DOLO EN LA ELABORACION DE CONTRATOS
El dolo como vicio para “... conseguir la ejecución de un acto, es toda aserción de lo que es falso o disimulación de lo verdadero, cualquier artificio, astucia o maquinación que se emplee con ese fin” (art. 931). Cabe tener presente que cuando hay dolo siempre hay ilicitud; el engaño es, en todos los casos, contrario a la ley. Las falsedades leves, no son dolo.
El dolo vicia la voluntad negocial actuando sobre la inteligencia mediante el engaño y, por lo tanto, induciendo a error al autor del negocio, es decir, que cuando el error es producto de un engaño se habla de dolo.
La reticencia dolosa (art. 933), a diferencia de la acción dolosa, es un dolo por omisión; se configura cuando el contratante no desengaña a la parte contraria sobre un error reconocible en que incurre, o no le suministra aclaraciones que un deber de buena fe imponía. “La ley tutela la buena fe pero no la credulidad”.
Tanto la acción como la omisión dolosa violan la buena fe con que deben celebrarse los contratos (art. 1198).
El dolo, para actuar como vicio de la voluntad y conducir a la anulabilidad del negocio jurídico, debe ser determinante del querer, también denominado esencial o principal (art. 932 inc. 2do.). Si el contrato hubiese sido igualmente concluido en las mismas u otras condiciones, nos encontramos frente a un dolo incidental, que no quita validez al acto pero obliga a reparar los daños y perjuicios causados (art. 934). La doctrina señala un paralelismo entre error esencial y dolo determinante. Si existió el dolo en cualquiera de sus formas, de simulación o disimulación, y si el perjuicio se produjo, no interesa la intención. El dolo no requiere una intención específica de perjudicar al otorgante, aunque esa es la consecuencia. La intención puede estar dirigida a perjudicar solo por malignidad, pero también puede estar dirigida a obtener un beneficio indebido para sí o para terceros, por afán de lucro, simpatía o lo que fuere. Una acción u omisión puede engañar a uno sí y a otro no, según sus condiciones intelectuales o biológicas, y el juzgador debe tenerlas en cuenta para establecer si la voluntad fue determinada o no por el dolo.
Pero además el dolo debe ser grave (art. 932 inc. 1), susceptible de engañar a un hombre de mediana prudencia. Un engaño no grave puede llegar a no ser engaño. Se traza un nuevo paralelo: esta vez entre el dolo grave y el error excusable. Así como quien incurrió en un error por descuido no lo puede alegar, también le está impedido impugnar el acto a quien por negligencia se dejo engañar.
Finalmente, el art. 932 inc 3, menciona un requisito más: que haya ocasionado un daño importante. Según Mosset, el calificativo “importante” permite dejar de lado, exclusivamente, aquellas acciones u omisiones dolosas que acarrean daños insignificantes.
El art. 932 inc 4, prohíbe alegar el dolo de la parte contraria cuando a su vez se ha actuado engañosamente (dolo reciproco).
Vélez equiparó el dolo de la parte al dolo producido por un tercero (art. 935). No se ocupó para nada del porque de la actuación del tercero, o sea, en distinguir el tercero que actúa en conveniencia con la parte de aquel que se mueve por su exclusiva cuenta, al margen del conocimiento del contratante que obtendrá el beneficio. Nuestros tribunales dijeron: “cuando el dolo da causa al acto, no se hace diferencia si es causado por una de las partes o por un tercero, y es así dentro de la letra misma de la ley, sea culpable o inocente; la diferencia estriba en que si es inocente, debe soportar la nulidad del acto jurídico, pero si es culpable también responderá solidariamente por los daños y perjuicios”.
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