TEORIA DE LA CONSTITUCION

En vista de que la Constitución es, prima facie, el ordenamiento funda¬mental y supremo en que se proclaman los fines primordiales del Estado y se establecen las normas básicas a las que debe ajustarse su poder público de imperio para realizarlos, el estudio cabal de la misma no debe prescindir del tratamiento de la finalidad estatal. En otras palabras, las constituciones contem¬poráneas, que ya han salido del marco escueto de la mera estructuración polí¬tica, prescriben, a modo de principios teleológicos de diversa y variada índole, los fines que cada Estado específico persigue en el ámbito socio-económico, cultural y humano del pueblo o nación. Por consiguiente, el poder público esta¬tal, traducido dinámicamente en las funciones legislativa, administrativa y judi¬cial, tiene como propensión inherente a su naturaleza la realización de dichos fines, o sea, de los principios constitucionales que los preconizan, de donde se infiere que la finalidad del Estado equivale a la teleología de la Constitución, es decir, del derecho fundamental. En efecto, todo ordenamiento constitucio¬nal tiene, grosso modo, dos objetivos primordiales: organizar políticamente al Estado mediante el establecimiento de su forma y de su régimen de gobierno,









y señalarle sus metas en los diferentes aspectos vitales de su elemento huma¬no, que es el pueblo o nación. En el primer caso, la Constitución es meramente política y en el segundo es social, en cuanto que, respectivamente, fija las normas y principios básicos de la estructura gubernativa del Estado y marca los fines diversos de la entidad estatal. En consecuencia, éstos y el derecho fundamental del Estado se encuentran inextricablemente unidos, en el sentido de que la Constitución los proclama como postulados teleológicos que se reco¬gen en sus preceptos, sirviendo al mismo tiempo como medio normativo para que, por su aplicación, el poder público estatal los alcance. Claramente se advierte de estas breves consideraciones que la teoría de la Constitución debe comprender, o al menos referirse, a la finalidad estatal que se actualiza en múltiples fines específicos que cada Estado en particular persigue y que se preconizan en su correspondiente ordenamiento jurídico o derecho funda¬mental. Por tanto, aludiremos a continuación a ambos tópicos sucesivamente a guisa de temas propedéuticos de dicha teoría.

A. El Derecho fundamental como elemento del Estado

Hemos aseverado reiteradamente que el derecho es otro de los elementos formativos del Estado en cuanto que lo crea como suprema institución pública y lo dota de personalidad. Pero al hablar en este caso del derecho, lo circuns¬cribimos al primario o fundamental, es decir, a la Constitución que se establece por el poder constituyente.

Para Carré de Malberg, sin embargo, el derecho no es anterior al Estado, sino que éste lo produce, argumentando lo que a continuación transcribimos: "¿Qué debe pensarse de la teoría que parte de la idea de que la soberanía cons¬tituyente reside en principio en el pueblo? Para apreciar el valor de esta teoría conviene considerar, ante todo, la primera Constitución del Estado, aquella en la cual se originó. Acabamos de ver que existe, respecto de esta Constitución inicial, una doctrina muy extendida que se esfuerza en descubrirle una base ju¬rídica y que pretende hallar dicha base en las voluntades individuales de los hombres que componen la nación. Pero esta doctrina se basa en un error fundamental, que es de idéntica naturaleza al que vicia la teoría del Contrato social. El error es, en efecto, creer que sea posible dar una constitución jurídica a los acontecimientos o a los actos que pudieron determinar la fundación del Estado y de su primera organización. Para que semejante construcción fuera posible, sería preciso que el derecho fuese anterior al Estado; y en este caso, el procedimiento creador de la organización originaria del Estado podría conside¬rarse como regido por el orden jurídico preexistente a él. Esta creencia en un derecho anterior al Estado constituye el fondo mismo de los conceptos emitidos en materia de organización estatal, desde el siglo XVI al XVIII, por los juristas y los filósofos de la escuela del derecho natural; inspiró igualmente a los hombres de la Revolución, pues, como se vio antes, partiendo de la idea de un derecho natural es como llegaron a formular, en la base de su obra constituyente, esas declaraciones de derechos que, en su pensamiento, debían a la vez preceder y condicionar el pacto social y el acto constitucional, al mismo tiempo que servirles











a ambos de fundamento. Pero, si bien no es posible discutir la existencia de preceptos de moral y de justicia superiores a las leyes positivas, también es cierto que estos preceptos, por su sola virtud o superioridad -aunque ésta sea trascendente- no podían constituir reglas de derecho, pues el derecho, en el sen¬tido propio de la palabra, no es sino el conjunto de las reglas impuestas a los hombres en un territorio determinado, por una autoridad superior, capaz de mandar con potestad efectiva de dominación y de coacción irresistible. Ahora bien, precisamente esta autoridad dominadora sólo existe en el Estado; esta potestad positiva de mando y de coacción es propiamente la potestad estatal. Por lo tanto, se ve que el derecho propiamente dicho sólo puede concebirse en el Estado una vez formado éste, y por consiguiente, es inútil buscar el funda¬mento o la génesis jurídicos del Estado. Por ser la fuente del derecho, el Estado, a su vez, no puede hallar en el derecho su propia fuente."

Fácilmente se advierte que la tesis de Carré de Malberg deriva de una con¬fusión entre el Derecho primario o fundamental que crea al Estado y que se implanta por el poder constituyente del pueblo o nación, y el derecho secun¬dario u ordinario que, según hemos advertido, emana de la función legislativa estatal realizada por sus órganos constituidos, es decir, previstos en el derecho fundamental o Constitución y a los cuales ésta les adscribe, para tal efecto, un conjunto de facultades o atribuciones que se llama competencia. Sin el dere¬cho fundamental no puede haber Estado, cuyo ser no pertenece al ámbito on¬tológico o real, sino al normativo. El Estado es, según lo hemos expuesto, un producto cultural, no una realidad social, como la nación o pueblo. No es un hecho sino una institución con personalidad moral y todo ente institucional se crea por el orden jurídico, que es, consiguientemente, su causa eficiente o determinante. Carré de Malberg invierte esta relación de causalidad y si se aceptase su opinión, se tendría que concluir que el Estado, al preexistir al Derecho, no es una institución, sino una unidad real, confundiéndose con la na¬ción. Es verdad que el Estado, una vez producido crea el derecho, pero este derecho es el ordinario o secundario y su génesis deriva directamente del poder público estatal, que es distinto del poder constituyente.

Esta afirmación se corrobora en el pensamiento de Sieyés, quien al respecto afirma: "La Constitución comprende a la vez la formación y la organización interiores de los diferentes poderes públicos, su necesaria correspondencia y su independencia recíproca. Tal es el verdadero sentido de la palabra Constitución: se refiere al conjunto y a la separación de los poderes públicos. No es la nación la que se constituye, sino su establecimiento público (Estado decimos nosotros). La nación es el conjunto de los asociados, iguales todos en derecho y libres en sus comunicaciones y en sus compromisos respectivos. Los gobernantes, por el contrario, constituyen, en este único aspecto, un cuerpo político de acción social. Ahora bien, todo cuerpo precisa organizarse, limitarse y, por consiguiente, cons¬tituirse. Así, pues, y repitiéndolo una vez más, la Constitución de un pueblo no es ni puede ser más que la constitución de su gobierno y el poder encargado de dar las leyes lo mismo al pueblo que al gobierno. Los poderes comprendidos en



el establecimiento público quedan todos sometidos a leyes, a reglas, a formas que no son dueños de variar."

Hemos sostenido hasta el cansancio que el poder constituyente incumbe al pueblo o nación como unidad real asentada en un cierto territorio. Ahora bien, como la comunidad nacional carece de una inteligencia unitaria, es incapaz, por sí misma, de ejercer ese poder, o sea, de crear el derecho fundamental o Contitución. Sólo en las antiguas democracias griegas toda la ciudadanía, reunida en asambleas públicas, era susceptible de desempeñar el poder Constituyente, ya que en ellas el número de ciudadanos era reducido y el espacio territorial no excedía de la extención geográfica de la polis. Pero a medida que el asiento físico de las naciones se fue ensanchando y el número de componentes creciendo, su "voluntad general", su soberanía o poder constituyente ya no pudieron ser ejercidos por ellas mismas. Surgió entonces, como imperativo fáctico, el fenómeno de la representación política, la cual, en ausencia de todo derecho anterior o contra un orden normativo preexistente, no es susceptible de reputarse como institución jurídica. Estas reflexiones nos orillan a pensar que las asambleas constituyentes no han estado integradas, generalmente, por representantes populares que hubiesen derivado su investidura de sistemas jurídicos preestablecidos, sino de elecciones o designaciones de hecho, lo que puede corroborarse prolijamente en la historia política de la humanidad. A lo sumo, tales elecciones o designaciones pudieron someterse a ciertas reglas fijadas unilateralmente por un caudillo o un grupo de caudillos que, por disímiles y variadas circunstancias fácticas hayan encabezado los movimientos o revoluciones tendientes a conquistar o reivindicar el poder autodeterminativo nacional. La mención de los sucesos político-históricos que en diversos países apoyan estos asertos, entrañaría una relación muy nutrida de ejemplos concretos. La observación histórica y la experiencia vital misma de los pueblos nos sugiere que la formación del derecho fundamental primario no obedeció a causas jurídicas, sino a motivos de hecho, en los que han confluido múltiples y diversos factores sociales, culturales, políticos, religiosos o económicos, sin desdeñar la acción personal de los jefes de los movimientos emancipadores o revolucionarios de los que han brotado las constituciones. Dentro de una sucesión causal lógicamente rigurosa, y que además corresponde a la dinámica histórica, se concluye que la fuente directa del Estado es el derecho fundamental primario y que éste, a su vez, se produce por la interacción de fenómenos de hecho registrados en la vida misma de los pueblos y en los que fermenta y se desarrolla su poder soberano de autodeterminación que culmina en el ordenamiento constitucional, y cuya expedición proviene de una asamblea de sujetos que ostentan la representación política, no jurídica, de la nación o de los grupos nacionales mayoritarios.

Ahora bien, puede suceder que esa representación no sea auténtica, es decir, que la asamblea constituyente no esté integrada por genuinos representantes populares o, inclusive, que el derecho primario fundamental no provenga





de asamblea alguna sino de una autócrata, como el monarca absoluto o el "jefe de Estado". Podría decirse que en estos casos tal derecho, al no emanar del poder soberano del pueblo ni de sus legítimos representantes, es espurio, sin que, por ende, sea la fuente del Estado. Sin embargo, aunque el multicitado derecho no derive de ese poder, en el terreno histórico, aunque no en el estrictamente teórico, no puede sostenerse que en su validez real, en su obser¬vancia social, no tenga injerencia alguna la nación. Si ésta no se ha autode¬terminado en un derecho que no proviene de su voluntad general o mayorita¬ria, si se le ha impuesto una forma estatal, legitima a uno y a otra por su adhesión consciente y positiva, es decir, por una conducta activa que exprese voluntariamente su acatamiento al orden jurídico-político que para ella ha sido creado. Esa adhesión, que se conoce como legitimación en la teoría constitu¬cional, descansa sobre un elemento colectivo de carácter sicológico, pues la conciencia popular admite que quien o quienes formaron el derecho funda¬mental primario y la institución estatal que en éste se creó, son los sujetos en quienes el poder respectivo reside, es decir, el verdadero "soberano". La hipó¬tesis a que nos referimos se aplica exactamente a los estados monárquicos absolutos, en relación con los cuales el pensamiento político-teológico proclamó que la soberanía residía en la persona del rey, quien, al constituir jurídicamen¬te a la nación mediante diversos ordenamientos que de su sola voluntad emanada, creaba al Estado.

El principio de legitimación ya asomaba en los primeros siglos del me¬dioevo hispánico durante la época visigótica, pues en el Fuero Juzgo se preco¬nizó que los súbditos sólo reconocían al rey como verdadero gobernante "si ficiere justicia". Por otra parte, el recurso de "obedézcase pero no se cumpla" del antiguo derecho español descansaba en el supuesto de que los manda-mientos que se "obedecían", o sea, se escuchaban con respeto y veneración, eran los que provenían del rey, es decir, del verdadero soberano investido le¬gítimamente con la facultad de expedirlos, sin que debieran "obedecerse" los que ordenaba cualquier usurpador del poder.

A guisa de aclaración respecto de las consideraciones que acabamos de formular, debemos subrayar que el Estado se crea en el derecho primario fun¬damental, es decir, en el derecho originario, cuya producción responde a cau¬sas reales que actúan en la vida histórica de los pueblos o naciones. Estas causas, que a su vez obedecen a factores de diversa índole, tienen como objetivo común la separación de una comunidad nacional del seno político-jurídico de un Estado preexistente, o sea, su sustracción, generalmente en vías de hecho, de un régimen de cuyo elemento humano forma parte. La llamada "indepen¬dencia política" de una nación no implica sino el "querer" de ésta para auto¬determinarse, emancipándose de un "status" que por diferentes motivos le es refractario. Al lograr esa independencia, la nación crea su derecho fundamen¬tal primario u originario, sin que la causación de éste, obviamente, se condi¬cione a ningún orden jurídico anterior. Por ello, hemos afirmado que ese derecho no se establece por ninguna causa jurídica, sino que responde a



variados elementos metajurídicos concurrentes, como los hechos de diversa índole y los postulados ideológicos que integran y sustentan, respectivamen los movimientos emancipadores de una nación. Como no existe derecho previo que lo sujete, y en virtud de que la nación por sí misma, es decir, sin representación, no puede autodeterminarse, el orden jurídico fundamental primario debe ser elaborado en su nombre por una asamblea constituyente cuyos miembros se nombran, designan o eligen con vista a circunstancias fácticas que recoge el acto de nombramiento, elección o designación. Con apoyo en esta consideración, aseveramos que la representación popular, en el acto producción de dicho orden jurídico, no es a su vez jurídica, sino política, o sea, que su confección no está sujeta a reglas de derecho anteriores, mismas que, por integrar el orden normativo repudiado por la nación, pueden aplicarse.

Por otra parte, debe hacerse la observación de que el orden jurídico primario fundamental puede ser sustituido por la nación en ejercicio del poder soberano constituyente. En otros términos, dicho orden no liga irremisiblemente a la nación, en el sentido de constreñirla permanentemente a vivir dentro de él. El poder constituyente tiene la posibilidad de ejercerse en todo tiempo por la nación. De no ser así, ésta dejaría de ser soberana por enajenación de este atributo a los órganos del Estado establecidos en el orden jurídico primario y en el supuesto de que se les hubiese conferido la potestad de cambiar o sustituir esencialmente ese orden.

Ahora bien, se presenta el problema consistente en determinar si la sustitución del multicitado orden trae aparejada la extinción del Estado que en el se hubiese creado y la formación de una nueva entidad estatal en el orden sustituto. La respuesta es negativa, pues cuando la nación se da otro u otros derechos fundamentales en el recurso de su vida histórica, el Estado, que se produjo en el derecho fundamental primario u originario, no desaparece como institución pública suprema, en virtud de que lo único que se trasmuta es la forma estatal, la forma de gobierno o los fines del Estado, trasmutación que obedece a posturas ideológicas que vaya imponiendo la evolución de los pueblos en el ámbito social, político, económico, cultural o religioso.

Sobre este problema Carré de Malberg brinda una solución análoga al afirmar: "Y no debe decirse que cualquier cambio de Constitución supone un nuevo pacto social, es decir, un acto que tuviera por objeto renovar el Estado, pues, por una parte, la idea de contrato social, que es falsa en lo que se refiere a la formación de la Constitución inicial del Estado, tampoco podría admitirse respecto a sus constituciones posteriores. Por otra parte, el cambio de Constitución, aunque sea radical e integral, no indica una renovación de la persona jurídica Estado, ni tampoco una modificación esencial en la colectividad que en el Estado encuentra su personificación. Mediante el cambio de Constitución se sustituye un antiguo Estado por una nueva individualidad estatal. Una nueva Constitución tampoco tiene por efecto engendrar una nueva nación; por lo concierne a la nación francesa en particular, resulta superfluo decir que su existencia, como cuerpo estatal, aparece como un hecho consumado, cuyo origen











puede remontarse a una época más o menos antigua, pero que, en todo caso, ya no depende, desde hace tiempo, de la voluntad de la autoridad constituyente.

Así pues, el poder constituyente no tiene por qué ejercerse aquí con objeto de fundar de nuevo la nación y el Estado, sino que simplemente se limita a darle a un Estado, cuya identidad no se modifica y cuya continuidad tampoco se interrumpió por ello, una nueva forma o estatutos nuevos.

B. La finalidad del Estado

La doctrina casi unánimemente habla de los "fines" del Estado. Nosotros preferimos utilizar el concepto y el vocablo "finalidad", pues tratándose el Es¬tado en general como idea jurídica abstracta, su objetivo es meramente formal, sin contenido ideológico, el cual es propio de los objetivos que los Estados en particular históricamente se han señalado o se les ha atribuido por distintas realidades políticas, sociales o económicas o por las concepciones ideales.

La finalidad del Estado consiste en los múltiples y variables fines específi¬cos que son susceptibles de sustantivarse concretamente, pero que se manifies¬tan en cualesquiera de las siguientes tendencias generales o en su conjugación sintética: el bienestar de la nación, la solidaridad social, la seguridad pública, la protección de los intereses individuales y colectivos, la elevación económica, cultural y social de la población y de sus grandes grupos mayoritarios, las so¬luciones de los problemas nacionales, la satisfacción de las necesidades públi¬cas y otras similares que podrían mencionarse prolijamente. Estas distintas tendencias son, como la finalidad genérica del Estado que las comprende, de carácter formal, pues su erección en fines estatales depende de las condiciones históricas, económicas, políticas o sociales en que hayan nacido o actúen los Estados particulares surgidos en el decurso vital de la Humanidad.

Debemos subrayar la idea de que el Estado no es un fin en sí mismo, sino un medio para que, a través de él, se realice esa finalidad genérica en benefi¬cio de la nación, que siempre debe ser la destinataria de la actividad estatal o poder público. Hemos dicho, en efecto, que el Estado surge de la nación o pue¬blo como institución suprema que se crea en el derecho fundamental primario, que es la estructura normativa básica en que se organiza la comunidad nacio¬nal. En tal derecho, ésta plasma sus designios o aspiraciones de muy diversa índole, que se recogen en preceptos jurídicos como postulados o principios teleológicos, para cuya consecución forma el Estado, asignándole sus fines específicos que deben realizarse mediante el poder público. Por ello, la finali¬dad del Estado no puede ser ajena, y mucho menos contradictoria u opuesta, a la finalidad de la nación, pudiendo afirmarse que entre una y otra existe una relación de identidad que comprende también al derecho fundamental o Constitución. Conforme a esta consideración, los fines específicos de cada Esta¬do son los mismos fines específicos de cada derecho fundamental, de lo que se colige, en sustancia, que el poder público no es sino el medio dinámico para la actualización permanente de ese derecho.



Al formular estas apreciaciones hemos procurado no invadir ningún terreno ideológico, es decir, hemos tratado de evitar el señalamiento de fines específicos de contenido sustancial o material al Estado en general, lo que en estricta lógica es imposible, ya que tales fines siempre están sujetos al tiempo y al espacio y condicionados por una multitud de circunstancias concretas variables, según dijimos. Tampoco podemos, en cuanto al concepto abstracto de Estado, ponderar su finalidad genérica desde el punto de vista valorativo o axiológico, pues esta actitud intelectiva sólo es posible frente a determinados fines no formales de cada Estado en especial. A nuestro modesto entender, la diversidad de teorías sobre los fines del Estado obedece a una sustitución epistemológica, consistente en un enfoque equivocado del problema. Al tratar acerca de la finalidad genérica del Estado en sí, no se puede asignarle rechazarle un substratum determinado, ya que esa finalidad es formal, de contenido variable, como también son formales sus distintas tendencias que hemos enunciado. Por ende, imputar al Estado en general, es decir, al Estado a-temporal y a-especial, fines específicos con un contenido determinado, significa el error de atribuirle un objetivo teleológico político, social, económico o cultural, que únicamente es referible a los Estados en particular, o sea Estados históricamente dados o a los tipos ideales de Estado.

Si se recorre el pensamiento expuesto por los más distinguidos tratadistas de la Ciencia Política, se advertirá fácilmente ese error, pues cada uno adopta diferente punto de vista en la atribución de fines específicos al Estado, tales como el económico y utilitario, el eudemonista, el ético, el teológico y el jurídico. Así, verbigracia, para Adam Smith el fin del Estado consiste en “defender a la sociedad de todo acto de violencia o invasión parte de otras sociedades, en proteger a cada individuo en la sociedad contra la injusticia de cualquier otro y en crear y sostener ciertas obras públicas y ciertas instituciones que el interés privado no podría establecer jamás, porque sus rendimientos compensarían el sacrificio exigido a los particulares"; para Blunschtli, “el fin verdadero y directo del Estado es el desarrollo de las facultades de la nación, el perfeccionamiento de su vida por una marcha progresiva que no se ponga en contradicción con los destinos de la humanidad, deber moral y político entendido"; para Burgess, el fin próximo del Estado es el gobierno y la libertad, y el fin secundario el perfeccionamiento de la nacionalidad, y el fin último la perfección de la humanidad, la civilización del mundo y el Estado universal; para Stahl, la misión del Estado se funda en el servicio de Dios; para Locke, fin estatal estriba en la seguridad de la propiedad privada; para Platón, el fin del Estado es la realización de la justicia, que es la virtud toral; para Aristóteles dicho fin consiste en la obtención del bien material y moral –eudemonia-; para los pensadores de los siglos XVIII y XIX, encabezados por Kant, el fin del Estado es la realización del derecho objetivo; para Laski, el Estado es una organización para "facilitar a la masa de hombres la realización del bien social en la más amplia escala posible"; según Jellinek, los fines del Estado implican “actividades exclusivas para la protección de la comunidad y sus miembros, para la conservación interior de sí mismo y el mantenimiento de sus modos de obrar, y para la formación y sostenimiento del orden jurídico, y actividades concurrentes, que nacen del hecho de que, partiendo de la evolución histórica y de las









concepciones dominantes, el Estado está llamado a mantener una relación con los intereses solidarios humanos, relación condicionada por su propia naturale¬za". Huelga decir que para Marx y Lenin, el Estado es un aparato o instru¬mento coercitivo, de fuerza, para mantener la explotación de obreros y campe¬sinos por parte de los capitalistas, o sea, de los detentadores de los medios de producción económica.

Sería tedioso exponer, aun siquiera sucintamente, los fines que cada doc¬trinario realista o idealista adscribe al Estado, pues además de estimar inútil tal exposición, ésta no vendría sino a corroborar lo que hemos expresado, a saber: que tratar de dar un contenido sustantivo a la finalidad genérica de la entidad estatal como institución abstracta, significa sujetarla a las condiciones variables de tiempo y espacio, es decir, extraer al Estado del plano de genera¬lidad en que la teoría debe estudiarlo para otorgarle una dimensión concreta y concebir su teleología según el muy particular modo de pensar de cada au¬tor, o sea, para encerrarlo en el subjetivismo regido siempre por ideologías individuales.

Enfatizando que el fin del Estado se reduce a un solo objetivo consistente en realizar el derecho fundamental en todos sus aspectos, se concluye que ese fin está condicionado a los mismos imperativos de diversa índole que deter¬minan la creación del propio derecho, pues el poder público, mediante el cual se pretende obtener positivamente, no puede rebasar el orden jurídico básico que organiza a la entidad estatal. El Estado no puede perseguir ningún fin que esté en contra, al margen o sobre el derecho básico o Constitución. Supo¬ner lo contrario entrañaría preterir o quebrantar el orden jurídico fundamental que estructura al Estado y determina su teleología. No creemos que sea una osadía afirmar, por tanto, que entre el fin social del derecho fundamental y el fin del Estado hay una identidad. Ahora bien, atendiendo a la naturaleza normativa vinculatoria del derecho, éste debe tomar en cuenta dos elementos que necesariamente se registran en la realidad social, como son los intereses individuales y los intereses colectivos que concurren en la nación, para estable¬cer entre ellos un justo equilibrio y en cuya procuración estriba el fin del estado.

En efecto, además del individuo, existen en el seno de la convivencia hu¬mana esferas de intereses que pudiéramos llamar colectivos, es decir, intereses que no se contraen a una sola persona o a un número limitado de sujetos, sino que afectan a la sociedad en general o a una cierta mayoría social cuantitativamente indeterminada. Frente al individuo, pues, se sitúa el grupo social; frente a los derechos de aquél, existen los derechos sociales. Estas dos realida¬des, estos dos tipos de intereses aparentemente opuestos reclaman, por ende, una compatibilización, la cual debe realizarse por el propio orden jurídico de manera atingente para no incidir en extremismos peligrosos como los que han registrado en la historia humana contemporánea diversos regímenes estatales.



A título de reacción contra el sistema absolutista, que consideraba al monarca como el depositario omnímodo de la soberanía del Estado, como réplica la desigualdad social existente entre los hombres desde un punto de vista estrictamente humano, los sociólogos y políticos del siglo XVIll en Francia principalmente, tales como Rousseau, Voltaire, Diderot, etc., observando las iniquidades de la realidad, elaboraron doctrinas que preconizaban la igualdad humana. Como contestación a la insignificancia del individuo en un Estado absolutista, surgió la corriente jurídico-filosófica del jusnaturalismo (aun cuando en épocas anteriores, desde el mismo Aristóteles, a través de filosofía escolástica, y hasta los pensadores del siglo XVIII, ya se había hablado de un derecho natural), que proclamó la existencia de derechos congénitos al hombre superiores a la sociedad. Tales derechos deberían ser respetados por el orden jurídico, y es más, deberían constituir el objeto esencial de las instituciones sociales. El jusnaturalismo, por ende, exaltó a la persona humana hasta el grado de reputarla como la entidad suprema de la sociedad, en aras de cuyos intereses debería sacrificarse todo aquello que implicara una merma o menoscabo para los mismos. De esta guisa, los diversos regímenes jurídicos que se inspiraron en la famosa Declaración de los Derechos del Hombre y Ciudadano de 1789, eliminaron todo lo que pudiera obstruccionar la seguridad de los derechos naturales del individuo, forjando una estructura normativa de las relaciones entre gobernantes y gobernados con un contenido eminentemente individualista y liberal. Individualista porque, como ya dijimos consideraron al individuo como la base y fin esencial de la organización estatal; y liberal, en virtud de que el Estado y sus autoridades deberían asumir una conducta de abstención en las relaciones sociales, dejando a los sujetos la posibilidad de desarrollar libremente su actividad, la cual sólo se limitaba por el poder público cuando el libre juego de los derechos de cada gobernado originaba conflictos personales. Fiel a la idea de no obstaculizar la actuación de cada miembro de la comunidad, el liberal-individualismo proscribió todo fenómeno de asociación, de coalición de gobernados para defender sus intereses comunes, pues se decía que entre el Estado como suprema persona moral y política y el individuo no deberían existir entidades intermedias. Esta tesis individualista pura, en su implicación estricta o rigurosa, ha tendido a reputar a la sociedad y al Estado como realidades distintas de las entidades individuales. Por necesidad sociológica y jurídica el individualismo clásico no se atrevió a proclamarse antisocial o antiestatal, es decir, proscriptor de la sociedad y del Estado, aunque su natural inclinación lo condujera al anarquismo, como expresión culminatoria de su postura. Según afirma Solages: "La sociedad no se le presenta (al individualismo), sino como una yuxtaposición de individuos, una suma o un agregado. Nada hay en ella, por consiguiente, que sea fuente de unidad real."

Como toda postura extremista y radical, el liberal-individualismo incidió en errores tan ingentes, que provocaron una reacción ideológica tendiente a concebir





la finalidad del Estado en un sentido claramente opuesto. Los regímenes liberal-individualistas proclamaron una igualdad teórica o legal del individuo; asentaban que éste era igual ante la ley, pero dejaron de advertir que la des¬igualdad real era el fenómeno inveterado que patentemente se manifestaba dentro del ambiente social. No todos los hombres estaban colocados en una misma posición de hecho, habiéndose acentuado el desequilibrio entre las ca¬pacidades reales de cada uno merced a la proclamación de igualdad legal del y del abstencionismo estatal. El Estado, obedeciendo al principio liberal del lais¬sez faire, laissez passer; tout va de lui-meme, dejaba que los hombres actua¬ran libremente, teniendo su conducta ninguna o casi ninguna barrera jurídica; las únicas limitaciones a la potestad libertaria individual eran de naturaleza eminentemente fáctica. De esta manera, era más libre el sujeto que gozaba de una posición real privilegiada, y menos libre la persona que no disfrutaba de condiciones de hecho que le permitieran realizar sus actividades conforme a sus intenciones y deseos. Al abstenerse el Estado de acudir en auxilio y defensa de los fácticamente débiles, consolidó la desigualdad social y permitió tácita¬mente que los poderosos aniquilaran a los que no estaban en situación de combatirlos en las diversas relaciones sociales. Tratar igualmente a los des¬iguales fue el gravísimo error en que incurrió el liberal-individualismo como sistema radical de estructuración jurídica y social del Estado.

Las consecuencias de hecho que de tal régimen se derivaron fueron apro¬vechadas para la proclamación de ideas colectivistas o totalitarias, al menos en el terreno económico, manifestándose abiertamente opuestas a las teorías in¬dividualistas y liberales. El individuo, según el totalitarismo, no es ni la única ni mucho menos la suma entidad social. Sobre los intereses del hombre en particular existen intereses de grupo, que deben prevalecer sobre los prime¬ros. En caso de oposición entre la esfera individual y el ámbito colectivo, es preciso sacrificar al individuo, que no es, para las ideas totalitarias, sino una parte del todo social cuya actividad debe realizarse en beneficio de la socie¬dad. Como ésta persigue fines específicos, los objetivos individuales deben ser medios para realizarlo, dejando de ser la persona humana, por tal motivo, un autofin, para convertirse en un mero conducto de consecución de las finali¬dades sociales, variables según el tiempo y el espacio y de hecho impuestas por gobiernos ocasionales. Al individuo, por ende, le está prohibido desplegar cualquiera actividad que sea no sólo opuesta, sino diferente, de aquella que se estime en el totalitarismo como idónea para lograr tales fines sociales especí¬ficos.

"Lo que caracteriza la forma sociológica de los regímenes totalitarios, dice Solages , es que la colectividad anuncia la pretensión de regir toda la activi¬dad de los individuos, a la que subordina estrechamente en todos los dominios. El poder que la misma reivindica no es solamente reglamentario, sino que quie¬re dirigir e inspirar hasta la actividad intelectual y moral de los ciudadanos y obtener por la educación un conformismo general según el tipo determinado de



antemano." "Los individuos -y las diversas sociedades particulares a las pueden pertenecer y de cuya trama se compone la sociedad entera- son considerados, en estos sistemas, como las partes de un todo y este todo es concebido como un organismo único en el que las células no gozan de una autonomía verdadera. Estos diversos elementos le están subordinados. Por consecuencia, las personas son para la sociedad como las partes para el todo: están relegadas al rango de medios al servicio del fin social."

"Para el transpersonalismo (como suele denominarse en la filosofía jurídico-política al totalitarismo estatal o colectivismo social), que se centra axiológicamente en la colectividad, el individuo aparece como un producto efímero, de escasa o nula importancia: un sinnúmero de individuos vienen y se van de la colectividad. En ella, los individuos sólo están para ser soportes y agentes de la vida superior de la 'totalidad', para llevarla, promoverla y elevarla. Desde el punto de vista de los valores, el individuo no viene en cuestión: es mera materia de formaciones superiores. Sólo tienen importancia los fines de la colectividad y el proceso de ésta. El individuo sólo adquiere valor en la medida en que mueve ese proceso y sirve a esos fines de la 'totalidad'; su relevancia axiológica deriva únicamente del valor que represente para la colectividad y para el proceso de la historia. Incluso las más grandes personalidades tienen valor sólo por razón de la 'totalidad' colectiva. Se ha llegado a decir por la concepción transpersonalista, que la colectividad sólo soporta a los individuos cuya conducta se ajusta totalmente a los fines de ella, debiendo destruir a los inservibles y a los disidentes."

Las tesis extremistas que propugnan ideas orientadoras de la finalidad del Estado y del orden jurídico, como el liberal-individualismo, y el colectivismo (transpersonalismo o totalitarismo), basadas en una observación parcial de la realidad social, necesariamente incuban una ideología sintética a la manera hegeliana que, admitiendo y rechazando respectivamente los aciertos y errores radicales de la tesis y de la antítesis, se integra con un contenido ecléctico que atingentemente explica y fundamenta la posición de las entidades individual y social como elementos que deben coexistir y ser respetados por el Derecho. Descartado el liberal-individualismo clásico como ideología político-jurídica, que erigió al gobernado particular en el objeto esencial de tutela por parte de las instituciones de derecho y vedaba a la acción gubernativa toda injerencia en las relaciones sociales que no tuviera como finalidad evitar pugnas o conflictos entre las actividades libres de los individuos, desconociendo correlativamente otras esferas reales que no se resumiesen en la personalidad humana específica; eliminando también el colectivismo que, como tesis opuesta a la anteriormente mencionada, despojaba al sujeto de sus fundamentales prerrogativas como ser humano, para convertirlo en un conducto de realización de los fines sociales o estatales generalmente impuestos por la inclinación política de gobiernos perecederos, en la actualidad, dentro de los sistemas democráticos, se va perfilando la doctrina del bien común, que, como veremos, no es sino la adecuada y debida síntesis entre la postura liberal-individualista y colectivista.



El concepto de bien común no es, sin embargo, de elaboración reciente.

Ya Aristóteles y Santo Tomás de Aquino lo empleaban en sus doctrinas políti¬cas, estimándolo el doctor angélico como el fin a que debían tender todas las leyes humanas. No obstante, el bien común se ha revelado como una idea inexplicada en el pensamiento político de todos los tiempos, dándose por su¬puesto sin definirse o al menos, sin explicarse. Es cierto que el ilustre estagirita consideraba como "bien" aquello que apetece el hombre; pero esta considera-ción, más propiamente formulada en el terreno moral que en el social, no nos resuelve el problema político que estriba en fijar el alcance de dicho concepto y de su actualización como finalidad del Estado.

El bien común es, ante todo, un concepto sintético, o sea, implica la acep¬tación eidética armoniosa de los aciertos de la tesis y de la antítesis teleológica del Estado. Por ello, no se fundamenta en el individualismo ni en el colecti¬vismo excluyentemente; y como fin verdadero de la organización y funciona¬miento estatal , debe atender a las dos esferas reales que ineluctablemente se registran en la sociedad: la particular y la colectiva o de grupo. Con vista al carácter sintético del bien común, tanto como ente de razón como bajo el as¬pecto ético-político, aquél necesariamente debe abarcar, en una pretensión de tutela y fomentación, a las entidades individuales y a las sociales propiamente dichas, implicando una concordancia entre los desiderata de ambas. Ahora bien, ¿cómo se revela dicha síntesis? Siendo la libertad un factor consubstancial a la personalidad del hombre, el orden jurídico debe reconocerla o, al menos, no afectarla esencialmente a través de sus múltiples derivaciones es¬pecíficas. Por tanto para pretender realizar el bien común, el Derecho debe garantizar una esfera mínima de acción en favor del gobernado individual. De esta guisa, el bien común se revela, frente al individuo, como la permisión que el orden jurídico de un Estado debe establecer en el sentido de tolerar al gobernado el desempeño de su potestad libertaria a través de variadas mani¬festaciones especiales que se consideran como medios indispensables para la obtención de la felicidad personal: libertad de trabajo, de expresión del pensa¬miento, de reunión y asociación, de comercio, etc. De esta suerte, las diferen¬tes facetas de la libertad individual natural, de simples fenómenos fácticos, se erigen por el derecho objetivo y en acatamiento de principios éticos derivados de la naturaleza del ente humano, en derechos públicos subjetivos.

Ahora bien, tal permisión no debe ser absoluta, ya que el Derecho, como esencialmente normativo, al regular las relaciones sociales, forzosamente limita la actividad de los sujetos de dicho vínculo. Por ende, para mantener el orden dentro de la sociedad y evitar que ésta degenere en caos, la norma debe prohibir que la desenfrenada libertad individual origine conflictos entre los miembros del todo social y afecte valores o intereses que a éste corresponden. Tal prohibición debe instituirse por el Derecho atendiendo a diversos factores que verdaderamente y de manera positiva la justifiquen. En consecuencia, todo régimen jurídico que aspire a realizar el bien común, al consignar la permisión de un mínimo de actividad individual, correlativamente tiene que establecer límites o prohibiciones al ejercicio absoluto de ésta para mantener el orden dentro de la sociedad y preservar los intereses de la misma o de un







grupo social determinado. En este sentido, pues, el bien común se ostenta como la tendencia esencial del Derecho y de la actividad estatal a restringir el desempeño ilimitado de la potestad libertaria del sujeto.

Pues bien, además de las esferas jurídicas individuales existen ámbitos sociales integrados por los intereses de la colectividad, por lo que el sujeto no es ni debe ser el único y primordial pupilo del orden jurídico. El individuo debe desempeñar su actividad no sólo enfocándola hacia el logro de su felicidad personal, sino dirigiéndola al desempeño de funciones sociales. El hombre no debe ser la persona egoísta que exclusivamente vele por sus propios intereses. Al miembro de la sociedad como tal, se le impone el deber de actuar en beneficio de la comunidad bajo determinado aspectos, imposición que no debe rebasar en detrimento del sujeto ese mínimo de potestad libertaria que sea factor indispensable para la obtención del bienestar individual. Es inconcuso que el orden jurídico ha salido ya de los estrechos límites que le demarcaba el sistema liberal-individualista, y ello se revela patentemente en el concepto y función de la propiedad privada. En efecto, ésta ya no es un derecho absoiluto bajo la idea romana, según la cual el propietario estaba facultado para usar, disfrutar y abusar de la cosa, sino un elemento que debe emplear el dueño para desplegar una función social, cuyo no ejercicio o indebido uso origina la intervención del Estado, traducida en diferentes actos de imposición de modalidades o, inclusive, en la expropiación.

Por tanto, bajo este tercer aspecto, el orden jurídico que tienda a conseguir el bien común puede válidamente imponer al gobernado obligaciones que Duguit denomina individuales públicas, puesto que las contrae el sujeto favor del Estado o de la sociedad a que pertenece. Es evidente que la imposición de tales obligaciones debe tener como límite ético el respeto a la esfera mínima de actividad del gobernado, a efecto de no imposibilitar a éste para realizar su propia finalidad vital, pues si la tendencia impositiva estatal fuese irrestricta, se despojaría a la persona de la categoría de ente autoteleológico, y se gestarían regímenes autocráticos que necesariamente generan la desgracia de los pueblos, al hacer incidir a sus componentes individuales en la infelicidad.

La verdadera igualdad que debe establecer el Derecho se basa en el principio que enuncia un tratamiento igual para los iguales y desigual para los desiguales. El fracaso del liberal-individualismo clásico, tal como se concibió en la ideología de la Revolución francesa, obedeció a la circunstancia de que se pretendió instaurar una igualdad teórica, desconociendo las desigualdades reales, lo que originó en la práctica el desequilibrio social y económico, que incrementó a las corrientes colectivistas, conforme lo hemos expresado. Pues bien, como el establecimiento de una igualdad real es un poco menos que imposible de lograr, la norma jurídica debe facultar al poder estatal para intervenir en las relaciones sociales, principalmente en las de orden económico, a fin de proteger a la parte que esté colocada en una situación de desvalimiento. Tal acontece, por ejemplo, en el ámbito obrero-patronal, en el que el Estado tiene injerencia, a través de variados aspectos, para preservar a la parte débil en la









relación de trabajo, situándola en una posición de verdadera igualdad real a través de las denominadas garantías sociales.

El desiderátum consistente en implantar la igualdad real en la sociedad no debe ser otra cosa que uno de los fines del orden jurídico y del Estado. Por ello, si se pretende lograr el bien común en un Estado, es menester que tal objetivo se consuma simultáneamente con los demás que hemos apuntado, de lo que se concluye que un régimen de derecho que merezca ostentar positi¬vamente el calificativo de verdadero conducto de realización del bien común, no debe fundarse o inspirarse en una sola tendencia ideológica generalmente parcial, y por ende, errónea, sino tener como ideario director todos aquellos postulados o principios que se derivan de la observación exhaustiva de la reali¬dad social y que tienden a preservar y fomentar, en una adecuada armonía, tanto a las entidades individuales como los intereses y derechos colectivos.

De lo brevemente delineado con anterioridad, podemos inferir que el bien común es una síntesis teleológica del orden jurídico y del Estado, condensán¬dose en varias posturas éticas en relación con diferentes realidades sociales. Así, frente al individuo, el bien común se revela como un reconocimiento o permisión de las prerrogativas esenciales del sujeto, indispensables para el des¬envolvimiento de su personalidad humana, a la par que como la prohibición o limitación de la actividad individual respecto de actos que perjudiquen a la sociedad o a otros sujetos de la convivencia humana, imponiendo al goberna¬do determinadas obligaciones cuyo cumplimiento redunde en beneficio social. Por otra parte, frente a los intereses colectivos, el bien común debe autorizar la intervención del poder público en las relaciones sociales para preservar los inte¬reses de la comunidad o de los grupos desvalidos, con tendencia a procurar una igualdad real, al menos en la esfera económica. Es evidente que esta síntesis teleológica, que no implica sino la necesaria armonía de diferentes y concu¬rrentes imperativos éticos del orden jurídico estatal y de la misma actividad del Estado, debe establecer siempre el justo equilibrio entre sus finalidades parciales, de tal manera que no se menoscabe esencialmente ninguna de las esferas reales cuya subsistencia y garantía se pretenda. Cuando dicha justa armonía no se logra, el régimen del Estado degenera en extremismos absur¬dos e inicuos que envilecen y prosternan en la miseria a los pueblos o, al me¬nos, imposibilitan la realización del bien común en los términos ya anotados. Así, verbigracia, si se desconocen lo intereses colectivos, si se considera, como lo hizo el liberal-individualismo, que el hombre en particular es el objeto y apoyo de las instituciones sociales, se sientan las bases para la gestación de una desigualdad portentosa, a la par que, por el contrario, si se erige a la entidad social o a la colectividad en el factórum de la teleología jurídica, se consolida la autocracia más tiránica por virtud de una supuesta y casi siempre fanática representación del Estado en un solo individuo que recibe distintas denomina¬ciones (totalitarismo autocrático).

De todo lo aseverado con antelación, la conclusión que se evidencia estriba en que el bien común no consiste exclusivamente en la felicidad de los indi¬viduos como miembros de la sociedad, ni sólo en la protección y fomento de











los intereses y derechos del grupo humano, sino en una equilibrada armonía entre los desiderata del hombre como gobernado y las exigencias sociales y estatales.

Como el bien común se presenta bajo diferentes aspectos concurrentes denotan una síntesis de diversas tendencias del orden jurídico y del Estado, se suscita la cuestión consistente en determinar los límites de operatividad de cada una de aquéllas. En otros término, surge el problema de precisar el alcance y contenido de las distintas exigencias en que se condensa el bien común, con mira a las realidades sociales de que ya hablamos.

Determinar hasta qué punto debe el orden jurídico limitar la actividad y esfera de lo particulares y hacer prevalecer frente a éstos los intereses y derechos sociales, es un problema muy complejo que no es posible resolver a priori. Sólo nos es dable afirmar, no a guisa de contestación, sino como mera orientación para posibles soluciones a tal cuestión, que la demarcación de las fronteras entre los diferentes objetivos del bien común, cuya realización produce una sinergia de factores individuales y colectivos, nunca debe rebasar una órbita mínima de subsistencia y desenvolvimiento atribuida a las realidades



individual y social. Dicho de otra manera, en el afán de proteger auténticos intereses de la sociedad, bajo el deseo de establecer en el seno de la misma una verdadera igualdad real mediante un intervencionismo estatal en favor de los grupos desvalidos, no se debe restringir a tal grado el ámbito de actividad de la persona humana, que impida a ésta realizar su propia felicidad indi¬vidual.

Ahora bien, como los intereses sociales, como las exigencias privativas de cada Estado, como las deficiencias, vicios y errores que se deben corregir en cada régimen históricamente dado para procurar el bienestar y el progreso de un pueblo, varían por razones temporales y espaciales, es evidente que no puede aducirse un contenido universal de bien común a través de cada uno de lo aspectos sintéticos que éste presenta. Por ende, para fijar dicho conte¬nido hay que atender a una multitud de factores propios de cada nación, tales como la idiosincrasia del pueblo, la tradición, la raza, la problemática social, económica, cultural, etc., pero siempre respetando, sin embargo, la órbita mí¬nima de desenvolvimiento libre en favor de las entidades individuales y colec¬tivas a efecto de no degenerar en extremismos que no conducen sino a la desgracia o infelicidad individual y social.

De la exposición que acabamos de hacer acerca de lo que, en nuestro con¬cepto, debe ser el bien común, se infiere que el elemento central que debe ser tomado en cuenta por el orden jurídico a propósito de la organización o es¬tructuración de la entidad denominada "Estado" y de la normación de las re¬laciones que dentro de ella se entablan, es nada menos que la persona huma¬na, el individuo que, en concurso con sus semejantes, forma la sociedad o los grupos sociales. Es por ello por lo que cuando se tutela jurídicamente al sujeto particular, en las proporciones anteriormente apuntadas, se preserva por igual a las entidades sociales, pues éstas no están compuestas sino por personas individuales, de lo que se colige que, procurando la felicidad de cada una de las partes -individuos- se pretende obtener el bienestar del todo -sociedad o pueblo--.

Por otra parte, el bien común no es sino la justicia social. Por ende, com¬prendiéndose ambas ideas dentro de un solo concepto esencial, la justicia social no es sino la síntesis deontológica de todo el orden jurídico y de la finalidad del Estado. Etimológicamente, la expresión "justicia social" denota la "justicia para la sociedad"; y como ésta se compone de individuos, su alcan¬ce se extiende a los miembros particulares de la comunidad y a la comunidad misma como un todo humano unitario.

Ya hemos afirmado que los derechos e intereses sociales implican, en subs¬tancia, los derechos e intereses de todos y cada uno de los sujetos integrantes de la sociedad, pues suponer que ésta tenga derechos e intereses per-se, es decir, con independencia de sus miembros individuales componentes, equivaldría a deshumanizarla, o sea, a considerarla como una mera ficción. No debe olvi¬darse, además, que antes que el hombre fuese campesino, obrero, empresario, profesionista, etc., es y sigue siendo un ser humano, cuya personalidad como



tal no se altera por pertenecer a determinada clase social o económica. De ahí que la justicia social tenga como principal exigencia la consideración del hombre como persona, con todos los atributos naturales y esenciales que a esta calidad corresponden. Por consiguiente, despojar a la persona humana de estos atributos para diluirla dentro del todo social y convertirla en instru-mento servil del gobernante, importaría negar la justicia social, ya que el más grave atentado que pueda cometerse contra la sociedad sería privarla de su condición de comunidad de hombres para tranformarla en un simple con¬junto de siervos.

Por otra parte, si la justicia social es incompatible con la explotación y degradación del hombre por el Estado (en puridad conceptual debe decirse "por el gobierno del Estado"), una de sus más importantes finalidades estriba, además, en eliminar la explotación del hombre por el hombre dentro de la vida comunitaria. La abolición de ambos tipos de explotaciones, en cuya con¬secución radica la esencia teleológica de la justicia social, se persigue, respec¬tivamente, mediante la institución de "garantías individuales o del gobernado" y de "garantías sociales", debiéndose ambas comprender dentro de un ordenamiento jurídico unitario y coordinado y que en armoniosa síntesis autorice al Estado, por una parte, para intervenir en la vida socioeconómica del pue¬blo a efecto de impedir la explotación del hombre por el hombre y obtener el mejoramiento de las mayorías humanas dentro de la sociedad, y le prohíba por la otra, convertir a la persona en su instrumento servil.

Las anteriores ideas se corroboran tomando en consideración que el hom¬bre, como ente social, se encuentra colocado simultáneamente en dos posicio¬nes diversas. Como miembro de la sociedad y con independencia de la clase social o económica a que pertenezca, asume el carácter de "gobernado" frente a cualquier autoridad del Estado. Dentro de esta situación, los órganos estata¬les realizan frente a él múltiples actos de autoridad de diferente índole, los cuales, en un régimen de derecho, deben estar sometidos a normas jurídicas fundamentales que establecen las condiciones básicas e ineludibles para su validez y eficacia y demarcan su esfera de operatividad. El conjunto de estas normas jurídicas fundamentales, consignadas en el ordenamiento constitucional, implica las garantías individuales o del gobernado y de las que goza todo sujeto moral o físico cuyo ámbito particular sea materia de un acto de autoridad. Consiguientemente, si uno de los objetivos de la justicia social estriba en evitar la explotación del hombre por el Estado, o mejor dicho por el gobierno del Estado, el orden jurídico que en ella se inspire y la política gubernativa que tienda a realizarla deben prever y observar, respectivamente, las citadas garantías.

Sin perjuicio de su condición de gobernado, la persona humana puede pertenecer a cualquier clase socioeconómica que no sea la poseedora de losmedios de producción, como sucede principalmente con las clases obrera y campesina que constituyen la mayoría de la población. Atendiendo a su situación de desvalimiento, o sea, tomando en cuenta que el obrero o el campesino por lo general sólo disponen de su energía laboral como fuente económica de subsistencia, en las relaciones que entablan con los sujetos que integran la









clase social minoritaria de los poseedores de los medios de producción, repre¬sentan la parte débil, siempre en riesgo de ser explotada. Ahora bien, para impedir esta posibilidad de explotación y sancionarla en los casos en que se actualice, el orden jurídico debe establecer un conjunto de normas que con¬signen un régimen de preservación a favor de la clase laborante y, por ende, de todos y cada uno de sus elementos individuales componentes. Más aún, ese orden tiene como exigencia deontológica fijar las bases conforme a las cuales los órganos del Estado puedan realizar una actividad tendiente a elevar el nivel de vida de los sectores humanos mayoritarios de la población, a efecto de conseguir una existencia decorosa para sus miembros integrantes en todos sus aspectos. El conjunto normativo que se estatuya bajo esos objetivos es lo que se denomina garantías sociales, cuyo establecimiento, protección y ampliación es otra de las finalidades inherentes a la justicia social, radicando su esencia teIeología en la tendencias coordinadas siguientes: a) institución y observancia de las "garantías del gobernado", y b) consagración, efectividad coactiva y ampliación permanente de las "garantías sociales". Por ende, ningún orden jurídico ni ningún fin del Estado que no actualicen armónica y compatible¬mente las dos tendencias apuntadas, pueden entrañar un régimen de justicia social.

c. La justificación del Estado

Esta cuestión se encuentra estrechamente ligada a la que concierne a la fi¬nalidad estatal, la cual, según dijimos, es la misma que la teleología constitu¬cional. En efecto, son los fines del Estado los que justifican su aparición y exis¬tencia en la vida de los pueblos, toda vez que la entidad estatal surge como medio para realizar determinados objetivos en su beneficio y éstos se fijan, como principios económicos, políticos, sociales o culturales, en el derecho fundamental o Constitución. El Estado no tendría razón de ser sin los fines que su poder de imperio persigue, el cual, como lo hemos aseverado insisten¬temente, debe estar encauzado y sometido al orden constitucional.

El problema de la justificación del Estado lo ha abordado la doctrina, con¬siguientemente, para responder a las siguientes preguntas: ¿Por qué existe y debe existir el Estado?, ¿Cuáles son las causas y razones que necesariamente legitiman la existencia del Estado? Los problemas que plantean estas interro¬gaciones se han estudiado, por diversas teorías desde distintos puntos de vista, tales como el teológico-religioso, de la fuerza, el ético y el contractualista.

a) Las teorías teológico-religiosas afirman que el Estado es de origen divi¬no y que por este motivo todos los hombres están ineludiblemente obligados a someterse a él, siendo San Agustín y Santo Tomás de Aquino sus principales exponentes y cuyas ideas reseñamos en el capítulo inmediato anterior de esta obra. Para dichas teorías, la comunidad temporal, o sea, el Estado, debe estar sometida a la comunidad espiritual que es la Iglesia, concepción que sirvió de apoyo doctrinal a la hegemonía que el Papado ejerció sobre la autoridad de los reyes durante la Edad Media y que fue la causa de las incesantes luchas











que éstos emprendieron para manumitirse de la potestad papal y reivindicar su poder.

b) Según la teoría de la fuerza, el Estado es un "poder natural" dado en la vida misma de los pueblos que indispensablemente tienen que ser regidos y sujetados a él. Para ella, en consecuencia, el Estado es un hecho real resultante de la diferenciación entre gobernantes y gobernados y su justificación reside en la naturaleza misma de las sociedades humanas y en su propia existencia his¬tórica, que revela la presencia, en ellas, de dos grupos: el minoritario que manda y el mayoritario que obedece. La concepción marxleninista del Estado como instrumento opresor de las clases sociales desposeídas y como aparato que coactivamente garantiza en favor de la clase capitalista la detentación de los bienes de producción, puede incluirse dentro de esta teoría como acertadamente lo hace notar Jellinek, quien cita las palabras de Engels en cuanto que: "El Estado es el opresor de la sociedad civilizada, pues en todos los periodos ejempIares de la historia ha sido, sin excepción, el instrumento de las clases dominantes y la máquina para mantener a los sometidos en servidumbre y perpetua la explotación de las clases."

c) La teoría ética justifica al Estado basándose en que el bien supremo del hombre, o sea, la felicidad no puede obtenerse fuera de él, según lo proclamaron Platón y Aristóteles. Tiene también sus principales expositores en Fichte y Hegel, cuyo pensamiento lo fundan en una especie de "obligación moral" que tiene todo sujeto para cooperar con sus semejantes en la solidaridad social y para someterse a los imperativos que derivan de ésta, la cual se hace efectiva por el Estado.

d) Como su denominación lo indica, la teoría contractualista explica al Estado como efecto directo de un pacto. Esta teoría se desenvuelve en diferentes tesis que presentan distintos matices, pero que reconocen un elemento común: el contrato, concertado bien entre Dios y los hombres o por éstos entre sí. Bajo el primer aspecto, el Estado resulta de un pacto entre individuos "originariamente soberanos" para cumplir libremente un mandamiento divino, confiriéndose el poder al príncipe como representante de Dios en los negocios temporales y con la obligación moral de gobernar a sus súbditos según su voluntad. Respecto del contrato inter homines que prescinde de todo orden divino, las teorías que lo postulan como fuente del Estado, entre las que pueden mencionarse las de Althusius, Hobbes y, sobre todo, de Juan Jacobo Rousseau, parten del supuesto hipotético de un "estado de naturaleza" que mediante dicho "contrato" se convierte en un "estado civil", al cual los hombres se someten voluntariamente, creando el poder social que se deposita en la comunidad por la entrega que cada uno de ellos efectúa de su libertad individual en favor de ésta, la que, a su vez, se la restituye garantizada para ejercitarse dentro de la vida social , o como Kant decía: "El acto por el cual el pueblo se constituye a sí mismo en Estado, es decir, según la idea del mismo,



o sea, la única manera como puede ser pensado conforme a Derecho, es el contrato originario mediante el cual todos (omnes et singuli) renuncian en su voluntad en el pueblo para volverla a tomar como miembros de un ser común, esto es, del pueblo considerado como Estado (universi)."

e) Ahora bien, las teorías brevemente mencionadas pretenden brindar una explicación del origen del Estado y de su génesis, pero no responden a las preguntas atañederas a su justificación. Este último tema no debe abor¬darse para indigar cómo es el Estado, ni cómo nació, sino cómo se legitima su existencia independientemente de los variados criterios que tratan de explicarla. La justificación del Estado no entraña un problema de causalidad sino ético¬social y de filosofía política, y dentro del ámbito en que debe plantearse vamos a intentar resolverlo.

El hombre es un ser esencialmente sociable o, como dijera Aristóteles, un zoon politikon, pues es imposible concebirlo fuera de la convivencia con sus semejantes. Su naturaleza es eminentemente relacional, ya que, aún en la célula primaria de la comunidad que es la familia, siempre está por modo permanente vinculado a otros hombres con los que se encuentra en constante comunicación.

"La persona es un todo, dice Recaséns Siches, pero no un todo cerrado, an¬tes bien, un todo abierto. Por naturaleza, la persona tiende a la vida social y a la comunicación. Es así, no sólo a causa de las necesidades y de las indigencias de la naturaleza humana, por razón de las cuales cada uno tiene necesidad de los otros para su vida material, intelectual y moral; sino que es así también por razón de la generosidad radical inscrita en el ser mismo de la persona; a causa de ese hallarse abierto a las comunicaciones de la inteligencia y del amor, rasgos propios del espíritu y que le exige entrar en relación con otras personas. En tér¬minos absolutos, podemos decir que la personalidad no puede estar sola. Así pues, la sociedad se forma como algo exigido por la naturaleza, precisamente por la naturaleza humana, como una obra realizada por un trabajo de la razón y de la voluntad, y libremente concebida.”

El hombre siempre se localiza como miembro de un grupo, como parte componente de una comunidad nacional, como elemento individual de la po¬blación de un Estado. Está ligado a sus semejantes por una multitud de facto¬res en la vinculación de convivencia y la conducta trascendente de todos ellos es lo que constituye la vida en común, que es una vida que se manifiesta en una pluralidad de relaciones recíprocas entre las individualidades y entre éstas y el todo social o los sectores comunitarios o societarios que integran a una nación.

Ahora bien, para que la vida en común sea posible y pueda desarrollarse por un sendero de orden, para evitar el caos en la comunidad, es indispensa¬ble que exista una regulación que encauce y dirija esa vida en común, que



norme las relaciones humanas de carácter social; en una palabra, es menester que exista un Derecho como conjunto de normas imperativas, bilaterales y coercitivas. No carece de validez universal el proverbio sociológico que dice ubi homines, societas; ubi societas, jus, pues el Derecho es necesario para toda convivencia humana que sin él sería imposible. El Derecho es el elemento imprescindible de organización de la comunidad; es la forma dentro de la cual ésta se estructura, y bajo estos aspectos esenciales tiene como misión hacer posible el desarrollo de la vida comunitaria, ya que para este propósito, la comunidad tiene que organizarse.

Ya hemos aseverado que cuando una comunidad nacional se autoestructura normativamente, o sea, se organiza mediante el derecho fundamental primario que ella crea a través de su poder soberano constituyente, se forma el Estado como institución pública suprema, la cual, aunque nace de ese derecho, tiene como finalidad realizarlo en beneficio de la nación por el poder público. De esta consideración se advierte que la justificación del Estado radica puntualmente en su misma finalidad genérica, puesto que una nación como mera unidad real sin orden jurídico que la estructure, no puede desarrollarse, es decir, impulsar su potencialidad natural misma para la obtención de sus propios objetivos dentro de la comunidad universal. Una nación que no esté jurídicamente organizada en Estado será, cuando mucho, una comunidad dispersa en varios territorios, una suma de individuos ligados por lo diversos vínculos que la constituyen, pero de suyo impotentes para convertír a la unidad social que forman en una verdadera organización política que se caracteriza por la presencia de fines determinados y de medios para conseguirlos. La nación sin Estado es una realidad social desorganizada, sin estructura jurídica y, por ello, incapaz de desenvolverse en el ámbito de la cultura, aunque sea la generatriz de individualidades que la expongan en sus diferentes manifestaciones. Una nación sin Estado va perdiendo con el tiempo su cohe¬sión y puede llegar a extinguirse o a desvanecerse en el seno de otra.

"Las acciones humanas, dice Jellinek, sólo pueden ser provechosas bajo el supuesto de una organización firme, constante entre una variedad de voluntades humanas, que ampare al individuo y haga posible el trabajo común. Esta orga¬nización creada singularmente por un acto de libre voluntad ha menester de medios de fuerza para poder existir y satisfacer sus fines. Si al hombre le es imposible por sí mismo alcanzar sus fines particulares, más difícil le sería a una unidad colectiva de asociación alcanzar las finalidades de la misma. Los fines sólo puede alcanzarlos cuando existe un orden jurídico que limite el radio de acción individual y que encamine la voluntad particular hacia los intereses comunes predeterminados."

El pensamiento de Heller involucra, mutatis mutandis, ideas semejantes al sostener que el "Estado está justificado en cuanto representa la organización necesaria para asegurar el derecho en una determinada etapa de su evolución” , sustentando análoga concepción, en el fondo, Francisco Porrúa Pérez, quien





afirma: "El apoyo de la justificación del Estado debe buscarse en su necesidad natu¬ral, acorde con las exigencias de la persona humana que lo forma y que se sirve de él para su perfección; necesita de sus semejantes para satisfacer sus necesida¬des individuales, es decir, que en forma natural le hace falta la vida de relación. Y al existir esa relación de manera necesaria, como algo derivado de sus cali¬dades intrínsecas de persona humana, esa convivencia sólo marchará de manera armoniosa si se encuentra regulada por un orden jurídico que señale los linea¬mientos de las acciones de los sujetos de esas relaciones, señalando las esferas precisas de sus derechos y de sus deberes. Este orden jurídico entraña, como re¬quisito esencial, su imposición imperativa para que tenga validez como tal, y esa imposición entraña, a su vez, la existencia de un poder que la efectúe; así aparecen justificados todos los elementos del Estado.”

Ihering, por su parte, considera que el fin primordial del Estado es la ela¬boración del derecho y su aplicación en todos los ámbitos de la vida social mediante la coercitividad, sin la cual no puede hablarse de orden jurídico. Su pensamiento al respecto se contiene en las distintas aseveraciones que nos permitimos señalar.

"La organización del fin del Estado se caracteriza por la vasta aplicación del derecho." "El derecho, mientras no ha llegado todavía al Estado, no puede cumplir su misión." "El Estado es la única fuente del derecho, pues las normas que no pueden ser impuestas por aquél que las estatuye no son principios de derecho." "La coacción aplicada por el Estado en la ejecución constituye el criterio absoluto del derecho; una norma jurídica sin coacción jurídica es una contradicción en sí, un fuego que no arde, una luz que no ilumina.”

En resumen, la justificación del Estado resulta de un estricto proceso ló¬gico que recoge las consideraciones que se acaban de formular, pues para rea¬lizarse a sí misma, la nación requiere indispensablemente un orden jurídico que presupone en esencia una organización, y como en ese orden (el primario fundamental) se crea al Estado como institución dinámica, el propio Estado es el agente para su realización, ya que este objetivo implica, según dijimos, su finalidad genérica. Debemos enfatizar que no puede existir ninguna comuni¬dad nacional jurídicamente organizada y asentada en un territorio, sin Estado. Bajo estas circunstancias, no puede prescindirse del Estado ni del Derecho. La tesis marxleninista y el anarquismo que los pretenden proscribir son, por tanto, completamente aberrativos, pues aun dentro de los tipos "ideales" de sociedad humana que conciben, no es posible eludir ciertas "reglas de convi¬vencia" --derecho-- ni de poder -el estatal-- que las haga observar coacti¬vamente en el caso de que no se cumplan "voluntariamente".









D. Los fines y la justificación del Estado mexicano. Síntesis histórica

Los fines que cada Estado en particular persigue se determinan por la influencia de una gama variadísima de factores causales y teleológicos que se dan en la vida y existencia real del pueblo, nación o sociedad humana que integra el elemento humano de la entidad estatal. Pero no sólo la facticidad múltiple del ser y modo del ser de este elemento motiva los fines del Estado, ya que su proclamación y señalamiento también obedecen a la acción ideológica de diversas corrientes del pensamiento filosófico, económico, político y social. En otras palabras, dichos fines se postulan jurídicamente, es decir, en la Constitución, para expresar una o varias ideologías que a su vez denotan diferentes tendencias que condicionan el ejercicio del poder público del Estado para mantener situaciones fácticas existentes en el ámbito vital del pueblo o nación y de sus grupos mayoritarios o minoritarios, o para cambiarlas generalmente en un sentido transformativo progresista. Fácilmente se comprende que es el contenido de tales ideologías lo que establece el carácter sustancial de una Constitución o de un Estado. Por esta razón, se habla de "Estado o Constitución burgueses, socialistas, capitalistas, liberales, individualistas, colectictivistas, comunistas, etc.", derivando estos calificativos de los fines estatales preconizados en el derecho fundamental.

No corresponde a la temática de la presente obra la ponderación de los diversos y hasta contrarios fines que uno o varios Estados determinados han perseguido en su historia y persiguen en la actualidad. Su análisis crítico pertenece a la esfera de la epistemológica de las ciencias políticas, económicas y sociales, así como a la filosofía y otras disciplinas culturales y científicas que proporcionan su concurso eidético a la integración del contenido ideológico de un cierto orden jurídico-constitucional. Nuestra pretensión estriba, modestamente, en reseñar los fines que al Estado mexicano le han adscrito diferentes constituciones en el decurso de su vida histórica para destacar si en ella se ha registrado o no la transformación progresiva y positiva de que hablamos con anterioridad, propósito que a la vez nos permitirá calificar dese el punto de vista teleológico las distintas leyes fundamentales que ha tenido nuestro país.

Todos los ordenamientos constitucionales de México se han sustentado sobre el principio de que el Estado y su gobierno deben estar al servicio pueblo o de la nación bajo el designio de procurar su "prosperidad", felicidad", "grandeza", "bienestar", etc., mediante leyes "justas y sabias". Estos vocablos se empleaban frecuentemente en nuestras constituciones del siglo pasado, antojándose ingenuas, idílicas y hasta vacías de contenido sustancial, pensándose quiméricamente que, en la realización de los ideales que significan estriba el fin supremo del Estado. Se creyó, igualmente, que la consecución de este fin dependía directamente de la organización político-jurídica que se diere a la forma de gobierno y de la forma estatal que nuestro país adoptara. Sin atender a la implicación óntica del pueblo, es decir, a sus necesidades, problemas, carencias, condiciones económicas, sociales y culturales de los grandes











grupos humanos que lo componen, se estructuró al Estado mexicano y se le adscribió ese fin genérico, vago e impreciso, tomando en cuenta más las teorías políticas y filosóficas que caracterizaron las corrientes ideológicas de los si¬glos XVIII y XIX, que los hechos o situaciones fácticas en que se desenvolvía la vida popular misma. Sin embargo, esta tendencia, que se descubre en nuestros documentos constitucionales anteriores a la Ley Fundamental de 1917, no es de ninguna manera censurable, pues dada la idealidad que representó, los postulados en que se tradujo significaban el anhelo de transformar la realidad conforme a sus prescripciones eidéticas. De no haber sido por esa tendencia, es decir, de no haberse acogido en el constitucionalismo mexicano los principios en que se manifestó, esto es, de haberse atendido exclusivamente a la facticidad mexicana para reflejarla en los ordenamientos fundamentales, se habrían cerra¬do las posibilidades de progreso popular en los primordiales aspectos de su existencia. Una Constitución, en efecto, no debe ser únicamente la exposición preceptiva de principios ideológicos de diversa índole, pero tampoco lisa y llanamente una especie de "speculum realitatis", sino la síntesis resultante del imperativo de acatar dichos principios y de obedecer los requerimientos de la realidad socioeconómica de un pueblo, para que, mediante la aplicación de aquéllos, se pueda lograr el mejoramiento de ésta. Esa síntesis es la que diver-sificadamente debe ser obtenida por los fines de cada Estado en particular y de su respectiva Constitución.

El desideratum de procurar "la gloria, la prosperidad y el bien de toda la nación" se señala como meta del Estado y de la Constitución en la Carta gadi¬tana de marzo de 1812, que debe ser considerada entre las leyes fundamentales de México "no sólo por haber regido durante el periodo de los movimientos preparatorios de la emancipación, así haya sido parcial y temporalmente, sino también por la influencia que ejerció en varios de nuestros instrumentos cons¬titucionales, no menos por la importancia que se le reconoció en la etapa tran¬sitoria que precedió a la organización constitucional del nuevo Estado."

No debemos dejar de reconocer que dicho ordenamiento establecía, como medio para realizar tan pomposo y vago designio, la obligación de implantar "en todos los pueblos de la Monarquía" "escuelas de primeras letras, en las que se enseñará a los niños a leer, escribir y contar, y el catecismo de la religión católica, que comprenderá también una breve exposición de las obligaciones civiles" (Art. 366), así como de crear "el número competente de universidades y de otros establecimientos de instrucción, que se juzguen convenientes para la enseñanza de todas las ciencias, literatura y bellas artes" (Art. 367).

En los documentos que precedieron a la Constitución de Apatzingán, como son "El Acta Solemne de la Declaración de la Independencia de América Septentrional" y el "Manifiesto" simultáneo, ambos expedidos el 6 de noviem¬bre de 1813 por el Congreso de Anáhuac reunido en Chilpancingo, se perfilan como fines del Estado mexicano que iría a surgir una vez consumada la emanci¬pación, la protección de la religión católica y la intolerancia de cualquiera otra,



así como el "destierro" de los abusos "en que han estado sepultados" los pueblos, objetivos éstos que podrían lograrse mediante "la liberalidad de los principios del Congreso, la integridad de sus procedimientos y el vehemente deseo por la felicidad de los pueblos."

La Constitución de Apatzingán de 22 de octubre de 1814 ya es más clara en la determinación del fin del Estado al disponer que "La felicidad del pueblo y de cada uno de los ciudadanos consiste en el goce de la igualdad, seguridad propiedad y libertad", agregando que "La íntegra conservación de estos derechos es el objeto de la institución de los gobiernos y el único fin de las asociaciones políticas" (Art. 24). Recordemos, por otra parte, que dicho documento trató de no ser clasista al establecer que el gobierno "no se instituye por honra o interés particular de ninguna familia, de ningún hombre ni clase de hombres, sino para la protección y seguridad general de todos los ciudadanos” (Art. 4). La indudable importancia del Decreto de Apatzingán estriba en que, a pesar de que no tuvo vigencia, recoge el ideario jurídico-político de los jefes del movimiento insurgente y cuya base de sustentación era el principio de la soberanía popular, fincado en la tesis rousseauniana de la "voluntad general”, según lo afirmamos en otra ocasión. Dicho principio fue el verdadero fundamento de independencia auténtica del pueblo mexicano, y no de la que se proclamó en el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba. En éstos, la emancipación fue obra sectaria o clasista de los criollos y españoles residentes en la Colonia, quienes deseaban la ruptura del vínculo de dependencia con España pero no la transformación del régimen político y social en favor del pueblo, el cual, merced a tal ruptura, sólo cambiaría de amos sin reivindicar su poder de autodeterminación, reivindicación que se contuvo precisamente en una de la declaraciones dogmáticas primordiales de la Constitución de Apatzingán. Es muy interesante observar que de este documento arranca la corriente liberal y republicana, en tanto que los otros dos que acabamos de mencionar significan la raíz de los movimientos conservadores y monarquistas; y es obvio que de esta bifurcación surgieron las concepciones teleológicas del Estado mexicano que definitivamente se creó en la Constitución Federal de 1824. Aunque ambas tendencias siempre procuraron la enigmática y metafísica "felicidad del pueblo", su obtención la hacían derivar de la forma de gobierno y de la forma'



de Estado a través de los dilemas "república-monarquía" y "federalismo¬-centralismo", respectivamente.

Los objetivos de la Constitución Federal de 4 de octubre de 1824, en la que se instituyó el Estado mexicano según quedó demostrado por las consideraciones que con anterioridad expusimos en esta misma obra , se expresaron elocuen¬temente en el manifiesto que el Congreso constituyente respectivo lanzó al pueblo y en cuya redacción se advierte el talento indiscutible del tristemente célebre Lorenzo de Zavala, quien fungía como presidente de dicho organismo. La concepción de los fines del Estado mexicano, o sea, de las metas que al crearlo se fijaron en el mencionado Código Fundamental, se tradujo en una pieza literaria preñada de encendido optimismo, en cuanto que se estimó que para alcanzarlas en beneficio de la nación, el medio adecuado y hasta infalible era la estructura política y gubernativa establecida en el orden constitucional.

Así, el citado manifiesto en lo que a dichos fines concierne afirmaba: "En efecto, crear un gobierno firme y liberal sin que sea peligroso: hacer tomar al pueblo mexicano el rango que le corresponde entre las naciones civilizadas y ejercer la influencia que deben darle su situación, su nombre y sus riquezas: hacer reinar la igualdad ante la ley, la libertad sin desorden, la paz sin opresión, la justicia sin rigor, la clemencia sin debilidad: demarcar sus límites á las auto¬ridades supremas de la Nación: cambiar estas de modo que su union produzca siempre el bien, y haga imposible el mal: arreglar la marcha legislativa, ponién¬dola al abrigo de toda precipitación y extravío: armar al Poder Ejecutivo de la autoridad y decoro bastantes á hacerle respetable en lo interior, y digno de toda consideración para con los extranjeros: asegurar al Poder Judicial una inde¬pendencia tal que jamas cause inquietudes á la inocencia ni ménos preste segu¬ridades al crimen; ved aquí, mexicanos, los sublimes objetos á que ha aspirado vuestro Congreso general en la Constitución que os presenta.”

Todos sabemos que estas bellas ilusiones fueron disipadas por nuestra tur¬bulenta realidad política. Nadie mejor que el ilustre don Mariano Otero des¬cribe en su magistral y sustancioso "voto" de 5 de abril de 1847, el fracaso de la Constitución de 24, víctima del golpe parlamentario de 1835 que implantó el centralismo en las Leyes Fundamentales de 1836 y 1843.

"La necesidad de reformar la Constitución de 24, decía tan distinguido joven jurista, ha sido tan generalmente reconocida como su legitimidad y su conve¬niencia. En ella han estado siempre de acuerdo todos los hombres ilustrados de la República, y han corroborado la fuerza de los mejores raciocinios con la irresistible evidencia de los hechos. ¿Quién, al recordar que bajo esta Constitu¬ción comenzaron nuestras discordias civiles, y que ella fue tan impotente contra el desorden, que en vez de dominarlo y dirigir la sociedad, tuvo que sucumbir ante él, podrá dudar que ella misma contenía dentro de sí las causas de su debilidad y los elementos de disolución que minaban su existencia? y si pues esto es así, como lo es en realidad, ¿será un bien para nuestro país el levantarla



la sin más fuerza ni más vigor que antes tenía, para que vuelva á ser una mera ilusión su nombre? ¿No seria decretar la ruina del sistema federal restablecerlo bajo las mismas condiciones con que la experiencia ha demostrado que no puede subsistir, y precisamente hoy que existen circunstancias mucho más desfavorabIes que aquellas que bastaron para destruirlo? Ni la situación de la República puede ya sufrir por más tiempo un estado incierto y provisional: la gravedad de sus males, la fuerza con que los acontecimientos se precipitan, demandan pronto y eficaz remedio; y pues que él consiste en el establecimiento del órden constitucional, no menos que en la conveniencia y solidez de la manera con que se fije, parece fuera de duda que es de todo punto necesario proceder sin dilatación a las reformas."

La felicidad de la nación, la conservación de su unidad, el aseguramiento del orden y la paz, el bienestar y la seguridad de los ciudadanos, el goce de sus legítimos y naturales derechos, etc., siempre fueron los nebulosos e imprecisos objetivos de nuestro constitucionalismo fluctuante entre la forma federal y central del Estado. Se tenía la idea, muy arraigada en la conciencia política de federalistas y centralistas, de que tales objetivos sólo podían alcanzarse mediante la implantación de algunas de dichas formas estatales. Sería prolijo transcribir los múltiples documentos públicos que demuestran este aserto. Pero, según dijimos con antelación, el logro de los citados objetivos no solamente se hacía derivar de la forma de Estado sino también de la forma gobierno, a tal punto que se propugnó para ese efecto el establecimiento de un régimen imperial o monárquico que, a través de su organización jurídico-política, consiguiese la ventura de la nación mexicana.

Estas reflexiones nos conducen a la conclusión de que los fines que las constituciones del siglo XIX asignaron al Estado mexicano fueron eminentemente políticos y no sociales. Ello indica que en su realización, mediante cualquiera de las formas estatales o gubernativas anotadas, no se tomó en consideración la composición, estructura, implicación y modalidades del mismo pueblo. En otras palabras, dichas leyes fundamentales no reflejaron la realidad socioeconómica de México ni señalaron las posibles soluciones a su vasta problemática a guisa de fines estatales. Su elaboración, oscilante entre las aludidas formas, fue producto de las corrientes de pensamiento que caracterizaron al siglo XIX, que, mutatis mutandis, preconizaron el liberalismo e individualismo y que, a su vez, hicieron inabordables constitucionalmente las cuestiones sociales.

Los derechos llamados "naturales" del individuo y su tutela eran los primordiales, por no decir los únicos, fines del Estado, sin que su libre ejercicio debiera ser limitado por modo alguno. La felicidad de la nación, se decía, era el resultado de la felicidad de sus componentes individuales y ésta, a su vez, se cifraba en las diversas manifestaciones de la libertad que el poder público debería siempre respetar en obsequio al principio liberal "dejad hacer, dejad pasar" porque todo transcurre natural y espontáneamente.



La preterición constitucional de los grandes problemas sociales y económicos de México y la consiguiente elusión de su planteamiento y solución, caracterizaron, por ende, a nuestras leyes fundamentales del siglo retropróximo, sin que esta caracteri¬zación haya sido exclusiva de ellas, ya que fue el signo del constitucionalismo de la época influenciado notablemente por el pensamiento jurídico, político y filosófico emanado de los ideólogos de la centuria anterior.

Debemos hacer la observación, empero, que el liberalismo, sus fundamen¬tos teóricos y los postulados que preconizó, fueron el ariete de ingente tras¬cendencia que en la Constitución Federal de 1857 rompió con el sistema de los privilegios y fueros personales. Esta Ley Fundamental, nutrida espiritualmente en las ideas liberales y jusnaturalistas, no tuvo como objetivo el mantenimiento de un status clasista y sectario que los anteriores ordenamientos constituciona¬les no osaron tocar, sino que, por lo contrario, trató de implantar la igualdad jurídica entre todos los componentes de la población mexicana, tendencia que apuntó nuevos fines al Estado en un impulso de superación. Es más, la Cons¬titución de 57 debió ser la primera Constitución social del mundo, como lo pre¬tendieron los miembros de la Comisión redactora del proyecto respectivo, encabezados por don Ponciano Arriaga. El temor de introducir no sólo impor¬tantes modificaciones a la organización política de México, sino radicales reformas a sus estructuras socioeconómicas, impidió que la Ley Fundamental mencionada se adelantara en más de medio siglo a la Carta de Querétaro en la evolución del constitucionalismo mexicano. De no haber operado ese impedimento, los fines del Estado no hubiesen sido simplemente políticos como reite¬ración de los que se prescribieron en los ordenamientos anteriores, sino sociales en beneficio de los grupos mayoritarios de nuestro pueblo. La Comisión a que nos acabamos de referir, después de declarar que la Constitución Federal de 1824 era la única legítima, se planteó la cuestión de si se debían practicar a ésta las importantes reformas de carácter político que imponía la realidad vivida y sufrida por el país, o si la nación exigía un nuevo ordenamiento.

Dejemos la palabra a los autores del proyecto constitucional correspondiente, pues cualquier paráfrasis o glosa de su pensamiento sobre tal cuestión le merma¬ría su concisión y brilIantez. "Pero, resuelto ya el proyecto de la Ley funda¬mental sería basado sobre el mismo principio federativo que entrañaba la Constitución de 1824, decía la Comisión, y que su texto no serviría de plan y dechado para introducir en ella las debidas reformas, ¿ha podido la Comisión con sólo esto darse por satisfecha de haber colmado todas las exigencias y cumplido su importante misión? ¿Se ha convencido de que únicamente eran indispensables algunas enmiendas y correcciones en nuestra forma de gobierno, sin tocar las cuestiones radicales del país, ni las llagas profundas que devoran su existencia? ¿La constitución, en una palabra, debía ser puramente política, ó encargarse también de conocer y reformar el estado social? …Problema difícil y terrible, que mas de una vez nos ha puesto en la dolorosa alternativa, ó de reducirnos á escribir un pliego de papel más con el nombre de constitución; pero sin vida, sin raíz ni cimiento; ó de acometer y herir de frente intereses ó abusos enveje¬cidos, consolidados por el transcurso del tiempo, fortificados por la rutina, y en









posesión, á título de derechos legales, de todo el poder y toda la fuerza que da una larga costumbre por nada que ella sea.

"En este punto, y para dar al soberano congreso una idea clara del que han tomado los trabajos de la comisión, es necesario decir con toda franqueza que, medida y circunspecta la mayoría de los individuos que la forman, quisieron abstenerse de incluir en el cuerpo del proyecto los pensamientos y proposiciones que pudieran tener una trascendencia peligrosa, si bien consitieron en que se explicasen y fundasen ó en esta parte expositiva, ó en un dictámen separado, á fin de que la discusión pudiera aprovechar de ellos todo lo bueno y desechar todo lo malo, bien al tratarse de la constitución, ó al expedirse las leyes orgánicas que esta honorable asamblea tiene también á su cargo, conforme á lo prevenido en la convocatoria. Cumple, pues, á los deberes del autor tales proposiciones al que sin mérito alguno fué encargado de la presidencia de la comisión y de redactar esta parte expositiva, manifestar en el seno del augusto cuerpo constituyente, como lo hará en distinto dictámen para que este no sea muy difuso, ni pierda tampoco su unidad, las razones y fundamentos en que descansan sus opiniones sobre la materia, así como también instruirle del tenor literal bajo que fueron propuestas como artículos constitucionales. Y es tanto más forzosa esta obligación para el que no esquiva la responsabilidad de sus propias ideas, cuanto que ellas dieron motivo para que una minoría de de la comisión pensase en formular su voto particular. Es justicia decir que alguna de las que tenían por objeto introducir importantes reformas en el orden social, fueron aceptadas por la mayoría, y figuran como partes del proyecto, que se somete a la deliberación del congreso; pero en general fueron desechadas todas las conducentes á definir y fijar el derecho de propiedad, á procurar de un modo indirecto la división de los inmensos terrenos que se encuentran hoy acumulados en poder de muy pocos poseedores, á corregir los infinitos abusos que se han introducido y se practican todos los días, invocando aquel sagrado é inviolable derecho, y á poner en actividad y movimiento la riqueza territorial y agricola del país, estancada y reducida á monopolios insoportables, mientras que tantos pueblos y ciudadanos laboriosos están condenados á ser meros instrumentos pasivos de producción en provecho exclusivo del capitalista, sin que ellos gocen ni disfruten mas que una parte muy ínfima del fruto de su trabajo, ó á vivir en la ociosidad ó en la impotencia porque carecen de capital y medios para ejercer su industria.”

Por la transcripción anterior fácilmente se advierte que las reformas sociales proyectadas aunque no propuestas, que hubieren atribuido a los fines del Estado mexicano una nueva y radical tónica transformativa de las meras modificaciones a la organización política del país, consistieron en que se abordaran en la Constitución los vitales problemas socioeconómicos de México, como son los concernientes a las condiciones de las masas campesinas y obreras y a su inaplazable mejoramiento. Desafortunadamente, y con el estribillo de "aún no es tiempo", la mayoría de los diputados integrantes del Congreso constituyente, formada por los llamados "moderados", se opuso a la implantación de tales reformas, cuya consagración en el derecho fundamental de México



hubiese establecido las garantías sociales en materia agraria y laboral que instituyó varias décadas después la Carta de Querétaro.

Desde el punto de vista de la teleología estatal, la Constitución de 1857 fue, según dijimos, individualista y liberal. Estas características afloran con nitidez del texto y espíritu de su artículo primero, que dispone: "El pueblo mexicano reconoce que los derechos del hombre son la base y el objeto de las instituciones sociales. En consecuencia, declara que todas las leyes y todas las autoridades del país deben respetar y sostener las garantías que otorga la presente Constitución." Además, fue la corriente jusnaturalista una de las que inspiró el citado ordena-miento, según puede advertirse de su exposición de motivos, en la que se asienta:

"Persuadido el Congreso de que la sociedad para ser justa, sin lo que no puede ser duradera, debe respetar los derechos concedidos al hombre por su Creador, convencido de que las más brillantes y deslumbradoras teorías políticas son torpe engaño, amarga irrisión, cuando no se aseguran aquellos derechos, cuan¬do no se goza de libertad civil, ha definido clara y precisamente las garantías individuales, poniéndolas a cubierto de todo ataque arbitrario. El acta de dere¬chos que va al frente de la Constitución es un homenaje tributado en vuestro nombre (del pueblo), por vuestros legisladores a los derechos imprescriptibles de la humanidad. Os quedan, pues, libres, expeditas, todas las facultades que del Supremo recibisteis para el desarrollo de vuestra inteligencia, para el lo¬gro de vuestro bienestar."

En lo que atañe a la postura liberalista, el legislador constituyente de 1856- 57 la acogió abiertamente al proclamar: "El Congreso estimó como base de toda prosperidad de todo engrandecimiento, la unidad nacional y, por tanto se ha empeñado en que las instituciones sean un vínculo de fraternidad, un medio seguro de llegar a establecer armonías, y ha procurado alejar cuanto producir pudiera choques y resistencias, colisiones y conflictos", lo que viene a indicar sin dejar lugar a dudas, que el Estado se reputó como un mero vigilante de las relaciones entre particulares, cuya ingerencia debía surgir cuando el desenfrena¬do desarrollo de la libertad individual acarreara disturbios en la convivencia social.

Ahora bien, la sola adopción del liberalismo e individualismo como postu¬ras teleológicas del Estado asentadas en la tesis jusnaturalista, significó, sin embargo, un notorio avance jurídico-político en el constitucionalismo mexi¬cano del siglo XIX. En efecto, la Constitución del 57 suprimió los fueros y privi¬legios clasistas como el eclesiástico y el militar, que nuestros ordenamientos constitucionales anteriores habían conservado, y al preconizar, por ende, la igualdad legal sin distinción sectaria alguna, estableció una verdadera y tras¬cendental reforma en la estructura de los fines del Estado y, consiguientemente,



de su gobierno. No se contrajo a cambiar o reiterar formas estatales y gubernativas que alternativamente se habían implantado en dichos ordenamientos, sino que instituyó un nuevo régimen jurídico-político cuya sustancia fue dicha igualdad, la cual, aunque teóricamente declarada y sin correspondencia con la realidad, no había sido adoptada por nuestro constitucion "federalista", "centralista", "republicano" o "monarquista". Con la Constitución de 57 y su antecedente inmediato y generador, el Plan de Ayutla de marzo de 1854, se inicia la segunda gran etapa de nuestra historia: la de la Reforma, cuya causa final, como movimiento ideológico, fue la existencia del "clasismo” jurídico, político y social con los fueros y privilegios que establecía, y su abolición dentro del marco constitucional, aunque no del ámbito de la realidad sociopolítica y económica de México. Nuestra mencionada Ley Fundamental, como toda obra humana, no fue ni pudo ser perfecta. Representa la aurora de un nuevo periodo en la historia política mexicana, que rompe con un tradicionalismo caduco que se caracterizó por la intangibilidad de sistemas de privilegios que se originaron desde la época colonial y que respetaron los ordenamientos constitucionales del México independiente durante cerca de cuarenta años. La Constitución de 57 tuvo sus críticos y también sus defensores. Para unos no era sino un código idílico de principios quiméricos que no podían aplicarse a la realidad mexicana y que, por ello, carecía de vigencia positiva; para otros, entre los que nos contamos, fue un documento lleno de sustancia ideológica que provocó el afianzamiento de nuestra nacionalidad, la consolidación del Estado mexicano y la exaltación de la persona humana, de sus derechos y libertades frente al poder público; y si no pudo acoplarse a la implicación real del pueblo, se le consideró siempre como la bandera ideal de sus luchas internas y externas para lograr la respetabilidad de su soberanía.

Compartimos el pensamiento del jurisconsulto Juan de la Torre en las convincentes palabras que nos permitimos transcribir: "La Constitución de 57 ha sido juzgada de diversas maneras: nacida en medio de la lucha encarnizada de las pasiones políticas, se la ha combatido duramente y con encono pero á pesar de todo, su espíritu eminentemente liberal la ha acreditado ya como una de las Constituciones más avanzadas entre las que rigen á los pueblos libres.

"La Asamblea Constituyente de 56, como lo dijo con exactitud en circunstancias demasiado solemnes, no hizo una Constitución para un partido, sino una Constitución para todo un pueblo: no intentó fallar de parte de quien estaban los errores y los desaciertos de lo pasado, sino evitar que se repitieran en el porvenir. Un Código político que tales principios proclama, que satisface todas las aspiraciones y presta apoyo a todas las opiniones, lleva en sí el germen de la concordia y puede muy bien, aunque parezca paradógico decirlo, servir de lazo de unión á las miras encontradas de los partidos, cuando se quiera comprender que es la unión égida de las libertades públicos."

Así se expresaba un jurista mexicano del siglo pasado acerca de nuestra Constitución de 1857, y en la presente centuria no ha faltado quien, como Jorge Sayeg Helú, distinguido investigador del constitucionalismo nacional, justifica



a la citada Carta fundamental, evaluándola de la siguiente manera: " ... si el espíritu de la Ley de 57 fue mal interpretado algunas veces, y en otras ocasiones no fue debidamente respetado, ello se debió no a deficiencias de esa Carta constitucional, sino al egoísmo y a la perversidad de algunos de nuestros hombres que no repararon sino en su interés personal. La Constitución de 1857 no fue, pues, letra muerta como algunas veces se ha dicho; terminó con la anarquía reinante en el país hasta antes que ella se expidiera; definió, puede decirse, al pueblo mexicano, y quedó--escrita y rígida, en fin- como un marco de nues¬tra estructura política, al cual debemos ir encuadrando nuestros pasos --en lo que no nos hayamos ajustado ya-, para lograr ese ideal que indudablemente consignó".

El ámbito teleológico del Estado mexicano se ensancha considerablemente con la Constitución Federal de 1917 que actualmente rige. A los fines previstos por la Ley Fundamental de 1857, que primordialmente giraban en torno a la preservación de la persona humana y sus derechos "naturales" y que, en consecuencia, podían estimarse como impedimentos para que la actividad estatal se ingiriese en la esfera del individuo donde debía operar una casi irrestricta libertad, se agregan los que inciden en el terreno vital socioeconómico del pueblo. El señalamiento de estos fines sociales por la Carta de Querétaro trajo aparejadas necesariamente diversas limitaciones a la conducta e intereses par¬ticulares en aras de los intereses colectivos o generales de los grupos mayorita¬rios del pueblo mexicano. De esta suerte, la Constitución de 17 estableció las garantías sociales en materia laboral sin menoscabo de las garantías del gober¬nado, conjugando a ambos tipos armónicamente . Debemos enfatizar, como lo hemos sostenido en diversas ocasiones, que la protección de la persona hu¬mana como gobernada y su tutela como sujeto perteneciente a la clase traba¬jadora no sólo no son antagónicas ni se excluyen, sino por lo contrario son perfectamente compatibles y congruentes, y como entrañan sendos objetivos consti¬tucionales del Estado, la realización simultánea de los mismos no puede jamás considerarse interferente. En efecto, como gobernado, la persona humana goza de derechos públicos subjetivos previstos en la Constitución como titular de las mal llamadas garantías "individuales." Estos derechos se oponen y ejercen frente a los órganos estatales que son los centros de imputación de las obligaciones correlativas. En cambio, la persona humana, en su carácter de miembro componente de la clase trabajadora, tiene derechos subjetivos de ín¬dole social frente a los sujetos que pertenecen a los grupos detentadores de los medios de producción o “capitalistas", quienes, por tanto, tienen a su cargo las obligaciones correspectivas a tales derechos. De estas ideas se infiere lógi¬camente que un individuo puede ser al mismo tiempo titular de los dos tipos de derechos subjetivos por estar colocado simultáneamente en la situación de gobernado y en la de trabajador. Estos tópicos los abordamos con menos someridad



en nuestra obra «Las Garantías Individuales"; y si en la presente ( los hemos suscitado nuevamente es con el propósito de subrayar que la Constitución de 17 no sustituyó ni eliminó el fin que perseguía la Constitución de 57 en lo que a la protección de la persona humana como gobernado concierne, sino que lo reiteró con los matices necesarios que se derivan del abandono de la teoría individualista, jusnaturalista y liberal y de la institución de las garantías sociales.

Por otra parte, la teleología del Estado mexicano en la Ley Fundatal vigente está formada con fines distintos de los que se acaban de enunciar, aunque de ninguna manera incongruentes con ellos, sino, por lo contrario, perfectamente compatibles dentro de la tendencia socioeconómica de la Constitución de Querétaro. Así, el ordenamiento constitucional actual es la culminación de la Revolución sociopolítica mexicana que estalló en 1910, en cuanto que erigió en instituciones jurídicas básicas los postulados que fueron bandera de dicho movimiento y estableció los instrumentos normativos para lograr su realización. Con la Constitución de 17 concluyó la etapa cruenta de la Revolución, pero no la Revolución misma como conjunto de fines que el Estad mexicano persigue permanente e ininterrumpidamente a través de su constante actividad. Nuestra Ley Fundamental vigente es el instrumento jurídico dinámico para la consecución de la reforma social que preconiza la Revolución pues desde que se expidió y a través de las modificaciones que en el decurso del tiempo se le han introducido, ha respondido generalmente a las transformaciones sociales, económicas y culturales que ha operado la evolución misma del pueblo mexicano. El mérito de la Constitución de 17 no consiste en su aspecto puramente político, que no es sino la refrendación de las formas estatal y gubernativa, con algunas variantes, que implantó la Constitución de 1857. Tampoco radica en la normación de las relaciones entre gobernantes o detentadores del poder público y gobernados o destinatarios del mismo poder, ya que en esta materia siguió casi fielmente la estructura jurídica establecida por la Ley Suprema anterior. El galardón que legítimamente ostenta la Constitución de Querétaro estriba en haber sido la primera Constitución sociojurídica del siglo XX "o del mundo", como con toda razón lo califica Alberto Trueba Urbina . Este calificativo no sólo se justifica por haber instituido, con la categoría de su propia naturaleza normativa, las garantías sociales en materia laboral a que hemos hecho superficial alusión, sino porque fue y es el espejo de la problemática socioeconómica de México y el documento jurídico fundamental que brinda las bases para el tratamiento y solución de ¬las primordiales cuestiones que la forman.

Para corroborar estas aserciones basta enunciar algunas de tales bases sobre las que se asientan los fines del Estado mexicano contemporáneo. Así, la Constitución de 17 enfoca la reforma agraria hacia la consecución de los siguientes objetivos: a) fraccionamiento de latifundios para el desarrollo de la pequeña propiedad agrícola en explotación, para la creación de nuevos centros de





población agrícola y para el fomento de la agricultura ; b) dotación de tierras y aguas en favor de los núcleos de población que carezcan de ellas o no las tengan en cantidad suficiente para satisfacer sus necesidades; e) restitución de tierras y aguas en beneficio de los pueblos que hubiesen sido privados de ellas; d) declaración de nulidad de pleno derecho de todos los actos jurídicos, judi¬ciales o administrativos que hubiesen tenido como consecuencia dicha privación; e) nulificación de divisiones o repartos viciados o ilegítimos de tierras entre veci¬nos de algún núcleo de población, y f) establecimiento de autoridades y órga¬nos consultivos encargados de intervenir en la realización de las citadas finali¬dades, teniendo como autoridad suprema al Presidente de la República.

Por otra parte, uno de los primordiales aspectos socioeconómicos de nues¬tra actual Constitución estriba, como se sabe, en la reivindicación, para la na¬ción, de diferentes recursos naturales, entre ellos el petróleo, que bajo la Ley Fundamental de 1857 eran susceptibles de ser explotados por sujetos físicos o morales particulares nacionales y extranjeros, según aconteció en la realidad. Nadie ignora, además, que la Constitución de 17 considera a la propiedad pri¬vada como función social en cuanto que autoriza al Estado, por conducto de sus órganos competentes, para evitar que los derechos que de ella se derivan, como el utendi, el fruendi y el de disposición; se ejerciten abusivamente por su titular en detrimento del interés público, social o general. Así, la nación ---o sea el Estado mexicano-- "tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público, así como el de regular el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apro¬piación, con objeto de hacer una distribución equitativa de la riqueza pública, en beneficio social, cuidar de su conservación, lograr el desarrollo equilibrado del país y el mejoramiento de las condiciones de vida de la población rural y urbana" .

No está en nuestro ánimo hacer puntual referencia a cada una de las pres¬cripciones de la Constitución mexicana vigente, en las que se determinan los fines sociales y económicos del Estado en beneficio de su elemento humano y de los grupos mayoritarios que lo componen. Nos conformamos con la simple enunciación de los ya expuestos para reiterar el carácter social, lato sensu, del contenido de aspectos normativos muy importantes de nuestra Ley Fundamen¬tal vigente. Nuestra intención estriba, en esta oportunidad, en reiterar la idea que siempre hemos proclamado, en el sentido de que la Constitución de 17, como jurídico-política y jurídico-social, conjuga armoniosamente los diversos objetivos que integran la teleología exhaustiva del Estado, la cual debe fincarse en la protección y respeto simultáneo de la persona, de los grupos mayorita¬rios de la sociedad y de la nación o pueblo mismos y que sustancialmente no sin entidades metafísicas o abstractas, sino comunidades integradas por seres humanos individualizados. En otra ocasión formulamos la consideración de que la ley suprema vigente es el ordenamiento jurídico fundamental en que se



recoge preceptivamente la justicia social, sin que se le deba adjudicar ningún calificativo exclusivo ni excluyente pues no es individualista o liberal, in estatista o colectivista, sino que expresa una verdadera síntesis armoniosa los primordiales imperativos de carácter filosófico, político, social y económico que deben condicionar a todo derecho positivo básico, para conseguir el bienestar de un pueblo mediante la protección y el desenvolvimiento progresivo de todos y cada uno de sus miembros integrantes, como hombres singularmente considerados y como sujetos pertenecientes a las clases mayoritarias de la población.

Refiriéndose a la Ley Fundamental de 1917, el licenciado Gustavo Díaz Ordaz, que fuera Presidente de la República, expresó con hondura el sentido cabal de nuestro insigne documento constitucional, en bellas palabras que no nos resistimos a copiar: "La Constitución no es cuerpo jurídico seco y formal. Es un texto vivo que, nutriéndose de la savia popular, alienta los más sanos ideales y la preservación de todos los mexicanos en su persecución. Es una norma que en su previsión contiene los afanes e ideales históricos de la Nación, constituyendo el punto de partida para regir las nuevas realidades y crear aquellas que demanda el progreso. Por eso, la Constitución debe ser y es patrimonio de todos los mexicanos. Dentro de sus directrices pueden convivir ideologías distintas y creados antitéticos.

"La vigencia de la Constitución garantiza la esfera de libertad de la persona, el equilibrio entre los grupos sociales y el derecho de todos a luchar, dentro la Ley, por la Justicia. Inspirándose en ella, tomándola como norma de Gobierno y guía de acción, estamos en condiciones de continuar el avance, de seguir conciliando la nacionalidad, de extender el bienestar y de asegurar las libertades del Pueblo Mexicano."

Por su parte, un distinguido diputado constituyente al Congreso de Querétaro, don José María Truechuelo, al hacer el elogio de la Constitución de 17, a los veintiocho años de promulgada, expuso, en una síntesis conceptual, la trascendente implicación que para la vida de México tiene nuestro actual ordenamiento supremo. En emotivas palabras, aseveró dicho jurista que la mencionada Ley Fundamental "Salvó al pueblo de sus eternos enemigos; quedó consagrada la libertad de pensamiento; se removieron en el artículo tercero los obstáculos que aprisionaban el cerebro de la niñez; en el artículo 27 se destruyó el latifundio y se revistieron del mayor respeto los derechos de los pueblos para pedir ejidos, y los derechos de los pequeños propietarios para hacer producir la tierra por cultivos intensivos. En los artículos 103 a 107 sentamos las bases constitucionales de trascendencia para la respetabilidad del poder judicial, para su independencia y para el cabal desempeño de su alta misión. En el artículo 123 protegimos con amplitud y con justicia el derecho del trabajador y establecimos normas humanitarias para el mejoramiento de la condición económica y social del obrero. En el artículo 130 ennoblecimos la trascendente misión del Estado liberando al pueblo de los embates del fanatismo que destruyen su verdadero libertad, deforman su conciencia, le marcan un camino anárquico minando la respetabilidad del Estado por el reconocimiento de otro poder espiritual y material que siembra la semilla de la desobediencia y del desconocimiento de la



supremacía de la misma Constitución de la República. Nuestra Constitución honra a México, porque lo ha destacado como portaestandarte de las ideas de¬mocráticas en los países latinoamericanos, señalando al mundo con suprema energía en los cadalsos de Iturbide y Maximiliano, que sólo impera en nuestra patria la soberanía del pueblo."

Como corolario de la reseña que antecede podemos afirmar que el consti¬tucionalismo mexicano se ha desarrollado en un proceso ideológico perfecta¬mente congruente hacia una natural y espontánea superación de los fines del Estado, derivada de la dinámica misma de la sociedad. Salvo los interregnos que comportan los regímenes centralistas de 1836 y 1843, se advierte que no hay solución de continuidad entre las Constituciones de 1824, 1857 y 1917. Cada una de ellas ha tenido su correspondiente objetivo cimero. Así, en la Constitución de 24 y según lo sostuvimos con antelación , se crea el Estado mexicano al que se le da la forma federal, y como resultado lógico de los do¬cumentos jurídico-políticos que la preceden, dicha Constitución reafirma las declaraciones de independencia del pueblo como condición sine qua non de la existencia del ente estatal que reconoce, a su vez, como base de sustentación la soberanía popular, es decir, la capacidad autodeterminativa de la comunidad nacional. En atención a que dentro de la estructura jurídica y política del Es¬tado Mexicano se conservaron los sistemas de privilegios y fueros de las castas eclesiástica y militar que se venían arrastrando desde la época colonial, fue menester que se acogieran en la Constitución de 57 como corrientes ideológi¬cas informadoras de su espíritu, el individualismo, el liberalismo y el jusnatu¬ralismo, a efecto de suprimir tales sistemas en propensión a la instauración teórico-normativa de la igualdad jurídica entre todos los habitantes de la República sin distinción particular alguna.

Ya hemos aseverado que la Reforma, como etapa relevante de nuestra his¬toria política, se caracterizó por la abolición de dichos fueros y privilegios de¬cretada en la Ley Fundamental de 1857, la cual pudo ostentar el galardón de haber sido una de las más avanzadas del mundo en su época. Sin los princi¬pios que demolieron las estructuras clasistas que con anterioridad a ella exis-tían en México y que fueron proclamados en nuestra mencionada Constitu¬ción, no hubiese sido posible, en el ámbito jurídico, la expedición de las Leyes de Reforma que iniciaron el camino para la transformación positiva del país.

Si de la Constitución de 57 emana un formidable impulso de superación en la historia política de México, este ordenamiento no reflejó, sin embargo, sus grandes problemas socioeconómicos ni, por tanto, apuntó ninguna solu¬ción a los mismos. La situación fáctica provocada por tales problemas, princi¬palmente el obrero y agrario, y su falta de tratamiento normativo en la indi¬cada Ley Fundamental, fueron las causas primordiales que transformaron en social la Revolución de 1910 que en su incubación y estallamiento fue eminen¬temente política. La solución a esos y otros problemas nacionales de carácter



socioeconómico y cultural ha sido el más destacado objetivo de la Constitución de 1917, que recoge en un régimen congruente el ideario desarticulado y asistemático de nuestro mencionado movimiento revolucionario.

En resumen, el constitucionalismo mexicano comprende tres etapas sucesivas, en las que se observa, según dijimos, la ampliación y superación de los fines estatales. En 1824 surge el Estado mexicano mediante la organización jurídico-política del pueblo en la Constitución Federal del propio año, previa declaración de su independencia y asunción de su soberanía. En 1857 se rompen los sistemas clasistas que otorgaban al clero y a la casta militar fueros y privilegios contrarios a la igualdad preconizada por el liberalismo e individualismo y por su supuesto ideológico: el jusnaturalismo. Ese mismo año significa en nuestra historia la iniciación de una lucha, interna primero y contra factores externos después, que se desarrolla durante más de dos lustros y que culminó con el afianzamiento de la independencia y soberanía del pueblo mexicano y con la reforma a las estructuras sectarias que nuestro país había mantenido desde que era colonia española. Por último, en 1917 comienza lo que suele llamarse la "institucionalización" de la Revolución sociopolítica de 1910 mediante la renovación permanente que auspicia e impone la Constitución de Querétaro. De esta manera, la teleología del Estado mexicano ha experimentado una ampliación progresiva, pues comienza en la defensa de la independencia y soberanía nacionales, continúa con la reforma supresora de las estructuras clasistas y sectarias y culmina en la actualidad en la tendencia a lograr objetivos de beneficio colectivo en la vida socioeconómica y cultural del pueblo.


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