencias de los genuinos directores del movimiento insurgente, según lo comprueba la diversa docu¬mentación que de él emanó y primordialmente la Constitución de Apatzingán de 14 de octubre de 1814.
Por otra parte, en el ámbito de la facticidad sociológica, el establecimiento del régimen monárquico en México no era de ninguna manera posible. La po¬blación de la Nueva España, diseminada en un vastísimo territorio sin fron¬teras precisas, era notoriamente heterogénea desde el punto de vista étnico, socio económico y cultural. Merced a esa heterogeneidad, las grandes mayorías humanas estaban postradas en la extrema pobreza y sufrían un lacerante anal¬fabetismo. La politización de los grupos mayoritarios de la población neoespañola
a un hecho totalmente desconocido. La suma ignorancia en que dichos grupos estaban colocados les impedía ya no sólo discurrir sobre cualquier ré¬gimen o forma política, sino aun distinguir con someridad la monarquía de la república, pues ni siquiera conocían el sistema dentro del cual, más que vivir, vegetaban. El único dato político que empírica y circunstancialmente se pro¬yectaba sobre ellos se reflejaba en el trato ocasional con la autoridad inmediata de la aldea, villa o ciudad, identificándola muchas veces con su explotador urbano y rural. Consiguientemente, sólo sectores minoritarios muy reducidos de españoles y criollos y algunos mestizos tenían viabilidad y oportunidad por su relativa ilustración, para enterarse del status político que los rodeaba y, por ende, para opinar críticamente sobre él y dentro de la clandestinidad, en el sentido de mantenerlo, reformarlo o sustituirlo.
A mayor abundamiento, la monarquía, a los ojos de los ilustrados, progre¬sistas y evolucionistas de la Nueva España, representaba la figura de un régi¬men de opresión, de dependencia y servidumbre, sin importar que dicho régimen fuese absoluto o limitado. Las ansias de libertad y su goce, que fueron el móvil y la aspiración de la independencia mexicana, no podían avenirse con la idea monárquica, puesto que únicamente la república las podía satisfacer. Estas y otras muchas consideraciones, que intencionalmente omitimos, nos conducen a la conclusión de que, ni desde el punto de vista teórico-político ni fáctico, la implantación de la monarquía, como sistema que naturalmente se acomodara a nuestro pueblo, era un hecho vislumbrable y mucho menos via¬ble, pues sólo la quimera o las ambiciones clasistas lo podían reputar como posible y realizable. En otras palabras, la república fue la forma de gobierno que sociológica, política y jurídicamente convenía a México; y si nuestro país bajo ella y durante casi diez lustros de su vida independiente padeció todo el malestar público que a dicha forma gubernativa achacaban los monarquistas, esta situación lastimosa no se debió al régimen republicano en sí mismo consi-derado, sino a una serie de numerosos factores que se resumen en la falta de politización de gobernantes y gobernados, la cual casi siempre se registra en todos los países recién nacidos a la independencia.
Después del efímero y fracasado imperio de Iturbide, como se sabe, triun¬fan las ideas republicanas y el régimen respectivo se implanta en la Constitu¬ción Federal de 1824. Tales ideas y régimen se reiteran en las Leyes Fundamentales
del centralismo," sin que en ningún momento de la historia de nuestro país la república se hubiese extinguido como aspiración institucional de los adalides del pueblo de México, ya que no pudo ser desplazada por los grupos conservadores y reaccionarios que se ilusionaron con la monarquía ni por las fuerzas extranjeras que apoyaron militarmente el postizo imperio de Maximiliano. Es más, la agresión que sufrió la soberanía nacional por dichas fuerzas y la traición a México en que delictuosamente incurrieron quien e con engaños y falacias trajeron a gobernar como "emperador" al idílico y benevo-lente archiduque austriaco, elevaron el rango de la república, pues ésta im¬plicó ya no sólo una mera forma de gobierno, sino aun la bandera de los liberales encabezados por Benito Juárez, y en cuyos pliegues ondeaba el destino de la patria, que al fin pudo mantener incólume la soberanía y la dignidad de la na¬ción en que se personifica. Si comparamos el espíritu inflamado de pasión
republicana de los ideólogos y políticos de la Revolución francesa con el pen¬samiento tenaz, indoblegable y austero del insigne indio de Guelatao y de los ilustres hombres de la Reforma que compartieron con él las amarguras de una de las épocas más cruentas de nuestra historia, podemos concluir que entre uno y otro hay tal similitud, que se identifican dentro de una mística por la república en la que se conjugan los más altos valores políticos y humanos.
Desdé que se adoptó para México la forma republicana, ésta necesaria¬mente tuvo que ser, como lo es, representativa, pues la representación política, Íntimamente ligada a la democracia, es una figura jurídica imprescindible en todo Estado moderna. Sólo las comunidades humanas demográficamente exi¬guas y confinadas en un reducido territorio pueden organizarse en una repú¬blica en que la democracia sea directa, situación que casi ya no se presenta en la actualidad. El concepto de "república representativa" lo emplea
el artículo 40 de nuestra Constitución vigente, precepto que es exactamente igual al que, con el mismo numeral, contenía la Ley Fundamental de 1857. Por virtud de la representación política, que esencialmente es distinta de la representa¬ción civil, según veremos, se entiende jurídicamente que los órganos del Estado y sus titulares nunca actúan per se sino en nombre del pueblo o la nación. Suponer lo contrario equivaldría a subvertir todos los principios sobre los que descansa la república democrática, al considerar que las autoridades estatales pudieren válidamente realizar sus diferentes funciones sin ninguna relación jurídico-política con el elemento popular o nacional. Esta consideración, a su vez, implicaría la eliminación de este elemento como soporte de la soberanía y la imputación de ésta al jefe del Estado o a cualquier grupo oligárquico o aristocrático. Por ello, siguiendo los principios teóricos inherentes a la república democrática, el artículo 39 constitucional, que con anterioridad comentamos en esta misma obra, declara que "todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste", disposición que funda 1ógicamente la repre¬sentación política del mismo pueblo por los órganos del Estado a través de las diversas funciones públicas en que dicho poder se desarrolla. Esta idea nos lleva a la ficción de que todos los actos de autoridad en que las propias fun¬ciones se manifiestan, como las leyes, los actos administrativos y los jurisdic¬cionales, se emiten siempre con la subyacente referencia al pueblo por efecto de la representación política.
Ahora bien, esta figura no necesariamente está ligada a la democracia. En otras palabras, puede existir una república representativa sin que, por modo fatal e ineludible, sea democrática, sino aristocrática, pues en este último caso los órganos del Estado, en puridad jurídico-política, sólo representan a los grupos socioeconómicos que intervengan en la elección o designación de sus titulares, quedando las mayorías populares, ab origine, desvinculadas de ellos, aunque sean las destinatarias del poder público. Fácilmente se advierte, en consecuencia, que la extensión de la representación política, derivada de la fuente electiva o designativa de los titulares de los órganos primarios del Esta¬do, determina el carácter democrático o aristocrático de una república.
No todas las Constituciones mexicanas que adoptaron la forma republicana de gobierno instituyeron al mismo tiempo la democracia abierta, ya que no implantaron el sufragio universal que es la base de la representación política auténticamente popular. Así, las Siete Leyes Constitucionales o Constitución
centralista de 1836 contrajo la calidad de ciudadano y, por ende, el derecho de voto activo para los cargos de elección popular en favor de los mexicanos q\le tuviesen "una renta anual lo menos de cien pesos, procedentes de capital fijo o mobiliario, o de industria o trabajo personal honesto y útil a la sociedad" (Art. 7-1 de la Primera ley), en la inteligencia de que ese derecho político sub-jetivo se suspendía "por el estado de sirviente doméstico" y "por no saber leer y escribir desde el año de 846 en adelante" (Art. 10-II y IV, idem). Similares prescripciones contenían las Bases Orgánicas de 1843, cuyo artículo 18 elevó la renta anual a doscientos pesos por lo menos "procedente de capital físico, industrial o trabajo personal honesto". En cambio, la Constitución de Apatzin¬gán sí estableció el sufragio universal al declarar que el derecho de voto activo para la elección de diputados pertenecía "sin distinción de clases ni países a todos los ciudadanos" (Art. 6), teniendo esta calidad todos los nacidos en Amé¬rica (Art. 7). En lo que atañe a la representación política del pueblo en favor de los diputados integrantes del Supremo Congreso, dicha Constitución insti¬tuyó la forma indirecta en tercer grado para su nominación, ya que ésta debería provenir de las Juntas Electorales de Provincia, cuyos miembros, a su vez, eran designados por las Juntas Electorales de Partido y los individuos que a éstas debían componer, eran nombrados por las Juntas Electorales de Parro¬quia, procediendo su integración del voto de la ciudadanía residente en la respectiva circunscripción territorial. Es de suponer, lógicamente, que este sis¬tema electoral mediatizaba al pueblo en relación con los diputados que com¬ponían el Supremo Congreso, mermando la autenticidad de la representación política popular que éste debía ostentar. La Constitución Federal de 1824 sí implantó el sufragio universal para la elección de los diputados al Congreso general, al prescribir que la base para su nombramiento sería la población (Art. 10) y que la votación respectiva se haría "por los ciudadanos de los Esta¬dos" (Art. 8), habiendo facultado a las legislaturas locales, sin embargo, para determinar las "cualidades de los electores" (Art. 9). Por último, las Consti¬tuciones de 1857 y la vigente de 1917 reiteran el sufragio universal, y en cuan¬to a la designación de diputados y senadores al Congreso Federal y Presidente de la República, la primera estableció la elección indirecta en primer grado (Arts. 55, 58, párrafo A y 76) y la segunda la directa (Arts. 54, 56 Y 81), tópicos éstos sobre los cuales trataremos oportunamente en esta misma obra.
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