LA ANTECEDENCIA HISTORICO-POLITICA DEL ESTADO MEXICANO

I. SOMERAS CONSIDERACIONES TERMINOLÓGICAS.


EL NOMBRE DEL ESTADO MEXICANO



El Estado mexicano es un Estado específico con existencia y vida diferencia¬das en el orden internacional. En consecuencia, las notas que concurren en su ser y en su concepto resultan de la referencia, a él, de los atributos del Estado en general. Prima facie, debemos afirmar que el Estado mexicano es una insti¬tución jurídico-política dotada de personalidad, o sea, en otras palabras, es una persona moral que se distingue de las demás que dentro de él existen por¬que tiene el carácter de suprema. El Estado mexicano, como todo Estado, impli¬ca una organización o estructura jurídica dinámica, por cuanto que como persona moral desarrolla una conducta para conseguir determinados fines específicos en beneficio de la nación, y los cuales fundan su justificación.

Ahora bien, como el Estado es creado y organizado por el derecho funda¬mental u orden jurídico básico, el estudio del Estado mexicano necesariamente tiene que abordarse desde el punto de vista constitucional, pues es la Constitu¬ción la que le señala todos sus elementos y demarca su especificidad. Hemos aseverado que el análisis de un Estado en particular es un tema que corresponde puntualmente al Derecho Constitucional, ya que entraña la ponderación de una determinada constitución en lo que atañe a los aspectos normativos al través de los cuales lo estructura, consignando las modalidades de cada uno de sus elemen¬tos propios y su teleología. Por consiguiente, el examen del Estado mexicano comprende las cuestiones concernientes al modo de ser de su ingrediente hu¬mano -población-, de su base física o geográfica -territorio-, de la sobera¬nía de su nación, de su derecho fundamental, de su poder público, de sus órganos originarios y de sus fines; y como todas estas cuestiones están tratadas precepti¬vamente en la Constitución, es a través del análisis de ésta corno su estudio debe emprenderse. No debe olvidarse, en efecto, que el Derecho Constitucional res¬ponde a la pregunta de cómo es un Estado específico, es decir, cómo está estruc¬turado en una constitución determinada, sin que su órbita de investigación abarque la cuestión de cómo debiera estar organizado, tema éste que incumbe a la filosofía política. Si concebimos al Estado mexicano como la persona moral suprema en que se ha estructurado el pueblo de México y si esta estructura se implanta en la Constitución, es obvio que sin ella o fuera de ella no se le puede examinar. Por ello, concluimos que el estudio de la mencionada institución es eminente y preponderantemente jurídico, lo que no obsta para que, al analizarse los diferentes aspectos de su normatividad, su explicación deba acudir a diversas disciplinas culturales como auxiliares de la Ciencia del Derecho.



La persona moral llamada "Estado Mexicano" recibe en la Constitución de 1917 distintas y heterodoxas denominaciones que provocan una ambigüedad terminológica y una confusión de conceptos de diferente acepción técnica. Nues¬tra actual Ley Fundamental emplea, en efecto, indiscriminadamente los nombres de “Estados Unidos Mexicanos", “República", “Federación", "Nación" y "Unión" para designar al Estado mexicano en su implicación institucional. El primero de ellos se utiliza, v. gr., por los artículos 50 y 80, entre otros, que respectivamente aluden al depósito del poder legislativo y del poder ejecutivo "de los Estados Unidos Mexicanos", en un Congreso general y en un solo indi¬viduo o presidente. El término "nación", en cambio, se adscribe a la denomina¬ción del tribunal supremo del país, llamándosele por el artículo 94 y otros preceptos "Suprema Corte de Justicia de la Nación". En otras diversas dispo¬siciones constitucionales -artículos 9, 11, 69, 71, etc.-, se alude a la “Repú¬blica" como sinónimo de "Estado mexicano" o de "Estados Unidos Mexi¬canos". También se emplea la palabra "Unión" con la misma equivalencia, según se advierte de los artículos 71, fracción II, inciso j), 73, fracción I, 108 Y 111, así como la de “Federación" en los artículos 18, 27, 42, 49, 104, fracción III, por no citar otros preceptos.



La Suprema Corte se ha preocupado por explicar esta ambigüedad termino¬lógica para designar a la institución jurídica pública llamada "Estado mexicano", afirmando que " ... el Estado mexicano, aspirante por propensión llamada so¬ciológico-política a encudrar a la Nación Mexicana y que se denomina Estados Unidos Mexicanos, viene a ser en el lenguaje del Derecho Público una realidad jurídico-política, que es la misma que el lenguaje de la Sociología llamaría, dentro del género, entidad sociológico-política, y específicamente Nación Mexicana, entidad integrada -dentro del criterio clásico de los tratadistas de Derecho Público, criterio adoptado por la Constitución- por tres factores: un pueblo, un territorio y un gobierno. Así, podríamos concluir que la Federación es esta entidad total de un pueblo, un territorio y un gobierno, que reciben conjunta indistintamente los nombres de Estados Unidos Mexicanos, de Unión o de Federación, aunque la denominación oficial e internacionalmente adoptada para estas tres realidades sea la de Estados Unidos Mexicanos; en la inteligencia, sin embargo, de que esta conclusión ajustada a la doctrina de Derecho Público y nuestra Constitución, en parte se contradice por el texto del artículo 27 de propia Constitución, en cuanto en dicho precepto se comete el error doctrinario de aludir a la Nación como sinónimo de Estados Unidos Mexicanos".





En la Constitución de 1857 también se empleaban indistintamente para desig¬nar al Estado mexicano los vocablos "República (art. 2, 30, 34, etc.), "Fe¬deración" (arts. 42, 43, 50, etc.), "Unión" (arts. 41, 65, frac. 1, etc.) y "Na¬ción" (arts. 51, 52 Y otros). El Acta Constitutiva de la Federación de 31 de enero de 1824 y la Constitución Federal de 4 de octubre del mismo año adopta¬ron las denominaciones "nación" y "federación", y los ordenamientos consti¬tucionales centralistas de 1836 y 1843 usaron el término "república".

Estimamos pertinente haber hecho las anteriores observaciones con el objeto de precisar que todos los vocablos que se han señalado expresan la idea de "Estado mexicano" que es la jurídicamente correcta, pues los nombres "Federa¬ción" y "Unión" en puridad terminológica denotan una forma estatal, el de "República" una forma de gobierno y el de "Nación" el pueblo mismo como unidad real sociológica, cultural e histórica que se organiza en la persona moral llamada "Estado". Por ende, e independientemente de esa sinonimia heterodoxa y errónea, es conveniente subrayar que cuando la Constitución emplea indife¬renciadamente cualquiera de dichos términos, alude, en substancia, al Estado mexicano.

El nombre oficial del Estado mexicano suscitó apasionadas discusiones en el seno del Congreso Constituyente de Querétaro, en torno a las denominaciones "República Federal Mexicana" y "Estados Unidos Mexicanos". La Comisión respectiva, encargada de formular el preámbulo de la Constitución de 1917 y que estuvo integrada por los diputados Francisco J. Mújica, Alberto Román, Luis G. Monzón, Enrique Recio y Enrique Colunga, dictaminó que el nombre que debiera aplicarse a México fuese el de "República Federal Mexicana".

Los argumentos que dicha Comisión expuso y en los cuales fundó su propo¬sición, fueron los siguientes:

"En el preámbulo formado por la Comisión, se ha substituido al nombre de "Estados Unidos Mexicanos", el de "República Mexicana", substitución que se continúa en la parte preceptiva. Inducen a la Comisión a proponer tal cambio, las siguientes razones:

"Bien sabido es que en el territorio frontero al nuestro, por el Norte, existían varias colonias regidas por una "Carta" que a cada una había otorgado el mo¬narca inglés; de manera que esas colonias eran positivamente Estados distintos; y, al independerse de la metrópoli y convenir en unirse, primero bajo forma con¬federada y después bajo la federativa, la república, así constituida, tomó natu¬ralmente el nombre de Estados Unidos.

"Nuestra patria, por lo contrario, era una sola colonia regida por la misma ley, la cual imperaba aún en las regiones que entonces no dependían del virrei¬nato de Nueva España y ahora forman parte integrante de la nación, como Yucatán y Chiapas. No existían Estados; los formó, dándoles organización inde¬pendiente, la Constitución de 1824.

"Los ciudadanos que por primera vez constituyeron a la nación bajo forma republicana federal, siguiendo el modelo del país vecino, copiaron también el nombre de "Estados Unidos", que se ha venido usando hasta hoy solamente en los documentos oficiales. De manera que la denominación de Estados Unidos Mexicanos no corresponde exactamente a la verdad histórica.

"Durante la lucha entre centralistas y federalistas, los primeros preferían el nombre de República Mexicana y los segundos el de Estados Unidos Mexicanos:



Por respeto a la tradición liberal, podría decirse que deberíamos conservar la segunda denominación; pero esa tradición no traspasó los expedientes oficiales para penetrar en la masa del pueblo, el pueblo ha llamado y seguirá llamando a nuestra patria, “México” o “República Mexicana”; y con estos nombres se le designa también en el extranjero. Cuando nadie, ni nosotros mismos, usamos el nombre de Estados Unidos Mexicanos, conservarlo oficialmente parece que no es sino empeño de imitar al país vecino. Una república puede constituirse y existir bajo forma federal, sin anteponerse las palabras “Estados Unidos”.

“En consecuencia, como preliminar del desempeño de nuestra comisión, sometemos a la aprobación de la Asamblea el siguiente preámbulo. “El Congreso Constituyente, instalado en la ciudad de Querétaro el primero de diciembre de mil novecientos diez y seis, en virtud de la convocatoria expedida por el ciudadano Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, encargado del Poder Ejecutivo de la Unión, el diez y nueve de septiembre del mismo año, en el cumplimiento del Plan de Guadalupe, de veintiséis de marzo del mil novecientos trece, reformado en Veracruz el doce de diciembre de mil novecientos catorce, cumple hoy su encargo, decretando, como decreta, la presente Constitución Política de la República Federal Mexicana.”

Contra el punto de vista de la Comisión de escucharon las voces de los diputados constituyentes Luis Manuel Rojas, Fernando Castaños y Alfonso Herrera. El primero de ellos argumentó lo que a continuación nos permitimos transcribir:

“Yo creo que el Primer Jefe estuvo acertado al no restringir los vocablos al Mexicanos; pero la pretensión, por parte de la Comisión, de que precisamente se excluya de la redacción de la nueva ley fundamental el nombre de Estados Unidos Mexicanos, me parece muy peregrina, por más que se diga que no ha entrado ese nombre en la conciencia nacional y que no ha pasado de las oficinas públicas. En este punto pienso que la Comisión ha sufrido un descuido involuntario; porque hasta en las monedas se lee Estados Unidos Mexicanos y, además, se recordará que ustedes mismos, señores diputados, aprobaron hace poco la reforma del Reglamento y convinieron en que el promulgarse el decreto respectivo debían decirse: “El Congreso de los Estados Unidos Mexicanos” y no la ‘República Mexicana’. Parece que en este particular no hay sino una mera preocupación de la Comisión, y en el fondo, nuestros distinguidos amigos no son sino representantes de una idea conservadora.





“Una de las razones que alega la Comisión es fundamental a primera vista, porque dice que absolutamente en México no hay ninguna tradición, como en Estados Unidos para la separación de Estados. Con este argumento se quiere demostrar que aquí la Federación, refiriéndose al hecho más que a la palabra, es enteramente exótica, y yo le voy a demostrar a la Comisión que en este particular también incurre en un error lamentable; porque siempre es conveniente venir preparados para tratar estos asuntos en un Congreso Constituyente. El 15 de septiembre de 1821, la península de Yucatán, que formaba una capitanía enteramente separada de la Nueva España, proclamó su independencia, y voluntariamente envió una comisión de su seno para que viniera a la capital de México, que acababa de consumar su independencia, a ver si le convenía formar un solo país con el nuestro; pero sucedió que cuando venía en camino la comisión, se levantó la revolución en Campeche, proclamando espontáneamente su anexión a México. De manera que ya ve la Comisión cómo había, en un prin¬cipio cuando menos, dos entidades antes de que se formara nuestra nación: la Nueva España y la Península de Yucatán. Poco tiempo después ese movimiento trascendió a Centroamérica: Nicaragua, Guatemala, Honduras, El Salvador, todavía no eran países independientes; también se declararon con deseos mani¬fiestos de formar un solo país con México. Mas vino el desastroso imperio de lturbide, que no gustó a Guatemala, que se vio obligada a declarar que no quería seguir con México, que recobraba su independencia, y formó luego otro país.

"La primera forma de república en Centroamérica, fue también una federa¬ción. En estas condiciones, llegó una ocasión en que voluntariamente quiso Chia¬pas desprenderse de la antigua capitanía de Guatemala, a que pertenecía, para quedar definitivamente agregada a nuestro país, como ha sucedido hasta ahora, y es así como tuvieron origen los Estados de Chiapas, Tabasco, Campeche y Yucatán.

"Ahora, por el Norte y por el Occidente, la capitanía general de Nueva Gali¬cia fue también independiente por mucho tiempo de la Nueva España y aun cuando andando el tiempo del gobierno colonial creyó necesario a su política incorporar la capitanía de Nueva Galicia como provincia de la Nueva España, el espíritu localista de Nueva Galícia quedó vivo, y tan es así, que en el año de 1823 hubo una especie de protesta o movimiento político en la capital del Estado de Jalisco, en nombre de toda la antigua provincia, diciéndole claramente a México: "Si no adopta el sistema federal, nosotros no queremos estar con la República Mexicana'; eso dijo el Occidente por boca de sus prohombres. Aquel movimiento político no tuvo éxito, porque la República central en aquel momen¬to tuvo fuerzas suficientes para apagar el movimiento; pero surgió la idea fede¬ral y quedó viva, indudablemente, hasta que, por efecto de dos revoluciones, el pueblo mexicano falló esta cuestión de parte de los liberales federalistas en los campos de batalla. Desde entonces la idea federal quedó sellada con la sangre del pueblo; no me parece bueno, pues, que se quieran resucitar aquí viejas ideas y con ellas un peligro de esta naturaleza.

"Por lo demás, señores, yo me refiero de una manera muy especial en esta peroración a los diputados de Jalisco, de Sinaloa, de Sonora, de Durango, de Colima, de Tepic, de Chihuahua, de Coahuila, de Guanajuato y de Tabasco, Yucatán, Campeche y Chiapas; pero principalmente a los del Norte, porque los del Norte tienen antecedentes gloriosos de esa protesta de Jalisco; porque Jalis¬co y Coahuila dieron los prohombres de la idea federal, entre otros, Prisciliano Sánchez, Valentín Gómez Farías, Juan Cañedo, Ramos Arizpe, los que fueron verdaderos apóstoles de la idea federal; Jalisco y Coahuila han dado, pues, su sangre para sellar esos ideales, que son hoy de todo el pueblo mexicano; por tanto, creo que todos los diputados de Occidente deben estar en estos momen¬tos perfectamente dispuestos para venir a defender la idea gloriosa de la fede¬ración."

A su vez, el diputado Fernando Lizardi, quien intervino en la polémica, adujo lo siguiente:



"Los impugnadores de la Comisión nos dicen: hemos luchado por el federa¬lismo o por el centralismo; los partidarios del federalismo hemos dicho que las diversas provincias que formaron el reino del Anáhuac, que aceptaron la primitiva Constitución, se unieron para abdicar parte de su soberanía en favor de la unión federal, y hacer así una federación completa convirtiéndose en Estados Unidos; pero en este mismo sentido se hizo la Constitución de 1824:, en ese mis¬mo sentido se hizo la Constitución de 1857. En otros términos, los unos y los otros aducen argumentos históricos; en seguida la Comisión añade un argumento práctico; ningún mexicano que vaya al extranjero dice: vengo de los Estados• Unidos Mexicanos, sino que todos dicen: vengo de México, vengo de la Repú¬blica Mexicana. Ningún extranjero que viene a México dice: voy a los Estados Unidos Mexicanos. ¿Por qué hemos de cambiar a una cosa su nombre? Yo creo sencillamente que ambos tienen razón, yo soy partidario de la federación, creo que, dada la extensión enorme de nuestro país, creo que, dada la diferencia de cultura, creo que, dada la diferencia de necesidades, el Gobierno típico, el Gobierno ideal que nos corresponde, es un Gobierno federal; pero qué ¿para ser Gobierno federal necesitamos llamarle Estados Unidos Mexicanos o Estados Unidos Argentinos? Sencillamente creo que la idea federal en la forma en que se expresa, de un modo más castizo, es por medio de la palabra 'federal'; en otros términos: puede decirse 'República Federal Mexicana' y, de esa manera conservaremos nuestro prestigio de federalistas sin necesidad de recurrir a imitar a los descendientes de William Penn, porque nosotros imitándolos ... la diferen¬cia resultaría de dos sílabas, que suplico a ustedes no me hagan decirlas. Creo señores que si se trata de representar al Federalismo, de quien me he declarado, partidario, bastará decir sencillamente: república federal, realmente decir: Estados Unidos es una torpe imitación, llevada hasta el lenguaje por mi distinguido amigo, a quien respeto y estimo mucho por sus conocimientos, el señor licencia¬do Luis Manuel Rojas, que ha demostrado tan profundo desconocimiento de la lengua castellana, que ha llamado palabra a la locución 'Estados Unidos Mexicanos'. No es ni frase siquiera, señor licenciado, es locución, porque no es una frase completa. Como quiera que sea, creo que con el adjetivo federal -pues para algo se inventaron los adjetivos- se puede realizar la obra de representar la significación del federalismo y al mismo tiempo para representarse con mayor autonomía, sin necesidad de recurrir a locuciones extrañas: Estados Unidos Mexicanos; pero si queremos imitar, señores, ruego encarecidamente a los re¬presentantes de todos los pueblos que constituyen la República Mexicana, que se sirvan pelarse de castaña, quitarse el bigote y decir: estamos imitando a los Estados Unidos del Norte antes de que ellos nos invadan."

Para reforzar los argumentos de la Comisión, el diputado Luis G. Monzón manifestó lo que en seguida reproducimos:

"La Comisión a que pertenezco acordó que se designara a nuestra patria de esta manera: República Mexicana y no Estados Unidos Mexicanos y las hono¬rables personas que han rebatido a la Comisión en este punto, no han destruido los argumentos que se expusieron acerca de ello.

"Hay una confusión: la expresión Estados Unidos no es una denominación política, la expresión Estados Unidos es una denominación geográfica, por más que envuelva algún sentido político, y lo voy a demostrar con los mismos argumentos de la Comisión.



"La nación que hoy se llama Estados Unidos de América o República de Estados Unidos, se constituyó por varias colonias extranjeras y distintas entre sí unas eran inglesas, otras eran holandesas, otras eran francesas; esas colonias tenían cada una de ellas su nombre geográfico respectivo, porque había la del Massachussets, Nueva OrIeans, Rhode Island, etc.; cada colonia tenía su nombre propio y lo conservó; la primera vez que se unieron fue en 1743, para poder de-fenderse de las depredaciones de los bárbaros y también de la hostilidad de los holandeses, aprovechando el apoyo de un carnicero sublime que había en Ingla¬terra y que se apellidaba Cromwell, el mismo que decapitó a Carlos I pocos años después; de manera que, cuando por primera vez adoptaron una denominación geográfica y fue ésta: Colonias Unidas de la Nueva Inglaterra; fueron cuatro sólo las que se unieron: Massachussets, Connecticut, New Hampshire y Plymouth; fueron las cuatro que se reunieron para formar las Colonias Unidas de al Nueva Inglaterra. En 1774 estalló la guerra de emancipación económica de las diversas colonias y en 1776 fue cuando por vez primera, de manera oficial, apareció la designación geográfica de Colonias Unidas de la Nueva Inglaterra, que comprendió a las colonias británicas y también a las holandeses, donde está ahora la ciudad de Nueva York. Fue un diputado por Virginia -si no recuerdo mal se llamaba Henry Richard Lee- quien propuso que las Colonias Unidas de la Nueva Inglaterra se declararan independientes del dominio británico, y es la primera vez que se encuentra esa designación. Transcurrió el año de 1877 (sic) y hasta el año de 1878 (sic) fue cuando por vez primera apareció la desig¬nación geográfica de Estados Unidos de la Nueva Inglaterra, o Estados Unidos de América, hoy. Fue el año de 1878 (sic) cuando Francia se resolvió a interve¬nir en los asuntos americanos en pro de la emancipación de esas colonias; enton¬ces se le conocía oficialmente con el nombre de Estados Unidos y no era una república federal; y no lo era, porque esa expresión, Estados Unidos, no tiene la significación política que se le quiere dar ni la tendrá, por más que se violen¬ten los términos; es una designación geográfica, eso es.







"Luego que las naciones de América se hicieron independientes, los pueblos que quedaron al Norte de la América meridional que ahora están representados por Venezuela, Colombia y Ecuador, formaron una república federal; pero eran Estados independientes y por eso tomaron la designación de Estados Unidos de Colombia. A la República Argentina, nunca se la ha llamado Estados Unidos de Argentina, absolutamente nunca; esto lo saben hasta los maestros de escuela. De manera que nosotros sabemos que se denominan Provincias Unidas del Plata pero nunca Estados Unidos de la Argentina, jamás. Así es que no hay ningún motivo político para que la expresión de Estados Unidos deba equivaler a la República Federal; en Europa hay una república federal que se llama Suiza y a nadie se le ha ocurrido decir Estados Unidos de Suiza, absolutamente a nadie. Aquí en México se nos ha ocurrido decir Estados Unidos Mexicanos; pero hay dos pruebas materiales para demostrar que es una designación geográ¬fica y no una designación política, como se pretende. Allí está el error, a mi ver; en que se quiere que sea denominación política. Las dos pruebas son las siguien¬tes: las dos expresiones, república y Estados Unidos, no pueden ir juntas sino cuando nos referimos a una nación que no debería tener nombre; pero cuyo nombre geográfico es Estados Unidos, por eso se dice República de Estados Unidos; pero tratándose de México, por ejemplo, no se oye bien, yo no oigo bien de esta manera, República de los Estados Unidos Mexicanos; no pueden herma¬narse estos dos vocablos por la diferencia de denominación; no se puede decir República de Estados Unidos Mexicanos, la otra prueba es la de Suiza, de que ya hablé. Ahora, una razón que creo es un motivo en pro de nuestro dictamen, es la siguiente: ¿cuándo se votó esa ley o ese decreto que diga que la república federal forzosamente ha de tener la denominación de Estados Unidos? Que se exhiba esa ley o ese decreto. Así es que las argumentaciones nuestras o nuestro dictamen, no ha sido destruido en forma alguna y subsiste, pues, el acuerdo y subsiste también lo que hemos dicho: pues es una imitación de la República del Norte; esa sí es República de Estados Unidos, porque la palabra república es la denominación política, y las palabras Estados Unidos son el nombre del país; así es que no podemos convencernos y, en tal virtud, subsiste el dictamen sobre ese particular."

Por su parte, el diputado Rafael Martínez de Escobar, después de haber hecho una sinopsis histórica en torno al tema sujeto a debate, consideró aceptable la proposición de la Comisión, en el sentido de que el nombre del Estado mexi¬cano debiera ser "República Federal Mexicana". Para apoyar su adhesión sos¬tuvo tan insigne constituyente lo que a continuación transcribimos:

" ... entre nosotros el centralismo va unido a la idea del conservatismo, va unido a la idea de absorción del poder, a la monarquía, y el federalismo induda¬blemente que va unido siempre entre nosotros, a pesar de esa Constitución de 1836, a pesar de esa Constitución de 1846, que realmente fueron proyectos y tanteos de tiranos como Santa Anna, indudablemente, decía yo, que la idea de república va unida a la idea de federalismo entre nosotros y la idea de centra¬lismo va unida a la idea de monarquía de manera que no sé de dónde sacan consecuencia y yo creo que es únicamente por sostener lo que quieren; porque ayer mismo, señores diputados, yo hablaba con el señor Luis Manuel Rojas y él me dijo: que era lo mismo República Mexicana que Estados Unidos Mexi¬canos. Realmente no sé por qué hemos tenido aquí un debate tan intenso y tan fuerte; yo vine a la tribuna, porque vi que se ostentaron una serie de argumen¬tos falsos; y tuve necesidad de venir, porque me estaban hiriendo profundamen¬te y porque no eran ciertos, y repito, el señor licenciado Rojas me dijo que era lo mismo República Mexicana que Estados Unidos Mexicanos, que nación me¬xicana, en fin, una serie de términos pues que realmente no es una cuestión de gran importancia, de gran trascendencia y gravedad para el país. Indudable-mente que no, absolutamente no, ni siquiera es una necesidad social que deba cristalizarse en un precepto o en una disposición. Indudablemente tiene más razón la Comisión, pues estudiando la República norteamericana, se verá que es verdad lo que decía el señor licenciado Colunga: que más bien es una razón geográfica; pero no entre nosotros, señores diputados, porque en Estados Uni¬dos Mexicanos la comprensión es menos clara, menos perfecta y menos definida; sin embargo, como dicen estos señores que la idea de república va unida al centralismo, lo que no es cierto, para quitar ese escrúpulo, pongamos, como antes dijo el discípulo de Voltaire con su amarga ironía, el señor licenciado Lizardi, pongamos, decía, República Federal Mexicana, que es una apreciación más mexicana, para no poner Estados Unidos Mexicanos; de manera que es una verdad: la idea de centralismo no va unida absolutamente con la idea de repú¬blica, con la idea de federalismo entre nosotros."



Después de que en la discusión intervinieron otros diputados, como el licen¬ciado Enrique Colunga, el Congreso Constituyente aprobó por mayoría de cien¬to ocho votos, que México se llamara "Estados Unidos Mexicanos", desechando así el proyecto de la Comisión, que fue aprobado por cincuenta y siete diputados.

II. LA FORMACIÓN DEL ESTADO EN GENERAL




El primer dato que nos ofrece la vida histórica de la humanidad es la existen¬cia de un conjunto de habitantes que se asienta sobre un territorio determinado, cual es la población, que surge del mero hecho de la convivencia. La población es, pues, un grupo humano que reside en un cierto espacio guardando con éste una simple relación física. Ahora bien, cuando las relaciones entre los individuos que componen ese grupo no derivan únicamente del hecho de convivir juntos, sino de elementos comunes de carácter sicológico, histórico, religioso o económico, es decir, cuando al grupo lo une un conjunto de factores de los que participan sus componentes y que se determinan por causas culturales (historia, tradición y costumbres), o geográficas y económicas, la población asume la calidad de comunidad, pudiendo comprender aquélla varias comunidades distintas. La co¬munidad, en consecuencia, es una forma vital superior a la simple población, y se convierte 'en nación cuando "entra en la esfera del autonconocimiento o en otras palabras; cuando el grupo étnico se torna consciente del hecho de que cons¬tituye una comunidad de normas de sentimiento, o mejor aún, tiene una psiquis común inconsciente, poseyendo su propia unidad e individualidad y su propia voluntad de perdurar en el tiempo". "Una nación es una comunidad de gentes que advierten cómo la historia las ha hecho, que valoran su pasado y que se aman así mismas tal cual saben o se imaginan ser, con una especie de inevitable introversión."



El concepto de nación es eminentemente sociológico y corresponde al ser comunitario más importante dentro del que las individualidades que lo compo¬nen están permanentemente vinculadas por diferentes factores de carácter ma¬terial, cultural y sentimental, o como afirma Hauriou, es un "grupo de población fijado en el suelo, unido por un lazo de parentesco espiritual que desenvuelve el pensamiento de la unidad del grupo mismo". Siguiendo a este autor, Maritain sostiene que "la nación es acéfala, en el sentido de que tiene sus élites y centros de influencia, mas no jefe ni autoridad gobernante; estructuras, pero no formas racionales ni organización jurídica; pasiones y sueños, pero no un bien común; solidaridad entre sus miembros, fidelidad y honor, aunque no amistad cívica; maneras y costumbres, no orden y normas formales". Criterio semejante sus¬tenta respecto de la nación Georges Burdeau, manifestando al efecto: "Mancini Michelet, Renan, Fuste! de Coulanges en su carta a Mommsen han empleado este concepto con tal substancia poética que los más rigurosos análisis científicos no han logrado nunca reemplazar. Y es que la nación es, en efecto, y primaria¬mente un sentimiento que se adosa a las fibras más íntimas de nuestro ser: el sentimiento de una solidaridad que une a los individuos en su voluntad de vivir juntos. Ciertamente, las opiniones difieren y se enfrentan cuando se trata de designar el elemento determinante de carácter nacional. Unos ponen al frente la influencia de factores naturales, la raza o la lengua: otros insisten sobre el elemento espiritual, la religión, las costumbres, los recuerdos comunes, la voluntad de realizar juntos grandes empresas. Pero cuando un profundo malestar se abate sobre la colectividad, cuando un desastre la amenaza con la ruina irremediable, entonces se advierte cómo cuentan bien poco los pretendidos análisis científicos del sentimiento nacional. El que haya conocido las horas trágicas de junio de 1940 trata de comprender su dolor patriótico: deberá saber que su origen se encuentra en un sentimiento tan misterioso como el amor, tan inexplicable como la emoción estética. Se objetará que razonar así significa confundir la patria con la nación. En cuanto a mí, no las puedo disociar. El patrimonio es el amor para los caracteres nacionales y los que se encuentran tanto en los lindes de los horizontes familiares como en las cadencias de Racine, en la emoción que des¬pierta el solo nombre de Verdun, como en la calidad de los goces que procura Debussy o Faure."





La nación suele identificarse con el pueblo y frecuentemente se utilizan por modo indistinto o indiferenciado ambos conceptos. Esta identidad o equivalencia es correcta si se considera al pueblo en su implicación sociológica, pero no polí¬tica, porque la nación no es un grupo político, sino puramente social. En su acepción política, el pueblo no es un grupo comunitario, sino societario y como tal sólo tiene significación dentro de un régimen democrático, aunque bajo su aspecto sociológico la tenga en cualesquiera otros regímenes.





Estas afirmaciones exigen necesariamente una explicación. La sociedad es una comunidad teleológica en cuanto que se forma o nace con vista a un fin determinado. Como dice Maritain, en una comunidad "el objeto es un hecho que precede a las determinaciones de la inteligencia y voluntad humanas y que actúa independientemente de ellas para crear una psiquis común inconsciente, sentimientos Y estados psicológicos comunes y costumbres comunes. Pero en una sociedad el objeto es una tarea a realizar o un fin que alcanzar, el cual depende de las determinaciones de la inteligencia Y voluntad humanas, estando precedido por la actividad -sea decisión o al menos consentimiento- de la razón de los individuos; así, en el caso de la sociedad el objetivo y el elemento racional en la vida social emerge explícitamente Y asume su función directriz". Ahora bien, cuando una comunidad nacional toma o consiente una decisión para organizarse politícamente, o sea, cuando su organización política es el fin que persigue o que acepta, se convierte en una sociedad política. Esta conversión opera mediante un orden jurídico que es el que establece su estructura orgánica, de tal suerte que si la nación-comunidad es de formación natural, la nación-sociedad es de creación jurídica. Una vez instituida por el Derecho la estructura política de la comuni¬dad nacional, merced a lo que se llama el acto constituyente, la integración de los órganos de gobierno que forman jerárquicamente esa estructura se encomien¬da, dentro de los sistemas democráticos, a individuos que reúnan determinadas calidades, es decir, a los ciudadanos, que componen un grupo dentro de la nación sin abarcar a toda ella. Este grupo es precisamente el pueblo en su con¬notación política, que evidentemente es más reducido que el número de "nacionales”. Debe advertirse, además, que el "pueblo político" puede estar integrado por individuos que pertenezcan a distintas comunidades nacionales dentro de la población total de un país, según lo prevea la estructura jurídico-política estable¬cida, lo que sucede cuando una de ellas, por su prepotencia o importancia imponga ésta a las demás.



La creación del orden jurídico-político supone necesariamente un poder, es decir, la actividad creativa cuyo elemento generador originario es la comunidad nacional y cuya causa eficiente es el grupo humano que en su nombre o en su representación lo elabora intelectivamente. Ese poder es el medio al través del cual se consigue el fin, o sea, la organización o estructura jurídico-política que la nación pretende darse (autodeterminación) o que la nación acepta mediante su acatamiento (legitimación).



Ahora bien, cuando una estructura jurídico-política comprende a toda una nación -pueblo en sentido sociológico-- o a varias comunidades nacionales que forman la población total asentada en un cierto territorio, se origina un fenó¬meno que consiste en la formación de una persona moral que se llama Estado y el cual es la culminación de todo un proceso evolutivo en el que se encadenan sucesivamente diversos factores, mismos que se convierten en elementos consti¬tutivos de la entidad estatal que los sintetiza en su ser y los comprende en su concepto. De ello se colige que el Estado no produce el Derecho, sino que el Derecho crea al Estado como su jeto del mismo, dotándolo de personalidad, y que a su vez el Derecho se establece por un poder generado por la comunidad nacional en prosecución del fin que estriba en organizarse o en ser organizada políticamente. De estas consideraciones se desprende la trascendental significa¬ción que tiene el orden jurídico fundamental -Constitución- en la formación del Estado, ya que éste es creado por él como persona moral, es decir, como centro de imputación normativa, como sujeto de derechos y obligaciones, y al través del cual la nación realiza sus fines sociales, culturales, económicos o políti¬cos, satisface sus necesidades, resuelve sus problemas, en una palabra, cumple su destino histórico. Ahora bien, para que el Estado desempeñe esta tarea tan diversificada, en su carácter de persona moral el Derecho lo dota de una activi¬dad, que es el poder público, desarrollado generalmente por las funciones legisla¬tiva, administrativa y jurisdiccional mediante un conjunto de órganos, estableci¬dos en el estatuto creativo, y que se denomina gobierno en el amplio sentido del vocablo. A cada uno de esos órganos, el orden jurídico señala una esfera de atribuciones o facultades -competencia-, para que por su ejercicio se desplie¬gue el poder público, traducido en una variedad de actos de autoridad, y que tiene como característica sobresaliente la coercitividad o el imperio.



Fácilmente se comprende, por lo que se acaba de afirmar, la diferencia que existe entre el poder creativo del Derecho y el Estado, y que suele denominarse soberanía, y el poder público. El primero tiene como elemento de sustentación a la nación o pueblo en sentido sociológico, y el segundo como titular al Estado, y que no siendo susceptible de desempeñarse por esta entidad moral o jurídica en sí misma considerada, se ejercita a nombre de ella por sus órganos guberna¬tivos o de autoridad. Estas ideas conducen a la clara conclusión de que no es posible identificar, como indebidamente lo hace la teoría marxIeninista, al gobierno con el Estado, sin que tampoco deba confundirse a la nación con la persona estatal, ni el poder originario -soberanía- que a aquélla corresponde con el poder público del que ésta es titular, según dijimos. El Estado, por ende, no se circunscribe a ninguno de los elementos que concurren en su formación, ni su concepto debe elaborarse tomando en cuenta aisladamente alguno de ellos, ya que en su entidad los envuelve sintéticamente a todos como persona moral suprema, revelándose la supremacía estatal en que, respecto de un cierto territo¬rio y de una misma población -que, como lo hemos dicho, puede comprender a una sola nación o a varias comunidades nacionales- ninguna otra entidad social está sobre el Estado, el cual, por el poder público coactivo o de imperio con que está investido, condiciona y somete a sus decisiones a todo lo que den¬tro de él existe, siempre dentro del orden jurídico fundamental creativo -Consti-tución- o del orden jurídico secundario establecido mediante una de las fun¬ciones -la legislativa- en que tal poder se desenvuelve. Estos dos tipos de órdenes jurídicos se distinguen entre sí, como se habrá advertido, por la circuns¬tancia de que el primero, o sea, el fundamental o constitucional, emana del poder soberano del pueblo o la nación ejercitado al través de sus representantes reunidos en una asamblea -la constituyente- y es fuente dinámica del Esta¬do, en tanto que el segundo, es decir, el ordinario, deriva del poder público estatal, dependiendo su validez formal del primero.





IlI. LA GESTACIÓN DEL ESTADO MEXICANO





Hemos afirmado que la formación del Estado obedece a la integración sinté¬tica de sus diferentes elementos en un terreno lógico. La nación, dijimos, al ejercitar su poder soberano de autodeterminación, decide, por conducto de sus representantes, organizarse jurídicamente en una persona moral o institución llamada "estado". Este es, pues, la entidad jurídico-política en lo que la nación o pueblo se estructura; y como la estructuración se establece por el Derecho, el Estado se crea por el orden jurídico.



Tratándose de un Estado específico, la integración de sus elementos opera históricamente, o sea, que el proceso lógico de la formación estatal se registra en la realidad histórica. Por tanto, la determinación de cuándo surge un Estado en especial y, concretamente, el Estado mexicano, es el resultado de la investigación histórica que al efecto se emprenda para señalar en qué momento de la vida de un pueblo o una nación aparece el Estado como forma de organización jurídico-política. La historia de México es, pues, el escenario imprescindible donde acaeció esta aparición. Sin su estudio, no se puede abordar el tema que planteamos, así como tampoco, en general, el tratamiento de diversas cuestiones constitucionales, ya que, como dice Ortholan, "No se puede conocer a fondo una legislación sin conocer su historia", a tal punto, concluye, que "Todo historiador debería ser jurisconsulto, Y todo jurisconsulto debería ser historiador.” En consecuencia, nosotros, sin pretender ninguno de estos dos egregios títulos, trataremos de precisar cuándo surgió el Estado mexicano en la historia política de nuestro pueblo.







A. Época pre-hispánica



En lo que actualmente es el territorio nacional habitaron, durante distintos periodos cronológicos y culturales anteriores a la Conquista, múltiples pueblos de diferente grado de civilización y cuya sola mención sería demasiado prolija. Los regímenes sociales en que estaban organizados se vaciaron en formas primi¬tivas y rudimentarias traducidas en un cúmulo de reglas consuetudinarias que aún no se han estudiado exhaustiva e imparcialmente, pese a las concienzudas investigaciones de ilustres historiadores, sociólogos y antropólogos vernáculos y extranjeros. Quizá la indagación minuciosa sobre la organización política de los pueblos pre-hispánicos que vivieron dentro del territorio de México, conduzca al conocimiento cabal de sus instituciones jurídicas, disipando dudas y rectificando posibles errores en que los investigadores de distintas disciplinas e inclinaciones hayan podido incurrir. Reconocemos que dicha labor indagatoria es ardua, complicada y sumamente difícil, pues la falta de derecho estatutario o escrito, legal o judicial, indica necesariamente que los estudios que sobre tan importante cuestión se emprendan, deben basarse en interpretaciones de códices y de usos sociales ya desaparecidos, sin descartarse la posibilidad de que tales estudios no estuviesen, muchas veces, exentos del influjo de factores sentimentales, es decir, de la simpatía o antipatía hacia algunos de los elementos étnicos que integran nuestra nacionalidad desde el punto de vista sociológico: el español y el in¬dígena.

Entre los pueblos primitivos o aborígenes destacan, como se sabe, los oto¬míes, nómadas que ocuparon algunas regiones de los actuales Estados de Tamau¬lipas, Nuevo León, San Luis Potosí, Guanajuato, Querétaro e Hidalgo; los olmeca y nonoalca en el centro del país; los zapoteca y mixteca en la región de Oaxaca; los xicalanga en la costa del Golfo; los maya-quiché en el Sur y en la península de Yucatán; etc. Historiadores, arqueólogos y antropólogos como Juan de Dios Arias, Alfredo Chavero, Vicente Riva Palacio, José Ma. Vigil y Julio Zarate nos hablan de tres civilizaciones: la otomí, la nahoa y la maya, que comprendieron diversos pueblos o tribus.







"La más primitiva, la otomí del centro, antigua ocupadora del territorio, di¬cen, ni siquiera puede propiamente llamarse civilización. Agrupaciones de una familia a lo más que habitaban en una caverna sin Dios y sin patria. En un clima benigno no necesitaban vestirse, y solamente adornaban su cuerpo de plumas y figuras fantásticas. Vivían de los frutos naturales y de la caza, que era abundante, y acaso emplearon por único placer el uso en pipas del tabaco sil¬vestre. Si llegaron por la necesidad del alma a formar seres superiores, inventa¬ron los animales. Si tuvieron ritos, sólo fueron los funerarios que tiene que crear la pena del corazón. No teniendo ciudades ni ganados y conociendo la agricul¬tura, no podían comprender la propiedad; y sin patria y sin ciudad debe haber¬les sido desconocida la guerra, y solamente podrían tener riñas por enemistades de familia o en defensa de su hogar. Para éste tuvieron que inventar el fuego, y existe la tradición y se conmemoraba en ceremonias solemnes, de que lo en¬contraron frotando de punta un palo seco sobre el hueco de otro horizontal."



En cuanto a la raza nahoa, los autores mencionados afirman que "se estable¬ció ya con la civilización que traía, ocupando en un principio el territorio del uno al otro Océano y escogiendo después de preferencia el lado del pacífico más propio para la agricultura. Generalmente los pueblos han pasado del estado caza¬dor al pastoril; no habiendo aquí rebaños, la transición fue inmediatamente al agricultor. Hay motivos para presumir que la parte oriental de este continente, que era la más baja, permaneció algún tiempo bajo las aguas, y huellas hay de que en la occidental abundaron las lagunas. Así es que aquella civilización debió ser lacustre; pero no ha de entenderse que los nahoas formaron sus habitaciones en los lagos sobre pilotes, sino que se establecieron en las islas que en ellos había."

Por lo que concierne a la raza maya dichos historiadores afirman que "nos es conocida ya con influencias extrañas que tenemos que estudiar después; Y reduciéndonos sólo a la península 'maya, podemos decir que su terreno ha sali¬do de las aguas y por lo mismo es posterior. El mismo nombre maya lo indica, pues es voz esa que quiere decir: la huella del agua o el sedimento de la tierra que el agua deja al escurrirse. Naturalmente llegaron después sus habitantes, Y por esto y por lo llano de la región no pudieron tener la época de las cavernas a pesar de ser pueblo monosilábico primitivo, y debieron comenzar con la vida lacustre", concluyendo que "Así se establecieron los gérmenes de las tres civili¬zaciones que debían irse desarrollando en el transcurso de los siglos, hasta que la nahoa, más perfecta y más poderosa, se extendiera y dominara en todo el territorio".

Los primeros pobladores del territorio que actualmente comprenden los Estados de Yucatán, Campeche, Tabasco y Chiapas, y que pertenecían a la civiliza¬ción maya, se agrupaban en diferentes pueblos como los itzaes, petenes, lacan¬dones, choles y otros, "pero los principales y que constituían una nación de cierta importancia eran los itzaes, que habitaban en la laguna del gran Petén", que significa isla, y cuyo rey se llamaba Canek o serpiente negra. Esta dignidad gubernativa equivalía en mexicano a la palabra "tecuhtli" y en maya a la de "ahau". El Canek, compartía el poder con el sumo sacerdote Kinkanek "sin el cual no podía mandar ni resolver nada". "En los tiempos de la teocracia era el ahau el sumo sacerdote, y sabemos que cada nuevo jefe teocrático tomaba el nombre de Zamná, y por eso aparece en la historia maya todo el primer periodo gobernado por él. Mas no fue uno solo quien gobernara en tantas cen¬turias, sino que hubo una sucesión de muchos grandes sacerdotes llamados Zam¬ná, como en el Petén hubo diversos reyes con el nombre de Canek. El Zamná tenía a sus órdenes al poder guerrero, al Hunpictok; pero cuando por la evo¬lución necesaria de los sucesos hubo el poder guerrero de tomar en sus manos el gobierno, el elemento sacerdotal quedó a su misma altura y dominando en sus determinaciones, Y así vemos al Kinkanek al lado del Canek, sin que éste pueda hacer nada por sí solo.







"El Canek dominaba directa y absolutamente en su isla, en su ciudad, y era el rey de toda la nación establecida en el lago de Chaltuna y sus islas. De éstas eran las principales, Tayassal, Tayza o Taitzá y Motzkal. Cada isla tenía un señor o cacique que en ella mandaba; cada cacique dependía del Canek, pero éste tenía que resolver los negocios de importancia en junta con los ahau meno¬res; si el asunto era muy grave, comunicábanlo a los indios principales y éstos al pueblo, y prevalecía la voluntad del común. Venía a constituirse una especie de federación en que el poder del pueblo, combinado con su fanatismo religioso, hacía omnipotente a la casta sacerdotal. En tiempo del último Canek los cua¬tro reyes de las otras islas con quienes consultaba, llamábanse Citcán, Ahama¬tán, Ahkín yAhitcán, y lo hacía también con Ahatsí, uno de los personajes principales de su reino."



"En tiempo de la teocracia debemos figurarnos cada ciudad mandada por un gran sacerdote y todos los grandes sacerdotes dependieron del sumo Zamná. y como los lazos religiosos son mucho más fuertes que los comunes y civiles, se comprenderá fácilmente el por qué de la larguísima duración de aquellos imperios teocráticos."









De la primitiva raza nahoa, por otra parte, descendieron múltiples pueblos o tribus cuya simple enunciación sería demasiado prolija. Entre ellos destacan, por el avanzado grado de civilización que alcanzaron, los toltecas, que se calcula arribaron a lo que hoy son los Estados de la región central de la República mexi¬cana, en el siglo VII de nuestra Era. Se afirma que salieron el año 544 de la ciudad de Huehuetlapallan, fundada por los nahoas, capital del reino tlapalteca situado en la zona norte de nuestro país. Guiados por su principal sacerdote lla¬mado Huemac -el de las manos grandes-, se dirigieron hacia el Sur, pasando por lo que es hoy el Estado de Jalisco y se establecieron en Tolantzinco , que quiere decir, "lugar detrás de los tules", en el año 645, para después residir en la ciudad de Tollan, la cual, según los historiadores, correspondía a la antigua población otomí Mamenhi. Se dice que los toltecas eran altos y fornidos, de facciones finas que les daban cierto aspecto estético. Su principal actividad era la agricultura, habiéndose distinguido, además, en la industria beneficiadora del oro y la plata y en el tallado de piedras preciosas. En la ciencia astronómica fueron notables, pues contaban el tiempo con maravillosa precisión. Sustituye¬ron la escritura fonética por los jeroglíficos, o sea, por la escritura a base de figuras y símbolos. Primeramente adoraron a tres deidades. Tonacatecuhtli, el Sol, Tezcatlipoca, la Luna, y Quetzalcóatl, la Estrella de la Tarde. Por lo que respecta a su organización política, que es el tema que más interesa a los efec¬tos de esta obra, los toltecas en un principio tenían un gobierno sacerdotal o teocrático que después substituyeron por la monarquía, según el consejo del sabio Huemac. Su primer rey fue Chalchihuitlanetzin, hijo del señor chichimeca Yacauhtzin, habiendo gobernado durante cincuenta y dos años, o sea, un siglo tolteca, circunstancia que estableció la costumbre de que todos los monarcas permanecieran ese lapso en el poder y de que, si esta permanencia no se logra¬ba por cualquier motivo, los nobles deberían asumir el gobierno hasta que se nombrara nuevo rey, concluido dicho periodo."





El territorio del reino tolteca, que se desmembró en el siglo XII de nuestra Era, abarcaba una faja que se extendía desde Tollan hasta Cholula, compren¬diendo Teotihuacan, y estaba rodeado por los chichimeca, asentados en el Valle de México, y por las tribus otomíes y tarascas. El gobierno de los reyes tolteca era absoluto y hereditario, aunque se supone que Chololan y Teotihuacan te¬nían un régimen sacerdotal propio que se compartía con el monárquico dentro de una especie de descentralización.







La desaparición del imperio tolteca por causas históricas que no nos corres¬ponde tratar, originó el establecimiento en el Valle de México de múltiples pueblos independientes entre sí que no pudieron constituir una verdadera na¬ción, habiendo sido unos tributarios de otros. "Los tributarios, afirman Chavero y Vigil, no teniendo más liga que la servidumbre común, recobraban aislada¬mente su libertad; y las tribus, ya libres, peregrinaban En busca de nueva y mejor forma." Tales pueblos, entre otros, fueron los chalca, los xochimilca y cuitla¬huaca, los alcolúa que fundaron Texcoco, y los tepanecas, que establecieron Atzcapotzalco. Entre los dominios dc estos pueblos, los azteca buscaron el lugar prometido por su dios, tribu en la que, según dichos autores, "iba a persona¬lizarse la nueva marcha de la civilización y de la religión nahoas". El nombre de este pueblo obedece a que era oriundo de un sitio llamado "Aztlán", que quiere decir "lugar de garzas" y sobre cuya ubicación existen diferentes opinio¬nes, siendo la más aceptada la que lo localiza en las costas del actual Estado de Sinaloa. Débese recordar que los aztecas también se denominaban "mexica", en razón de que su principal deidad, Hitzilopochtli -colibrí siniestro- igual¬mente se llamaba “Mexi" . Durante su peregrinación, cuyo comienzo se hace remontar al siglo IX de nuestra Era, el gobierno de los aztecas o mexica era teocrático, pues cuenta la leyenda que sus sacerdotes, como voceros de Huitzi¬lopochtli o Mexi, los guiaron durante quinientos años hasta encontrar el lugar prometido para fijar en él su residencia definitiva, que fue, como se sabe, Tenochtitlan, fundada en el año de 1325 y cuyo nombre pusieron en honor de Tenoch, el sacerdote que los conducía, o para denotar los signos de dicho lugar, ya que significa "lugar del tunal sobre piedra". Inteligentes interpretaciones de jeroglíficos y códices concluyen que los azteca recorrieron en su secular peregrinación vastas y extensas regiones de Michuacán, voz que expresa "tierra de los que poseen el pescado", conviviendo en situación de inferioridad con los tarascos, de quienes, se dice, tomaron el sanguinario culto de los sacri¬ficios humanos, tan diferente de la religión astronómica de los nahoas. No po¬demos resistir la tentación de transcribir las ideas de los ilustres historiadores que hemos constantemente citado, acerca de la peregrinación de los azteca, no por lo que atañe a su aspecto histórico, sino a su interpretación política o reli¬giosa, que demuestra por qué su primitivo gobierno fue teocrático o sacerdotal.







"Salieron de Aztlán, dicen tan insignes investigadores, empujados por el des¬bordamiento del imperio tlalpalteca, y no encontraron en el Michuacán ni li¬bertad para su vida social, ni apoyo a sus ambiciones de grandeza; huyendo de ahí, arrojados tal vez, tampoco pudieron vivir entre los malinalca; siervos des¬pués de los culhua, fuéronlo más tarde de los toltecas, y con ellos envueltos de su desolación y su ruina. Obligados a peregrinar otra vez, encontraron el Valle, lleno todo de otras tribus que desde antes se habían establecido en él; y, o tenían que sujetarse a ellas, o luchar, o seguir su camino. No eran bien queridos, por¬que a su altivez y audacia, unían el culto bárbaro de sangre que habían traído del Michuacán y que habían exagerado en las últimas luchas de Tollán; y a mayor abundamiento, por sus ritos debían hacer guerra al acercarse al xiuhmol¬pilli para tener víctimas que ofrecer a su dios. Rechazados y perseguidos por donde quiera en el Valle, que por sus lagunas tanto se avenía con sus costumbres lacustres y viéndose abandonados en la tierra, por un instinto natural del alma pusieron su esperanza en el cielo, a lo que se prestaba además su institución teo¬crática: creyéndose los predestinados de la divinidad; vieron en su viaje de siete siglos una gran prueba de ser los elegidos, y una muestra de celeste fortale¬za; ya no pensaron sino en encontrar un sitio conveniente. no para ello, sino para levantar una ciudad a su dios; desde ese instante vivieron tan sólo para alcanzarlo; y los pueblos que viven para una idea, son invencibles. Siempre en esos momentos surge un hombre en quién se personaliza la idea y que se levanta en medio de la tribu, como gigantesco volcán en la ondulante llanura: en Egip¬to se llama Moisés. en México se llamó Tenoch. Siempre es en los pueblos primitivos un sacerdote; porque en ellos domina la idea teocrática, y porque sólo con el sacerdote habla el dios, lo mismo entre los relámpagos y truenos del Sinaí, que entre los tenebrosos ruidos del descuajado árbol de la peregri¬nación azteca. Tenoch era ya el jefe de la tribu: espíritu indomable y valeroso, escogido para levantar su ciudad y su templo a ChapuItepec, a pesar de que ésta estaba en terrenos del temido rey tepaneca. Ningún lugar más a propósito; ahuehuetes viejos como el mundo, y en el bosque, entre alfombras de flores, refrescadoras albercas de aguas cristalinas. Pero sucedió también lógicamente, que al establecerse la tribu y al organizarse en pie de guerra, necesitara más de un capitán que de un sacerdote; y entonces, dejando el gobierno teocrático, eligió rey a HuitziIíhuitI. Igualmente lógica fue esta elección: Huitzilíhuitl era el único de familia real, nieto de tecuhtli de Tzompanco; esto lo hacía supe¬rior, daba derecho a que se respetase por los pueblos vecinos, y era esperanza de apoyo y alianzas, por lo menos con los tzompanteca.”













Una vez que los azteca o mexica se establecieron definitivamente en el sitio prometido por Huitzilopochtli y en él hubieron fundado la ciudad de Tenoch¬titlan, su primer gobierno estuvo depositado en los nobles y sacerdotes. Este régimen aristocrático-teocrático fue substituido por la forma monárquica electi¬va, a imitación de los sistemas gubernativos en que estaban organizados los pueblos circunvecinos. El monarca era designado por cuatro electores que repre-sentaban la voluntad popular y que debían ser "señores de la primera nobleza, comúnmente de sangre real, y de tanta prudencia y probidad, cuanta se nece¬sitaba para un cargo tan importante". El cargo de elector no era perpetuo, pues terminaba al realizarse la elección del monarca, pudiendo los nobles volver a designar en él a la persona que lo hubiese ocupado. Bajo el gobierno de Itz¬coatl el cuerpo electoral fue aumentado a seis miembros con el ingreso de los señores de Acolhuacán y de Tacuba.

La facultad para elegir rey no era irrestricta, sino condicionada a la costum¬bre de que el designado debería pertenecer a la casa real, pues como afirma Clavijero "Para no dejar demasiada amplitud a los electores, y para evitar, en cuanto fue posible, los inconvenientes de los partidos y de las facciones, fijaron la corona en la casa de Acamapichtzin, y después establecieron por ley que al rey muerto debía suceder uno de sus hermanos, y faltando éstos uno de sus sobrinos, uno de sus primos, quedando al arbitrio de los electores el nombra¬miento del que más digno les pareciese." Fácilmente se comprende, de las ideas expuestas, que el régimen monárquico en que estaba organizado guberna¬tivamente el pueblo azteca era electivo y dinástico, habiendo sido aristocrática la fuente del poder, pues, según dijimos, sólo los nobles podían fungir como elec¬tores, sin que ninguna otra clase social haya tenido injerencia en el nombra¬miento del monarca.











Según sostiene don Francisco Pimentel , y en ello coincide con Clavijero, el poder del monarca entre los aztecas no era absoluto, sino que estaba limitado por lo que dicho historiador denominaba "el poder judicial", a cuyo frente había un magistrado supremo con jurisdicción definitiva, esto es, inapelable hasta ante el rey mismo. En apoyo de la opinión de Pimentel existen los valiosos testimonios de ilustres historiadores, tales como Alfredo Chavero, Vicente Riva Palacio José María Vigil y otros, en el sentido de que el poder del rey o señor entre los aztecas (tecuhtli) estaba controlado por una especie de aristocracia que componía un consejo real llamado "TIatocan" que tenía como misión aconsejar a monarca en todos los asuntos importantes del pueblo, quien suponía a su jefe supremo ungido por la voluntad de los dioses, atribuyéndose a dicho organismo consultivo, además, ciertas funciones judiciales. Por otra parte, los habitante de los "calpulli" o barrios de la ciudad, tenían un representante en los negocios judiciales, es decir, una especie de tribuno que defendía sus derechos ante le jueces y que recibía el nombre de "chinancalli", aseverándose que sus principales atribuciones consistían en "amparar a los habitantes del calpulli, hablando por ellos ante los jueces y otras dignidades". Además, entre los aztecas existía otro importante funcionario que se denominaba "cihuacoatl", cuyo principal papel consistía en sustituir al "tecuhtli" cuando éste salía de campaña en lo tocante a las funciones administrativas en general y específicamente hacendarias, reputándosele, por otra parte, como algo parecido al Justicia Mayor de Castilla o Aragón desde el punto de vista de sus facultades judiciales, las cuales estaban encomendadas, en grado inferior, a cuatro jueces con competencia territorial en la Gran Tenochtitlan, y que se llamaban "tecoyahuácatl", "ezhuahuácatl", "aca-yacapanécatl" y " tequixquinahuacátl".







Por su parte, Clavijero asevera que "Tenía el rei de México, así como el de Acolhuacan, tres consejos supremos, compuestos de hombres de la primera no¬bleza, en los cuales se trataban todos los negocios pertenecientes al gobierno de las provincias, a los ingresos de las arcas reales, y a la guerra, el rei, por lo común, no tomaba ninguna medida importante sin la aprobación de los conseje¬ros." En lo que respecta a la administración de justicia, el historiador citado alude al "cihuacoatl" que era una especie de magistrado supremo, "cuya auto¬ridad era tan grande, que de las sentencias que pronunciaba en materia civil o criminal no se podía apelar a ningún tribunal, ni aun al mismo rei", agregando que a dicho funcionario correspondía el nombramiento de los jueces subalternos "y tomar cuenta a los recaudadores de las rentas de su distrito".



Subordinado al cihuacoatl se encontraba el tribunal llamado tlacatecatl que se integraba con tres jueces denominados "tlacatecalt", "que era el principal y del que tomaba su nombre aquel cuerpo", "quauhnochtli" y "tlailotlac". Ese tribunal, que se reunía en un lugar público llamado "tlatzonteiecayan", que quiere decir "sitio donde se juzga", conocía de las causas civiles y penales, depen¬diendo de él diversos empleados que fungían como ejecutores de sus manda-mientos. En cada barrio de la ciudad funcionaba un juez comisionado de dicho tribunal denominado "teuctli", cuya elección pertenecía a los vecinos. Clavijero sostiene que "Bajo las órdenes de los 'teuctlis' estaban los 'tequitlatoques' o correos, que llevaban las notificaciones de los magistrados, y citaban a los reos, y los 'tapillis', o alguaciles, que hacían los arrestos."







Es interesante determinar si existía un "Estado mexicano" precortesiano. Romerovargas Iturbide contesta afirmativamente esta cuestión, señalándole in¬clusive sus límites territoriales, aseverando que "Al Norte lindaba con pueblos nómadas, sin límite preciso, al oriente con el Golfo de México entre los ríos Pánuco y Alvarado, al sur el istmo de Tehuantepec y el Océano Pacífico". Sostiene que "Enclavados en este territorio, quedaban libres: Cholula, Huejot¬zingo y Tlaxcala" y "excluidos los territorios de la Huasteca, parte de la re¬gión mixteco-zapoteca y Anolmalco (Tabasco, Campeche y Yucatán)." El mismo autor, no sin exageración, afirma que "Su organización (la del 'Estado mexicano') corresponde a un orden constitucional consuetudinario de carácter federal, similar en cuanto al fondo al sistema inglés, y en cierta forma parecido al romano, en cuanto superposición de uno o varios regímenes municipales sobre todo un país." Ese "federalismo" lo basa en la existencia de "autonomías locales" de municipios rurales en que estaban organizados los pueblos autóctonos y "cuyas características fueron: la autosuficiencia de recursos económicos y la autonomía jurídica, política y religiosa de cada uno de ellos".







Nosotros, sin embargo, no creemos que haya existido un "Estado mexicano precortesiano tal como lo concibe Romerovargas y mucho menos de carácter "federal" según él mismo lo califica. Sin entrar en pormenores que no nos corresponde tratar, puede aducirse que dentro del marco territorial que dicho autor describe, no existía "un" Estado, sino varios, autárquicos y autónomos entre sí como las polis griegas y cuya población estaba integrada por diferentes comunidades nacionales en el sentido sociológico del concepto. Cada una de ellas tenía sus propias costumbres y religión y distinta lengua o diversos dialectos. El pueblo azteca, por el llamado "derecho de conquista", las tenía sojuzgadas si haber aspirado a formar con ellas ninguna unidad nacional, puesto que no pretendió imponerles sus costumbres sociales ni su organización política. La sola vinculación entre los mexica y los pueblos que rodeaban su territorio era tributo a que por la fuerza los constreñían y que no únicamente era de índole económica sino en ocasiones de carácter militar. Los historiadores ortodoxos que hemos citado, entre ellos a Clavijero, y cuya autoridad intelectual rechaza Romerovargas con la imputación de que pretendieron "plasmar las ideas jurídicas occidentales en los conceptos jurídicos indígenas" , corroboran el anterior aserto. El relato que Clavijero hace acerca del régimen tributario a que estaban sometidos los pueblos que Romerovargas considera como "entidades federativa” del "Estado mexicano" pre-hispánico, es la negación más elocuente del supuesto "federalismo" que el indigenista escritor proclama.









"Todas las provincias conquistadas por los megicanos, dice Clavijero, eran tributarias de la corona, le pagaban frutos, animales, o minerales de los respecti¬vos países, según la tarifa establecida. Ademas los mercaderes contribuían con una parte de sus generos, y los artesanos con otra de los productos de sus trabajos. En la capital de cada provincia había un almacen para custodiar los granos, las ropas, y todos los efectos que percibían los recaudadores, en el término de su distrito. Estos hombres eran generalmente odiados por los males que ocasionaban a los pueblos. Sus insignias eran una vara que llevaba en una mano, y un abanico en la otra. Los tesoreros del rei tenían pinturas en que estaban especificados los pueblos tributarios, y la cantidad, y la calidad de los tributos. En la colección de Mendoza hai treinta y seis pinturas de esta clase, y en cada una se ven representados los principales pueblos de una o varias provincias del imperio. Ademas que un numero exesivo de ropas de algodon, y cierta cantidad de granos, y plumas, que eran pagos comunes a todos los pueblos tributarios, daban otros diferentes obgetos segun la naturaleza del pais.



"Estas excesivas contribuciones, unidas a los grandes regalos que hacian al rei los gobernadores de las provincias, y los señores feudales, y a los despojos de la guerra, formaban aquella gran riqueza de la corte que ocasionó tanta admi¬ración a los conquistadores Españoles, y tanta miseria a los desventurados subditos. Los tributos, que al principio eran mui ligeros, llegaron a ser exorbitantes, pues con las conquistas, crecieron el orgullo, y el fasto de los reyes. Es cierto que una gran parte, y quizás la mayor de estas rentas, se expedia en bien de los mismo subditos, ora sustentando un gran numero de ministros, magistrados para la administración de la justicia, ora premiando a los benemeritos del esta¬do, ora socorriendo a los desvalidos, especialmente a las viudas, a los huerfanos, y a los ancianos, que eran las tres clases que mas compasion exitaban a los Megicanos; ora enfin abriendo al pueblo un tiempo de carestia los graneros rea¬les; pero cuantos infelices que podian apenas pagar su tributo, no habran cedido al peso de su miseria, sin que les alcanzase una parte de la munificencia de los soberanos. A la dureza de estas cargas se añadia la dureza con que se exigían. El que no pagaba el tributo, era vendido como esclavo, para que pagase su li¬bertad lo que no habia podido su industria.”



Son muy numerosas las versiones de historiadores consagrados acerca de las relaciones que existían entre el pueblo azteca y los demás que habitaron el territorio que Romerovargas atribuye al "Estado mexicano". Tales versiones, como la que se acaba de reproducir, y cuya certidumbre no puede desconocerse con simples afirmaciones en contrario que pretenden ser novedosas pero que en el fondo son temerarias o al menos extravagantes, demuestran que entre los me¬xica y las demás comunidades indígenas que dicho escritor sitúa dentro de la extensión territorial que describe, había vínculos de vasallaje derivados de la gue¬rra, impuestos por la conquista y mantenidos por la fuerza y el terror. Los pueblos vasallos de los azteca tenían la obligación de pagar tributo al señor de Tenochtitlan, quien comisionaba periódicamente a sus embajadores, llamados “calpixques", para que lo recaudaran. Cervantes de Salazar, según lo sostiene Salvador de Madariaga, puso en labios del cacique de Cempoala la siguiente revelación: "Moctezuma es el más rico príncipe del mundo, aunque tiene con¬tinua guerra con los de Tlaxcala, Guaxocingo Y Cholula"; y atribuyendo al mismo cacique ciertas expresiones de amargura y protesta respecto del dominio mexica sobre el pueblo cempoalteca, el cronista hispano-azteca Ixtlixóchitl le hace decir: "y que por salir del poder de tiranos se holgaría él y otros mucho de las provincias comarcanas se rebelase contra México, confederándose con el rey de Castilla; pues aunque era gran señor y poderosísimo Moctezuma, tenía muchos enemigos, especialmente Ixtlixóchitl, su sobrino, que estaba rebelado contra él; y los de Tlaxcala, Huiexotzingo y otros pueblos muy poderosos, tenía continua guerra contra él.”

















Tal vez hayamos pecado de prolijos en las transcripciones que antecede, pero consideramos que la invocación fiel de las crónicas y relatos que los destacados historiadores que se han citado hacen sobre la situación que prevalecía entre los pueblos que habitaron nuestro territorio en la etapa pre-colonial, es indispensable para determinar si existieron uno o varios Estados autóctonos con antelación a la conquista española. Los datos que la historia nos proporciona y los juicios que sobre ellos se formulan en las versiones transcritas, nos inducen pensar que los pueblos indígenas, en la época precortesiana, estaban estructurados desde un punto de vista mayoritario en verdaderas organizaciones político-jurídicas, afirmación que nos lleva a la conclusión de que en dicha época había múltiples "estados", aunque no un "estado unitario" en la acepción lata concepto. Prescindiendo de las tribus nómadas que se desplazaban en la porción norte del territorio nacional, casi todos los pueblos, descendientes de las gran civilizaciones maya y nahoa o emparentados con ellas, tenían una organización política y jurídicamente establecida por su respectivo derecho consuetudinario, traducido en una variedad de usos y prácticas sociales cuya tónica primordial la religión y su culto. Cada uno de tales pueblos gozaba de autarquía y autonomía, sin haber llegado nunca a formar una sola nación ni un solo Estado. El llamado "imperio azteca" no era sino la hegemonía militar y económica que los mexica ejercieron sobre los pueblos que paulatinamente fueron sojuzgados, haciendo surgir entre unos y otros una relación de vasallaje que no puede denotar ningún federalismo, pues para que esta forma estatal hubiese existido, ha sido menester la unidad de organización política entre todos ellos sin mengua de su correspondiente autonomía. Recurriendo a concepciones "occidentalistas y europeas" que según Romerovargas desfiguran la "realidad" política, social y económica en que vivieron nuestros pueblos aborígenes, podemos afirmar que éstos se asemejaron a las antiguas polis griegas en lo que atañe a su autonomía orgánica y a sus recíprocas relaciones y al régimen feudal del medioevo por lo que respecta a los vínculos del vasallaje que guardan con los aztecas o mexicas.







B. Época colonial









La conquista española, como hecho meramente militar, tuvo indudables y necesarias implicaciones políticas, jurídicas, sociales y económicas sin las cuales no hubiese tenido la trascendencia histórica de marcar una etapa en la vida de nuestro país. Cada una de dichas implicaciones originó hondas y substanciales transformaciones en los diversos ámbitos de su incidencia por lo que respecta a las distintas estructuras en que estaban organizados los pueblos conquistados. Desde el punto de vista jurídico-político la conquista hizo desaparecer los dife-rentes estados autóctonos o indígenas al someterlos al imperio de la corona española, sometimiento que produjo como consecuencia la imposición de un régimen jurídico y político sobre el espacio territorial y sobre el elemento hu¬mano que integraban las formas estatales y de gobierno en que dichos pueblos se encontraban estructurados. La multiplicación de estados prehispánicos se susti¬tuyó por una organización política unitaria que los despojó de su personalidad, extinguiéndolos. En otras palabras, los pueblos aborígenes, en la medida en que sucesivamente fueron sojuzgados por la conquista, dejaron de ser estados para convertirse en el elemento humano de dicha organización que los unció al Estado español y sus respectivos territorios, bajo un solo imperio y dominio, se conjuntaron para formar geográficamente la Nueva España. Esta no constituyó, por ende, un Estado, sino una porción territorial vastísima del Estado monár¬quico español, el cual le dio su organización jurídica y política como provincia o "reino" dependiente de su gobierno. Durante la Colonia no hubo, pues, Estado mexicano, ya que lo que es su actual territorio pertenecía al dominio español. Obviamente, la población de la Nueva España, cultural y étnicamente heterogénea, y los diversos grupos raciales que la integraban , no gozaban del poder de auto-determinación. El derecho neo-español era decretado por la metrópoli sobre la base del mismo derecho peninsular y de sus principios fundamentales, sin haber dejado de incorporar, no obstante, las costumbres de los aborígenes que no se opusieran a éstos. Se ordenó por los monarcas españoles "que se respetase la vigencia de las primitivas costumbres de los aborígenes sometidos, en tanto que estas costumbres no estuvieran en contradicción con los intereses su¬premos del Estado colonizador, y por este camino, un nuevo elemento el repre¬sentado por las costumbres de los indios sometidos, vino a influir la vida del derecho y de las instituciones económicas y sociales de los nuevos territorios de Ultramar incorporados al dominio de España". En la Recopilación de Leyes de Indias de 1681 se contiene la orden expedida por Carlos V el 6 de agosto de 1555 que establecía: "Ordenamos y mandamos, que las leyes y buenas costum¬bres que antiguamente observadas y guardadas después de que son Christianos, y que no se encuentran con nuestra Sagrada Religión, ni con las leyes de este libro, y las que han hecho y ordenado de nuevo se guarden y ejecuten; y siendo necesario, por la presente las aprobamos y confirmamos, con tanto, que nos podamos añadir lo que fuéremos servido, y nos pareciere que conviene al servi-cio de Dios Nuestro Señor, y al nuestro, y a la conservación y policía christiana de los naturales de aquellas provincias, no perjudicando a lo que tienen hecho, ni a las buenas y justas costumbres y estatutos suyos." Así, pues, en la Nueva España estuvo vigente en primer término la legislación dictada exclusivamente para las colonias de América y que se llamó “derecho indiano", y dentro de la que ocupan un lugar preeminente las célebres Leyes de Indias, verdadera sínte¬sis del derecho hispánico y las costumbres jurídicas aborígenes. Por otra parte, las Leyes de Castilla tenían también aplicación en la Nueva España con ca¬rácter supletorio, pues la Recopilación de 1681 dispuso que en todo lo que no estuviese ordenado en particular para las Indias, se aplicarían las leyes citadas.







El Estado monárquico español, cuya principal colonia en América era la Nueva España , se formó políticamente mediante los fenómenos que Hariou llama "uniones personales", por cinco primitivos reinos cristianos que sobrevivie¬ron al desmembramiento de la España visigótica y guardaron celosamente su independencia frente a la dominación musulmana en la península ibérica. Di¬chos reinos eran el de León, el de Castilla que se segregó de éste en el año de 932, el de Galicia, el de Navarra y el Condado de Barcelona. En el siglo XI surgió el reino de Aragón al independizarse del de Navarra, habiendo incorpo¬rado en la centuria siguiente a dicho Condado. El reino de León absorbió al de Galicia y habiendo Fernando III de Castilla heredado la corona de ambos a principios del siglo XIII, los tres Estados formaron una sola monarquía. La uni¬dad política de España, gestada gradualmente merced a sucesivas uniones per¬sonales que por matrimonio o por herencia concentraron el poder real de los diversos reinos señalados en un solo soberano, quedó consumada en 1474 por el casamiento que tuvo lugar en 1469 entre Fernando de Aragón e Isabel de Castilla y León, llamados los "reyes católicos", quienes el dos de enero de 1492 lograron la rendición de la fortaleza de Granada, último reducto de la domi¬nación árabe en Iberia. A partir del 12 de octubre de ese mismo año de 1492, fecha en que Cristóbal Colón descubre un "nuevo mundo", el Estado español extendería su imperio territorial y político a vastísimas regiones que diferentes empresas de conquista y colonización fueron incorporando a España y cuyo con¬junto geográfico recibió el nombre oficial de "Indias Occidentales".







La organización jurídico-política de los diversos reinos que integraron el Estado español tenía rasgos comunes. En todos ellos destaca un organismo legis¬lativo denominado a Cortes" que reconoce por origen los antiguos a concilios" que se celebraban desde la época visigótica y de los que "emanaron leyes enca¬minadas a cortar los abusos de la autoridad real” . Las Cortes controlaban o moderaban el poder del monarca siempre en atención a la justicia y al bien común, debiendo advertir que cuidaban de la observancia de los fueros y dere¬chos de los súbditos del monarca, quien ante ellas prestaba solemne juramento en el sentido de cumplirlos y obedecerlos.

















“En Castilla dice Tapia Ozcariz, los reyes, antes de ser reconocidos, y acla¬mados, prestaban juramento a la nación, reunida en Cortes, en la forma más solemne. El Monarca juraba guardar las leyes del Reino y las libertades de los pueblos. En las Cortes celebradas en Madrid por Enrique III el año 1391, los representantes de la nación dicen: '¿Querades luego en estas Cortes otorgar e jurarnos de guardar e mandar guardar todos nuestros previllejos, e cartas, e franquezas, e mercedes, e libertades, e fueros, e bonos usos, e bonas costumbres que habemos e de que usamos en los tiempos pasados?' "

Luego el Rey, puestas las manos en la cruz de la espada que tiene delante, dice: 'Juro de guardar e facer guardar a todos los fijosdalgo de mis regnos, a los perlados e iglesias, e a los maestres de las Ordenes, e a todas las ciudades, villas e logares todos los previllejos, e franquezas, e mercedes e libertades.'

Por su parte, las Cortes de León, reunidas en 1188, "promulgan un verda¬dero texto constitucional, limitando y moderando la autoridad del Monarca; ofrecen garantías a las personas y propiedades, reconocen la inviolabilidad de domicilio, proclaman el principio de que cada uno acuda al juez de su fuero y castigan al que deniega la justicia o dolosamente sentencia contra derecho. El Rey promete no hacer la guerra ni concertar la paz, ni tratado alguno, sino en Junta de obispos, nobles y hombres buenos, por cuyo consejo manifiesta debe guiarse. Por eso dice, con fundamento, el actual cronista de la ciudad León, don Angel Suárez, que este Ordenamiento, esencial para las libertades de las clases populares, es más completo que la "Carta Magna" de lngla¬terra.



En Aragón, mediante el famoso Pacto de Sobrarbe, surgido de una reunión de Cortes en el siglo XII, se instituye el Justicia Mayor, quien, independiente¬mente de sus altas funciones judiciales, presidía las sesiones de tales organismos.



En las Cortes de Monzón, reunidas en 1217, "resuena la voz imponente del Justicia Mayor de Aragón que, en su calidad de presidente y en nombre de los procuradores, dice al Rey: Nos, que cada uno de nosotros valemos tanto como Vos e juntos más que Vos, vos facemos Rey si cumplieres lo que jurades, et si non, non. Dura fórmula de juramento la de las Cortes aragonesas, en la que se contiene el apoyo coactivo de un pueblo que exige el cumplimiento de lo jurado bajo sanción en el caso de incumplimiento, expresión típica del genio almogaver, siempre menos dúctil que el de Castilla para doblarse ante el Monarca absoluto".

En ninguno de los reinos españoles se podía decretar tributo alguno sin la aprobación de las Cortes, las que inclusive autorizaban los gastos públicos y los privados del rey. No podemos detenernos en la alusión de todas las facultades y poderes con que las Cortes estaban investidas por una especie de derecho con¬suetudinario que arranca desde la época visigótica en España y cuya intervención en los negocios públicos del Estado español, una vez obtenida su unidad política, subsiste durante los gobiernos de reyes tan poderosos como Carlos V y Felipe II. Su decadencia se inicia con los Barbones a partir del siglo XVIII en que su poder moderador se extingue para dejar paso abierto al absolutismo monárquico.





"El cesarismo de los Borbones, llamado por los historiadores en determinadas épocas 'despotismo ilustrado', dice Tapia Ozcariz, no da cabida a la secular re¬unión de las Cortes de Castilla, institución que fue en muchos casos el apoyo o el freno de las reales iniciativas. En nuestras Cortes medievales se decían verda¬des amargas a los Monarcas, siempre aderezadas con respetuosos consejos y sabias advertencias. Como ha podido ver el lector, los 'servicios' concedidos por los procuradores en Cortes representantes de los tres estados, revestidos de la fuerza moral y legal que les daba su calidad de diputados elegidos por los gremios y Municipios -en unión del clero y la nobleza-, con poderes para fiscalizar y otorgar subsidios, desaparecen a partir del año 1700, cuando ocupa el Trono de España el primer Borbón. Las Cortes de Castilla quedan limitadas a la jura del Soberano y del Príncipe heredero; ceremonia que no exige más de una o dos sesiones, puramente protocolarias, de la antigua Asamblea legislativa, que se ha ido extinguiendo en el siglo XVIII y terminará por desaparecer.









Si hemos puesto especial empeño en la referencia a las Cortes españolas ha sido con el propósito de desmentir lo que comúnmente se afirma acerca de la forma de gobierno del Estado español en la época de los grandes acontecimien¬tos históricos que se registran a fines del siglo xv y a principios del XVI a saber: el descubrimiento del nuevo mundo y la conquista de la gran Tenochtitlan, entre otros. Como se habrá visto, el monarca español no era un soberano abso¬luto cuyo poder lo ejerciera sin restricción alguna. Si bien es cierto que la monarquía española no era en dicha época una monarquía constitucional como lo fue hasta la Constitución de Cádiz de 1812, también es verdad que sobre el rey actuaban las Cortes que éste convocaba periódicamente obedeciendo a una costumbre jurídica inveterada para tratar los asuntos públicos más im-portantes del Estado. Aunque el rey concentraba en su persona las tres funcio¬nes estatales como autoridad suprema, en su carácter de legislador trataba de obtener de las Cortes su aquiescencia para las leyes u ordenanzas que expedía, pues estando en tales asambleas representadas las diversas clases sociales, entre ellas el "estado llano" al través de sus procuradores, se suponía que dichas leyes u ordenanzas debían contar con el consenso de sus súbditos. De ahí que el funcionamiento de las Cortes traduzca, en el fondo, no sólo una tradición jurí¬dica, sino la tendencia realista del derecho español enfocada hacia la adecua¬ción de la ley escrita con la realidad donde debía regir. Esa tendencia imponía al rey una especie de deber ético-político, en cuanto que no debía expedir ordenamiento alguno sin estar suficientemente enterado de su conveniencia y del beneficio público que con él pudiere obtenerse. Por ello el monarca con¬vocaba a Cortes para que en éstas se discutiera y aprobara cualquier medida legislativa, inspirando este propósito a Carlos V la creación del famoso Consejo de Indias, el cual quedó instituido por cédula de 14 de septiembre de 1519.





La integración de este Consejo varió con el tiempo. Al establecerse con resi¬dencia en Madrid, se compuso de cinco ministros y un fiscal, llegando poste¬riormente a contar con diversos miembros especializados encabezados por su presidente. Las atribuciones del Consejo de Indias eran muy extensas, pues en él se delegaron por el monarca las tres funciones en que se desenvuelve el poder del Estado por lo que respecta a los dominios y posesiones españolas en América. Además del gobierno propiamente administrativo que ejercía, fungía como or¬ganismo judicial supremo y estaba investido con la facultad de dictar leyes en las múltiples materias atañederas a las Indias, tales como las relativas a "encomien¬das, conservación y tratamiento de indios, expediciones de descubrimiento y conquista, misiones, tráfico marítimo, legislación en general, ya emanara de el mismo, ya de las diversas instituciones coloniales, que requerían aprobación por el mismo Consejo". Las mencionadas facultades se consignaron en diferentes ordenanzas contenidas en las Leyes de Indias y cuyo conjunto revela que el citado Consejo era la autoridad suprema en el régimen colonial hispánico, fuera del rey, según se deduce de las leyes que citamos en la nota al calce. El multicitado Consejo subsistió durante toda la dominación española en América con la composición orgánica y las funciones que variablemente le asignaban distintos monarcas, y aunque esta asignación variable se fundaba en el principio de que la autoridad suprema radicaba en el rey, dicho organismo mediatizó su poder absoluto en orden a la administración gubernativa, a la legislación y a la impar¬tición de justicia en las posesiones de Ultramar, entre las que ocupó un lugar preponderante por su importancia política y económica la Nueva España.



El gobierno de esta colonia adoptó tres regímenes sucesivos. Mediante pro¬visión real expedida el 24 de abril de 1523 Carlos V nombró gobernador y capitán general de la Nueva España a Hernán Cortés, confirmándose así los poderes que había ejercido desde que inició su asombrosa campaña de conquista y colonización hasta la caída de la gran ciudad lacustre de Tenochtitlan el 13 de agosto de 1521. Las ambiciones personales de algunos lugartenientes del conquistador, a quienes éste encomendó el gobierno de la Nueva España durante su famosa expedición a las Hibueras, provocaron una situación caótica en la incipiente administración pública de la Colonia, que se complicó por numerosas conspiraciones acuciadas por la codicia de los que se disputaban el poder, y

cuyos nombres podrían formar una copiosa lista. Esta situación originó que el rey sustituyera la gobernación y capitanía general de la Nueva España confiada a Cortés por una audiencia, es decir, por un cuerpo colegiado que en nombre del monarca desempeñara su autoridad administrativa, legislativa y judicial. Dicha audiencia se integró por Juan Ortiz de Matienzo, Alonso de Parada, Diego Delgadillo y Francisco de Maldonado, habiéndola presidido Nuño de Guzmán, "el abominable gobernador del Pánuco, enemigo de Cortés y quizá el hombre más perverso de cuantos hasta entonces habían pisado la Nueva España". Esta primera audiencia, que en definitiva quedó compuesta por Matienzo, Delgadillo y Guzmán, pues sus otros miembros fallecieron recién lle¬gados, se caracterizó por sus atrocidades, desmanes y atropellos que sumieron a la Colonia en un verdadero caos imposibilitando su organización política y administrativa. Siguiendo las instrucciones reales, dicha audiencia formó juicio de residencia a Cortés en febrero de 1529, proceso que en realidad encubrió grotescamente los contumaces designios de Nuño de Guzmán para arruinar política y económicamente al conquistador, a quien ya se había despojado de sus bienes, encomiendas y solares. La farsa judicial que ese juicio entrañó dio cabida a múltiples acusaciones y demandas contra el extremeño presentadas por sus enemigos y por los envidiosos que sufrían a consecuencia de su fama y poder, habiéndolo condenado la audiencia al pago de todas las reclamaciones para cuya satisfacción fue menester la venta de sus bienes en pública subasta." Los oidores, por su parte, se dedicaron a repartir entre sus allegados y favori¬tos los empleos y oficios públicos "sin detenerse en la ineptitud o bajeza de la condición de los favorecidos". Frecuentes eran, además, las expoliaciones y maltratamientos de que se hizo víctimas a los naturales durante el llamado "go¬bierno" de esa primera audiencia, lo que motivó la airada protesta del obispo fray Juan de Zumárraga, quien erigiéndose en protector de los indios como su colega Bartolomé de las Casas, amagó a los españoles victimarios con hacer una información completa de sus atrocidades ante el rey, en cuyas pragmá¬ticas, a menudo desobedecidas y violadas, se ordenaba la cristianización de los aborígenes y su incorporación a la cultura hispánica, pues como afirma Ots Capdequi "La conversión de los indios a la fe de Cristo y la defensa de la religión católica en estos territorios fue una de las preocupaciones primordiales de la política colonizadora de los monarcas españoles."

El nefasto gobierno de la primera audiencia fue sustituido por otro cuerpo colegiado orgánicamente semejante, que se conoce con el nombre de segunda







audiencia, compuesto por los oidores Juan de Salmerón, Alonso de Maldonado, Francisco Ceynos y Vasco de Quiroga, presididos por Sebastián Ramírez de Fuenleal, quienes arribaron a Veracruz en enero de 1531. La situación que encontraron en la Nueva España era desastrosa, pues "escribanos y jueces co¬braban en los pleitos y diligencias judiciales costas exorbitantes: la Audiencia estaba en choque con el Ayuntamiento de México por confusión de sus atribu¬ciones; el obispo y los frailes eran hostiles al poder civil y hacían de los púlpitos tribuna de insurrectos; el marqués del Valle, que con ese nombre era ya cono¬cido Hernán Cortés, estaba en lucha con los oidores formando poderoso y temible centro de oposición; Nuño de Guzmán, el presidente de la primera Audiencia, inquieto, rebelde y audaz, a la cabeza de un ejército, se alejaba cuanto podía de la ciudad llevando la conquista, pero también la crueldad, la codicie: y hasta la insurrección por las inaccesibles montañas de la provincia de Jalisco. El lujo y la disipación, empobreciendo a las artes y a la agricultura, viciaban todas las clases sociales, y el espíritu de ambición y de novedad arrastraba a los antiguos pobladores de la Nueva España, lanzándose en busca de países desconocidos en donde encontrar esperaban pueblos y ciudades, en los que el oro, las perlas y las piedras preciosas pudieran saciar su ardiente codicia, no satisfecha con las riquezas que les ofrecía la Nueva España"





El gobierno de la segunda audiencia ofreció un notable contraste con el de la primera, pudiendo aseverarse que estableció las bases para la organización política, administrativa y social de la Nueva España y sobre las cuales se sentarlo el régimen virreinal que la sucedió. Su actividad gubernativa la desarrolló apegándose a las provisiones reales y a las determinaciones del Consejo de India: el cual, según dijimos, ejercía la autoridad suprema en la Colonia fuera del rey. Además de que sujetó a juicio de residencia a Matienzo, Delgadillo y Guzmán la citada segunda audiencia tomó medidas ejecutivas y legislativas propendentes a realizar los designios que inspiraron a la conquista y colonización españolas como medios para incorporar al indio a la cultura europea, a la sazón representada por España, al menos en lo que concierne al aspecto religioso y educativo. Puso en vigor "las cédulas reales que prohibían el excesivo trabajo personal de los naturales, que se les emplease como bestias de carga y que se les obligase trabajar contra su voluntad sin retribución en las fábricas y se les concedió que en sus ciudades y pueblos erigieran alcaldes y regidores para la administración de justicia, conforme a la legislación española". Para evitar la explotación que ejercían los encomenderos sobre los aborígenes en contravención a las bases cristianas con que se estructuró la institución de la encomienda, prohibió en muchos casos los repartimientos, incorporando a la corona española a numerosos pueblos de indios y declarando vacantes las encomiendas en otros, para que éstos fuesen considerados libres del encomendero y gobernados por un corregidor. Expeditó, además, la segunda audiencia la administración de justicia en la Nueva ¬España, activando hasta su conclusión los múltiples negocios judiciales que tenía pendientes de despachar su antecesora. Para obviar el prolijo señalamiento





de todas y cada una de las medidas que dicha audiencia puso en práctica a fin de organizar el gobierno de una colonia con tan vasto e impreciso territorio que paulatinamente crecía y con tal heterogénea población, séanos permitido reproducir el resumen que respecto de él formulaban los distinguidos autores de la importante obra "México a Través de los Siglos", quienes sostienen:

"Habíanse, durante cinco años, tasado y organizado el cobro de los tributos, de los diezmos, del quinto real en los metales y piedras preciosas, de las penas de cámara y de los derechos de almojarifasgo; se habían dado acertadas disposicio¬nes para el cumplimiento de las reales cédulas, para asegurar la libertad y el buen trato de los indios, avanzando mucho en el empeño de acabar con las encomiendas, poniendo a los pueblos sujetos a la corona real y gobernados por corregidores; los naturales del país comenzaban a entrar en la vida civil por el nombramiento de sus alcaldes y alguaciles; la administración de justicia se organizaba en la Nueva España y la Audiencia cumplía ya con las ordenanzas reales, y el arancel de derechos para escribanos y empleados estaba ya en vigor; el poder y la autoridad de la Audiencia corno gobernadora era reconocida sin disputa en la Nueva España y en todas las provincias que se le habían agregado, y Hernán Cortés, el más alto y poderoso jefe militar, se sometía resignadamente a sus decisiones.

"Consumar la obra, civilizar a todos aquellos habitantes, que espantados y rencorosos huían de las ciudades y de los pueblos, acabar con el sistema de enco¬miendas y organizar definitivamente la administración de justicia y de la real hacienda, desarrollar la instrucción pública y dar impulso al comercio, a la agricultura, a la minería, a las artes y a las ciencias, obras debían ser del tiempo y de los futuros acontecimientos que vinieran a retardar o a precipitar esa lenta y difícil evolución que después de la Conquista iniciaron los hombres de la segun¬da Audiencia de México."



A la segunda audiencia sustituyó, como es bien sabido, el virreinato, habien¬do sido el primer virrey de la Nueva España don Antonio de Mendoza, quien llegó a Veracruz el 15 de octubre de 1535. El territorio de esta pertenencia colo¬nial del Estado monárquico español, al implantarse dicho régimen, no estaba demarcado con precisión. Sus límites y su extensión eran sumamente vagos y confusos, pues por lo general se fue integrando con regiones vastísimas que, pre¬vias su conquista militar y menguada colonización, paulatinamente se incorpo¬raron a la corona de España. Las fronteras desdibujadas del territorio novohis¬pánico eran, por el norte, lo que se conoció y conoce todavía con el nombre de Florida cuya extensión abarcaban; por el sureste comprendían las Hibueras, considerándose de la Nueva España, además, "las lejanas conquistas de Nuño de Guzmán que imperfectamente dibujaban una frontera desde el río Yaqui a los límites occidentales del que hoy es el Estado de Jalisco, pasando de allí hasta abrazar una parte del Estado de Aguascalientes y de Zacatecas". Desde el punto de vista político de la Nueva España incluía "el gobierno de la provincia de Hibueras, el de Guatemala, la Nueva España propiamente llamada así, la Nueva



Galicia formada de lo que Nuño de Guzmán había conquistado y la parte que por usurpación injustificable (sic) había agregado a sus conquistas en la provincia de Michoacán, desde el río de la purificación hasta las orillas del lago de Chapala, y por el rumbo de Colima, de las tierras de la provincia de Avalas y de las conquistadas por don Francisco Cortés". Yucatán no formaba parte del territorio de la Nueva España ni estaba sometida al gobierno de ésta según las capitulaciones celebradas entre el rey y el adelantado Francisco de Montejo, aunque de hecho ocurría lo contrario. Eclesiásticamente, dicho terri¬torio estaba dividido en cuatro obispados que eran el de Michoacán, el de México, el de Coatzacoalcos y el de las Mixtecas, conforme a la cédula real de 20 de febrero de 1534 que fijó sus respectivos límites y a cuyo tenor nos remitimos.



Durante el régimen colonial el territorio de la Nueva España no sólo se extendió geográficamente merced a los descubrimientos y conquistas de nuevas tierras, sino que varió desde el punto de vista administrativo y judicial. Así, según ordenanza de 13 de febrero de 1548 se creó la Audiencia de Guadalajara subordinada al virrey de México "en lo relativo a gobierno, guerra y hacienda", comprendiendo su jurisdicción una amplia región que limitaba, por el Oriente, con la Nueva España propiamente dicha, por el Sur, con el Pacífico, y por el Poniente y el Norte con "las provincias no descubiertas ni pacificadas".



“Para mayor facilidad de la administración pública, dice don Toribio Esqui¬vel Obregón, se divida el territorio en reinos y gobernaciones, y cada uno de aquéllos y de éstas se subdivida en provincias, como sigue: Reino de México, provincias de México, Tlaxcala, Puebla, Antequera (Oaxaca), y Michoacán; Reino de Nueva Galicia, provincias de Xalisco, Zacatecas y Colima; Goberna¬ción de Nueva Vizcaya, provincias de Guadiana o Durango y Chihuahua; Go¬bernación de Yucatán, provincias de Yucatán, Tabasco y Campeche; y Nuevo Reino de León", agregando que "Había otras provincias que no eran subdivi¬sión de las anteriores y eran las de Tamaulipas o Nuevo Santander, Tejas o Nuevas Filipinas, Coahuila o Nueva Extremadura, Sinaloa, Nayarit o Nuevo Reino de Toledo, Vieja California, Nueva California y Nuevo México." El mismo autor añade que "Por real cédula de 22 de agosto de 1776 se separó del virreinato de la Nueva España toda la parte norte y lejana de difícil aten¬ción para los virreyes, dándose a esa porción segregada el nombre de Provincias Internas y se pusieron bajo el mando de un comandante general. Comprendía el nuevo territorio las provincias de Sinaloa, Sonora, Californias y Nueva Viz¬caya, más los gobiernos subalternos de Coahuila, Texas y Nuevo México. El propósito era fomentar el desarrollo de la parte norte del país como un valladar contra la ambición ya entonces manifiesta de los Estados Unidos." Las lla¬madas "Provincias Internas" a su vez se subdividieron por el virrey Flores en "Provincias Internas de Oriente" a la que pertenecían Coahuila, Tejas, Nuevo León, Santander y los distritos de Parras y Saltillo, y en Provincias Internas de Occidente", que comprendían las de Nueva Vizcaya, Nuevo México, Sonora, Sinaloa y las Californias. "Por real orden de 23 de noviembre de 1793 las Californias, Nuevo León y Nuevo Santander dependieron otra vez directamen¬te del virrey, y con las otras provincias se formó una sola comandancia; pero por otra real orden de 18 de mayo de 1804 se volvió a la división ordenada por el virrey Flores, y ya al iniciarse el movimiento de independencia las Californias se hallaban separadas en dos distintos gobiernos y dependían directamente del virrey."

La anterior división territorial sufrió una última modificación por la famosa "Ley sobre Intendentes" de 4 de diciembre de 1786, cuya expedición se debió al empeño que puso el ministro de Indias José Gálvez, según afirma Esquivel Obregón. Conforme a este ordenamiento el territorio de la Nueva España se clasificó gubernativamente en intendencias, provincias y gobernaciones, clasifi¬cación que subsistió hasta la finalización del régimen colonial. Las intendencias, implantadas según el modelo español que en la metrópoli existía desde 1718, eran doce, a saber: las de México, Puebla, Veracruz, Mérida, Antequera de Oaxaca, Valladolid de Michoacán, Santa Fe de Guanajuato, San Luis Potosí, Guadalajara, Zacatecas, Durango y la de Sonora y Sinaloa. Las "provincias" eran dos: la de Oriente que comprendía a Nuevo León, Nuevo Santander (Tamaulipas), Coahuila y Tejas, y la de Occidente que abarcaba los gobiernos de Nueva Vizcaya y Nuevo México. Las gobernaciones, que dependían directamente





del virrey, eran las de Tlaxcala, Vieja California y Nueva California.





La organización gubernativa de la Nueva España no se fundó en principios jurídicos definidos. Las necesidades administrativas y las conveniencias políticas explican el fenómeno de que dicha organización, durante la época colonia sufriese modificaciones hasta cierto punto caprichosas. En la etapa de los descubrimientos, el monarca español concedía a los jefes expedicionarios el título “adelantados", confiriéndoles amplias facultades judiciales y administrativas incluso legislativas, ejercitables dentro de las regiones que se fueran descubriendo y conquistando y sobre las comunidades en ellas asentadas. Los "adelantados" también estaban investidos por el rey con la potestad de repartir tierras "encomendar" indios, así como de nombrar funcionarios inferiores. En consecuencia, el "adelantado", según la "capitulación" otorgada a su favor por monarca, "era al mismo tiempo gobernador, capitán general y alguacil mayor de su provincia o territorio".



Al establecerse el virreinato, el régimen de los "adelantados" fue paulatinamente desapareciendo y las funciones que éstos ejercían se desplazaron, por ministerio real, hacia el virrey y las audiencias, que eran los órganos de autoridad primordiales en la Nueva España. Las audiencias tuvieron indiscriminadamente atribuciones judiciales y administrativas. En cuanto a las primeras fungían como tribunales de apelación en el conocimiento de los recursos que interponían contra jueces inferiores que eran los alcaldes ordinarios y los corregidores o alcaldes mayores. Además de sus funciones estrictamente judiciales audiencias eran órganos consultivos del virrey, a quien sustituían provisionalmente en el gobierno mientras el monarca designaba a la persona que debía reemplazarlo. También puede considerarse a las audiencias como cuerpos legislativos, en cuyo caso sus atribuciones consistían en "revisar y aprobar ordenanzas que se dieren las poblaciones" y en "dar todas las leyes que considerasen necesarias para el buen gobierno de la tierra"; recibiendo sus sesiones el nombre de “autos acordados". Una de las funciones más importante de las audiencias era la que desempeñaban en lo tocante al conocimiento de los “recursos de fuerza", verdaderos antecedentes hispánicos de nuestro juicio







de amparo, que se entablaban contra tribunales eclesiásticos y civiles cuando unos u otros, extralimitándose de su competencia foral, afectaban a las perso¬nas en su libertad y en sus bienes.



El virrey era propiamente el representante del monarca en la Nueva España. Su nombramiento provenía del rey y la duración de su cargo fue en un principio vitalicia, reduciéndose después a tres y cinco años. Los primeros virreyes, señaladamente en el siglo XVI, tuvieron facultades muy dilatadas, pues como afirma Ots Capdequi, “La inmensidad de las distancias, la dificultad de las comunicaciones con la Metrópoli y la urgencia de los múltiples problemas a resolver obligaban a los virreyes a decidir por sí y ante sí, en muchos casos, sin plantear siquiera la cuestión a los altos organismos del gobierno radicados en España”. Todos los funcionarios administrativos estaban supeditados al virrey, quien mediante una especia de circulares, llamadas “instrucciones”, les indicaba las reglas generales de gobierno. Los virreyes estaban, además, facultados para expedir ordenanzas de buen gobierno (reglamentos), las cuales debían someter¬se a la consideración del Consejo de Indias, sin perjuicio de que, mientras éste las revisase, se observaran ínmediatamente. Según don Toribio Esquivel Obre¬gón los virreyes no carecieron de facultades judiciales comprendiendo entre ellas las de "proceder de oficio o a petición de parte contra los oidores, alcaldes y fiscales"; "indultar de pena impuesta por los tribunales de justicia"; "cono¬cer de las causas formadas contra los que pasaban a Indias sin licencia"; "mandar sacar de las provincias a las personas que alborotaran la tierra, a sus hijos, hermanos y deudos y demás que siguieren su parcialidad, poniéndolos en parte segura"; y abocarse, por comisión especial, al conocimiento de ciertas causas criminales, "como sucedió al virrey Marquina en la célebre instruida con motivo del asesinato del gobernador de Yucatán".



Sería demasiado prolijo enumerar las facultades con que estaba investido el virrey y sumamente difícil clasificar en cuadros precisos el cúmulo de atribucio¬nes que tenía, las cuales eran, como se había advertido, de naturaleza admi¬nistrativa, legislativa y judicial, pues según sostiene Ots Capdequi, la nota distintiva de tales atribuciones "fue la universalidad, abarcando, en consecuen¬cia, todos los aspectos de la vida pública: legislativo, gubernativo, fiscal y económico, judicial, militar y aún eclesiástico ... ".



El amplio poder que ejercían los virreyes no dejaba de estar, sin embargo, sujeto a una especie de control que el mismo monarca español desempeñaba indirectamente sobre su conducta pública. Así, dichos funcionarios estaban obli¬gados a informar al mismo rey acerca de su gestión, acostumbrándose que éste les diese instrucciones reservadas para el manejo de los negocios públicos. Ade¬más, el virrey estaba sometido a un verdadero juicio político que se conocía con el nombre de "juicio de residencia", el cual era un proceso que se le seguía invariablemente ante un tribunal ad hoc, compuesto por un número determinado









de oidores que la corona designaba especialmente. En dicho juicio, que se subs¬tanciaba al concluir cada periodo gubernamental y durante cuya tramitación los virreyes permanecían arraigados (de ahí la denominación con que se le bautizó), no sólo se examinaba su actuación en el cargo que habían ocupado, sino que se recibían todas las quejas que por supuesto o verdaderos agravios formulasen los gobernados, para determinar la responsabilidad civil, penal o eclesiástica en que dichos funcionarios hubiesen incurrido. Debemos añadir, por otra parte, la fiscalización que las audiencias ejercían sobre la actuación de los virreyes respecto de ciertos negocios públicos al través de lo que se llamaba el "real acuerdo", con cuyo nombre se designaba a las sesiones de dichos cuerpos colegiados en que todos sus miembros integrantes, es decir, los oidores, incluyendo al virrey mismo, opinaban, deliberaban y resolvían sobre asuntos meramente gubernativos y con especialidad sobre los que atañían a la hacienda pública y a la milicia, habiendo ya firmado que las decisiones que al efecto se tomaban recibieron la denominación de "autos acordados".





Las audiencias de la Nueva España, o sea, las de México y Guadalajara, no eran los únicos tribunales superiores de la Colonia, pues la función judicial se desplegaba por otros organismos cuya competencia era especializada y que se determinaba por factores específicos. Así, en el año de 1710 se creó el Tribunal de la Acordada para perseguir y castigar a los salteadores de caminos. Como dice Esquivel Obregón, "Al principio el Tribunal de la Acordada era ambulante el juez, acompañado de un escribano, sus comisarios, un sacerdote y el verdugo, precedido de clarín y estandarte, a usanza de la Santa Hermandad de Toledo, se presentaba en una población, juzgaba sumariamente a los reos, y, la sentencia era de muerte, era ésta ejecutada sin dilación y se dejaba al cuerpo del convicto pendiente de un árbol, para la debida ejemplaridad."





Por otra parte, en 1503 se estableció la Casa de Contratación de Sevilla, cual, además de las atribuciones administrativas con que estaba investida en relación con los asuntos de comercio y navegación concernientes a las Indias ejercía funciones judiciales para conocer de los negocios contenciosos civiles penales que sobre tales materias se suscitasen, pudiendo impugnarse sus fallas ante el Consejo de Indias. La fundación de dicha Casa fue simultánea a los descubrimientos y conquistas realizados por Colón y otros exploradores y obedeció a la necesidad de gobernar las incipientes colonias. No fue, en consecuencia un organismo exclusivo para la Nueva España, puesto que su competencia extendía a todas las Indias, la cual, si en un principio era muy dilatada, redujo notablemente al crearse el Consejo de Indias, del que hemos hecho una somera semblanza. La Casa de Contratación de Sevilla fungió primeramente como agencia de las expediciones y flotas que se enviaban al nuevo mundo incumbiéndole la administración de los ingresos reales que con ellas se obtenían así como el manejo de importantes ramos de la hacienda pública. Su organización y atribuciones se modificaban con frecuencia mediante cédulas y ordenanzas que sería prolijo citar, sobreviviendo su decadencia con la dinastía de Barbones, para extinguirse en el año de 1790.











Ya hemos indicado que en la Nueva España funcionaron diversos tribunales especializados distintos de los de primera instancia -alcaldes ordinarios y alcal¬des mayores o corregidores- y de los de segundo grado como lo fueron las audiencias de México y Guadalajara. Así, existía el Consulado que fue estable¬cido en 1581 bajo el gobierno del virrey Lorenzo Suárez de Mendoza. Se com¬ponía de un presidente llamado prior y de jueces o ministros que se denominaban cónsules. Entendía de todos los asuntos relacionados con el comercio interior de la Colonia, correspondiendo a su iniciativa, la apertura de caminos y la construcción de puentes. Su más importante misión consistía en dirimir las con¬troversias que se suscitaban entre comerciantes, sin sujetar el procedimiento res¬pectivo a las fórmulas y dilaciones de los procesos civiles, debiendo dictar sus fallos "a verdad sabida y buena fé guardada".





En 1777 se fundó el Real Tribunal de Minería, el cual, como casi todos los tribu¬nales neo-españoles, tenía facultades judiciales, administrativas y legislativas. En cuanto a las primeras, conocía de las contiendas sobre asuntos de su materia entre los mineros. De él dependía el Colegio de Minería, al que podían asistir españoles e indios nobles, admitiéndose con preferencia a los hijos y descendien¬tes de dueños y trabajadores de minas. Tenían competencia dicho Tribunal para expedir ordenanzas sobre minería, siendo muy conocidas las que dictó en 1783 conteniendo una regulación exhaustiva sobre la citada materia y que inclusive se aplicaba durante los primeros años del México independiente.





Aparte de los organismos brevemente reseñados, que eran de índole civil en la acepción amplia del término, funcionaban en la Nueva España diversos tri¬bunales eclesiásticos, destacándose entre ellos el de la Inquisición, establecida por los Reyes Católicos con el consentimiento del Papa, de quien se suponía derivaban los inquisidores sus poderes, aunque su nombramiento provenía del monarca. Prescindimos deliberadamente de tratar lo relativo a la organización, competencia y funcionamiento del mencionado cuerpo, pues atendiendo a la extensión de estos tópicos, su examen rebasaría la temática de esta obra.





Sin embargo, no resistimos el deseo de reproducir la opinión que respecto de él sustenta un ameritado jurista e historiador que no se distinguió precisamente por su aversión hacia la Iglesia Católica y sus instituciones, o sea, don Toribio Esquivel Obregón, quien asevera: "La existencia, funcionamiento y métodos del tribunal de la Inquisición ha sido un cargo que se ha hecho a España y una prueba que se ha considerado irrefutable de su crueldad. Fue España la que aun en los principios del siglo XIX sostenía ese tribunal, cuya misión era perse¬guir a los hombres por sus creencias, velar porque nadie se apartara una línea de los cánones establecidos en las sutiles materias de la teología; que exigía del padre que denunciara al hijo y al hijo que denunciara al padre, y el hermano al hermano: que conducía la investigación en medio del más impenetrable secreto; que usaba el tormento para obtener la confesión del delito y la denun¬cia de los cómplices simpatizadores, y una vez la víctima convicta, la entregaba al brazo secular como mejor ejecutor, para ser encarcelada por el resto de sus días, azotada o quemada viva, confiscados sus bienes, infamados a sus hijos y descendientes.











"Todo esto es verdad y ni vale negarlo ni defender la institución como no valdría defender el llamado juicio de Dios o la prueba del hierro candente o tantas cosas que estuvieron en uso en pasadas edades."

Es bien sabido que el tribunal de la Inquisición se implantó en la Nueva España por real cédula expedida en Madrid el 16 de agosto de 1570 por Felipe II, habiendo sido el primer inquisidor don Pedro Moya de Contreras. Esquivel Obregón sostiene que "Al final de la época colonial y durante la guerra de independencia (dicho tribunal) había caído primero en desprestigio y después en odio de las gentes, principalmente por su participación en los asuntos de la agitada política de entonces" , habiéndolo abolido las Cortes de Cádiz mediante decreto de 12 de febrero de 1813.

Una de las instituciones más importantes del derecho público español fue el municipio, cuyo régimen, gestado desde la época visigótica, alcanzó su apogeo durante toda la alta Edad Media en los diferentes reinos existentes en la península ibérica. Aunque el régimen municipal ya se encontraba en decadencia al tiempo en que se iniciaron los descubrimientos de tierras del nuevo mundo merced a la hegemonía cada vez más acentuada del poder real, no dejó de implantarse en la Nueva España, pues como asevera Ots Capdequi, las instituciones municipales "caducas en la Metrópoli, cobraron savia joven en un mundo de características sociales y económicas tan distintas, y jugaron un papel importantísimo en la vida pública de los nuevos territorios descubiertos". y

Los municipios se gobernaban por un cuerpo colegiado llamado "ayuntamiento» o «cabildo" compuesto por alcaldes, regidores y síndicos. Los alcaldes como ya se ha visto, desempeñaban la función judicial dentro del municipio correspondiente con independencia de su adscripción a dicho cuerpo; a los regidores incumbían las funciones económico-administrativas y el síndico era representante de la mencionada entidad en los negocios jurídicos en que estaba interesada. A semejanza del régimen municipal español, el nombramiento de los miembros del ayuntamiento o cabildo proveía de los vecinos del lugar, operando así una especie de democracia. Sin embargo, Felipe II decretó la enajenabilidad de los cargos u oficios respectivos en pública subasta para arbitrarse fondos tendientes a sufragar los apremiantes gastos de la corona, situación que

subsistió durante la Colonia. Además, algunos puestos eran transferibles por herencia, circunstancia que contribuyó a la desaparición del origen popular de los citados organismos que de ese modo se convirtieron en verdaderas oligar¬quías.



La centralización de las funciones administrativas y judiciales en la Nueva España, cuyo óbice implicaban los ayuntamientos o cabildos de que cada villa o ciudad contaba, se registró con la creación de los corregimientos, que política¬mente eran las porciones territoriales en que ejercían el gobierno unos funciona¬rios denominados «corregidores" o "alcaldes mayores" que dependían del virrey. La primera denominación responde a la función que se les asignó, consistente en "corregir los abusos". Actuaban dentro de su jurisdicción como jueces civiles y penales de primera instancia, pudiendo además conocer en grado de apela¬ción de los juicios fallados por los alcaldes ordinarios, los que, según se dijo, integraban el ayuntamiento o cabildo.



Los corregimientos fueron sustituidos por las intendencias, aunque al pro¬clamarse la independencia nacional subsista el de Querétaro, que conservó cierta autonomía en la materia judicial civil y criminal. Las intendencias se establecie¬ron mediante las ordenanzas respectivas expedidas por Carlos III el 4 de diciembre de 1786 bajo la inspiración de su "ministro universal" de las Indias, don José Gálvez, marqués de Sonora.



Hemos expuesto muy superficialmente el régimen jurídico-político de la Nueva España sin haber abrigado la pretensión de estudiar sus instituciones con exhaustividad. De la breve semblanza que al respecto describimos, podemos extraer los rasgos característicos de dicho régimen, los cuales demuestran evi¬dentemente que la Nueva España era una colonia perteneciente al imperio y dominio del Estado monárquico absolutista español en que el rey concentraba en su persona las tres funciones estatales supremas, considerándosele como titular de la soberanía. A la corona se atribuía una especie de "propiedad originaria" sobre todas las tierras que integraron el vastísimo territorio colonial, las que por virtud de las mercedes reales, fueron susceptibles de ingresar al dominio pri¬vado, como efectivamente sucedió con muchas de ellas. Todas las autoridades neo-españolas, dentro de una órbita competencial no definida con precisión y constantemente alterada por multitud de ordenanzas y disposiciones reales, ac-tuaban en nombre del monarca, del que, además, dependía directa o indirecta¬mente su nombramiento. Aunque en los primeros tiempos de la Colonia, según hemos visto, se implantó un régimen municipal semejante al de las comunas medievales de los reinos españoles, y se reconoció una muy limitada autonomía a las poblaciones indígenas, el absorbente poder del monarca eliminó tales “siste¬mas democráticos" para substituirlos con instituciones cuya creación, competen¬cia y funcionarios estaban sujetos a la voluntad del monarca.



En los comienzos del siglo XIX se registran hechos políticos y militares en la Metrópoli que tuvieron indudable repercusión en la Nueva España, a tal punto que implicaron causas directas de la insurgencia. Carlos IV, quien al estallar la revolución francesa ascendió al trono, entregó prácticamente el gobierno del di¬latado imperio español al ambicioso y nefasto Manuel Godoy, conocido por iro¬nía o sarcasmo como el "príncipe de la paz", habiendo sido el que propició la













invasión napoleónica a la península ibérica bajo el mando de Marat. Es bien sabido que en Aranjuez el pueblo se sublevó para deponer al favorito del monar¬ca, quien, en su afán de salvarlo, abdicó la corona en favor de su hijo Fernando séptimo rey de ese nombre, y el cual, inmerecidamente, fue erigido por el pueblo español en paladín de su independencia frente al invasor francés. Napoleón, con la astucia política que lo caracterizaba, explotando las diferencias entre padre e hijo, los convoca en Bayona, en unión de todos los miembros de la familia real española, para obligarlos a resignar el trono en favor de su hermano José Bonaparte, a la sazón rey de las dos Sicilias. El pueblo español se levanta e armas contra el usurpador al que despectivamente designó con el mote "Pepe Botellas".







"Honor, dignidad, firmeza y patriotismo, dice Julio Zárate, que no tuvieron sus reyes, túvolos la nación española para repeler la alevosa invasión extranjera el 2 de mayo de 1808 lánzase en Madrid el primer grito de guerra, y corre sangre en sus calles y plazas; levántase el pueblo español en defensa de patria, y la península será un campamento desde Galicia á Cataluña, desde Pamplona hasta Cádiz, y lucharán sus hijos sin tregua ni respiro; a falta dirección y pasado el primer momento de estupor erijíanse juntas en casi todas las provincias; a falta de ejércitos, se organizarán guerrillas; ancha tumba será España en la que irán á hundirse, uno en pos de otro, los ejércitos vencedores de la Europa; Gerona y Zaragoza renovarán los portentos de Sagunt Numancia, y tras algunos años de heroica resistencia, gloria será de España dibilitar al coloso que quiso sojuzgarla, libertad á Europa del yugo que éste impusiera con su espada, y tomar ella misma á la vida independiente, digna de la gratitud de los pueblos y de la admiración de la historia."







Los acontecimientos acaecidos en la Metrópoli provocaron una honda crisis política en la Nueva España y en cuya causación ya se vislumbraban claramente corrientes que propugnaban la independencia basadas en la idea de que, al haberse usurpado el trono español por José Bonaparte y al haber abdicado de la corona Carlos IV y su hijo Fernando VII, la soberanía automáticamente había desplazado en favor del pueblo. "El poder que tuvieron los diferentes reinos de España, dice Mariano Cuevas, para hacer sus juntas, lo tenía también la Nueva España para hacer su Junta de propio gobierno. Tuvieron ellas libertad para unirse en una sola junta, pero también la tuvieron para no hacerlo, si no les hubiera convenido. Es evidente que entonces, a los reinos de España sí les convino unirse, pero es igualmente cierto y claro que a la Nueva España, por mil capítulos, no le convenía ya más esa unión, sin aprovecharse de tan propicia coyuntura para despedirse filial y cariñosamente, pero en manera definitiva, de la madre España."





Bajo el gobierno del virrey José de Iturrigaray, en 1808, el regidor del Consejo Municipal de México, licenciado Francisco Primo Verdad, interpretando las ambiciones políticas de la burguesía criolla, propugnó la reunión de las Cortes españolas con la idea de que en ellas tuvieran representación política las











colonias americanas, principalmente la Nueva España. Iturrigaray aceptó el plan que bajo los propósitos del licenciado Verdad le propuso dicho Consejo y ordenó la reunión de una junta en la que se discutiría la convocatoria de las Cortes. Dicha junta, compuesta por el arzobispo, los oidores, los procuradores del rey, nobles, burgueses y regidores, tuvo como finalidad principal establecer un gobierno provisional en la Nueva España mientras las Cortes determinaran el régimen político conforme al cual se estructurasen España y sus dominios. El citado virrey estuvo dispuesto a sostener las decisiones de la junta con todos los elementos materiales de que disponía, pero fue traicionado por el propio en¬cargado de ejecutar el plan, Gabriel J. Yermo, y encarcelado, conduciéndosele después a España bajo la acusación por crimen de alta traición. Por su parte, el licenciado Verdad, una vez aprehendido, fue ejecutado, conceptuándolo Mé¬xico como uno de sus héroes a título de precursor de la independencia de nues¬tro país, en unión de fray Melchor de Talamantes, peruano de la orden de La Merced, quien, como afirma José Melgarejo Vivanco, "difundió escritos importantes para convocar al Congreso nacional del Reino de la Nueva Espa¬ña, defender su soberanía y lograr su independencia."



Sin embargo, pese a tales sucesos, la tendencia a establecer la igualdad polí¬tica entre España y sus colonias no sólo no se extinguió sino que trajo como resultados en octubre de 1810, cuando apenas se había iniciado el movimiento insurgente, que las Cortes extraordinarias y generales expidiesen un decreto en el que se declaraba que los naturales de los dominios españoles de Ultramar eran iguales en derechos a los de la península y que un mes después, en noviembre del citado año, se reconociese por las mismas Cortes la libertad de imprenta en materia política.



El ambiente que se iba gestando para la expedición de la Constitución espa¬ñola en 1812 acusaba ya una franca evolución jurídica en el pensamiento polí¬tico español, y prueba de ello es que antes que rigiera dicho ordenamiento, las mencionadas Cortes declararon en sendos decretos la igualdad de los americanos y europeos para actividades agrícolas e industriales, la abolición de la tortura y otras "prácticas aflictivas", la extinción de algunos estancos, la prohibición de la pena de horca y la habilitación de los oriundos de Africa para ser admitidos en las universidades, seminarios y demás centros educativos.







La lucha contra el invasor francés provocó, como era natural, la formación de diferentes juntas patrióticas en España, destacándose entre ellas la que se congregó el 24 de septiembre de 1810 en el teatro de la Isla del León, en el puerto de Cádiz. Dicha junta expidió en esa misma fecha un importante decre¬to preparatorio para la instalación de las Cortes Constituyentes. El aludido decreto ya apunta la tendencia revolucionaria que debiera asumir la obra legis¬lativa de dichas Cortes hacia la implantación de la libertad de imprenta, la abolición de señoríos, la supresión del tormento, la confiscación y la horca.



Es obvio que la influencia del pensamiento jurídico y político de los ideó¬logos revolucionarios franceses y de sus predecesores se dejó sentir en las Cortes Constituyentes de Cádiz. Entre los pensadores que más se invocaron durante los debates figuran Juan Jacobo Rousseau y principalmente Montesquieu. Sus respectivas obras célebres, el Contrato Social y el Espíritu de las Leyes, fueron las pautas que en los aspectos dogmáticos de la Constitución que se expidiera, se observaron por sus autores.







Según Melchor Fernández Almagro, España aprovechó las experiencias de la Asamblea Nacional y de la Convención francesas, afirmando que "Juan Jaco¬bo empapa muchos discursos por la sola fuerza de su terminología. Aunque se le impugne o soslaye, el hecho evidente es que se habla mucho bajo la sugestión de su contrato. Ya pudo observarse en Francia que Rousseau acusaba su pre¬sencia incluso en los cuadernos de la nobleza. Análogas razones explican que en Cádiz se especulase, en trance de reformas, con palabras y frases de indiscutible troquel rusoniano: "derechos inalienables del hombre", "principios inherentes al pacto social", "la razón, base de la Política y de la Moral. .. ". La presencia de Montesquieu es más directa y franca. No se elude el conjuro, porque la naturaleza misma de su Espíritu de las Leyes concuerda mejor que El Contrato Social con el tipo de cultura media que ofrecen aqueIlos clérigos y aquellos juristas, de formación todavía al gusto clásico: indudablemente mal dispuestos respecto a Rousseau, autodidacto, romántico y más libre de pensamiento. A Montesquieu se le cita a derecha e izquierda: para condenar el despotismo pero también para defender la nobleza. Y sobre todo, para montar los poderes de suerte que el Estado se equilibre y la Justicia como la Libertad queden cumplidas."





El 18 de marzo de 1812 se expidió por las Cortes Generales y Extraordinarias de la Nación Española la primera Constitución Monárquica de España: cuyo ordenamiento puede decirse que estuvo vigente en México hasta la consumación de su independencia registrada el 27 de septiembre de 1821 con la entrada del llamado "Ejército Trigarante" a la vieja capital neo-española. Dicho documento suprimió las desigualdades que existían entre peninsulares, criollo: mestizos, indios y demás sujetos de diferente extracción racial, al reputar como "españoles" a "todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas", o sea, en todos los territorios sujetos al imperio de España (arts. 1, 5 y 10). La constitución española de 1812, que representa para México la culminación del régimen jurídico que lo estructuró durante la época













colonial, es índice inequívoco de un indiscutible progreso que España fue impo¬tente para atajar, bajo la influencia de la corriente constitucionalista que brotó principalmente de la ideología revolucionaria francesa.



Durante la vigencia de dicho ordenamiento constitucional, las Cortes espa¬ñolas expidieron diversos decretos para hacer efectivos algunos de sus manda¬mientos en la Nueva España, tales como el que abolió los servicios personales a cargo de los indios y los repartimientos, el que suprimió la Inquisición estable¬ciendo en su lugar a los llamados "tribunales protectores de la fe", el que declaró la libertad fabril e industrial, etc.



Como se ve, el régimen jurídico-político de la Nueva España experimentó un cambio radical con la expedición de la Constitución de Cádiz de 1812, con¬feccionada, sin lugar a dudas, bajo la influencia de las corrientes ideológicas que dejaron un sello preceptivo indeleble en la Declaración francesa de 1789. Fue así como en la primera carta constitucional española propiamente dicha, se consagraron los principios torales sobre los que se levantó el edificio del constitu¬cionalismo moderno, tales como el de soberanía popular, el de división o sepa¬ración de poderes y el de limitación normativa de la actuación de las autoridades estatales. Por tanto, a virtud de la Constitución de 1812, España deja de ser un Estado absolutista para convertirse en una monarquía constitucional; al rey se le despoja del carácter soberano ungido por la voluntad divina, para considerarte como mero depositario del poder estatal cuyo titular es el pueblo, reduciendo su potestad gubernativa a las funciones administrativas y diferen¬ciando claramente éstas de las legislativas y jurisdiccionales, que se confiaron a las Cortes y a los tribunales, respectivamente.



Esta transformación política repercutió evidentemente en la Colonia, pues la Nueva España devino una entidad integrante del nuevo Estado monárquico constitucional, regido por los principios fundamentales ya enunciados. Suele afirmarse, y no sin razón, que la Constitución española de 1812, acogida con júbilo por los grupos políticos avanzados de la época, fue el documento que originó una de las tendencias ideológicas que se desarrollaron durante las pos-trimerías de la Colonia y que iba a disputar a la corriente absolutista represen¬tada por Iturbide, la estructuración jurídico-constitucional del México Inde¬pendiente.







No quisiéramos concluir la breve semblanza histórico-política que hemos for¬mulado acerca de la época colonial de nuestro país, sin reproducir la apreciación sinóptica que respecto de ella hace don Vicente Riva Palacio, quien al efecto se expresa: "La historia del virreinato en la Nueva España no es la del pueblo mexicano: nació, creció y se desarrolló ese pueblo teniendo por origen la domi¬nación española; tejióse su historia con la de la metrópoli, pero los sucesos de aquel periodo de tres siglos deben considerarse más bien como pertenecientes á la historia general de España, porque son el gobierno, las autoridades, las leyes y los hombres de la península los que han ocupado siempre la atención de los cronistas y los historiadores, que se han preocupado poco del nacimiento y del desarrollo del nuevo pueblo que ha llegado á formar una nacionalidad independiente.



“Al pisar Hernán Cortés y sus atrevidos compañeros las ardientes playas de Veracruz, abrían el prólogo de la historia de una nación, cuyos progenitores eran dos pueblos profundamente divididos por la raza, por la religión y por las cos¬tumbres, y que habitaban países tan apartados que por primera vez iban á encontrarse después de tantos siglos de vivir mutuamente ignorados sobre la tierra.



Comienza México á contar la verdadera historia de su existencia desde que los primeros hijos de los conquistadores y de las mujeres de la tierra conquistada formaron el núcleo de una raza nueva, que en el transcurso de trescientos años debía crecer, extenderse por toda la faz de la Nueva España, y, sobreponiéndose á las razas á que debían su origen, formar primero una sociedad, conquistar después su independencia y adquirir luego el título de pueblo. El agrupamiento, la analogía en las costumbres, en las tendencias y la semejanza en la idiosin¬crasia de la raza hizo á los mexicanos reconocerse entre sí como una sociedad; el deseo de gobernarse por sí mismos y el odio á la dominación impulsó á esa sociedad á proclamarse nación independiente, conquistando á fuerza de com¬bates y de sangre su autonomía. La tendencia natural de los hombres á la liber¬tad, la predisposición orgánica de los individuos, el ejemplo de otras naciones y el influjo del espíritu altamente progresista del siglo XIX inspiró y alentó á la nación mexicana, después de haber conquistado su independencia, á convertirse en pueblos estableciendo la democracia y consignando los derechos del hombre como la base de sus instituciones políticas."





C. Etapa de la independización





Con el movimiento insurgente iniciado en septiembre de 1810, la historia jurídica de la Nueva España se bifurca. En efecto, la ideología de nuestros principales libertadores, entre los que descuella el insigne Morelos, concibió y proyectó importantísimos documentos de carácter constitucional que sirvieron como índices de estructuración política-jurídica para el caso de que México hubiese logrado su emancipación. Por tanto, la historia de nuestro país, en lo que a dicha materia concierne, se desenvuelve en dos direcciones que, aunque coincidentes en muchos puntos, conservaron sin embargo su separación durante el periodo comprendido entre 1810 y 1821. Así, la Constitución monárquica de 1812 y los diferentes decretos que con apoyo en ella se expidieron por las Cortes españolas



para la Nueva España, implicaron el derecho público de ésta desde el punto de vista del gobierno virreinal; la insurgencia, por su parte, y sobre todo en su segunda etapa, procuró organizar jurídica y políticamente a lo que sería con posterioridad la Nación mexicana, de acuerdo con las bases constitucionales que ella misma elaboró. En efecto, a pesar de que el movimiento iniciado por don Miguel Hidalgo y Costilla en sus albores parecía dirigirse contra "el mal go¬bierno" proclamando a Fernando VII como gobernante legítimo, a medida que se fue extendiendo adquirió impulsos legislativos, que no obstante su desarticu¬lación, es decir, aunque no se haya traducido en un documento unitario y siste¬mático, tuvieron como resultado la expedición de diferentes decretos o bandos que denotaron una manifestación clara de las tendencias ideológicas de los insur¬gentes. Entre ellos, sin duda alguna el más importante fue el que declaró abolida la esclavitud y suprimida toda exacción que pesaba sobre las castas expedido por Hidalgo el 6 de diciembre de 1810. Por su parte, don José María Morelos y Pavón, a quien este mismo designó su "lugarteniente" y cuya personalidad como político alcanza mayores alturas que la muy venerable del antiguo profesor del Colegio de San Nicolás en Valladolid (Morelia), no sólo continuó la lucha emancipadora que dejó trunca el Cura de Dolores, sino que pretendió hacerla culminar en una verdadera organización constitucional. Así, bajo los auspicios del gran cura de Carácuaro se formó una especie de asamblea constituyente, denominada Congreso de Anáhuac, que el 6 de noviembre de 1813 expidió el Acta Solemne de la Declaración de la Independencia de América Septentrio¬nal, en la que se declaró la disolución definitiva del vínculo de dependencia con el trono español. Cerca de un año después, el 22 de octubre de 1814, el propio





Congreso expide un trascedental documento jurídico-político llamado Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, conocido comúnmente con el nombre de Constitución de Apatzingán por haber sido en esta población donde se sancionó. Sería suficiente para subrayar su importancia el hecho de que en él se encuentran plasmados los fundamentales principios de la ideolo¬gía insurgente y de que, si en varios aspectos sigue los lineamientos demarcados por la Constitución española de 1812, diverge radicalmente de ésta en cuanto que tendió a dotar a México de un gobierno propio independiente de España, como no lo soñó Hidalgo.



La Constitución de Apatzingán tiene como antecedentes inmediatos dos im¬portantes documentos jurídico-políticos, a saber, los Elementos Constitucionales de Rayón y los Sentimientos de la Nación de Morelos. En ambos se proclama la prohibición de la esclavitud, la supresión de las desigualdades provenientes del "linaje" o de la "distinción de castas", y la abolición de las torturas. En el pri¬mero de dichos documentos se declara "la absoluta libertad de imprenta en puntos puramente científicos y políticos, con tal que estos últimos observen las miras de ilustrar y no zaherir las legislaciones establecidas (Art. 29); y en el segundo se advierte ya una cierta tendencia social, al disponer que las leyes que dicte el Congreso "deben ser tales que obliguen a constancia y patriotis¬mo, moderen la opulenta y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, aleje la ignorancia, la rapiña y el hurto" (Art. 12), previendo así una especie de intervencionismo de Estado.







Don Hilario Medina, constituyente en el Congreso de 1916-17, al referirse a la mencionada Constitución, afirma que en ella no se debe buscar "el cuadro completo de una organización política perfecta, porque no era éste su objeto primario: era ante todo un instrumento de lucha, la oposición armada, la antítesis política. Contra la monarquía, la república; contra el despotismo, la libertad; contra la sujeción, la independencia; contra la conquista, la reivin¬dicación; contra el derecho divino, la soberanía; contra la sucesión de la coro¬na por nacimiento, la elección democrática. En una palabra, la condenación más enérgica de la conquista y del régimen virreinal, un nuevo tipo de organiza¬ción provisional destinada a preparar las instituciones definitivas. Muchos de los artículos no son mandamientos, sino postulados de derecho natural y político que tienden a combatir los principios básicos del régimen virreinal. No impor¬ta que haya tenido poca o ninguna aplicación, si debemos juzgarla como es, es decir, como el documento más completo de la polémica entablada sobre la independencia, en un terreno meramente político, o instrumento de lucha. Es, pues, inútil hacer un análisis de ella; pero basta decir que es una constitución republicana, democrática, central, representativa y congresional que estaba destinada a desaparecer tan pronto como terminara la lucha, para dar lugar a la reunión de un congreso constituyente que dictara la Constitución defi¬nitiva".



El movimiento insurgente parecía haberse sofocado definitivamente a con¬secuencia del fusilamiento de Morelos acaecido el 22 de diciembre de 1815 en San Cristóbal Ecatepec. Los principios político-jurídicos sobre los que descansaba la ideología de la independencia nacional adoptados en el Acta de emancipa¬ción de 1813 y en la Constitución de Apatzingán, desgraciadamente no fueron proclamados, de la manera enfática y categórica como se consagraron en dichos documentos, por los continuadores de los movimientos libertarios posteriores, pues la audaz y heroica aventura de Francisco Javier Mina en 1817 realmente se tradujo en una lucha fracasada contra el gobierno de Fernando VII y no contra la dominación española en México, y la tenaz y erguida resistencia que don Vicente Guerrero opuso a las autoridades virreinales en el sur de la Nueva España no representaba la pujanza suficiente para lograr un triunfo definitivo sobre sus adversarios que hubiera producido como efecto inmediato la emanci¬pación de nuestro país y su organización como Estado soberano.



Dada la situación de hecho que a la sazón prevalecía en México, no podía preverse la posibilidad de que la independencia se consumase por el impulso propio de los auténticos insurgentes que entonces aún quedaban, tales como el mismo Guerrero y Pedro Ascencio; y de no haber sido por la intervención de don Agustín de Iturbide en los hechos históricos que se desarrollaron, en el sentido de explotar para su exclusivo provecho la misión pacificadora que le encomendó la famosa Junta de la Profesa, a la que traicionó, puede decirse que la emancipación política de la Nueva España no se hubiese conseguido al menos en la época en que se registró este acontecimiento. En efecto, se afirma que el virrey Apodaca recibió una carta de Fernando VII en la que éste expresaba sus deseos de gobernar a la Nueva España como Estado independiente para sus¬traerse a las limitaciones que al poder real imponía la Constitución de 1812 que se vio constreñido a jurar y con la esperanza de convertirse en el soberano absoluto de la nueva nación. En dicha misiva, Fernando VII sugirió algunas bases políticas para el gobierno independiente de la Nueva España fincadas en la unión entre mexicanos y peninsulares y en la adopción de la religión católica estatal. Apodaca con todo sigilo convocó a diversos personajes de gran influencia

a una reunión que debería celebrarse en la Profesa para dar cuenta a los asistentes con los designios reservados del rey, y con el objeto de poner en práctica los planes de pacificación que las citadas bases entrañaban, se comi¬sionó a Iturbide, quien habiendo logrado la aquiescencia de don Vicente Gue¬rrero (no sin cierta reticencia por parte de éste), proclamó el Plan de Iguala cuyas prescripciones principales eran las siguientes: la unión entre mexicanos y europeos, la conservación de la religión católica sin tolerarse ninguna otra y el establecimiento de una monarquía moderada que debiera intitularse "Impe¬rio Mexicano", para cuyo gobierno se llamaría a Fernando VII, pero que si éste no se presentaba a fin de prestar juramento a la Constitución que se expi¬diese, serían invitados al trono diversos miembros de la casa reinante de España por orden sucesivo. Como se ve, dichos principios, a pesar de importar la emancipación política de la Nueva España, auspiciaban la creación de un régi¬men monárquico con tendencias absolutistas que repugnaban a la verdadera ideología insurgente sustentada por el movimiento libertario del insigne Morelos y consignada en el Acta de Independencia de 1813 y en la Constitución de Apatzingán.









El virrey Apodaca no aprobó el Plan de Iguala, y comprendiendo que Itur¬bide actuaba por cuenta propia movido por ambiciones personales de poder, se aprestó ingenuamente para combatirlo, ya que había puesto a su disposición y bajo su mando todas las fuerzas armadas con que contaba el gobierno virreinal para obtener la rendición de Guerrero y lograr la pacificación del país. Inerme e impotente frente al ex jefe militar realista, Apodaca fue depuesto violenta-mente de su cargo por sus mismos y escasos partidarios, pues estimaron, no sin razón que él era el principal responsable de la situación desesperada en que se encontraba el gobierno virreinal, habiendo colocado en su lugar a don Francisco Novella. Por otra parte, como es bien sabido, durante el mes de agosto de 1821 llegó a Veracruz el que iría a ser gobernante de la Nueva España, don Juan O'Donojú, quien ni un solo momento pudo ejercer las funciones del cargo que se le había conferido, pues en la ciudad de Córdoba fue entrevistado por Iturbi¬de para imponerle la firma del tratado que lleva el nombre de esta población y en el cual se confirmó el Plan de Iguala, con la adición de que, si Fernando VII o algún miembro de su familia no aceptaban el trono del "Imperio Mexi¬cano", en su lugar debería designarse a la persona que las "cortes imperiales" nombraran. Dominada la situación por Iturbide y rota la inútil y débil resis¬tencia que aún osó oponer Novella, el 27 de septiembre de 1821 penetró triun¬falmente en la vieja capital neoespañola el ejército de las Tres Garantías, es decir, el sostenedor de los tres principios respectivos proclamados en el Plan de Iguala (unión, religión e independencia), significando tal hecho la consuma¬ción de la independencia nacional.







Los acontecimientos que se desarrollaron a raíz de este significativo fenó¬meno histórico revelan claramente por su gestación y finalidad, las intenciones de Iturbide en el sentido de convertirse en emperador de México. Así, la Junta Provisional Gubernativa que se había constituido para preparar la organización jurídico-política del nuevo Estado, expide el 6 de octubre de 1821 la llamada Acta de Independencia del Imperio Mexicano, en la que, además de declararse la emancipación definitiva de la nación mexicana respecto de la antigua Espa¬ña, se previó la estructuración de nuestro país “con arreglo a las bases que en el Plan de Iguala y tratados de Córdoba estableció sabidamente el primer jefe del Ejército imperial de las tres garantías ... ". Congruente con dicha declara¬ción de independencia, la mencionada junta, por decreto de 17 de noviembre del citado año, lanza la convocatoria a Cortes, es decir, para integrar una asamblea constituyente del proyectado imperio, la cual se declaró instalada el 24 de febrero de 1822. En el decreto de instalación se estipuló que dicha asam¬blea o congreso representaba a la nación mexicana y que en este cuerpo residía la soberanía nacional; que la religión estatal debía ser la católica, apostólica, romana, con exclusión de cualquier otra; que México adoptaba para su go¬bierno "la monarquía moderada constitucional con la denominación de impe¬rio mexicano"; y que se llamaría al trono imperial "conforme a la voluntad general, a las personas designadas en el Tratado de Córdoba; consagrándose, además, el principio de separación o división de poderes, radicando el ejecu¬tivo por modo interino en la regencia designada por la Junta Provisional Gu¬bernativa, el legislativo en la propia asamblea constituyente y el judicial en















los tribunales que a la sazón existían (es decir, en los coloniales) o en los que posteriormente se establecieran.



Así las cosas, tres meses después, el 19 de mayo de 1822, un sargento de nombre Pío Marcha, encabezando a una soldadesca tumultuosa, desfiló por las calles de la ciudad de México gritando "vivas" a "Agustín Primero, el empera¬dor" y, ocupando el local donde se encontraba reunido el congreso constitucio¬nal, hizo presión para que este cuerpo declarara que Iturbide era llamado por la voluntad del pueblo a ocupar el trono imperial, declaración que se formuló por una mayoría sorprendida contra los votos de quince diputados.



El gobierno imperial de Iturbide tuvo una efímera duración, pues el citado congreso constituyente, por decreto de 31 de marzo de 1823, declaró que el Poder Ejecutivo existente desde el 19 de mayo del año anterior cesaba en sus funciones, estableciendo que dicho poder lo ejercería provisionalmente un cuerpo compuesto por tres miembros (designándose para tal efecto a Nicolás Bravo, Guadalupe Victoria y Pedro Celestino Negrete) y que debería denomi-narse "Supremo Poder Ejecutivo". Depuesto Iturbide, quien en un gesto de dignidad manifestó al congreso que abdicaba de la corona, esta asamblea, me¬diante decreto de 8 de abril siguiente, dispuso que siendo su coronación "obra de la violencia y de la fuerza, y nula de derecho, no había lugar para discutir sobre dicha abdicación", y que quedaban insubsistentes todos los actos que con el carácter de emperador hubiese realizado, así como el Plan de Iguala, los tratados de Córdoba y el decreto de 24 de febrero de 1822.



Por decreto de 21 de mayo de 1823, el Congreso Constituyente Mexicano lanzó una convocatoria para la formación de un nuevo congreso, dando las bases para la elección de los diputados que lo fuesen a integrar el 17 de junio siguiente, en la inteligencia de que, de acuerdo con ellas, el cuerpo legislativo por crearse debería quedar instalado a más tardar el día 31 de octubre del citado año.



El nuevo congreso constituyente se enfrentó al dilema de organizar a México como república federal o como república central, habiendo optado por la primera de dichas reformas estatales en el Acta Constitutiva de la Federación expedida el 31 de enero de 1824 y en la Constitución de 4 de octubre del mis¬mo año.



Si hemos delineado un esbozo histórico-político de la etapa de independización de nuestro país que comprende el periodo transcurrido entre los años de 1810 y 1824, ha sido con el propósito de estar en aptitud de contestar la cuestión central que implica el tema del presente capítulo, consistente en determina cuándo apareció el Estado mexicano como persona moral o institución pública suprema. Debe recordarse que, en nuestra opinión, el Estado surge del Derecho primario que las sociedades humanas en su devenir histórico crean o que se le decreta por una multiplicidad de circunstancias de diversa índole dadas en la realidad socio-política. En ese Derecho primario, que traduce y actualiza normativamente la tendencia de organizar política y socialmente a una nación o a las diversas comunidades nacionales que integran un cierto conglomerado humano,





se crea el Estado como institución suprema, que no es sino el resultado sintético de los elementos humanos, geográficos y teleológicos que concurren en su for¬mación. Reiterando las explicaciones que con antelación hemos formulado para respaldar, dentro de un estricto proceso lógico de integración estatal, las ideas que se acaban de apuntar, debemos replantear la pregunta de cuándo apareció históricamente el Estado mexicano en la etapa cronológica que hemos señalado. Su respuesta debe necesariamente fundarse en el criterio que tales ideas conforman y entrañar, a su vez, la dilucidación de esta otra interrogación: ¿cuándo quedó normativamente organizado, con determinadas estructuras polí¬ticas y sociales, el pueblo mexicano dentro de la consabida etapa? Esta pregunta no la suscitamos con el designio de contestarla con un criterio ideológico, valo¬rativo, sociológico o económico, sino desde el punto de vista estrictamente for¬mal, es decir, sin hacer referencia a la justificación axiológica de las estructuras que se adoptaron normativamente para organizar a la sociedad mexicana.





La historia, o mejor dicho, los hechos y fenómenos que la integran en un periodo determinado de la vida de un pueblo, serían indiferentes a la investiga¬ción jurídica si no tuviesen relevancia o trascendencia para la formación del Derecho, principalmente cuando éste se manifiesta en ordenamientos normati¬vos escritos con carácter compulsorio o coercitivo. Esta reflexión es de utilidad imprescindible para marcar el momento histórico en que surge un determinado Estado o un Estado específico o concreto en la vida de las naciones, independien-temente de cómo se le haya estructurado ideológica o teológicamente, o de la duración temporal de su forma u organización. Siguiendo este pensamiento que se sustenta, según dijimos, en un criterio meramente formal y que preconiza un método inductivo para obtener sus conclusiones, debemos hacer referencia, res¬petando su misma implicación, a los distintos hechos con trascendencia norma¬tiva, actualizado o potencial, que se registran durante el periodo ya aludido de nuestra historia.



El primer intento para sentar las bases de organización política del pueblo mexicano fue el documento que se conoce con el nombre de “Elementos Cons¬titucionales", redactado por don Ignacio López Rayón en agosto de 1811, es decir, a un año escaso de la proclamación de la independencia por don Miguel Hidalgo y Costilla. En ese documento, del que su autor se retractó en marzo de 1813 en una comunicación que dirigió al mismo Morelos . se dibujan tímidamente











algunos principios de carácter político en que debería fundarse la estructura constitucional de México una vez que alcanzara su emancipación. En su artículo 5 se dispuso que "La soberanía dimana directamente del pueblo, reside en la persona del señor don Fernando VII y su ejercicio en el Supremo Congreso Nacional Americano", organismo que estaría compuesto por cinco vocales "nombrados por representaciones de las Provincias", según lo indicaba su artículo 7. Se proclamó la "división de poderes", considerándolos "propios de la soberanía" y prohibiendo que el legislativo fuese "comunicable", o sea, transmisible a ninguno de los otros dos (Art. 21). Es interesante recordar que, independientemente de estos principios constitucionales en cuya preconización se advierte la influencia que sobre Rayón ejerció el pensamiento de Rousseau y Montesquieu, el documento a que aludimos ya contenía algunos antecedentes preceptivos de nuestras actuales garantías individuales y la referencia, quizá incomprendida al "corpus haveas (sic) de Inglaterra".





La ideología política y social de don José María Morelos y Pavón se expresa fielmente en el documento conocido con el nombre de “Sentimientos de la Na¬ción" y al cual hicimos breve alusión con anterioridad. En este documento, Fechado el 14 de septiembre de 1813 y que Alamán califica con injusta pasión como "el papel" que el ilustre prócer "hizo leer ante el Congreso de Chilpan¬cingo, se declara enfáticamente que la soberanía dimana "inmediatamente" del pueblo, sustituyendo con esta declaración el postulado contradictorio que contenían los "Elementos Constitucionales" de Rayón, en el sentido de que, a pesar de dicho origen, la soberanía "residía" en la persona de Fernando VII, punto este que según el gran cura de Carácuaro, no era sino una "máscara de independencia". Morelos fue, pues, el primero de los caudillos insurgentes que proclamó la emancipación política de nuestro país con el dogma de la "soberanía popular", la que sólo debía depositarse en los representantes del pueblo (Art. 5 de los Sentimientos); y siguiendo la teoría de la "separación de poderes", apuntó que éstos debían ser el legislativo, el ejecutivo y el judiciario, compuestos por cuerpos u organismos en cuya integración debían participar las provincias (idem).



Ni los Elementos Constitucionales de Rayón ni los Sentimientos de la Nación de Morelos pueden conceptuarse como verdaderos proyectos de constitución que tendieran a organizar por modo exhaustivo y sistemático al pueblo mexicano que, en la época de su expedición, aún luchaba por su independencia. Tales documentos contienen simples bases o lineamientos muy generales a guiso de declaraciones dogmáticas sobre los que debería establecerse una estructura política, la cual, por otra parte, apenas se esboza en ellos, ya que su articulad en la mayoría de los preceptos, se refiere a los derechos y garantías del gobernado. No puede aseverarse válidamente, en consecuencia, que en dicho documentos se haya creado una completa organización política del pueblo mexicano que denote la institución del Estado, no sólo en atención a su propia











índole, sino tomando en consideración el hecho de que aún se combatía cruen¬tamente, en múltiples sucesos militares que no corresponde reseñar en esta obra, por el logro de nuestra independencia.



Un carácter distinto al de los consabidos documentos presenta la Constitu¬ción de Apatzingán, oficialmente expedida por el Congreso de Chilpancingo el 22 de octubre de 1814 con el nombre de Decreto Constitucional para la Liber¬tad de la América Mexicana, cuyos autores fueron Herrera, Quintana Roo, Sotera Castañeda, Verduzco y Argándar. La distinción a que nos referimos estriba en la circunstancia de que el Decreto de Apatzingán fue una verdadera constitución potencial, aunque no vigente, de México, en cuanto que tendió a estructurar política y jurídicamente a nuestro país en un cuerpo normativo sistemático por la pretensión de regular básicamente los primordiales aspectos que el constitucionalismo incipiente de la época imponía como materia de regulación por el derecho fundamental. Es en la Constitución de Apatzingán donde por primera vez en la historia jurídica y política de México se habla de un gobierno propio para una nación que luchaba por ser independiente. Varios de sus preceptos indican claramente este designio que se proclama con todo énfasis en su mismo preámbulo al declararse que "El supremo Congreso mexicano, deseoso de llenar las heroicas miras de la nación, elevada nada menos que al sublime objeto de substraerse para siempre de la denominación extran¬jera, y sustituir al despotismo de la monarquía española un sistema de admi¬nistración que, reintegrando a la nación misma en el goce de sus augustos imprescriptibles derechos, la conduzca a la gloria de la independencia y afiance sólidamente la prosperidad de los ciudadanos, decreta la siguiente forma de gobierno, sancionando ante todas las cosas los principios tan sencillos como luminosos en que puede solamente cimentarse una Constitución justa y sa¬ludable."











Esta declaración destaca en importancia y sus autores merecen el mayor de los encomios por su valiente empeño de independizar a nuestro país, si se toma en cuenta que Fernando VII fue restituido en el trono de España por efecto de la caída de Napoleón I y de la proclamación de Luis XVIII como rey de los franceses y que aquél, desde el 4 de mayo de 1814 expidió un decreto descono¬ciendo la Constitución gaditana de 1812, reimplantando el régimen monárquico absoluto, lo que facilitó en la Nueva España la adopción de las más graves y drásticas medidas de represión y venganza contra los insurgentes por parte del go¬bierno virreinal. Don Lucas Alamán, quien no se caracterizó por su abierta sim¬patía e incondicional adhesión al movimiento de independencia, reconoce que los sucesos anotados contribuyeron a renovar los esfuerzos de la insurgencia para lo¬grar la emancipación política de nuestro país y dividir al partido realista en dos bandos: el liberal que propugnaba la restauración del régimen establecido por la Carta de Cádiz y el absolutista, servil al despotismo y tiranía personificadas en el tristemente célebre Fernando VII.



Es importante recordar que el artículo 44 de la Constitución de Apatzingán hace referencia al régimen de separación de poderes, depositando el legislativo en un organismo llamado "Supremo Congreso Mexicano", el ejecutivo o "Supremo Gobierno" en un cuerpo compuesto de tres miembros y el judicial en un "Supre¬mo Tribunal de Justicia". Uno de los aspectos relevantes de dicha Constitución es el que concierne a la soberanía popular, que concibe su artículo segundo como "La facultad de dictar leyes y establecer la forma de gobierno que más convenga a los intereses de la sociedad", adscribiéndole su artículo tercero los atributos con que teóricamente se la caracteriza siguiendo el pensamiento de Rousseau, como son la imprescriptibilidad, la inenajenabilidad y la indivisibilidad. El aludido docu¬mento constitucional considera al pueblo como "titular de la soberanía en el cual reside originariamente correspondiendo su ejercicio a la 'representación nacional compuesta de diputados elegidos por los ciudadanos bajo- la forma que prescriba la constitución'." (Art. 5.)



A los efectos del tema propuesto en este capítulo no estimamos oportuno, por ahora, referimos a los distintos aspectos orgánicos, competenciales y funciona¬les de la estructura jurídico-política creada por la Constitución de Apatzingán, ya que, a modo de referencia histórica, aludiremos a ellos al estudiar nuestra Ley Fundamental vigente, pues sólo queremos hacer observar que, pese a su verdade¬ro carácter de ordenamiento constitucional in potentia, la citada Constitución no pudo establecer realmente y con vigencia positiva la estructura que instituyó por las condiciones fácticas que en la época de su expedición prevalecían en nuestro país y que son sobradamente conocidas. Por ello, la Constitución de Apatzingán no creó al Estado mexicano aunque intentó instaurarlo, tendencia que quedó defi¬nitivamente frustrada por los acontecimientos histórico-políticos posteriores que se registran dentro de la etapa de independización de México.



El Plan de Iguala y el tratado de Córdoba que lo modificó en beneficio de los designios de Iturbide para erigirse "emperador" de México, no pueden





conceptuarse como ordenamientos constitucionales, aunque hayan preconizado, sobre lineamientos generales y transitorios, una determinada forma de gobier¬no. La consumación de nuestra independencia política el 27 de septiembre de 1821 al entrar triunfante en la vieja capital de la Nueva España el ejército trigarante después de una campaña militar contra las fuerzas virreinales que duró escasamente siete meses, posibilitó la aplicación de las bases gubernativas proclamadas en el Plan y Tratado mencionados. Fue así como entró en funcio¬nes la Junta Gubernativa cuyo objetivo principal consistió en convocar a un congreso constituyente que definitivamente estructurara al país en cumpli¬miento del Plan de Iguala, habiendo designado ad interim una Regencia mientras "llegase la persona que había de ocupar el trono". Expedió, como se sabe, el “Acta de Independencia del Imperio Mexicano" el 28 de septiem¬bre de 1821, y autocalificándose "soberana", adoptó varias medidas legisla¬tivas que no viene al caso indicar, depositando el supremo mando militar en el mismo Iturbide por decreto de 14 de noviembre siguiente.



Según don Lucas Atamán, al confiar dicho mando a don Agustín, la Junta cometió un error, "pues fue tal el poder vitalicio que se le declaró, que el empe¬rador cuando hubiese venido, tenía que estar bajo su dependencia en todo lo relativo al ejército, y entonces fue cuando se le concedió el tratamiento de alteza, que suele ser señal de ruina para todos aquellos a quienes se les da sin haber nacido sobre las gradas del trono". "Por otro decreto posterior, continúa Alamán, se determinaron también las facultades de los capitanes generales" y comenta que "Había pues tres poderes supremos en el estado: el de la junta, que se llamaba soberana, el cual no reconocía más limitación que la que que¬ría imponerse la misma junta, declarando ser o no urgentes las materias de que se ocupaba, para resolverlas por sí o reservarlas al congreso que la reemplazó: la regencia, e Iturbide, que como generalísimo tenía en sus manos la fuerza y con ella la única autoridad efectiva, pero no pudiendo ejercerla libremente por el embarazo que le oponían la junta y la regencia, había necesariamente de acabar por ponerse en choque con la una y la otra." Y





Por otra parte, recordemos que el Primer congreso mexicano constituyente quedó instalado el 24 de febrero de 1822, es decir, al cumplirse precisamente el aniversario del Plan de Iguala, y que la misión que tenía conferida, en el sentido de organizar constitucionalmente al país, quedó sin realizarse en aten¬ción a que el mismo Iturbide, ya proclamado "emperador" desde el 19 de mayo de ese año, lo disolvió y lo sustituyó con una “Junta Nacional Instituyente" el 31 de octubre siguiente. Esta Junta "aprobó en febrero de 23 por 21 voto contra 17, el reglamento Político Provisional del Imperio, formulado por Iturbide para regir mientras se expedía la Constitución y bajo cuya modesta denominación -al decir de Zavala, citado por Bocanegra- se trataba de dar en realidad una constitución formal a la nación".

No obstante que el Congreso fue reinstalado por Iturbide en marzo de 1823, no pudo fungir como constituyente, pues este carácter no se lo reconocieron varias provincias. Solamente actuó como “convocante" a un nuevo congreso, y cumplido este encargo, se disolvió el 30 de octubre del propio año. Este últi¬mo cuerpo constituyente quedó instalado el 7 de noviembre de 1823 habiendo expedido el 31 de enero de 1824 el Acta Constitutiva de la Federación Mexi¬cana, y el 4 de Octubre siguiente la primera Constitución de México bajo el título de "Constitución de los Estados Unidos Mexicanos".



Sin mayor esfuerzo intelectual se advierte que lo hechos histórico-político que se sucedieron desde la proclamación del Plan de Iguala el 24 de febrero d 1821 hasta la expedición de la Constitución federal del 4 de octubre de 1824 así como los diferentes documentos públicos que de ello se derivaron y lo cuerpos gubernativos que operaron durante ese breve periodo, tuvieron una finalidad común: el establecer para México una organización política, es decir estructurar políticamente al pueblo mexicano. Esta finalidad se consiguió definitivamente por primera vez en la vida independiente de nuestro país con la mencionada Constitución, la cual, en consecuencia, fue el ordenamiento jurídico



fundamental primario u originario de México, o sea, que en ella se creó el Estado Mexicano. Aunque posteriormente se haya variado la forma estatal implantada en la Constitución de 24 sustituyéndose el régimen federal por el central y a pesar de los constantes cambios de la forma de gobierno operados por otros ordenamientos constitucionales que registra nuestra historia, el Estado mexicano instituido en dicha Ley Fundamental no desapareció merced a tales fenómenos, ni éstos fueron creando sucesivamente un "nuevo " Estado no obs¬tante las alteraciones que experimentaron esas dos formas jurídico-políticas. Para el pueblo mexicano sociológicamente hablando, es decir, para la población asentada en el vasto territorio que comprendía la Nueva España, se logró la emancipación de la metrópoli el 27 de septiembre de 1821. Por virtud de este hecho, ese conglomerado humano, tan diversamente integrado desde el punto de vista social, económico, cultural y étnico, dejó de pertenecer al Estado espa¬ñol pero sin convertirse aún en el elemento de un nuevo Estado por la sencilla razón de que la sola consumación de la independencia no lo produjo, habiendo sido necesario, para ello, la instauración de un derecho fundamental primario con caracteres más o menos permanentes y con proyección de vigencia en la vida pública. Tal derecho se expresó en la Constitución Federal de 1824, que es, por ende, la fuente creativa del Estado mexicano, prescindiendo de cómo se ca-lifiquen, según criterios múltiples, las estructuras en que su prístina organización se tradujo. El ser estatal de México arranca, pues, de la referida Constitución, aunque su modo de ser haya experimentado muchas variaciones en el trans¬curso de nuestra vida histórica. Esta sola circunstancia es suficiente para aquila¬tar la enorme trascendencia de la Constitución de 24, trascendencia que ninguno de sus detractores de ayer y de hoy puede desconocer.



No puede negarse que la Constitución federal de 1824 ha sido y es aún blanco de duros ataques a pesar del siglo y medio transcurrido desde que se promulgó. A nadie escapa la impugnación que se le dirige en el sentido de que fue una copia de la Carta fundamental norteamericana de 1787. En repetidas ocasiones hemos sostenido que esta apreciación no es valedera, ya que no es verdad que nuestros constituyentes de 1823-24 hayan imitado servil y extralógi¬mente el citado documento constitucional de los Estados de América, aunque se hubiesen inspirado en él y hayan tomado de su contexto los principios jurídi¬cos y políticos que lo informan.





Uno de los más acuciosos constitucionalistas mexicanos, el doctor Antonio Martinez Báez, sustenta la idea, que nosotros compartimos plenamente, en el sentido de que la Constitución Federal de 1824 no fue esa "copia", ni sus auto¬res procedieron como simples imitadores de sus colegas de Filadelfia. El citado autor, en efecto, expresa lo siguiente:



"Este es un ataque injusto (el de que dicha Constitución mexicana fue copia de la norteamericana) pues los imparciales investigadores de nuestra Constitu¬ción del año 24 encuentran que de la Ley Fundamental de la Unión Americana sólo se adoptaron algunas normas referentes a la estructura de la forma federal y otras relaciones con la forma republicana de gobierno, pero que fue mayor y más extensa la influencia de la Constitución de la Monarquía Española, expedida









en Cádiz el 19 de marzo de 1812, cuya filosofía política reflejó las ideas liberales de la Revolución Francesa."







"A la sectaria o parcial tesis centralista y conservadora, o de la fiel adopción de la Constitución Federal de los Estados Unidos, cabría oponer la tesis opuesta del Doctor Don. José María Luis Mora, también excesiva por apasionada, que afirmó: 'Los mexicanos, bisoños y poco expertos en el ejercicio del sistema re¬presentativo, han pagado más de una vez su tributo o la inexperiencia, proce¬diendo a establecer su ley fundamental casi sin otro guía ni modelo en materia tan difícil, que la Constitución sancionada en Cádiz por las Cortes extraordinarias. Más adelante menciona que son muchos los yerros a que ha dado lugar la manía de copiar o parafrasear este Código imperfectísimo, y expresa que por un tino especial que tenemos para errar hemos copiado a la letra este Código en casi todo lo malo'."



"El ilustre constitucionalista chiapaneco Dn. Emilio Rabasa en su Clásica obra 'La Organización Política de México, afirmó hace ya más de sesenta años. 'El Acta y la Constitución de 1824 llegaron al punto más alto a que pudiera aspirar los pueblos como institución política, estableciendo la división y la separación de los poderes públicos, la organización del Legislativo y el Judicial como entidades fuertes y autónomas y la independencia de los Estados limitada por el interés superior nacional."



"Don Mariano Otero, uno de los grandes constructores y teóricos de nuestra sistema constitucional, en su famoso 'Ensayo' escrito a mediados del año de 1824 en defensa de la Constitución Federal de 1824, dice, a propósito de la adopción del sistema federativo, que sus autores 'no imitaron, pues, estúpidamente nuestros padres; ellos (como los norteamericanos) cedieron a una ley universal a una ley que, nunca desmentida, era obra de la naturaleza y no de los hombres'. En otra parte de esta obra Otero expresa: 'Debe también recordarse ( esa Constitución duró once años, y que a pesar de que durante ellos las facciones despedazaron a la patria, aquélla fue reconocida siempre como el pacto fundamental de los mexicanos, que se invocó siempre por todos los partidos y facciones para legitimar sus pretensiones hasta que, en 1836, un Congreso que no tenía otros títulos de existencia que los que le diera ese mismo pacto que había jurado solemnemente cumplir, usurpó con un descaro indisculpable funciones del poder constituyente."



En su calidad de Ministro de Relaciones Interiores y Exteriores, en los aciagos en que el Gobierno Mexicano estaba en la ciudad de Querétaro, a principios del mes de junio de 1848, y en su Circular girada a los Gobernadores de los Estados, don Mariano Otero expresó a propósito del Pacto fundamental del Acta y de la Constitución de 1824, que a él "debemos ya la conservación de la unidad nacional, cuando sobre el palacio de México flamea vencedor un pabellón extranjero", y que "a su existencia, a su cumplimiento religioso debemos confiar ahora la salvación común".



Por otra parte, y según también lo hemos aseverado, la Constitución de 1824 fue un ensayo estructural para dar a México su primera organización jurídico-política fundamental. Para nadie es desconocida la circunstancia de que las condiciones reales de nuestro país en la época en que se expidió no formaban







la situación adecuada para que los principios y las reglas básicos contenidos en dicho Código tuviesen su aplicación natural.



"La Constitución de 1824, afirma el doctor Mario de la Cueva, fue un efec¬to normal de las difíciles circunstancias que acompañaron a su nacimiento; las constituciones son, según la fórmula de Fernando Lasalle, 'la combinación nor¬mativa de los factores reales de poder'. En una sociedad con tan hondas dife¬rencias sociales, económicas y culturales, como era la nueva nación mexicana, su constitución tuvo que ser una transacción provisional, una especie de com¬pás, de espera y de preparación de las fuerzas para la toma de poder: esos factores de poder eran, de un lado, el pueblo, representado por los diputados republicanos integrantes del partido del progreso y en el extremo opuesto las clases privilegiadas, la Iglesia y el Ejército.



"Las conquistas principales del partido del progreso fueron tres: la adopción de la forma republicana de gobierno; el reconocimiento de los principios del constitucionalismo individualista y liberal, soberanía del pueblo, gobierno repre¬sentativo, anuncio de la protección a los derechos del hombre y separación de poderes; la tercera de las conquistas fue el sistema federal. Pero el partido del progreso no pudo ir más allá: conquistó una forma de vida política que abría las puertas a la democracia y a la libertad pero quedaron vivas las contradic¬ciones sociales y económicas de la Colonia."



Por su parte, el profesor José Luis Melgarejo Vivanco formula un juicio si¬milar acerca de dicha Constitución, afirmando lo siguiente: "Hay quienes, para juzgar a la Constitución de 1824, le piden una originalidad probadora de igno¬rancia, de obstinación parroquial de autotonismo liquidado. Le reprochan otros, no tener la universalidad trascendente de los imperialismos depredadores vis¬tiéndose con ajena retacería; y otros, un hibridismo sin el cual, ni el hombre, ni el progreso, tendrían razones. La Constitución de 1824 fue producto de un pueblo en un instante de su vida física y social; con ella, se inició la existencia republicana del México Independiente, y en la vida cotidiana, sería largo y áspero el debate; sangrientos los hechos; trágicas las amputaciones; casi a punto de perderse todo; pero, sin caer en el milagro, México, no sucumbió; salvadoras manos pudieron transmitirlos a futuras generaciones, y la Constitución de 1824, a siglo y medio de formada, resplandece sus méritos propios, porque si el país pudo emerger de todos los naufragios, lo mantuvo a flote a un principio, el de la vida constitucional. El Pueblo, en los momentos más tremendos, busca el cobijo de la Constitución, una en tres etapas, 1824, 1857, 1917, Y a su ampa¬ro, ese pueblo está en marcha, fiel a su pasado, seguro de su destino."

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