EL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA
A. Unipersonalidad del Ejecutivo
Siguiendo el sistema de la Constitución Federal norteamericana, nuestras leyes fundamentales de 1857 y 1917 establecen el depósito del Poder Ejecutivo de la Federación en «un solo individuo" denominado “Presidente de los Estados Unidos Mexicanos" o "Presidente de la República" (Arts. 75 y 80,
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respectivamente) . Hemos afirmado con reiteración que el "poder ejecutivo" es una función pública administrativa, o sea, una dinámica, energía o actividad en que parcialmente se manifiesta el poder de imperio del Estado. Asimismo, hemos sostenido hasta el cansancio que los "poderes" estatales no deben identificarse con el órgano u órganos que los desempeñan. Ahora bien, la distinción entre "órgano" y "poder" la consignan con toda nitidez los mencionados preceptos de nuestras dos invocadas Constituciones, ya que, según sus disposiciones, el "poder ejecutivo federal", como función administrativa del Estado mexicano, lo "depositan", es decir, lo encomiendan o confían a una sola persona. Por consiguiente, el poder ejecutivo federal no es el Presidente de la República ni éste es su "jefe" como indebidamente suele llamársele, sino su único depositario y para" cuyo ejercicio cuenta con diversos colaboradores o auxiliares denominados "secretarios del despacho" que tienen asignada una determinada competencia en razón de los diferentes ramos de la administración pública. La unipersonalidad del Ejecutivo (que Duverger denomina "ejecutivo democrático") radica, pues, en que esta función pública sólo se encomienda a un individuo, pues es el presidente, y no a varios, como serían tales secretarios, ya que, en puridad constitucional, éstos no son "depositarios" de la misma. La consideración contraria, o sea, la idea de que los secretarios tuviesen este carácter, implicaría no sólo el desconocimiento del sistema presidencial unipersonal que proclama la Constitución, sino la inadmisible suposición de que el "poder ejecutivo" fuese divisible según los ramos competenciales de los citados secretarios. En corroboración a este aserto debemos recordar que el indicado elemento es uno de los atributos que distinguen claramente el sistema presidencial del parlamentario, en el cual la función administrativa se ejerce por un cuerpo colegiado denominado "gabinete" que depende directamente de la asamblea de representantes populares llamada parlamento o congreso.
Por virtud de la unipersonalidad en la titularidad del órgano ejecutivo supremo estatal, en el presidente se concentran las más importantes y elevadas facultades administrativas, las cuales, unidas a las que tiene dentro del proceso de formación legislativa y como legislador excepcional, lo convierten en un funcionario de gran significación dentro del Estado, no dependiente de la asamblea legislativa sino vinculado a ella en relaciones de interdependencia y en cuyo ámbito goza de una amplia autonomía que lo releva del carácter de mero ejecutor de las decisiones congresionales, como son las leyes y decretos.
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Puede decirse que el "ejecutivo unipersonal", con el dilatado poder político y la amplitud de facultades administrativas que configuran la actividad pública de su titular, es creación del constitucionalismo norteamericano, desde cuya incubación triunfó dicho sistema frente a las tendencias a hacer del presidente un simple órgano ejecutor del congreso. Afirma Herman Pritehett que en la Convención de Filadelfia, al discutirse el proyecto de Constitución, se manifestó el temor de que el presidente, con una extensa esfera de atribuciones que lo apartara de una situación de dependencia frente al órgano legislativo, fuese un "verdadero rey" con más poderes que los monarcas europeos. El depósito unipersonal del Poder Ejecutivo es el fundamento jurídico del régimen presidencialista que se acentúa en la realidad política de los Estados latinoamericanos, entre ellos México. En nuestro país, tal acentuación ha obedecido a la periódica ampliación de las facultades constitucionales del Presidente de la República, fenómeno que generalmente ha sido provocado por la necesidad de Que el -Ejecutivo Federal concentre más funciones para hacer frente a la siempre creciente y cada vez más compleja problemática nacional, que indirectamente ha alterado el sistema de equilibrio entre los poderes del Estado en favor de dicho alto funcionario administrativo, a tal extremo de hacer aplicable al medio mexicano la frase de Seward: "Elegimos un rey por cuatro años (seis entre nosotros) y le otorgamos un poder absoluto que, dentro de ciertos límites, él puede interpretar por sí mismo."
El ensanchamiento de la órbita competencial del presidente lo propugnó don Emilio Rabasa desde 1912, recordando que la hegemonía congresional derivada de las extensas facultades con que la Constitución de 57 invistió a la asamblea legislativa, reducía a la impotencia e ineficacia al Poder Ejecutivo. Decía el ilustre tratadista que "En la organización (la implantada por dicha Ley Fundamental) el Poder Ejecutivo está desarmado ante el Legislativo, como lo dijo Comonfort y lo repitieron Juárez y Lerdo de Tejada", agregando que "la acción constitucional, legalmente correcta del Congreso, puede convertir al Ejecutivo en un juguete de los antojos de éste, y destruirlo, nulificándolo".
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Nuestra Constitución de 57, en opinión de Rabasa, "no sólo rebajó la fuerza que en facultades había dado al Ejecutivo, sometiéndola al Legislativo, sino que, al depositar éste en una sola Cámara y expeditar sus trabajos por medio' de dispensas de trámites que de su sola voluntad dependían, creó en• el Congreso un poder formidable por su extensión y peligrosísimo por su rapidez en el obrar". Es curioso observar, como lo hace don Emilio, que pese a la supremacía congresional fundada en el mismo orden constitucional, en México hayan surgido varias dictaduras presidenciales a despecho de esta situación jurídica, pues según él, "la dictadura ha sido una consecuencia de la organización constitucional, y la perpetuidad de los presidentes una consecuencia natural y propia de la dictadura". Esta extraña relación de causalidad la explica Rabasa como una lógica reacción de. autodefensa de los presidentes de México ante su insignificancia constitucional en lo que al ejercicio del poder público se refiere, sosteniendo que "Fuera del orden legal, el presidente reúne elementos de fuerza que le dan superioridad en la lucha con el Congreso; dispone materialmente de la fuerza pública, cuenta con el ejército de empleados que dependen de él, tiene de su parte el interés de los que esperan sus favores, y arrastra por lo común las simpatías populares, que sólo en momentos de agitación intensa gana la personalidad colectiva y casi anónima de una asamblea legislativa." Estas apreciaciones condujeron a nuestro distinguido constitucionalista hacia la propugnación de un fortalecimiento jurídico del Poder Ejecutivo como base para la estabilidad del país, la unidad de acción administrativa que debe estar en manos del presidente y su responsabilidad ante la nación. Las críticas que dirigió contra la hegemonía congresional y la consiguiente situación de debilidad y dependencia en que se encontraba el Ejecutivo y las ideas que expresó para ampliar el ámbito de las facultades presidenciales, tuvieron repercusión en el Congreso de Querétaro, pues como sostiene don Andrés Serra Rojas" ... debemos anotar un auténtico triunfo de Rabasa cuando en el proyecto del Primer Jefe del Ejército Constitucionalista y más tarde en la propia Constitución de 1917, se aceptan sus ideas sobre la revisión de las amplias facultades del Poder Ejecutivo y del Poder Legislativo, con el propósito de fortalecer al Ejecutivo y aminorar la preponderancia del Legislativo. y es que el maestro Rabasa imaginaba con profética intuición la posición moderna del Poder Ejecutivo, como el más poderoso medio para mantener la integridad del Estado y consolidar el orden interior del país". Estas palabras encierran gran dosis de razón, pues la insignificancia funcional de presidente y su subordinación al legislativo en lo que a la administración pública concierne, no se compadecen con la unipersonalidad del Ejecutivo que entraña obviamente la unidad de decisión y su responsabilidad personal en las medidas gubernativas, elementos que no pueden darse en una situación de dependencia frente al Congreso.
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El sistema presidencial unipersonal que establece la Constitución de 1917 está jurídica y políticamente consolidado por estos principios fundamentales, a saber: el que prescribe la elección popular directa del presidente, el que concierne a la irrevocabilidad del cargo respectivo y el que atañe a la relatividad de la responsabilidad de dicho alto funcionario administrativo. El• primero de ellos, que someramente comentamos con anterioridad, justifica el de irrevocabilidad, pues si la investidura del titular de la presidencia de la República emana de la voluntad mayoritaria del pueblo mexicano expresada en votación directa de los ciudadanos, sería absurdo que cualquier otro órgano del Estado, por más encumbrado que se suponga, como el Congreso de la Unión verbigracia, pudiese removerlo del citado cargo. Debemos advertir, sin embargo, que el principio de irrevocabilidad no implica que el presidente no pueda renunciar a su elevado puesto, siendo esta posibilidad muy limitada, ya que la renuncia debe basarse en "causa grave" que debe calificar dicho órgano legislativo (Arts. 86 y 73, frac. XXVII). Tampoco entraña que el mencionado funcionario no pueda ausentarse temporalmente del ejercicio de sus funciones mediante la licencia que para este efecto le otorga el Congreso (Art. 73, frac. XXVI). Como se ve, en ambos casos la separación definitiva o temporal del presidente queda sujeta a la estimación congresional, la cual no debe formularse oficiosamente sino previa petición fundada del propio funcionario, exigencia que corrobora el principio de irrevocabilidad al que aludirhos. Por último, en lo que toca a la responsabilidad relativa del presidente, debemos recordar que ésta sólo la contrae, durante el ejercicio de su cargo, por traición a la patria y delitos graves del orden común (Art. 108 const.), tema que ya abordamos en esta misma obra.
La radicación unipersonal del Poder Ejecutivo Federal, los principios que la aseguran y la situación de hegemonía que aquélla y éstos demarcan convierten al presidente en una especie de "jefe de Estado" y "representante del pueblo" en el orden interno e internacional. De ahí que, conceptuándose como la
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persona que encarna a la nación, no pueda ausentarse del territorio donde ésta se asienta "sin permiso del Congreso de la Unión o de la Comisión Permanente" (Art. 88 const.), prohibición que, por otra parte, involucra una obligación meramente declarativa, sin que su incumplimiento origine sanción alguna para el presidente durante el desempeño de su cargo.
Por último, es pertinente formular la observación de que la hegemonía del presidente, sus amplias facultades jurídico-políticas y las seguridades constitucionales que afianzan su situación como depositario unipersonal del Poder Ejecutivo del Estado mexicano, no convierten a dicho alto funcionario, dentro del ámbito del Derecho, en un dictador o autócrata que estuviese en la posición de "le!ibus solutus" como los monarcas absolutos. La conducta pública del presidente, su actuación como órgano administrativo supremo y todos los actos de autoridad en que una y otra se traducen, están regidos jurídicamente por la Constitución y por la legislación secundaria en general. Este principio se proclama en el artículo 87 constitucional, en cuanto que el individuo que asuma la presidencia de la República, al tomar posesión de su cargo, debe protestar respeto y sumisión a ambos' tipos de ordenamientos y contrae el compromiso de "desempeñar leal y patrióticamente" el puesto que el pueblo le confirió "mirando en todo por el bien y prosperidad de la Unión". Ahora bien, prima facie, esa protesta y ese compromiso se antojan meras declaraciones idílicas, sin trascendencia ni significación pragmática. No obstante, con ellas o sin ellas los actos inconstitucionales e ilegales del presidente son susceptibles de impugnarse ante la jurisdicción federal por cualquier gobernado que con ellos resulte agraviado, mediante el juicio de amparo, cuya procedencia, además de garantizar el régimen jurídico del país frente a toda autoridad del Estado, excluye por sí misma la consideración de que el poderoso presidencialismo entrañe una dictadura en México.
B. Requisitos para ser Presidente
Al respecto, el artículo 82 constitucional establecía lo siguiente:
a) Ser ciudadano mexicano por nacimiento, en pleno goce de sus derechos e hijo de padres mexicanos por nacimiento (frac. I).
En lo que atañe -al insalvable requisito de que dicho alto funcionario debe tener la calidad de ser mexicano por nacimiento, a nadie se le puede ocurrir discutirla, por lo que su justificación es evidente, ya que, como afirma el doctor Jorge Carpizo, merced a ella "se es más adicto a la patria que los que son mexicanos por simple naturalización", y agrega que con la mencionada calidad "se trata de evitar que sigan (los presidentes) intereses que no sean los de
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México, como podría acontecer si antes se ha tenido otra nacionalidad".
Por lo que concierne a la exigencia de que el Presidente deba ser hijo de padres mexicanos también por nacimiento, es necesario formular algunas importantes reflexiones. En el constitucionalismo mexicano ningún ordenamiento prescribía tal exigencia, pues las leyes fundamentales de México se contrajeron a determinar que el titular del Poder Ejecutivo debía ser mexicano por nacimiento. La Constitución de 1857, cuyo espíritu nacionalista es inelegible, sólo requirió tal condición, sin exigir que también la tuvieran sus padres. Fue el Congreso Constituyente de Querétaro el que implantó el multicitado requisito al aprobar, en relación a él, el proyecto de don Venustiano Carranza. Según el distinguido maestro Víctor Carlos García Moreno "el origen histórico de la restricción ínsita en el mencionado artículo 82, fracción I, fue el nombramiento de Limantour como secretario de Hacienda del régimen de don Porfirio Díaz, en 1893, que lo puso en primera línea como posible sucesor del dictador"; añade que "en 1902, se acrecentaron los ataques contra Limantour" y que "para 1909, los dos funcionarios con mayores posibilidades de relevar al general Díaz en el poder eran, por un lado, el mencionado Limantour, hijo de franceses, y, por el otro el general Bernardo Reyes, de padres nicaragüenses".
Independientemente de tan deleznable antecedente carente de toda racionalidad, el requisito tantas veces aludido adolece de ilegitimidad sustancial, ya que no se justifica por modo absoluto. En los términos del artículo 30 de la Constitución, son mexicanos por nacimiento "los que nazcan en territorio de la República, sea cual fuere la nacionalidad de sus padres"; El artículo 34 del mismo ordenamiento atribuye la calidad de ciudadano mexicano a quien tenga la nacionalidad respectiva, sin distingo alguno, figurando entre sus obligaciones la de "desempeñar los cargos de elección popular de la federación o de los estados, que en ningún caso serán gratuitos" (Art. 36, frac. IV). Por consiguiente, si el cargo de Presidente es de elección popular, todo ciudadano mexicano tiene la obligación de ejercerlo una vez que sea elegido.
Ahora bien, al exigirse por el artículo 82 que los padres del Presidente sean también mexicanos por nacimiento, se merma la nacionalidad mexicana de aquél y se le impide, como ciudadano, cumplir con la referida obligación constitucional, quebrantándose la igualdad que debe haber entre todos los ciudadanos respecto de sus derechos y prerrogativas cívicas y políticas, al evitarse, mediante el mencionado requisito, que los mexicanos por nacimiento, por el solo hecho de que sus padres no lo sean, puedan aspirar al desempeño de la Presidencia, lo que se antoja injusto, discriminatorio y antidemocrático.
Además de las anteriores consideraciones lógico-jurídicas, debemos recordar que no necesariamente la nacionalidad no mexicana de los padres del Presidente menoscaba el amor a la patria, el espíritu de servicio, la capacidad, el conocimiento de la problemática del país y otras cualidades que debe reunir la persona que ejerza tan importante cargo público. Estas cualidades son ajenas a la nacionalidad de los progenitores presidenciales y existen muchos casos históricos en México que confirman esta aserción. Tampoco, por lo contrario,
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sólo los mexicanos hijos de padres, de abuelos y de antepasados mexicanos por nacimiento, son forzosamente buenos, eficaces, útiles y patriotas ciudadanos.
En la historia de nuestro país y en toda época abundan los ejemplares de pésimos funcionarios que han traicionado bajo diversas formas al pueblo de México, que han saqueado las arcas nacionales y resquebrajado su economía, a pesar de la "nacionalidad mexicana por nacimiento" de sus padres. Por otra parte como dice don Felipe Tena Ramírez, "nunca se ha dado el caso de que por medio de un Presidente, hijo de padres extranjeros, ejerza influencia en los destinos de México el país de origen de los padres"
Confirman las apreciaciones de tan distinguido maestro los casos de Sebastián Lerdo de Tejada, Valentín Gómez Farías, Lucas Alamán, Mariano Arista, José María Iglesias y Ezequiel Montes, entre otros muchos, algunos de los cuales llegó a ocupar la Presidencia de la República. Esta aseveración concierne a Ignacio Comonfort, hijo de franceses; Anastasio Bustamante, hijo de españoles; al mismo José María Morelos y Pavón, a quien sus biógrafos atribuyen su condición étnica de criollo o mestizo; en la misma situación última estaba Vicente Guerrero. Es bien sabido que el mestizo es hijo de español e india o viceversa, por lo que su "sangre total" no deriva exclusivamente de mexicanos "por nacimiento".
A su vez, don Miguel Lanz Duret, quien fue profesor de derecho constitucional en la antigua Escuela Nacional de Jurisprudencia, asevera que: "Sólo por un espíritu de nacionalismo y por temores infundados, se ha exigido que el Presidente no sólo sea mexicano por nacimiento, sino hijo de padres mexicanos también por nacimiento, circunstancia que excluye a multitud de nacionales que sienten el mismo apego y amor a la patria que aquéllos que solamente por una calificación legal tienen padres nacionales por nacimiento. La única explicación que puede darse a ese requisito, que peca de exagerado y de exclusivista, es la ampliación que dio el código político actual a la nacionalidad de los hijos de extranjeros nacidos en México, y ésta suscitó un temor en los Constituyentes de 17, respecto de la solidez del patriotismo de un Presidente cuyos padres conservaran, mientras él estuviera en el poder, su nacionalidad extranjera, y cuyo país de origen pudiera estar en conflicto con la República" .
En el Congreso Constituyente de Querétaro hubo discrepancias de opiniones sobre el multicitado requisito. Así, la Segunda Comisión Dictaminadora integrada por los diputados Heriberto Jara, Hilario Medina y Arturo Méndez, se concretó a afirmar que "las cualidades que debe tener este funcionario deben ser una unión por antecedentes de familia y por el conocimiento del medio actual nacional, tan completa como sea posible, con el pueblo mexicano, de tal manera que el Presidente, que es la fuerza activa del gobierno y la alta representación de la dignidad nacional, sea efectivamente tal representante; de suerte que en la conciencia de todo el pueblo mexicano esté que el Presidente es la encarnación de los sentimientos patrióticos y de las tendencias generales de la nacionalidad misma. Por estos motivos, 'el Presidente debe ser mexicano
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por nacimiento, hijo, a su vez, de padres mexicanos por nacimiento y haber residido en el país en el año anterior al día de la elección".
A su vez, los diputados Luis G. Monzón, Enrique Colunga y Enrique Recio sostuvieron que: "El hecho de haber nacido en nuestro suelo y manifestar que optan por la nacionalidad mexicana, hace presumir que estos individuos han vinculado completamente sus afectos en nuestra patria; se han adaptado a nuestro medio y, por lo mismo, no parece justo negarles el acceso a los puestos públicos de importancia, tanto más cuanto que pueden• haber nacido de madre mexicana, cuya nacionalidad cambió por el matrimonio; pero que transmitió a sus descendientes el afecto por su patria de origen. Confirma esta opinión la observación de una infinidad de casos en que mexicanos, hijos de extranjeros, se han singularizado por su acendrado amor a nuestra patria" (Cfr. el Diario de los Debates del Congreso Constituyente 1916-17).
Independientemente .de si debe o no conservarse el requisito tantas veces aludido, es pertinente formularse la pregunta de si, en relación con él, ambos padres del Presidente deban ser mexicanos por nacimiento, o si es suficiente que cualquiera de ellos tenga esa calidad. Interpretando literalmente el texto de la fracción 1 del artículo 82 constitucional en que tal requisito se contiene, se llega a la conclusión de que la nacionalidad mexicana por nacimiento la deben tener los dos progenitores. Sin embargo, dicha interpretación es de suyo deleznable y la aplicación, mediante ella, de la mencionada disposición conduciría a situaciones verdaderamente absurdas. Por ejemplo, si el padre es mexicano por nacimiento y la madre mexicana por naturalización, el hijo no podría ser Presidente, así como tampoco en el caso de que la madre sea mexicana por nacimiento y el padre desconocido, circunstancia que se registra frecuentemente en nuestra realidad social.
Prescindiendo de la mezquina interpretación literal del precepto constitucional invocado, y empleando el método interpretativo sistemático, creemos que basta que uno de los padres sea mexicano por nacimiento para que el hijo satisfaga el requisito a que dicha disposición se refiere. El varón y la mujer son iguales ante la ley, según lo establece enfáticamente el artículo 49 de la Constitución. Tratándose de la nacionalidad mexicana, el artículo 30 de este ordenamiento, en su fracción n, establece que son mexicanos por nacimiento los que nazcan en el extranjero de padres mexicanos, de padre mexicano o madre mexicana.
Esta prevención indica claramente que es suficiente que uno de los Padres sea mexicano, para que el hijo de ambos tenga la primera de las calidades mencionadas. Con toda razón, corroborando esta idea, el profesor de derecho internacional privado en nuestra facultad, don Víctor C. García Moreno, ha expresado que "tanto la teoría como la práctica han desglosado y establecido con meridiana claridad que el derecho de nacionalidad no tiene por qué relacionarse o vincularse con los problemas de la patria potestad y que la tendencia en el mismo es igualar, hasta donde sea dable, a ambos sexos en todo lo relativo a la nacionalidad"
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Relacionando lógicamente la fracción II del artículo 30 de la Constitución con la fracción I de su artículo 82 se debe llegar a la misma conclusión, en el sentido de que es suficiente que alguno de los progenitores del Presidente sea mexicano por nacimiento para que se colme el requisito a que la segunda de dicha disposición se contrae. Sostener lo contrario implicaría interpretar incongruentemente ambas prevenciones constitucionales, toda vez que las dos se refieren a la misma materia, que es la nacionalidad mexicana. Sería paradójico que, si para ser mexicano por nacimiento, según el jus sanguinis, basta que alguno de los padres tenga dicha nacionalidad, se exigiera ésta para los dos progenitores del Presidente. A mayor abundamiento, cuando se emplea la expresión "los padres", se debe entender que comprende al padre o la madre indistintamente, o a ambos, tal como sucede con la fracción II del artículo 30 constitucional y en la legislación civil.
En otras palabras, si por virtud de jus sanguinis en cuanto a la nacionalidad mexicana el padre y la madre están colocados en una situación de absoluta igualdad para transmitida al hijo que nace en el extranjero, sería aberrativo que, separadamente, ninguno de los progenitores pudiera, sin el concurso del otro, operar dicha transmisión. Esta conclusión inaceptable se deduce de la simple y somera interpretación literal de la fracción I del artículo 82 de la Constitución, interpretación que, en la metodología jurídica, es la menos adecuada para desentrañar el sentido de la ley, como lo ha sostenido la doctrina del derecho, no las circunstancias efímeras ni las variables conveniencias de nuestros políticos.
Como corolario de las consideraciones anteriormente expuestas es pertinente invocar nuevamente las ideas del maestro García Moreno, quien sostiene que:
"Por nuestro lado estimamos que tal requisito va demasiado lejos llegando a cometer una franca injusticia en el goce de los derechos políticos de aquellas personas que son mexicanas pero que, por alguna razón, alguno de sus progenitores o abuelos no son o no fueron mexicanos por nacimiento, lo cual implica una discriminación contraria a la misma Constitución (art. 36, fracc. I y II), y sobre todo a la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, de 1948, y especialmente, a los Pactos de Derechos Humanos, de 1966, que establecen como un derecho humano la posibilidad de llegar al poder público de su comunidad sin discriminación alguna".
Agrega tan distinguido internacionalista que: "En efecto, la Declaración establece que toda persona tiene el derecho de participar en el gobierno de su país y tiene, además, el derecho de acceso, en condiciones de igualdad, a las funciones pública de su país. Por su parte, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos dispone que todos los ciudadanos gozarán, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, opinión pública o de otra Índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquiera otra condición social, del derecho y de la oportunidad de participar en la dirección de los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes libremente elegidos, de votar y ser elegidos en elecciones periódicas, auténticas ... " .
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Sería demasiado prolijo citar otras opiniones de conocidos juristas y maestros de derecho que coinciden en sostener la ilegitimidad sustancial del artículo 82 constitucional en lo que concierne al requisito de que los padres del Presidente deben ser mexicanos por nacimiento. A este respecto es necesario recordar que desde el punto de vista sociológico, la legitimidad no es simplemente un elemento formal, como la validez de que habla Kelsen, sino que en cierto modo se revela en la adecuación entre la constitución jurídico-positiva y la constitución real y la teleológica. Sin tal adecuación, aquélla no sería auténtica, genuina o legítima ni materialmente vigente, aunque fuese formalmente válida como una mera "hoja de papel", empleando la locución con que despectivamente designaba Lasalle a las constituciones escritas que por la fuerza y la coacción se imponen a los pueblos como un traje de luces o de etiqueta o como una armadura pesada y asfixiante.
Estas ideas revelan que existen dos tipos de legitimidad constitucional: la formal y la social. La primera está ligada estrechamente a la representatividad auténtica de los grupos mayoritarios de la sociedad por delegados o diputados que formen la asamblea constituyente en un momento histórico determinado. La segunda, en cambio, es más profunda, pues, como acabamos de decir, significa la adecuación de la constitución escrita o jurídica a la constitución real, ontológica, teleológica y dentológica del pueblo que reside primordialmente en la cultura que comprende ideologías, tradiciones y sistemas de valores que registran en la comunidad humana.
Ya se ha afirmado que en nuestra historia y tradición política el multicitado requisito condicionante no existía en el constitucionalismo mexicano. Su plasmación en el artículo 82, fracción I, constitucional, no tiene ningún soporte válido en la vida de México, pues obedeció meramente a un infundado temor que debe relegarse en el olvido. La condición de que los padres del Presidente deban ser mexicanos por nacimiento carece, según se dijo, de legitimidad sustancial, no sólo por la razón que se acaba de expresar, sino porque contradice la igualdad política que en todos sus aspectos debe haber entre todos los mexicanos por nacimiento sin distinción alguna. Es una afrenta a dicha igualdad.
Después de acalorados debates, permanentes concertaciones, intercambio de opiniones contrarias y encendidos discursos parlamentarios, se reformó en junio de 1994 la tantas veces comentada fracción I del artículo 82 constitucional suprimiendo del nuevo texto la condición de que los padres del Presidente debían ser mexicanos por nacimiento. Sin embargo, por razones de carácter político la vigencia de la nueva disposición se difirió hasta fines del año de 1999, lo que significó la subsistencia por seis años de la primitiva prevención.
Este prologado diferimiento, inusitado en materia legislativa, entrañó diferentes fenómenos negativos contrarios al sistema democrático, pues al dejar subsistente la fracción 1 de dicho precepto conforme a su texto original, impidió que los mexicanos por nacimiento, cuyos progenitores no hayan tenido esta misma calidad, pudiesen aspirar y ser nombrados como Presidentes provisionales, interinos y sustitutos constitucionales cuando se registrara alguna de las hipótesis respectivas durante el citado período sexenal.
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Por otra parte, es políticamente posible que durante ese largo período se "reforme la reforma mencionada", haciéndola nugatoria, es decir, que aborte antes de su entrada en vigor.
Por último, debe observase que ningún cuerpo legislativo debe impedir, al que lo substituya, el ejercicio de sus funciones, lo que acontecería en el caso del aludido aplazamiento al evitar que los integrantes del nuevo Congreso de la Unión ejerzan sus propias facultades.
b) Tener treinta y cinco años cumplidos el día de la elección (frac. II).
Esta edad también la requirieron la Constitución Federal de 1824, el Proyecto de la Minoría de 1842 y la Constitución de 1857, y la de cuarenta años las Siete Leyes Constitucionales de 1836, el Proyecto de la Mayoría de 1842 y las Bases Orgánicas de 1843. La justificación de dichas edades mínimas reside en que, en ellas, se ha calculado la suficiente experiencia y madurez que la persona que encarne el cargo de presidente debe tener para poder desempeñarlo con atingencia, lo que no amerita mayor comentario.
c) Haber residido en el país durante todo el año anterior al día de la elección: La Constitución de 1857 simplemente exigía la residencia en México "al tiempo de la elección" aunque con antelación a este acto el candidato haya vivido fuera de la República por mucho tiempo. El requisito cronológico que la actual disposición exige nos parece muy corto, pues el presidente debe conocer con profundidad los principales problemas del país para gobernar con atingencia, sin que el lapso de un año de residencia baste para ello, máxime que la administración pública en el Estado contemporáneo se vuelve cada vez más complicada. Estimamos, por otra parte, que la residencia anual debe ser efectiva e ininterrumpida dentro del territorio nacional. Ahora bien, por residencia debe entenderse el lugar donde se establece la persona o donde tenga el propósito de radicar, pues tal es la definición de domicilio que proporciona el artículo 29 del Código Civil. En otras palabras, residencia es el mismo domicilio, por lo que el plazo de un año a que se refiere la disposición constitucional que comentamos no se interrumpe con el solo hecho de viajar fuera del territorio nacional por cualquier motivo, ya que el fenómeno interruptor únicamente se registra si la persona de que se trate abriga el propósito de establecer su domicilio o de radicar allende la República mexicana, lo que acontece, verbigracia, con los diplomáticos y cónsules acreditados en el extranjero.
d) No pertenecer al estado eclesiástico ni ser ministro de algún culto (frac. IV). Esta exigencia es plenamente congruente con el carácter laico del Estado mexicano. La posibilidad contraria colocaría al presidente entre el dilema de actuar conforme a los intereses de México u obedeciendo las consignas de los altos jefes de la Iglesia, circunstancia que colocaría en grave riesgo de mermarse a la soberanía nacional, al sujetada a un poder internacional, como lo es, verbigracia, el del Papado.
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e) No estar en servicio activo, en caso de pertenecer al Ejército, seis meses antes del día de la elección (frac. V). Este requisito, como es obvio, sólo atañe a los militares, sin que, en consecuencia, los aspirantes civiles a la presidencia deban observarlo. Su justificación es inobjetable, pues se supone que quien tiene el mando de tropas puede presionar el proceso electoral para obtener en su favor la calificación• de la elección presidencial, lo que no amerita mayor comentario.
f) No ser Secretario o Subsecretario de Estado, Jefe o Secretario General de Departamento Administrativo, Procurador General de la República, ni Gobernador de algún Estado a menos que se separe de su puesto seis meses antes del día de la elección (frac. VI). Este requisito se justifica por análogos motivos que el anterior, persiguiendo como finalidad garantizar la imparcialidad en las elecciones presidenciales.
g) No estar comprendido en alguna de las causas de incapacidad establecidas en el artículo. 83 (frac. VII). Esta exigencia ratifica el principio de no reelección, en el sentido de que toda persona que haya sido presidente electo popularmente o con el carácter de interino, provisional o sustituto, "en ningún caso y por ningún motivo podrá volver a desempeñar el puesto".
Surge la cuestión consistente en determinar si todos los anteriores requisitos deben exigirse para cualquier especie de presidente a que alude el artículo 83 constitucional. Por razones lógicas, creemos que tratándose del presidente interino, del provisional y del sustituto no son operantes los que previenen las fracciones V y VI del artículo 82, toda vez que, como es el Congreso o la Comisión Permanente los órganos que los designan o eligen, no puede predecirse el momento de la elección o designación para que el interesado se separe del servicio activo en el Ejército o del puesto a que se refiere dicha fracción VI, con la anticipación de seis meses a tal momento, el cual no es posible adivinar. Por ende, no compartimos la idea contraria que postulan don Felipe Tena Ramírez y Jorge Carpizo.
C. La No Reelección
El periodo gubernativo presidencial tiene una duración invariable de seis años contados a partir de cada primero de diciembre (Art. 83 const.), sin
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que por ningún motivo pueda extenderse. Esta imposibilidad significa que el presidente, cualquiera que sea su carácter --constitucional, interino o provisional, no debe permanecer en el cargo, en ningún momento, una vez fenecido dicho periodo, ni tampoco reelecto para uno nuevo por modo absoluto (ídem). Esta última prohibición se involucra en el principio de «no reelección" que proclama nuestro orden constitucional vigente y respecto del que formularemos algunas someras consideraciones.
Teóricamente, la soberanía popular, como poder autodeterminativo, no tiene límites heterónomos, afirmación que preconiza que el pueblo puede elegir a cualquier individuo que reúna los requisitos constitucionales para personificar a los órganos primarios del Estado, primordialmente el presidencial. Ese poder autodeterminativo, además, tiene como capacidad inherente la potestad de reelección de los funcionarios públicos al expirar su periodo gubernativo. Tratándose del Presidente de la República y en el estricto terreno de la teoría acerca de la radicación popular de la soberanía, es evidente que el pueblo tiene el derecho de reelegir a la persona que encarna el cargo respectivo cuantas veces lo considere pertinente. Impedir la reelección presidencial denota lógicamente la restricción jurídico-política de su poder autodeterminativo, es decir, la limitación heterónoma de dicha soberanía, lo que se antoja contradictorio.
Sin embargo, debe hacerse la importante observación de que los principios jurídico-políticos que suelen proclamarse y sostenerse racionalmente en la esfera de la teoría y las conclusiones lógicas que de ellos se derivan, en muchas ocasiones no pueden aplicarse atingentemente en la realidad de los pueblos, bien en atención a que ésta es refractaria a dicha aplicación, o bien porque su proyección objetiva u óntica produciría resultados negativos. Hemos aseverado repetidamente que siempre debe existir una adecuación entre la normatividad del Derecho y la normalidad del pueblo cuya vida tiende a regir. Sin dicha adecuación, las normas jurídicas y, por ende, los postulados de diferente índole que preconizan, serían inoperantes o se impondrían opresivamente en la realidad, provocando una situación de permanente inquietud que tiene la proclividad de degenerar en la violencia como muchas veces ha sucedido. La forma normativa, estructurada en un ordenamiento constitucional, debe adaptarse al ser y modo de ser populares y recoger sus tendencias de superación en todos los aspectos de su polifacética existencia dinámica. Estos imperativos deontológicos cobran más fuerza cuando se trata de la vida política de un país, que no debe regularse por normas jurídicas inadecuadas a ellas, sino por leyes que en su contenido dispositivo la reflejen y la impulsen progresivamente.
Tratándose del dilema entre la reelegibilidad del presidente y la no reelección del mismo, las anteriores meditaciones, proyectadas en la historia política de México, nos inclinan hacia la aceptación de este último principio. La vida misma del pueblo mexicano, tan azarosa y llena de contrastes, nos proporciona elocuentes lecciones que demuestran que la reelección presidencial indefinida fatalmente conduce a la entronización de la dictadura. No es en el ámbito
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jurídico donde hay que localizar las razones que justifican esta afirmación, sino en la facticidad de la sociedad mexicana. La falta de madurez cívica de grandes sectores del pueblo de México proveniente de la inercia en que su incultura y pobreza los han situado, ha sido al menos hasta hace relativamente pocos lustros, el motivo que ha determinado la formación de circunstancias propicias a las ambiciones personalistas, mezquinas y antisociales de poder. Esa inmadurez originó, durante los regímenes de elección presidencial indirecta, que los ciudadanos no acudieran a las urnas para designar a los cuerpos electorales encargados de la nominación del presidente, dando ocasión a votaciones falsas cuyos resultados se pre-fabricaban a gusto de los "hombres fuertes" del país. Estos fenómenos antidemocráticos solían repetirse periódicamente, y al reiterarse, la presión de un determinado presidente iba aumentando hasta hacer imposible la renovación del titular del órgano ejecutivo supremo del Estado por aplicación del principio de autodeterminación popular. Ante la nugatoriedad práctica de éste, la sustitución presidencial sólo pudo lograrse mediante continuadas convulsiones políticas que generaron movimientos armados, retardando, cuando no impidieron, la evolución normal del país y sus progresivas transformaciones sociales y económicas. Con toda razón Lanz Duret sostiene, conociendo plenamente la realidad mexicana, que "la permanencia indefinida o largamente prolongada en el poder transforma a los gobernantes en tiranos y destruye el funcionamiento normal de las instituciones, sujetando a los pueblos a la voluntad arbitraria de un solo individuo. Y cuando no son las leyes las que establecen expresamente la No Reelección, son las tradiciones de los pueblos mismos las que exigen, como válvula de seguridad, el cambio frecuente de autoridades".
Para corroborar estos certeros comentarios, dicho tratadista acude a la ejemplificación histórica, y censurando a la Constitución de 1857 por haber permitido la reelegibilidad indefinida del presidente, asevera que este ordenamiento "por un error imperdonable, pues quiso olvidar nuestra historia y las impaciencias de nuestros políticos, reprodujo el texto de la Constitución americana, estableciendo que el Jefe del Estado duraría en su encargo cuatro años, sin cortapisas de ninguna especie para lo futuro y permitiendo, en consecuencia, la reelección indefinida. Los resultados no podían ser otros que los que se obtendrán siempre en nuestro país cuando los presidentes intenten reelegirse o mantenerse en el poder de una manera indirecta o clandestina, que equivale a lo mismo. Juárez se reeligió indefinidamente desde 57 hasta que murió en 72, pero tuvo que sofocar varias rebeliones contra su continuismo en el gobierno. El Presidente Lerdo, que lo sucedió, quiso reelegirse, pero fue derrocado por la revolución de Tuxtepec, encabezada por el General Díaz, al grito más popular que hay en la República: el de No Reelección. El General Díaz, como Presidente en 77, mediante un oculto compromiso con el Presidente Manuel González volvió al poder, y después se reeligió invariablemente hasta 1911, instituyendo un gobierno personal omnipotente, que fue derrocado por la revolución antirreeleccionista, de carácter esencialmente político en su iniciación. el año de 1910".
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Por otra parte, la reelección presidencial en los Estados Unidos tampoco ha estado exenta de críticas. Así, desde fines del siglo pasado el jurista francés Adolfo de Chambrun, al comentar dicho sistema en la Unión norteamericana, sostiene que "Cuando el jefe del Poder Ejecutivo quiere reelegirse, emplea, para alcanzar este objetivo, toda la fuerza que la Constitución le otorga. Si ha concebido este designio mucho antes que comience la campaña presidencial, se asocia a los miembros de su partido que quieran secundar su empresa con el objeto de lograr dentro de éste el apoyo que le prestó al haber sido electo por primera vez. Gracias al empleo de todos los recursos de que dispone la administración, se adquiere el mayor número posible de periódicos que apoyen la reelección. Poco a poco, los funcionarios se organizan de un confín a otro del país para integrar las asambleas primarias, que hábilmente se forman con partidarios adictos al presidente. Una vez dado este paso, se celebra una convención nacional, compuesta de delegados escogidos cuidadosamente, la cual ratifica la decisión que bastante tiempo atrás tornó el jefe del Poder Ejecutivo. A partir del momento en que la nominación se formula, las fuerzas del partido se combinan con la organización administrativa de los Estados Unidos, confundiéndose a tal punto que su existencia separada cesa durante algún tiempo, sin saberse, entonces, dónde encontrar a los hombres del partido y a los funcionarios, puesto que todos ellos se transforman en agentes electorales. Cuando la lucha electoral se entabla, no se puede conservar la neutralidad si un político pretende conservar su independencia y permanecer fiel a su partido, la disciplina lo fuerza bien pronto a pronunciarse; y si se rebela contra esta tiranía, cualesquiera que hayan sido los servicios que hubiese prestado, será denunciado como traidor. La inmoralidad de semejante espectáculo tiende a corromper las costumbres republicanas, siendo necesario impedir que se repita lo que sólo puede conseguirse prohibiendo la reelección del presidente.
Volviendo a hacer referencia a nuestro país, recordemos que hasta antes de la Constitución de 1917 la reelegibilidad inmediata o diferida del Presidente de la República fue uno de los signos políticos del constitucionalismo mexicano. Algunos ordenamientos y proyectos constitucionales la declararon expresamente y otros, al no prohibirla por modo absoluto, la admitieron, como sucedió con la Ley Fundamental de 1857 en el texto primitivo de su artículo 78 que establecía: "El presidente entrará a ejercer sus funciones el primero de diciembre y durará en -su encargo cuatro años." La Constitución de Apatzingán proclamó la reelección de los individuos componentes del Supremo Gobierno "pasado un trienio después de su administración" (Art. 135); la Constitución Federal de 1824 declaró en su artículo 77 que el presidente podía ser reelecto "al cuarto año de haber cesado en sus funciones"; las Siete Leyes Constitucionales de 1836 y el Proyecto que para reformar este ordenamiento se formuló en junio de 1840, expresamente aceptaron la reelegibilidad presidencial sin sujeción al transcurso de ningún lapso (Arts. 5 de la cuarta ley y 86, respectivamente); los Proyectos mayoritarios e híbridos de 1842, al no vedar la reelección ni condicionarla cronológicamente, la admitieron; el Proyecto de la minoría previno que el presidente debía durar cuatro años en su encargo,
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pudiendo ser reelecto "hasta pasado un cuatrienio" (Art. 57) ; y por último, el Proyecto constitucional de 16 de julio de 1856, que se convirtió en la Ley Suprema de 1857, no propuso la prohibición de la reelección presidencial ni la consideró diferible, declarando en su artículo 80 que "El presidente entrará a ejercer sus funciones el 16 de septiembre y durará en su encargo cuatro años".
Durante la vigencia de la Constitución Federal de 1857, la reelegibilidad absoluta e inmediata del Presidente de la República se sustituyó por la diferida mediante las reformas practicadas a su artículo 78 en cinco de mayo de mil ochocientos setenta y ocho y el veintinueve de octubre de mil ochocientos ochenta y siete. Como esta sustitución implicaba un obstáculo jurídico para que el general Díaz siguiese ocupando la presidencia sucesiva y continuadamente, el citado precepto se volvió a modificar el veinte de diciembre de 1890 en el sentido de restaurar el primitivo artículo 78 que permitía la reelección indefinida.
Nadie puede cuestionar el hecho de que el sistema de reelección presidencial, sobre todo la inmediata, incondicionada e indefinida, es la ocasión, jurídicamente prevista, para la entronización de la dictadura. El presidente, al sumar en su cargo varios periodos gubernativos mediante elecciones sucesivas en las que resulta "triunfador" o "electo" cuando es candidato único, se convierte inexorablemente en autócrata o en una especie de monarca cuyo cetro, trono y corona se refrendarán periódicamente por actos electorales simulados o fraudulentos, en los que los resultados, contrarios o ajenos a la voluntad mayoritaria, se sostienen e imponen por la fuerza del gobierno. Es, por tanto, natural, lógico y necesario que contra la causa originaria de estos fenómenos corruptores de la democracia, cual es la reelección, se levante alguna vez la protesta pública y que se canalice en partidos políticos antirreeIeccionistas, se manifieste en planes contra el gobierno o desemboque en la lucha armada. Estos sucesos, que expresan en cierto modo una especie de dialéctica hegeliana, se registraron en las postrimerías del porfiriato. Haciéndose eco del repudio público contra la continuidad del gobierno porfirista, don Francisco l. Madero publicó un libro bajo el título de "La Sucesión Presidencial de 1910", en el que propuso la fundación de un partido antirreeleccionista que procurara "una transacción con el general Díaz para fusionar las candidaturas, de modo que el general Díaz siga de presidente, pero el vicepresidente y parte de las Cámaras y de los gobernadores de los Estados serían del partido .antirreeleccionista".
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Con anterioridad, la oposición al gobierno de don Porfirio, encabezada por los hermanos Ricardo y Enrique Flores Magón, Juan Sarabia y Antonio l. Villarreal, elaboró un programa de reformas constitucionales fechado el 19 de julio de 1906, imputando su autoría al "Partido Liberal Mexicano" que dichos precursores revolucionarios fundaron. En ese programa y en el famoso Plan de San Luis de 5 de octubre de 1910, se proclamaron la supresión de la reelección presidencial y la efectividad del sufragio popular, tendencias que fueron el lema político de la Revolución mexicana, institucionalizándose hasta la Constitución de 1917.
En el original artículo 83 de nuestra actual Ley Suprema la no reelección, como imposibilidad absoluta para volver a ocupar la presidencia, se contrajo al presidente llamado "constitucional", es decir, al nominado popularmente por un periodo de cuatro años, sin comprender al "sustituto" ni al "interino'; quienes sí podían ser reelectos después de transcurrido el lapso gubernativo inmediato. Por reforma publicada el 27 de enero de 1927 se reemplazó la no reelección por la reelegibilidad diferida del presidente constitucional, en el sentido de que éste podía "desempeñar nuevamente el cargo" pero "sólo por un periodo más", terminado el cual quedaría "definitivamente incapacitado para ser electo" en cualquier tiempo. Mediante una segunda modificación introducida al mencionado precepto y que se publicó el 24 de enero de 1928, se estableció una especie de reelección intermitente, en cuanto que el presidente constitucional sólo estaba imposibilitado para ocupar el cargo en el periodo inmediato, pero no en varios mediatos. Fácilmente se comprende que las dos reformas a que hemos aludido obedecieron al designio de remover el obstáculo constitucional de la no reelección para que el general Álvaro Obregón volviese a ser presidente, objetivo que truncó irremisiblemente el destino al ser asesinado el 17 de julio de 1928. Por último, debemos recordar que dicho principio, con alcances plenos y absolutos, se consignó en el texto vigente del artículo 83 constitucional, en el que la persona que bajo cualquier carácter haya sido presidente de la República «en ningún caso y por ningún motivo podrá volver a desempeñar ese puesto". Merced a esta terminante prohibición, el postulado revolucionario de la "no reelección" quedó más radicalmente expresado que en el texto primitivo del citado precepto, ya que se hizo extensivo a todo individuo que hubiese desempeñado la presidencia.
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D. Diversas clases de presidente
El rubro del tema que vamos a abordar no debe interpretarse en el sentido de que existan distintas especies de órganos presidenciales, suposición que evidentemente contradiría la radicación unipersonal del Poder Ejecutivo. El presidente, como órgano del Estado, es único e indivisible. Por ende, "las diversas clases de presidentes" que señala nuestra Constitución se refieren al titular de dicho órgano, es decir, al individuo o persona que en un periodo determinado ocupe el cargo respectivo y ejerza las funciones inherentes a él. Atendiendo al depósito unipersonal del Poder Ejecutivo, es lógico que sólo pueda haber un presidente. En consecuencia, la diversidad de que hablamos se plantea en los casos de falta o ausencia del presidente-individuo, no del presidente-órgano, el cual, durante la: vigencia del orden constitucional que lo crea, nunca puede dejar de existir.
La sustitución del presidente en sus faltas absolutas o temporales nunca recae en una persona predeterminada. La Constitución de 1917, recogiendo las amargas experiencias políticas del pasado, abolió los sistemas que antes de su expedición regían para cubrir dicha; faltas, otorgando facultad al Congreso de la Unión o a la Comisión Permanente, en sus respectivos casos, para proveer al nombramiento del individuo que reemplace al presidente. La incertidumbre acerca de quién pueda ser el sustituto presidencial ha contribuido a alejar las ambiciones de los que, por ocupar el cargo del que necesariamente surgía éste, con frecuencia intrigaban para asumir la presidencia. Bajo el actual sistema, consecuencia lógica de la supresión de la vicepresidencia expresa o tácita, nadie puede tener la seguridad inconmovible de sustituir al presidente hasta que cualquiera de los mencionados órganos formule la designación correspondiente.
Como ya se dijo, la sustitución del presidente opera en los casos en que éste falte absoluta o temporalmente, rigiéndose ambas hipótesis por reglas constitucionales diferentes a las cuales nos referiremos sucesivamente.
a) Faltas absolutas
Estas faltas pueden provenir del fallecimiento o renuncia del titular de la presidencia, así como de la no presentación del presidente electo o de la no verificación ni declaración de elección respectiva antes del primero de diciembre de cada año (Arts. 84 y 85, párrafo primero, const.).
1. En caso de que la falta absoluta proveniente del fallecimiento o de la renuncia ocurra durante los dos primeros años de los seis que dura cada periodo presidencial y en el de la no presentación del presidente electo o de la no verificación y declaración de la elección presidencial, "si el Congreso estuviese en sesiones, se constituirá inmediatamente el Colegio Electoral, y concurriendo cuando menos las dos terceras partes del número total de sus miembros, nombrará en escrutinio secreto y por mayoría absoluta de votos un presidente interino" (Art. 84, primer párrafo). La persona que con este carácter haya
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sido designada durará en el cargo hasta que se elija popularmente y tome posesión el individuo que deba concluir el periodo presidencial de que se trate. La elección correspondiente debe ser convocada por el mismo Congreso, "debiendo mediar entre la fecha de la convocatoria y la que se señale para la verificación de las elecciones, un plazo no menor de catorce meses ni mayor de dieciocho" (ídem).
2. En la hipótesis de que la falta absoluta se registre durante los cuatro últimos años del periodo presidencial respectivo, el Congreso de la Unión debe nombrar a la persona que ocupe el cargo hasta la conclusión del mismo periodo, en su carácter de presidente sustituto (Art: 84, tercer párrafo).
3. En cualquiera de los dos supuesto anteriores, si la falta absoluta acaece durante los recesos del Congreso de la Unión, la Comisión Permanente debe designar a un presidente provisional, quien ejercerá el cargo hasta que se nombre al presidente interino o al sustituto por el mencionado Congreso.
b) Faltas temporales
Estas faltas pueden obedecer a cualquier hecho que transitoriamente impida al titular de la presidencia el desempeño de sus funciones, debiendo solicitar del Congreso la licencia correspondiente.
1. Si la falta no excede de treinta días, el propio Congreso o la Comisión Permanente deberá nombrar, en sus respectivos casos, un presidente interino "para que funcione durante el tiempo que dure dicha falta" (Art. 85, párrafo segundo).
2. Si la falta fuese mayor de treinta días, sólo el Congreso puede designar al presidente interino, previa la calificación de la licencia que solicite el presidente definitivo, y si el propio Congreso no estuviese reunido, la Comisión Permanente lo deberá convocar a sesiones extraordinarias para los efectos ya indicados (ídem, párrafo tercero).
c) Breve explicación de los distintos caracteres de presidente
De los someros comentarios que anteceden se habrá advertido que hay cuatro clases de presidente, a saber: el que suele comúnmente llamarse constitucional", el "sustituto", el «interino" y el “provisional". El primero es el que se elige popularmente para un periodo de seis años o para completarlo en el caso de que la falta absoluta de aquél ocurra durante los dos años siguientes a su iniciación. El presidente sustituto es el que designa el Congreso de la Unión para concluir dicho periodo, si la mencionada falta acontece después de esos dos años. Se llama interino el presidente que nombra el propio Congreso mientras se elige a la persona que deba completar el periodo de
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gobierno, así como el que designa dicho órgano legislativo o la Comisión Permanente en los casos de faltas temporales. Por último, tiene el carácter de provisional el presidente que nombra esta Comisión mientras se formulan por el Congreso los nombramientos de presidente interino o de sustituto en sus respectivos casos. Debemos recordar que por aplicación del principio de no reelección que se consigna en el artículo 83 constitucional, el individuo que haya ocupado la presidencia con cualquiera de las mencionadas calidades no puede jamás volver a ser presidente.
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