LAS FUENTES DEL DERECHO

1.- EL SISTEMA DE FUENTES




El estudio de las fuentes del Derecho se plantea en el Derecho administrativo en términos similares a las restantes disciplinas jurídicas por lo que atañe a la problemática básica de esta materia (diversas acepciones del término fuente, clases de las mismas, principios de articulación entre unas y otras, etc.), por lo que para estas cuestiones básicas conviene remitirse a la Teoría General del Derecho, a la parte general del Derecho civil y, sobre todo, al Derecho constitucional, cuyo objeto fundamental es el análisis de la función legislativa del Estado en cuanto creador del Derecho.



El capítulo de las fuentes del derecho, aunque no sea su objeto central, tiene en el derecho administrativo una gran importancia. La razón está, en que la Administración no sólo es como los restantes sujetos del derecho un destinatario obligado por las normas jurídicas, sino al propio tiempo un protagonista importante en su elaboración y puesta en vigor. Esta participación de la Admon en la creación del Derecho se manifiesta de tres formas:



Coparticipación de la Administración, dirigida por el Gobierno, en la función legislativa del Parlamento mediante la elaboración de los proyectos de ley, su remisión posterior al órgano legislativo e, incluso, la retirada de los mismos.



Por su participación directa en la propia función legislativa, elaborando normas con valor de ley, que por ser dictadas por el Gobierno reciben el nombre de decretos legislativos y decretos leyes.



A través de la elaboración de los reglamentos, normas de valor inferior y subordinado a las normas con rango de ley, pero que constituyen cuantitativamente el sector más importante del ordenamiento jurídico.



Además de este protagonismo de la Admon en la creación de las fuentes escritas, debe resaltarse que las no escritas, llamadas también indirectas o complementarias, tienen un valor muy distinto en el Derecho administrativo que en el Derecho privado, pudiendo destacarse el menor valor de la costumbre y la aplicación y utilización más frecuente, en cambio, de los principios generales del Derecho.



En cuanto a las clases de fuentes, el art. 1 del Código Civil establece lo siguiente.



Las fuentes del ordenamiento jurídico español, son la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho.



Carecerán de validez las disposiciones que contradigan otra de rango superior.



La costumbre sólo regirá en defecto de ley aplicable, siempre que no sea contraria a la moral, el orden público y que resulte probada. Los usos jurídicos que nos sean meramente interpretativos de una declaración de voluntad, tendrán la consideración de costumbre.



Los principios generales del Derecho se aplicarán en defecto de ley o costumbre, sin perjuicio de su carácter informador del ordenamiento jurídico.



Las normas jurídicas contenidas en los Tratados internacionales no serán de aplicación directa en España en tanto no hayan pasado a formar parte del ordenamiento interno mediante su publicación íntegra en el B.O.E.



La jurisprudencia complementará el ordenamiento jurídico con la doctrina, que de modo reiterado establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho.



Esta tradicional clasificación de las fuentes, no se corresponde con la realidad del ordenamiento, entre otras razones porque no se cita a una fuente tan importante como los reglamentos, aunque parece que se alude a ellos cuando se habla de las disposiciones que contradigan otras de rango superior (los reglamentos jerárquicamente son inferiores a la Ley), por lo que hay que entender que el Código Civil utiliza el concepto de ley en sentido material, esto es, cualquier norma escrita, cualquiera que sea el órgano, legislativo o administrativo, del que emane.



Hay que señalar, además, que la clasificación y regulación tradicional de las fuentes del Derecho, ha de completarse hoy con la normativa constitucional. Hay que señalar así el propio valor de la Constitución como norma jurídica y, además, la introducción por ésta de dos nuevas clases de leyes desconocidas con anterioridad: la Ley estatal orgánica, que se aplica para regular determinadas materias cuya importancia así lo requiere, y la Ley de las Comunidades Autónomas, que surge por haberse reconocido en ellas otra instancia soberana de producción del Derecho. Además, la entrada de España en la Comunidad Europea ha supuesto la aplicación de un nuevo ordenamiento en el que determinadas normas, como son los reglamentos comunitarios, tienen vigencia directa e inmediata en el Derecho español, incluso con valor superior al de nuestras leyes.



Todo sistema de fuentes supone, junto a la previsión y la regulación de las mismas, la existencia de unas normas sobre las fuentes mismas, a fin de ordenarlas o jerarquizarlas asignando a cada una su posición o valor dentro del conjunto. Esta función la cumplen los siguientes principios:



Según el principio de jerarquía que consagra el art. 9,3 de la Constitución una fuente o norma prevalece sobre otra en función del rango de la autoridad o del órgano de que emanen. Este principio consagra por tanto una ordenación vertical de las fuentes que supone una estricta subordinación entre ellas, de tal forma que la norma superior siempre deroga la norma inferior (fuerza activa) y la inferior es nula cuando contradice la superior (fuerza pasiva).



El principio de competencia o de distribución de materias, excluye la aplicación del principio de jerarquía en determinados ámbitos jurídicos, en cuanto implica la atribución a un órgano o ente concreto dotado de autonomía de la potestad de regular determinadas materias o dictar cierto tipo de normas con exclusión de los demás. Este principio explica la vigencia de subsistemas jurídicos al margen del principio de jerarquía, como son los propios de las Cámaras legislativas (reglamentos parlamentarios), de los Colegios profesionales (estatutos), o de las Comunidades Autónomas (leyes y reglamentos autonómicos). Estas normas gozan de una protección singular frente a las demás del sistema normativo, de igual o superior nivel, pues sólo pueden ser modificadas por la propia norma atributiva de la competencia o por los procedimientos propios del subsistema normativo (p.ej., un reglamento autonómico no puede ser modificado por una ley del Estado, pero sí por otro reglamento o ley autonómica o mediante una reforma del Estatuto de Autonomía o de la Constitución).



2.- LA CONSTITUCION



La Constitución es la primera de las fuentes, la super-ley, la norma que prevalece y se impone a todas las demás de origen legislativo y gubernamental.



La caracterización de la Constitución como norma jurídica, y justamente como la primera del sistema de fuentes, no ofrece hoy discusión, aunque si se plantea si todos sus preceptos resultan directamente aplicables por los operadores del Derecho, esto es, por los ciudadanos, los funcionarios y los jueces. Esta cuestión surge porque las constituciones actuales, además de normas que regulan los derechos y libertades básicos y la organización de los poderes supremos del Estado, que resultan siempre de aplicación directa, recogen otra serie de preceptos con los que pretenden establecer una serie de valores conformadores de la sociedad entera y, por ende, del conjunto del ordenamiento jurídico. En nuestra Constitución, el art.53 resuelve esta cuestión al distinguir las normas reguladoras de los derechos fundamentales y libertades públicas de los llamados principios rectores de la política social y económica establecidos en el Capítulo III del Título I, y mientras de las primeras predica su directa aplicación al decir que “vinculan a todos los poderes públicos”, los segundos operan en vía interpretativa e integradora al modo de principios fundamentales (“su reconocimiento, respeto y protección informará la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos”), los cuales requieren para ser directamente operativos su plasmación en otros textos legales o reglamentarios.



La supremacía de la Constitución puede verse en la actualidad disminuida por el Derecho europeo, pues aunque en principio los tratados internacionales sólo son válidos si se sujetan a lo que la Constitución dispone (art. 95.1 CE), esta supremacía cede cuando, como en el caso de la Comunidad Europea, las Cortes Generales ejercen la potestad que les confiere el art. 93 de la propia Constitución, en virtud del cual “mediante ley orgánica se podrá autorizar la celebración de tratados por los que se atribuya a una organización o institución internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución”.



Las normas constitucionales son de dos clases o se sitúan en dos niveles por razón de los procedimientos que establece la propia Constitución para su revisión:



Unas (las previstas en el artículo 168.1) son fundamentales, en cuanto que su revisión se equipara con la revisión total de la Constitución y se sujeta a un procedimiento muy rígido que exige la aprobación por mayoría de 2/3 de ambas cámaras y su sometimiento a referéndum.



Las restantes normas constitucionales pueden considerarse jerárquicamente inferiores a las anteriores, en cuanto su revisión se hace a través de un procedimiento más simple.



En cuanto a las técnicas para garantizar la supremacía de la constitución sobre las demás normas, dos son las soluciones históricamente arbitradas:



La más elemental es la norteamericana, que consiste en el llamado control difuso, que no es otra cosa que remitir a los Jueces ordinarios, bajo el control último del T. Supremo, la apreciación de la constitucionalidad de las leyes con motivo de su aplicación a los casos concretos.



En el sistema de control concentrado, por el contrario, el común de los jueces y Tribunales sólo tiene la posibilidad de rechazar la aplicación de la ley en los casos en que en un primer análisis la estimen contraria a la constitución pero sin posibilidad de declarar la invalidez de la norma, que han de remitir a un órgano específicamente establecido para esa misión: El Tribunal Constitucional. Este es el sistema austriaco, inspirado en la obra de Kelsen (para quien el Tribunal Constitucional ejerce una legislación negativa al declarar la invalidez de las leyes), que es el que se sigue en nuestro actual sistema constitucional, en el que los jueces y Tribunales pueden plantear únicamente una impugnación indirecta, a través de la llamada cuestión de inconstitucionalidad, cuando consideren que la ley aplicable al caso y de la que dependa el fallo es contraria a la Constitución, reservándose la impugnación directa a los poderes públicos más relevantes (Presidente del Gobierno, Defensor del Pueblo, 50 diputados o 50 senadores y, si les afecta, los Gobiernos o Parlamentos de las CCAA).



En relación a las leyes preconstitucionales, anteriores a 1978, nuestro Tribunal Constitucional ha declarado que “los jueces y Tribunales deben inaplicarlas si entienden que han quedado derogadas por la Constitución al oponerse a la misma (no necesitan en este caso, por tanto, plantear la cuestión de inconstitucionalidad); o pueden, en caso de duda, someter este tema al Tribunal Constitucional por la vía de la cuestión de inconstitucionalidad”.





3.- LAS LEYES Y SUS CLASES



Inmediatamente subordinadas a la Constitución están las leyes, normas cuya aplicación resulta irresistible (salvo en el caso antes descrito) para los jueces -a diferencia de lo que sucede, como veremos, con los reglamentos, así como para los ciudadanos y funcionarios, lo que se explica porque las leyes emanan normalmente del órgano en que radica la soberanía popular: el Parlamento.



Dentro de las leyes parlamentarias podemos distinguir varias especialidades:



Leyes orgánicas: son las que se refieren a materias a las que la Constitución otorga especial trascendencia y por ello su aprobación se condiciona a la existencia de un quorum especialmente reforzado en el Congreso, que no se exige para las leyes ordinarias.



Leyes de las Comunidades Autónomas, que son las que aprueban sus correspondientes órganos legislativos dentro de las materias que estatutariamente tienen atribuidas. Estas leyes están jerárquicamente subordinadas, además de a la Constitución, a sus respectivos Estatutos de Autonomía, pero no a todas las leyes estatales, con las cuales sus relaciones se explican normalmente, no a través del principio de jerarquía sino del de competencia.



La Constitución ha previsto sin embargo un conjunto de leyes estatales de conexión con los subsistemas autonómicos, que por su propia naturaleza se imponen jerárquicamente a las leyes de las Comunidades Autónomas, y que son las siguientes:



Los Estatutos de Autonomía, que son leyes estatales de carácter orgánico con diferente objeto y diferente procedimiento de elaboración y de modificación que el resto de las leyes.



Las leyes- marco, a través de las cuales las Cortes Generales, en materias de competencia estatal, podrán atribuir a las CCAA (todas o algunas) la facultad de dictar, para sí mismas, normas legislativas en el marco de los principios, bases o directrices fijados por una ley estatal (art. 150.1 CE).



Las Leyes de transferencia o delegación, por medio de las cuales “el Estado podrá transferir o delegar en las CCAA, mediante ley orgánica, facultades correspondientes a materias de titularidad estatal que por su propia naturalza sean susceptibles de transferencia o delegación” (art. 150.2).



Leyes de armonización, mediante las cuales “el Estado podrá dictar leyes que establezcan los principios necesarios para armonizar las disposiciones normativas de las CCAA, aun en el caso de materias atribuidas a las competencias de estas, cuando así lo exija el interés general” (art.150.3).



Las leyes refrendadas son aquellas sometidas a referéndum popular, si se interpreta que el art. 92 de la Constitución admite esta hipótesis de aprobación de las leyes cuando alude como posible objeto del referéndum a “las decisiones políticas de especial transcendencia”, aunque ello no parece deducirse de la voluntad de los constituyentes expresada en los debates.



Las llamadas leyes paccionadas suponen que un acuerdo o contrato se aprueba posteriormente como norma con rango de ley. Su admisión en la actualidad parece contradecir la naturaleza soberana y unilateral del procedimiento legislativo.



4.- EL PROCEDIMIENTO LEGISLATIVO ORDINARIO



El procedimiento legislativo (regulado en el Título III, Capítulo II de la Constitución), comienza con la iniciativa legislativa, que admite diversas formas:



La iniciativa legislativa del Gobierno es el supuesto más común y se concreta en los proyectos de ley, los cuales, una vez aprobados por el Consejo de Ministros, se remiten al Congreso acompañados de una exposición de motivos y de los antecedentes necesarios para que éste pueda pronunciarse sobre ellos.



Por iniciativa del Congreso y del Senado, por medio de una proposición de ley impulsada por los grupos parlamentarios o a título individual por 15 diputados o 20 senadores.



Por iniciativa legislativa de las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas, que pueden remitir a la Mesa del Congreso de los Diputados una proposición de ley, designando a tres de sus miembros como representantes para que se encarguen de su defensa.



La iniciativa popular, por último, exige un mínimo de 500.000 firmas acreditadas y no procede en materias propias de ley orgánica, tributarias o de carácter internacional, ni en lo relativo al ejercicio de la prerrogativa de gracia.



Cuando la iniciativa consiste en una proposición de ley, ha de seguirse un trámite previo que no se aplica a los proyectos de ley: se remite al Gobierno para que pueda oponerse a su tramitación si supone aumento de los créditos o disminución de los ingresos presupuestarios, para pasar después al Pleno de la Cámara, que se pronunciará sobre su toma en consideración.



Tras la iniciativa tiene lugar la aprobación por el Congreso de los Diputados, siguiendo los trámites de publicación, presentación de enmiendas, informe de una ponencia sobre el proyecto, debate, votación artículo por artículo, elaboración de un dictamen por la Comisión y debate y votación final en el Pleno. Para la aprobación basta la mayoría simple salvo los casos en que la Constitución requiere mayoría cualificada (como en el caso de las leyes orgánicas).



Intervención del Senado. Sigue una tramitación similar, disponiendo de un plazo de dos meses para oponer su veto al proyecto por mayoría absoluta o introducir enmiendas. Si hay enmiendas o veto vuelve al Congreso, que se pronunciará sobre las enmiendas aceptándolas o rechazándolas por mayoría simple, y en caso de veto, podrá ratificar el texto por mayoría absoluta o, una vez transcurridos dos meses, por mayoría simple.



Por último, el Rey sancionará, en el plazo de quince días, las leyes aprobadas por las Cortes y las promulgará y ordenará su inmediata publicación, que ha de hacerse en el Boletín Oficial del Estado.



5.- LAS LEYES ORGANICAS



La Ley Orgánica la configura nuestra Constitución (art. 81) como una ley reforzada, dotada de una mayor rigidez que la ordinaria, pues se exige una mayoría cualificada para su aprobación, modificación o derogación, consistente en “la mayoría absoluta del Congreso, en una votación final sobre el conjunto del proyecto”.



En cuanto a la materia o ámbito de estas leyes, la Constitución establece que “son leyes orgánicas las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, las que aprueban los Estatutos de Autonomía y el régimen electoral general y las demás previstas en la Constitución”. Estas materias sólo pueden regularse por ley orgánica, aunque es posible que una ley de este tipo incluya preceptos regulando materias para las que no se exige esta clase de ley. En este último supuesto, el Tribunal Constitucional no exige que en el futuro esa regulación deba ser modificada o derogada a través de otra ley orgánica, pues eso iría a su entender “en detrimento del carácter democrático del Estado, ya que nuestra Constitución ha instaurado una democracia basada en el juego de las mayorías, previendo tan sólo para supuestos tasados y excepcionales, una democracia de acuerdo basada en mayorías cualificadas o reforzadas” (Sentencia de 13 de febrero de 1981).



6.- LAS NORMAS DEL GOBIERNO CON FUERZA DE LEY: DECRETOS- LEYES Y DECRETOS LEGISLATIVOS



El Gobierno, además de intervenir decisivamente en el procedimiento legislativo ordinario, mediante el ejercicio de su facultad de iniciativa legislativa y su mayoría parlamentaria en las Cámaras, tiene formalmente atribuida, al margen y además de su potestad reglamentaria, la facultad de dictar normas con rango de ley:



A) Los decretos- leyes. Así llamados porque por su origen gubernativo son decretos y por su valor formal son verdaderas leyes. Aparecen desde finales del siglo XIX y se hicieron práctica común a raíz de la primera guerra mundial, justificándose inicialmente por la concurrencia de circunstancias excepcionales para pasar después a legitimarse en función de la simple urgencia y como alternativa forzada por la lentitud del trabajo parlamentario. Nuestra Constitución los admite en el art. 86 aunque imponiendo las siguientes condiciones:



Que concurra, a juicio del Gobierno, un caso de “extraordinaria y urgente necesidad”.



La regulación acometida por el decreto- ley no puede afectar “al ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I, al régimen de las Comunidades Autónomas, ni al derecho electoral general”.



Por último, los decretos- leyes “deberán ser inmediatamente sometidos a debate y votación de totalidad al Congreso de los Diputados, convocado al efecto si no estuviere reunido, en el plazo de los treinta días siguientes a su promulgación. El Congreso habrá de pronunciarse expresamente dentro de dicho plazo sobre su convalidación o derogación, para lo cual el reglamento establecerá un procedimiento especial y sumario”



La fórmula de los decretos- leyes no es utilizable por los gobiernos de las CCAA.



B) Los decretos legislativos. Así denomina el art. 85 de la Constitución las disposiciones del Gobierno que contengan legislación delegada. Mediante la delegación legislativa el Parlamento delega en el Gobierno bien la facultad de desarrollar con fuerza de ley los principios contenidos en una ley de bases (textos articulados), o bien la refundición del contenido de otras leyes en un único texto (textos refundidos). La Constitución establece los siguientes requisitos de la delegación (arts. 82 y 83):



La delegación debe hacerse por una ley de bases cuando su objeto sea la formación de textos articulados o bien por una ley ordinaria de autorización cuando se trate de refundir varios textos en uno solo, y habrá de otorgarse precisamente a favor del Gobierno (sin que se permita la subdelegación a autoridades distintas del mismo).



La delegación puede comprender cualquier materia que las Cortes determinen, salvo las que deban ser objeto de regulación por ley orgánica, y tampoco puede incluir la facultad de modificar la propia ley de bases ni la de dictar normas de carácter retroactivo.



La delegación debe hacerse de forma expresa y con fijación del plazo para su ejercicio, sin que pueda entenderse concedida de modo implícito o por tiempo indeterminado.



La delegación debe hacerse de forma precisa, delimitando con precisión su objeto y alcance.



La aprobación de los decretos legislativos debe hacerse observando las reglas de procedimiento establecidas para los demás reglamentos gubernativos en la Ley del Gobierno (art. 24). Se trata éste de uno de los supuestos en los que se exige, antes de su aprobación por el Consejo de Ministros, el dictamen preceptivo pero no vinculante del Consejo de Estado, que versa sobre su adecuación con la delegación legislativa



Entre los efectos de la delegación pueden destacarse los siguientes:



Tanto los textos articulados como los refundidos tienen el valor de normas con rango de ley en cuando se acomoden a los términos de la delegación, pues si se exceden del mandato de la ley de bases o de la ley de autorización son nulos.



La técnica legislativa de la delegación se agota una vez utilizada, de tal forma que las modificaciones posteriores del decreto legislativo habrán de hacerse ya por una norma con rango de ley o mediante una nueva delegación legislativa.



En cuanto al control del uso correcto de la delegación, la Constitución establece que “sin perjuicio de la competencia propia de los Tribunales, las leyes de delegación podrán establecer en cada caso fórmulas adicionales de control”. Los Juzgados y Tribunales del orden contencioso- administrativo conocen, como dice el art. 1 de la Ley reguladora de la jurisdicción contencioso administrativa, de las pretensiones que se deduzcan en relación con los decretos legislativos “cuando excedan los límites de la delegación”, pues no adquieren entonces, como hemos dicho, fuerza de ley. Entre las formas adicionales de control podemos citar: el operado por el Tribunal Constitucional como en la generalidad de las leyes, el control a priori que supone el informe del Consejo de Estado, o la ratificación parlamentaria de los decretos legislativos que puede prever la ley de delegación.



7.- LOS TRATADOS INTERNACIONALES



Los tratados internacionales, es decir, los acuerdos que el Estado español celebra con otros países soberanos, se manifiestan en una gran variedad de instrumentos formales (acuerdos, convenios, protocolos etc.), y, al margen de las vinculaciones que originan entre los Estados en el plano internacional, una vez publicados oficialmente en nuestro país, forman parte, como establece el art. 96 de la Constitución, del ordenamiento interno.



El Gobierno es quien negocia y firma los tratados, pero la Constitución establece un sistema de control por el Parlamento de los mismos que reviste varias modalidades:



La celebración de un tratado internacional que contenga estipulaciones contrarias a la Constitución exige la previa revisión constitucional. El Gobierno o cualquiera de las Cámaras puede requerir al TC para que declare si existe o no esa contradicción.



Cuando se trate de la celebración de tratados por los que se atribuya a una organización o institución internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución (como ocurre con el Tratado de la CE), es preciso su autorización por las Cortes mediante ley orgánica.



La celebración de un tratado internacional requiere la previa autorización de las Cortes Generales en los de carácter político o militar, los que afecten a la integridad territorial del Estado o a los derechos y deberes fundamentales establecidos en el Título I, los que comporten obligaciones financieras para la Hacienda Pública, y los que supongan modificación o derogación de alguna ley o exijan medidas legislativas para su ejecución.



En la celebración de los restantes tratados o convenios, el Congreso y el Senado han de ser inmediatamente informados de su conclusión.



Los tratados, una vez incorporados al ordenamiento jurídico, modifican las leyes que les sean contrarias, pero, sin embargo, no se produce el efecto inverso, es decir, no son modificables por leyes posteriores, ya que sus disposiciones, como dice la Constitución, sólo podrán ser derogadas, modificadas o sustituidas en la forma prevista en los propios tratados o de acuerdo con las normas generales del Derecho internacional.



8.- EL DERECHO COMUNITARIO



España, como el resto de países miembros de la Comunidad Europea, ha experimentado desde su ingreso en ella una alteración de su sistema de fuentes. Las características fundamentales del sistema de relaciones entre el Derecho comunitario y los Derechos internos son las siguientes:



El ordenamiento comunitario es, como tal, autónomo e independiente de los ordenamientos de los Estados miembros de la Comunidad.



Dicho ordenamiento tiene fuentes propias de producción del Derecho.



El Derecho comunitario se integra en el Derecho interno, no a través de una coordinación horizontal, sino de una relación vertical por la cual están destinados a confundirse progresivamente, incluso porque las personas físicas y jurídicas de los Estados miembros son al mismo tiempo sujetos del ordenamiento comunitario y del ordenamiento interno.



Las normas comunitarias que cumplen determinados requisitos tienen eficacia inmediata en el ordenamiento interno de los Estados miembros.



En el Derecho comunitario existen dos niveles básicos de fuentes:



A) Fuentes primarias, que hacen el papel de Constitución y que son los Tratados y demás actos posteriores que los han venido a modificar o completar: los Tratados constitutivos de las tres Comunidades cuyo conjunto se conoce como Comunidad Europea (el Tratado CECA, firmado en París el 18 de abril de 1951, y los Tratados de la CEE y de EURATOM firmados en Roma el 25 de marzo de 1957), así como el Tratado de la Unión Europea, firmado en Maastricht el 7 de enero de 1992, y el Tratado de Amsterdam de 2 de octubre de 1997, que profundizan en el proceso de integración europea dotando a la Comunidad de unos vínculos económicos y políticos más fuertes. Todos estos tratados y los actos complementarios (protocolos adicionales y Tratados de adhesión de los Estados no fundadores), han sido aprobados según los métodos constitucionales propios de cada uno de los Estados miembros, y publicados en cada uno de los boletines oficiales nacionales.



B) Las fuentes derivadas son las que se fundamentan en el anterior derecho primario. El Tratado de la CE clasifica en cinco categorías los actos que pueden ser aprobados por el Consejo o la Comisión (art. 189):



El reglamento constituye la más importante norma jurídica del Derecho comunitario. Como dice el Tratado de la CE “tendrá un alcance general y será obligatorio en todos sus elementos y directamente aplicable en cada Estado miembro”. El Reglamento -que no se corresponde con lo que se entiende por tal en Derecho interno, sino más bien con las normas con rango de ley-, que tiene aplicación directa en los ordenamientos internos de los Estados miembros, sin que a tal fin sea necesario un acto formal de recepción y sin que los Estados puedan formular reservas ni desistir unilateralmente de su aplicación, de tal forma que, una vez que han entrado en vigor, comportan el desplazamiento del Derecho interno, que queda inaplicado, cualquiera que sea el rango de sus normas, en todo lo que sea contrario a los mismos.



La directiva es una norma que no es de aplicación directa, pero que “obligará al Estado miembro destinatario en cuanto al resultado que deba conseguirse, dejando, sin embargo, a las autoridades nacionales la elección de la forma y de los medios”.



La decisión no es ya propiamente hablando un acto normativo, sino más bien un acto singular de la Comunidad que tiene por objeto situaciones singulares referibles a una o más personas determinadas, aunque en ocasiones una decisión pueda contemplar una pluralidad de personas no determinadas. De acuerdo con el Tratado de la CE la decisión “será obligatoria en todos sus elementos para todos sus destinatarios”.



Las recomendaciones y los dictámenes no tienen en ningún caso carácter normativo, el Tratado de la CE dice que “no serán vinculantes”.



En cuanto al procedimiento de elaboración de las normas comunitarias, para los reglamentos y directivas se inicia con la propuesta de la Comisión, sobre la que emiten informe el Parlamento y el Comité Económico y Social antes de la definitiva aprobación por el Consejo. En el caso de los reglamentos es necesaria además, para su entrada en vigor, su publicación en el Diario Oficial de la Comunidad. En el caso de las directivas y las decisiones, al no dirigirse como los reglamentos a un número indefinido e indefinible de destinatarios, sino a sujetos determinados, se aplica la técnica de la notificación propia de los actos administrativos y en base a ella adquieren eficacia.

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