LA DEONTOLOGÍA CONSTITUCIONAL

La tesis de la Suprema Corte cuya parte conducente se acaba de transcri¬bir, alude a lo que se ha llamado "el derecho a la revolución" de los pueblos y que con mayor propiedad debiera denominarse "potestad natural" de las sociedades humanas para transformar un orden constitucional preexistente. Si se considera que toda Constitución es producto de la soberanía popular, si se estima que mediante ella, como ya dijimos, el pueblo se autodetermina y autolimita a través de una asamblea que se supone compuesta por sus genui¬nos representantes (Congreso Constituyente), no por ello debe concluirse que deba estar perpetuamente sometido a un orden constitucional determinado. Todo pueblo, como todo hombre, palpa en sí el imperativo de su superación, siente con gran intensidad el anhelo de su perfeccionamiento, experimenta una tendencia evolutiva. De ahí que la Constitución, que es forma jurídica funda-mental que expresa la voluntad popular, deba cambiar a medida que las necesidades y aspiraciones del pueblo vayan mudando en el decurso de los tiempos. Por tanto, entre el orden constitucional y el modo de ser y querer ser de un pueblo, tiene que existir una adecuación, sin la que inevitablemente la Constitución dejaría de tener vigencia real y efectiva, aunque conserve su vigor jurídico-formal.



Las aspiraciones de los pueblos generalmente se han traducido y se tradu¬cen en una tendencia a implantar la igualdad social bajo 'múltiples y variados aspectos. En efecto, sin hipérbole podemos afirmar que la mayoría de los acontecimientos históricos que se han realizado en el decurso de los tiempos han perseguido como finalidad el establecimiento de un régimen o sistema de justicia social, fincada sobre la base de una ansiada igualdad humana, cuya consecución, desde diversos puntos de vista, ha sido el móvil invariable de las

















principales conmociones humanas, desde el revolucionarismo ideológico de Confucio, Lao-Tse, Buda, etc., hasta los distintos movimientos innovadores contemporáneos, sin dejar inadvertida la más trascendental revolución que haya experimentado el género humano: el Cristianismo, que propende bajo los as¬pectos religioso, jurídico-social y político, a través de su excelso ideario cuya base de sustentación es el maravilloso Sermón de la Montaña, colocar al hom¬bre en un plano igualitario con sus semejantes.





En efecto, detrás de las más hondas transformaciones sociales, económicas y políticas que se han operado en la Historia, se descubre, sin un acucioso análisis de los acontecimientos que las han determinado, el anhelo persistente e insatisfecho de la Humanidad, consistente en lograr un verdadero ambiente de igualdad, como supuesto imprescindible de la justicia.





Los movimientos auténticamente revolucionarios se han incubado en me¬dios históricos en que la igualdad humana se desconocía o se le negaba, en que la iniquidad se había naturalizado de tal manera, que cristalizó en es¬tructuras jurídicas que, a pesar de que hubieran integrado ciertos derechos positivos, participaban de la injusticia y contrariaban la naturaleza espiritual del hombre. Ahora bien, siendo la vida social tan compleja, ha sucedido que la desigualdad como forma negativa de los pueblos se ha manifestado en los diversos sectores que constituyen la existencia polifacética de las sociedades humanas, por lo que los impulsos colectivos para extirparla han asumido perfi¬les teleológicos en consonancia con las determinadas desigualdades específicas de contenido que se han pretendido eliminar. En otras palabras, cuando la desigualdad genérica formal se ha significado en desigualdades específicas ma¬teriales imperantes en diversos ambientes vitales de los pueblos, las conmocio¬nes sociales que aquéllas han desencadenado se han reputado como revoluciones económicas, políticas o religiosas, según hayan sido los móviles especiales que las hubieren impulsado.



Desde este punto de vista, la vida de la humanidad anota en su historia múltiples revoluciones que teleológicamente han sido calificadas con diversi¬dad, tomando en cuenta el tipo de desigualdad específica material a cuya su¬presión o atemperamiento han tendido. Así, verbigracia, el. Cristianismo, la Revolución francesa y la Revolución rusa de 1917, para no aludir sino a los más significativos movimientos transformativos de la estructura de las sociedades humanas con alcance ecuménico, inclusive, han sido verdaderas revoluciones convergentes, como toda convulsión social que pretenda ostentar dicha deno¬minación, hacia un fin común: el logro de la igualdad entre los hombres, aun cuando específicamente cada una de ellas haya perseguido diferentes tipos de igualdad humana establecidos en razón de la distinta motivación sociológica que la hubiere determinado, a saber: religiosa, política y económica, respecti-vamente, sin dejar de reconocer la necesaria repercusión que tales ingentes fenómenos revolucionarios han tenido en órdenes sobre los que dicha motiva¬ción no se haya localizado precisamente.









Pues bien, los postulados e ideas integrantes de toda ideología auténticamen¬te revolucionaria, o sea, del ideario de todo impulso social que persiga, en su afán evolutivo y de progreso, el establecimiento de la igualdad humana, el





equilibrio armónico entre los componentes del todo social y las fuerzas vivas de un pueblo, han cristalizado en los derechos positivos fundamentales de los países en que las revoluciones se hubieren registrado, es decir, en sus constitu¬ciones, que participando de lo jurídico sólo en cuanto conjuntos normativos sistemáticos, implican la seguridad y permanencia, como principios ordenado¬res, de las aspiraciones populares. Por tanto, al convertirse la ideología presu¬puestal de toda revolución, cualquiera que sea la finalidad específica pretendida por ésta, en normas jurídicas fundamentales, tanto en lo político-orgánico, como en lo socioeconómico y religioso, el ideario que orienta tal movimiento deja de ser una mera aspiración para devenir en la pauta directriz de los des¬tinos del pueblo con la eficacia que le confieren, como materia o contenido de normación constitucional, los atributos esenciales de lo jurídico: la impe¬ratividad y la coercitividad.



Si pues, desde un ángulo deontológico, la Constitución es la estructuración jurídica de toda ideología auténticamente revolucionaria y teniendo cualquier revolución una finalidad igualitaria, traducida ésta en diversas igualdades es¬pecíficas (religiosas, políticas o económicas), es evidente que la Ley Funda¬mental de un país para no incidir en el anatema del "injustum jus" de los romanos, debe instituir normativamente, mediante una adecuada regulación, los principios sustentadores de dicha finalidad.



Hasta ahora nos hemos referido constantemente a la idea de igualdad como común aspiración de las revoluciones y como causa motivadora de ela¬boración constitucional. Podríasenos atribuir el error de haber incurrido en una "petición de principios" si no explicásemos lo que, a nuestro entender y para la comprensión de las consideraciones que hemos formulado y que vamos a exponer posteriormente, debe estimarse como "igualdad", Esta, como entidad psicofísica, no es posible que exista, ya que en el mismo acto de crea¬ción divina y por designios inescrutables e insondables de Dios, se consigna con evidencia una marcada e indiscutible desigualdad entre los seres huma¬nos. La igualdad a que aludimos es una igualdad de tipo sociológico, pudié¬ramos decir, traducida únicamente en la mera posibilidad de que los hombres, independientemente de atributos personales de diversa índole, realicen sus objetivos vitales en los múltiples ámbitos de la vida social sin impedimentos heterónomos, o sea, sin que su actividad-conducto para la obtención de tales fines sea obstaculizada por los demás con apoyo en normas jurídicas. En otros términos, la igualdad, tal como debe entenderse en derecho, equivale a una situación en que todos los hombres estén colocados, para el solo efecto de que puedan desenvolver su personalidad en distintos aspectos, satisfaciendo o no determinadas exigencias constatadas en razón del objetivo especial perseguido y que a nadie es dable eludir. De ello se infiere que, aun siendo unitario el con¬cepto de igualdad, desde un punto de vista positivo existen diversas situaciones igualitarias abstractas, dentro de las que la igualdad se traduce en la misma posibilidad formal que tienen los distintos individuos que se encuentren en dicha situación, para que, cumpliendo las condiciones establecidas en ésta, logren sus personales objetivos. No otro sentido tiene la máxima aristotélica que expresa que la igualdad consiste en "tratar igualmente a los iguales y desigualmente a



















los desiguales", puesto que los "iguales" serían precisamente todos los sujetos que se hallaren variablemente, en una misma situación abstracta, y los "des¬iguales" los que estuvieren colocados en dos o más situaciones abstractas diferentes.



Ahora bien, la igualdad, en los términos en que hemos esbozado este con¬cepto, es el supuesto indispensable del Derecho, cuya idea romana ya lo esta¬blecía al afirmar que éste es "el arte de lo bueno y de lo equitativo" ("igualitario"). Por ende, el tratamiento desigual de los iguales implica una actitud in justa, con independencia del modo o manera como ésta se asuma (legislativa, ejecutiva o jurisdiccionalmente).



Si se acepta, en consecuencia, que la igualdad es una conditio sine qua non del Derecho ideal y de la justicia, y si se toma en cuenta que el objetivo deon¬tológico de la norma constitucional es el establecimiento de sistemas igualita¬rios abstractos de variado contenido material (religiosos, políticos, económicos o sociales propiamente dichos), resulta que la Constitución desde un punto de vista teleológico general, tiende a procurar la justicia, sin que, en la hipótesis de que tal finalidad no se logre (lo que ha sucedido frecuentemente), el men¬cionado ordenamiento deje de ser positivamente jurídico, porque lo jurídico no es sino una modalidad de normación con ciertas y definidas notas esenciales (bilateralidad, imperatividad, heteronomía y coercitividad) y cuya materia (ac¬tos, hechos, personas, relaciones, situaciones, etc.) es susceptible de ser, a su vez, regulada por ordenaciones de diferente tipo (religiosas, morales, econó¬micas, políticas, etc.).



La Constitución y las disposiciones legales secundarias que no se le opongan son, pues, conductos normativos de realización del desideratum va¬lorativo del Estado o pueblo, consistente en implantar la igualdad entre los hombres bajo la idea que hemos expuesto, y en hacer posible, mediante dicha implantación, el logro de la justicia. Por tanto, toda Constitución vigente tiene a su favor la presunción de ser un ordenamiento igualitario y justo, mientras la realidad en que impere no autorice a suponer lo contrario, en cuyo caso se justifica su reforma o adición o, inclusive, su abolición mediante el quebran¬tamiento o subversión del orden por ella instituido, lo que no es otra cosa que el llamado "derecho a la revolución", que sólo será tal cuando su finalidad estribe, con vista a disímiles factores reales de motivación (económicos, políti¬cos, religiosos o sociales) en la procuración 'de una igualdad y una justicia verdaderas.



En otras palabras, resultando la Constitución de un proceso social ten¬diente a adaptar el ser al deber ser, a transformar una realidad inigualitaria e injusta en una realidad igualitaria y justa; es obvio que los factores que deter¬minan dicha adaptación o transformación 'son no sólo la causa eficiente de la formación constitucional, sino la base de sustentación y el elemento justifica¬tivo de la vigencia o subsistencia de las normas constitucionales, de tal suerte que si éstas ya no únicamente no encuentran respaldo en las circunstancias que otrora hubieren implicado su motivación real, positiva y verdadera, sino que signifiquen serios obstáculos para la obtención de la justicia e igualdad, deben necesariamente modificarse. Estas consideraciones autorizan a reafirmar













lo que siempre se ha aseverado y corroborado por la teoría constitucional y la filosofía jurídica: la Constitución no debe ser un "tabú"; no es un orde¬namiento inmodificable, pese a su supremacía; como producto jurídico excelso de la vida evolutiva de los pueblos, debe siempre estar en consonancia con las diversas etapas de la transformación social en su sentido genérico. Pero la nece¬sidad, latente o actualizada, de la reforma a la Constitución, tiene, a su vez, una importante y significativa limitación, sin la cual toda alteración que dicho ordenamiento experimentare sería indebida, si no es que absurda y atentatoria: la de que la motivación de la enmienda constitucional esté radicada en autén¬ticos factores reales que reclamen su institución y regulación jurídicas y auspi¬ciada por designios de verdadera igualdad y justicia en cualquier ámbito de que se trate (económico, religioso, político, cultural y social, etc.) y no basada en conveniencias espurias de hombres o grupos que ocasional y transitoriamente detenten el poder.





Pese al deber-ser teleológico de toda Constitución, que cristaliza en normas jurídicas la voluntad de los. pueblos orientada hacia la consecución de la igual¬dad y la justicia como valores omnipresentes en toda transformación social progresiva, la historia humana nos suministra prolijamente casos en que, o por falta de una conciencia popular inquebrantable o por opresiones tiránicas de los que en un momento dado gocen de los privilegios del poder público, las normas constitucionales se crean, reforman o suprimen al capricho de grupos mezquinamente interesados o bajo los tortuosos designios de hombres ambiciosos. En estas condiciones, el proceso de creación constitucional ha culminado en la formación de ordenamientos jurídicos formales, cuyo conte¬nido pugna con los verdaderos elementos reales que debieran implicar su motivación es ajeno e indiferente a ellos (constitución en sentido positivo o jurídico-positivo, según Schmitt y Kelsen, respectivamente), sin desembocar en la elaboración de una genuina Constitución, que como Ley Fundamental del Estado esté respaldada y apoyada po; factores sociales de muy diversa índo¬le que revelen el ser y el modo de ser del pueblo o nación que organiza o en¬cauza, los cuales, puede decirse, equivalen a la "norma fundamental hipotética no positiva" de que nos habla el fundador de la Escuela Vienesa (constitución en sentido lógico-jurídico, según este mismo, o constitución en sentido absoluto, conforme a las ideas de Carl Schmitt o constitución real según Fernando La¬salle) .



Si muchas constituciones positivas históricamente dadas no han respondido al ideal de constitución tal como lo hemos esbozado, a mayor abundamiento las reformas y adiciones a las mismas no han tenido, en múltiples casos, una verdadera fundamentación social en sentido genérico, puesto que, como ya advertimos, la alteración normativa constitucional ha reconocido como móvil primordial las conveniencias políticas (bajo la acepción desfigurada o degene¬rada del concepto clásico de "lo político"), religiosas o económicas de ciertos grupos o sectores prepotentes de la sociedad o las ambiciones desmedidas de poder de los llamados "jefes de Estado".



Sin embargo, a título de autodefensa frente a la alterabilidad fácil, sencilla y, por ende, peligrosa de sus disposiciones, varias constituciones han establecido













un sistema especial conforme al cual deben introducirse reformas o adi¬ciones a sus preceptos. Desgraciadamente, ese sistema, que en la teoría jurídico-constitucional ha sugerido el principio de "rigidez constitucional", ha sido por lo general muy poco eficaz en la práctica, no implicando sino un mero conjunto de formalismos que fácil y hasta vergonzosamente se satisfacen por la inconsciencia cívica, la falta de patriotismo y la indignidad de los orga¬nismos y autoridades a los que constitucionalmente incumbe la modificación preceptiva de la Ley Fundamental. De ello resulta que, pese a dicho principio de rigidez, la Constitución se reforma o adiciona, incluso, lo que es peor, se transforma, con la misma facilidad, celeridad y falta de ponderación con que se crean y modifican las leyes secundarias y sin que la alteración constitucional obedezca a una verdadera motivación real orientada hacia los ideales de igual¬dad y justicia.





Esta triste situación, desafortunadamente, se ha dado con frecuencia en México. Puede afirmarse que entre todas las constituciones o leyes constitu¬cionales que han imperado en nuestro país, sólo tres pueden resistir airosas un análisis serio de justificación sociológico-valorativa, a saber: los ordena¬mientos fundamentales de 1824, de 1857 y el vigente de 1917, todos ellos de carácter federal. Los demás, desde el punto de vista de la teoría constitucional sólo han sido constituciones en sentido positivo, impuestas por conveniencias políticas, religiosas o económicas particulares de grupos privilegiados y, por tanto, conservadores, sin haber estado orientadas hacia la realización de ver¬daderos valores de igualdad y justicia, de lo que es prueba irrefutable su efí¬mera duración. Estas consideraciones no suponen, desde luego, la idea abso¬luta y radical de que los ordenamientos constitucionales distintos de los tres señalados, hayan sido totalmente deleznables o que no hayan marcado cierto mejoramiento técnico en determinadas instituciones en ellos implantadas y re¬guladas, ni autorizan a estimar a las Constituciones de 1824, 1857 y 1917 como documentos jurídico-políticos perfectos y en todo superiores a los de-más; sino que únicamente tratan de poner de relieve la circunstancia de que, desde el punto de vista de la evolución progresiva del pueblo mexicano, di¬chas tres leyes fundamentales han establecido bases de superación social en materia religiosa, política y económica, alimentadas por un espíritu igualitario y justiciero, auténticamente revolucionario.



Por otra parte, la fuente de ontológica de formación constitucional, que es¬triba en la voluntad o desideratum popular, puede decirse que rara vez se ha registrado en países históricamente dados. Generalmente, en efecto, las consti¬tuciones se han elaborado por grupos de juristas, de técnicos en Derecho,











surgidos de los movimientos revolucionarios o de francos "golpes de Estado", habiendo actuado, en unos y otros casos respectivamente, bajo el ideario de los directores de la revolución u obsequiando servilmente los espurios deseos del usurpador. Sólo en países como Inglaterra puede hablarse de una consti¬tución directamente gestada en la vida popular, formada gradual y paulati¬namente a través de la costumbre, en cuyo caso se habla de "constitución es¬pontánea", tal como ha sido conceptuada la inglesa con todo acierto por don Emilio Rabasa. Y es que, dada la índole de una constitución escrita, de suyo dotada de tecnicismos y fórmulas jurídicas cuyo sentido y alcance va fijando la jurisprudencia, no es susceptible suponer que su creación, como documento preceptivo, sea obra directa del pueblo. Lo que a éste incumbe respecto de las constituciones democráticas es inspirarla y sancionarla, o sea, crear el am¬biente social propicio para su formación, del cual los autores de los ordena¬mientos constitucionales extraen los postulados directores que traducen en normas de derecho; y emitir su aquiescencia acerca del documento elaborado, bien de manera directa (referendum, plebiscito, convención, etc.), o bien a través de un cuerpo colegiado, integrado por representantes populares, que se conoce con el nombre de "Congreso Constituyente" y que no siempre es autén¬tico, por desgracia.



Además, aun cuando una Constitución verdaderamente sirva de norma fundamental reguladora de la vida de un pueblo hacia la consecución de la igualdad y la justicia, a pesar de que un ordenamiento constitucional refleje los designios de superación de una sociedad, nunca faltan hombres o grupos humanos que estén en desacuerdo con sus principios, puesto que éstos, como productos culturales, nunca pueden tener una observancia o aplicación "ne¬mine discrepante", En atención a esta circunstancia, la filosofía jurídica, presio¬nada por la tendencia a legitimar los ordenamientos constitucionales frente a sus opositores, ha considerado que una Constitución es legítima no sólo por¬que sea producto de una auténtica voluntad popular expresada directa o re¬presentativamente, sino también con vista al hecho de que los gobernados, y especialmente los inconformes con ella, no únicamente asuman una actitud de sumisión pasiva a sus mandatos, sino que invoquen éstos con espontaneidad para defender sus derechos o intereses, fenómenos que en la teoría constitu¬cional configuran el concepto de legitimación del que hemos hablado.

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