BREVE RESEÑA DEL PODER EJECUTIVO EN MÉXICO HASTA LA CONSTITUCIÓN DE 1917

En varias ocasiones hemos sostenido que el Poder Ejecutivo, en su correcta acepción de función pública y en cuanto que implica energía, dinámica o actividad, no está sometido a ninguna variación tempo-espacial en sí mismo considerado. Por consiguiente, el bosquejo histórico que respecto de dicho poder formularemos en la presente ocasión, no se referirá evidentemente a su implicación dinámica, sino a su depósito, atribución o imputación a los órganos del Estado que en diferentes épocas del constitucionalismo mexicano y bajo distintos ordenamientos lo desempeñaron o fueron susceptibles de ejercerlo. En otras palabras, hablar de la historia del Poder Ejecutivo equivale a señalar los órganos estatales a los que tal poder se ha confiado en el decurso de la existencia vital de un Estado.



A. Hemos afirmado que en la Nueva España, el rey concentraba como monarca absoluto las tres funciones estatales y que, en lo que atañe a la ejecutiva o administrativa, la ejercía, por delegación, a través de diferentes autoridades que designaba ad libitum, las cuales estaban encabezadas por el virrey, quien, además, presidía un órgano de contextura funcional mixta, que era la Real Audiencia de México, misma que desempeñaba indiscriminadamente las citadas tres funciones en los casos que sin método ni sistematización prevenía la intrincada legislación de Indias y específicamente la neoespañola.



B. Al implantarse la monarquía constitucional en la Carta gaditana de 1812 y al adoptarse el principio de división de poderes por influencia de la corriente jurídico-política que lo proclamó, la función ejecutiva o administrativa del Estado se depositó en el rey, a quien se asignó la atribución de "hacer ejecutar las leyes" y de conservar el orden público interno y la seguridad estatal en lo exterior (Arts. 16 y 170). En el proceso de formación legislativa, el monarca tenía análoga injerencia a la que en los regímenes republicanos corresponde al presidente y la cual se traduce primordialmente en el derecho de vetar las leyes que apruebe la asamblea respectiva y en la facultad de presentar iniciativas legales (Arts. 142 a 153, inciso XIV).



La administración pública del Estado se encomendó por la mencionada Constitución a diversos secretarios de despacho (Art. 222), quienes eran directamente responsables ante las Cortes (Art. 126), teniendo facultad para formular los presupuestos anuales de los ramos que tuviesen asignados a efecto de que este órgano legislativo los aprobase. Los referidos secretarios tenían la atribución de refrendar las órdenes del rey, sin cuyo requisito no debían ser obedecidas (Art. 225). Apreciando en su conjunto la situación en que se encontraban dichos funcionarios frente a las Cortes y al rey, se puede conjeturar que el régimen establecido en el expresado ordenamiento constitucional ofrecía











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ciertos aspectos del sistema parlamentario, ya que los secretarios del despacho no dependían del monarca ni eran políticamente responsables ante él, sino, como ya se dijo, ante el referido cuerpo legislativo que tenía la facultad de vigilar y controlar su actuación. Por otra parte, es pertinente recordar que la Constitución española de 1812 previó la creación de un Consejo de Estado compuesto de cuarenta individuos (Art. 231), correspondiendo al rey su nombramiento pero a propuesta de las Cortes (Art. 233). Este consejo era el único órgano cuyo dictamen debía escuchar el monarca "en los asuntos graves gubernativos, y señaladamente para dar o negar la sanción a las leyes, declarar la guerra y hacer los tratados" (Art. 236). La restricción que el rey tenía para nombrar a los miembros componentes de dicho Consejo, en cuanto qué debía seleccionarlos de las listas que las Cortes debían elaborar al efecto, viene a corroborar la consideración de que la función ejecutiva o administrativa conforme a la Carta Constitucional que someramente comentamos, tendía a desarrollarse dentro de una curiosa estructura que presentaba ciertos matices de parlamentarismo en atención a la dependencia en que estaban colocados los secretarios del despacho y los individuos integrantes del Consejo de Estado frente a las Cortes y a la primordial circunstancia de que el monarca tenía mucho menos atribuciones que el presidente en los regímenes republicanos.



C. En la Constitución de Apatzingán de 14 de octubre de 1814, el Ejecutivo, en su implicación. no funcional sino orgánica, se designó con el nombre de "Supremo Gobierno" compuesto de tres individuos "iguales en autoridad". Este órgano tripersonal debía estar auxiliado por tres secretarios cuyos respectivos ramos eran el de guerra, el de hacienda y el de gobierno propiamente dicho y los cuales debían durar en su encargo cuatro años (Art. 134). Se estableció el principio de no reelección relativa en lo que concierne a los miembros del Supremo Gobierno, ya que ninguno de ellos podía ser reelecto sino "pasado un trienio después de su administración" (Art. 135). Tanto la designación de los individuos del Supremo Gobierno como la de los secretarios de Estado correspondían al Congreso (Art. 103) y unos y otros estaban sujetos al "juicio de residencia" que previó la Constitución de Apatzingán a semejanza del que se incoaba a los virreyes y capitanes generales durante la época colonial.



Es bien sabido que este importante documento constitucional adoptó los fundamentales principios políticos que desarticuladamente conformaron la ideología de la insurgencia, pero que, sin embargo, no tuvo vigencia atendiendo a la situación fáctica en que nuestro país se encontraba. No obstante, en la hipótesis de que la Constitución de Apatzingán hubiese estado en vigor y adquirido positividad por haberlo permitido las circunstancias fenoménicas de la época, en lo que atañe al ejercicio de la función ejecutiva tal documento lo hubiese embarazado al extremo de imposibilitarlo, ya que lo encomendó a un órgano administrativo supremo formado por tres personas "iguales en autoridad”. En efecto, la integración de dicho órgano era susceptible de provocar disensiones, discrepancias y desacuerdos entre sus miembros a propósito del desempeño









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de las facultades que tenían confiadas con evidente mengua de la celeridad, presteza y oportunidad con que en muchas ocasiones deben tomarse y ejecutarse las medidas gubernativas. No es de ninguna manera aconsejable que el órgano administrativo supremo del Estado se componga de dos o tres individuos, pues los cuerpos colegiados son los menos idóneos para el ejercicio expedito, atingente y eficaz de la función ejecutiva. Tales cuerpos sólo son operantes, a nuestro entender, en lo que toca a las otras dos funciones públicas, o sea, la legislativa y la judicial. Por ende, consideramos que al margen de su indiscutible sustancialidad ideológica, la Constitución de Apatzingán adoleció del grave error consistente en haber concebido la composición del Supremo Gobierno como entidad colegiada y no como órgano unipersonal.



D. En los Tratados de Córdoba, el Poder Ejecutivo se depositó en una regencia integrada por tres personas designadas por la Junta Provisional "de los primeros hombres del imperio por sus virtudes, por sus destinos, por sus fortunas, representación y concepto" (Arts. 6, 11 y 14). Dichos Tratados, que con el aludido Plan constituyen los actos preparatorios para la creación del Estado mexicano bajo la forma de gobierno monárquico, fueron el antecedente directo e inmediato de este fracasado régimen que pretendió implantarse a través de un documento que se llamó "Reglamento Provisional Político del Imperio Mexicano" y al cual hemos hecho mención en ocasiones precedentes. Según tal Reglamento, el Poder Ejecutivo debía residir exclusivamente en el emperador "como jefe supremo del Estado", "inviolable y sagrado" y "sin responsabilidad" (Art. 29). El emperador, a quien dicho estatuto provisional otorgaba amplísimas facultades, debía estar auxiliado, en lo que concierne a la administración pública, por cuatro ministros que debían ser del Interior y de Relaciones Exteriores, de Justicia y de Negocios Eclesiásticos, de Hacienda y de Guerra y Marina. Conforme al mismo Reglamento, debería funcionar transitoriamente una regencia para el caso de muerte o de "notoria impotencia física o moral legalmente justificada del emperador", cuerpo que debía componerse de tres individuos que éste designaba secretamente.

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E. El Acta Constitutiva de la Federación Mexicana de 31 de enero de 1824 simplemente dispuso que el "supremo poder ejecutivo" se depositaría "en el individuo o individuos" que la Constitución señalare (Art. 15), estableciendo en su artículo 16 el cuadro competencial del Presidente de la República formado por las facultades administrativas, políticas y de colaboración legislativa que se adscriben usualmente a este funcionario. En el mencionado documento preconstitucional se apunta claramente el establecimiento del sistema presidencial que debería implantarse en la Constitución definitiva que se expidió el 4 de octubre de ese mismo año, al disponerse que la persona o personas a quienes se confiara el Poder Ejecutivo Federal podían "Nombrar y remover libremente a los secretarios del despacho" (Art. 16, frac. II), atribución que, según dijimos, expresa una de las características del indicado sistema.















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F. La Constitución Federal de 1824 depositó dicho poder en un solo individuo que debía ser "ciudadano mexicano por nacimiento, de edad de treinta y cinco años cumplidos al tiempo de la elección y residente en el país" (Arts. 74 y 76), debiendo durar en el cargo respectivo cuatro años (Art. 95). Imitando extralógicamente a la Carta norteamericana, dicha Constitución creó la vicepresidencia, en cuyo titular debían recaer "en caso de imposibilidad física o moral del presidente, todas las facultades y prerrogativas de éste" (Art. 76). La elección del presidente y del vicepresidente era indirecta y culminaba un procedimiento que se iniciaba en las legislaturas de los Estados, las cuales deberían designar "a mayoría absoluta de votos, dos individuos" cuyos nombres se remitirían en pliegos certificados al presidente del consejo de gobierno para que se leyeran "en presencia de las cámaras reunidas", a efecto de que la de diputados, sin la concurrencia de la de senadores, "calificara las elecciones" y procediese "a la enumeración de los votos", declarándose presidente a la persona que hubiese obtenido la mayoría absoluta de éstos y quedando cómo vicepresidente el individuo que hubiese alcanzado el número inmediato inferior, en la inteligencia de que, en caso de empate, la cámara de diputados designaría como presidente a alguno de los empatantes, asumiendo el otro la vicepresidencia (Arts. 79 a 85). Previendo que no se integrara dicha mayoría absoluta de los votos de las legislaturas, el mencionado ordenamiento constitucional dispuso que la aludida cámara eligiera al presidente y vicepresidente "escogiendo en cada elección uno de los dos que tuvieren mayor número de sufragios" (Art. 86). Huelga decir, por otra parte, que el presidente o el vicepresidente, en sus respectivos casos, tenían como colaboradores en los diferentes ramos de la administración pública a diversos secretarios del despacho, cuyo número y atribuciones la Constitución de 24 dejó a la previsión de la legislación federal secundaria (Art. 117). Además de la facultad refrendatoria, tales funcionarios, que eran nombrados y removidos libremente a voluntad presidencial, podían elaborar la reglamentación para los distintos ramos administrativos a su cuidado, y cuya vigencia estaba su jeta a la aprobación del Congreso General (Art. 122).



La implantación de la vicepresidencia fue un ominoso desacierto en que inconsulta y desaprensivamente incurrieron los constituyentes de 24 por el afán





















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De imitar extralógicamente las instituciones norteamericanas, es decir, sin tomar en cuenta que el Derecho, principalmente en materia gubernativa, no puede tener vigencia real y benéfica sin el adecuable elemento humano a sus prevenciones. En un ambiente de ambiciones políticas por asumir el cargo presidencial, de luchas personalistas por el poder, de facciones que pretendían conservar sus privilegios o de destruir las prerrogativas clasistas, la vicepresidencia era la mejor posición constitucional para que su titular fuese el ariete que produjera la anarquía en la función ejecutiva y el obstáculo infranqueable para su normal y progresivo ejercicio. El solo hecho de que el vicepresidente fuese el presidente sustituto por mandamiento de la Constitución era el incentivo para precipitar la sustitución poniendo en juego ardides y maniobras de diversa índole contra el' titular en turno de la presidencia. Lejos de que la vicepresidencia fuese lo que ha sido en los Estados Unidos de Norteamérica, o sea, la institución que opera y garantiza la continuidad pacífica y constructiva del Poder Ejecutivo, significó en México no sólo el debilitamiento del sistema presidencial, sino la ocasión permanente del desorden y la rebelión y, por ende, el nefasto motivo del caos político que provoca la violencia como único medio regresivo de tratar de atemperar, aunque no de resolver, las situaciones conflictivas en que suele manifestarse. La realidad histórica ha demostrado que en nuestro país la vicepresidencia ha sido el venero de enemigos del presidente y el cargo en que se han incubado los opositores emboscados de su gestión gubernativa o la fuente de su impopularidad. Con toda razón, Lanz Duret nos recuerda la indiscutible negatividad de la vicepresidencia creada por la Constitución de 1824, al afirmar, con referencia a la realidad política en que debió funcionar, que "Los acontecimientos pronto demostraron que el vicepresidente o se convertía en un simple instrumento del primer mandatario de la Nación, ejecutando todas las arbitrariedades y todos los atentados que se ordenaran durante la ausencia temporal que, voluntariamente tomaba el presidente --como ocurrió con frecuencia durante los gobiernos de Santa Anna- o que el tal vicepresidente no era más que centro de atracción para los conspiradores y despechados polítiicos que, amparados bajo su égida, podían impunemente tramar todos los complots políticos que desearan hasta derrocar al gobierno constituido."



G. El centralismo, bajo la Constitución de 1836 y las Bases Orgánicas de 1843, así como los proyectos constitucionales de los años de 1840 y 1842 que en ocasión anterior comentamos, no establecieron ya la vicepresidencia. Sin embargo, los dos ordenamientos centralistas mencionados confirieron la suplencia temporal y definitiva del presidente al que lo fuese del Consejo de Gobierno, con cuya prevención no se conjuraron los vicios inherentes a la vicepresidencia, ya que, en el fondo, aunque no expresamente, con ella se encontraba investido el funcionario que debiera actuar como sustituto. Por su parte, los proyectos constitucionales de 1842, salvando el error de instituir la

















vicepresidencia tácita o expresamente, apuntaron la tendencia de que las faltas o la ausencia del presidente se cubrieran por el senador que designara el Congreso "a mayoría absoluta de votos" (Art. 42 del proyecto mayoritario) o que nombrara la Cámara de Diputados "votando por Estado o Departamentos" (Art. 55 del minoritario y 28 del combinado, respectivamente). En cambio, el proyecto de 1840 consideró que la presidencia interina debía corresponder al presidente del Consejo de Gobierno o al vicepresidente del mismo, y a falta de ambos, al "consejero secular más antiguo" ,sin perjuicio de que el interinato fuese cubierto por la persona que nombrara el Congreso (Arts. 88 y 89).



Por último, es pertinente que recordemos que conforme a las mencionadas constituciones centralistas y a los aludidos proyectos constitucionales, la elección del presidente era indirecta en los términos de las correspondientes disposiciones que en obvio de referencias tediosas nos abstenemos de indicar; que dicho funcionario era reelegible y que tenía la facultad de nombrar y remover a sus colaboradores -secretarios o ministros de Estado-, quienes lo auxiliaban en el ejercicio de las amplias atribuciones con que estaba investido según los distintos cuadros competenciales que tales documentos demarcaban y que, por la misma razón anotada, prescindiremos de comentar.



H. Al restaurarse la Constitución Federal de 1824 por el Acta de Reformas de mayo de 1847, se suprimió la vicepresidencia, cubriéndose la falta temporal del presidente por los medios establecidos en dicha Constitución (Art. 15 de la citada Acta).



Esa supresión fue sugerida por don Mariano Otero en su célebre "Voto" de 5 de abril, argumentando al efecto que "respecto del Ejecutivo, pocas y muy obvias son también las reformas que me parecen necesarias. En ninguna parte la Constitución de 1824 se presenta tan defectuosa como en la que estableció' el cargo de Vicepresidente de la• República. Se ha dicho ya muchas veces, y sin contestación, que el colocar en frente del Magistrado Supremo otro permanente y que tenga derecho de sucederle en cualquier caso, era una institución sólo adoptable para un pueblo como el de los Estados Unidos, donde el respeto a las decisiones de las leyes, la primera y más fuerte de todas las costumbres, donde la marcha del orden constitucional durante más de sesenta años, no ha sido turbada por una sola revolución; pero del todo inadecuada para un país en que las cuestiones políticas se han decidido siempre por las revoluciones, y no por los medios pacíficos del sistema representativo, en que la posesión del mando supremo ha sido el primer móvil de todas las contiendas, la realidad de todos los cambios. Y cuando se observa que el método electoral se arregló en la Constitución de 1824, de manera que los sufragios no se diesen separadamente para el Presidente y Vicepresidente, sino que se acordó conferir este cargo al que tuviera menos votos, declarando así que el Vicepresidente de la República sería el rival vencido del Presidente, es preciso asombrarse de que

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se hubiera admitido una combinación tan funesta.• Así, ella ha influido no poco en nuestras disensiones y guerras civiles, y ha generalizado la opinión de suprimir ese cargo. Yo he creído que esta reforma era una de las más necesarias, porque era preciso librar á nuestro primero y próximo periodo constitucional de este peligro y dejando para después algunas otras mejoras que no considero ser absolutamente indispensables, aconsejo también la reforma en el punto vital de la responsabilidad."



l. En el Congreso constituyente de 1856-57 ya no se vuelve a pensar en el restablecimiento de la vicepresidencia. Las faltas temporales del Presidente de la República y la absoluta mientras se presentara "el nuevamente electo", eran suplidas por el presidente de la Suprema Corte según lo establecía el primitivo artículo 79 de la Constitución. Don Miguel Lanz Duret critica severamente esta previsión constitucional que, decía, convertía a dicho alto funcionario judicial en un permanente aspirante a la presidencia de la República con mengua de las tareas estrictamente jurídicas que tenía encomendadas por virtud de su elevado cargo en la administración de la justicia federal.



"Las advertencias de nuestra historia, afirma el citado tratadista, no sirvieron de lección a los constituyentes de 57, quienes, siguiendo los antecedentes de 1824 y las prácticas norteamericanas, instituyeron nuevamente la vicepresidencia, incurriendo en un error todavía más grande, o sea el de haber conferido este alto cargo al titular de la Presidencia de la Suprema Corte de Justicia. Esto involucra funciones políticas de índole diametralmente opuestas (sic) entre los Poderes del Estado, a la vez que ocasionaba el desprestigio del más alto tribunal de la República que, por sus elevadas atribuciones jurídicas -destacándose como la principal el Juicio de Amparo- debía permanecer alejado de las actividades extrañas a su cometido e insospechable de ambiciones bastardas en el terreno esencialmente político. Y a este procedimiento de sucesión presidencial, al que se debe que Juárez haya asumido la Presidencia por virtud del golpe de Estado de Comonfort y que Lerdo de Tejada haya alcanzado el poder por virtud de la muerte de Juárez, no se le pudo preservar de que arrastrara a la Corte al campo de la política, pretendiendo que ese alto tribunal calificara la legitimidad o. la ilegitimidad de todas las autoridades de la República por medio de la doctrina de la competencia de origen, en virtud de la cual se amparaba contra los actos de las autoridades a las que dicho tribunal había calificado como de origen espurio. Después, lo que fue todavía más grave, invocando esa competencia el Presidente de la Corte, o sea el Vicepresidente de la República, el licenciado José María Iglesias, una de las figuras más grandes, más puras y más respetables de nuestro país, desconoció •la declaración electoral del Congreso en favor del presidente Lerdo, a título de que la reelección de éste había sido de origen fraudulento, y asumió el Gobierno de la República dando mayor pábulo a la guerra civil ya existente."



El presidente de la Suprema Corte dejó de sustituir al de la República "mientras se presentara el nuevamente electo" a consecuencia de la reforma











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que se practicó al artículo 79 constitucional el 3 de octubre de 1882, según la cual incumbía esa prerrogativa al presidente o vicepresidente del Senado o, en su caso, de la Comisión Permanente, situación que subsistió hasta el 24 de abril de 1896, en que se volvió a modificar dicho precepto en el sentido de que "En las faltas absolutas del Presidente, con excepción de la que proceda de renuncia, y en las temporales, con excepción de la que proceda de licencia", el cargo respectivo lo debía ocupar el Secretario de Relaciones Exteriores y en su defecto el de Gobernación, mientras el Congreso designaba al presidente' sustituto o al interino en los términos de las disposiciones reformativas a cuyo texto nos remitimos. La vicepresidencia de la República se restableció mediante reforma constitucional de 6 de mayo de 1904, que modificó el mencionado artículo 79 y conforme a la cual el vicepresidente sustituía al presidente en sus faltas temporales y en las absolutas "hasta el fin del periodo para el que haya sido electo."



En lo que concierne al problema de la sustitución presidencial, el Constituyente de Querétaro se pronunció porque fuese el Congreso quien nombrara al sustituto, criticándose duramente los sistemas hasta entonces implantados en nuestras leyes fundamentales y sus reformas y que sustancialmente consistían en la predeterminación del funcionario que debía reemplazar al presidente de la República en sus faltas temporales y absolutas.

En el dictamen de la Comisión encargada de opinar sobre punto tan importante se dijo: "El vicepresidente de México ha sido el ave negra de nuestras instituciones políticas, y una dolorosa experiencia nos acredita que nuestros vicepresidentes, salvo acaso la única excepción de don Valen un Gómez Farías, han sido otro peligro para la estabilidad de las instituciones, o individuos privados de prestigio político y de miras personales propias, que han tenido por objeto sostener una política dada, de un grupo dado. (Don Ramón Corral.)

"Suprimir la vicepresidencia en México es quitar un peligro y un amago para la paz de la República.

"El sistema de los secretarios de Estado, que establece una graduación constitucional de estos mismos para que sustituyan al presidente en sus faltas ... contiene el vicio de que, en caso de ocupar la presidencia un ministro, el más alto puesto de la República no será el resultado de la elección popular, lo cual contraría el régimen democrático.

"Se ha experimentado también que el presidente de la Suprema Corte de Justicia ocupe la Primera Magistratura cuando falte el titular de ella. Se ha











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repetido que esto tiene el inconveniente de dar a la Corte un papel político que puede malearla, y que debe quedar fuera de las actividades serenas e imparciales para impartir justicia.



"La sustitución presidencial por la persona que designe el Congreso de la Unión, erigido en Colegio Electoral, participa en cierto modo del voto popular, supuesto que el Congreso es el resultado de la elección del pueblo, y no tiene ninguno de los inconvenientes señalados en los tres sistemas anteriores, siendo una elección directa en segundo grado."



Para reforzar los anteriores puntos de vista, el diputado Hilario Medina consideró como más conveniente para la realidad política de México que la designación de la persona que sustituyera al presidente mientras no se efectuase nueva elección, fuese hecha por el Congreso, aduciendo que "Los sistemas de la sustitución presidencial han sido los siguientes: desde luego el nombramiento de un vicepresidente por elección popular al mismo tiempo que el presidente, tiene por objeto sustituir al presidente en casos de falta absoluta o temporal. La supresión de la vicepresidencia está incluida en esa fracción (la XXVIII del artículo 73 constitucional), y es el sentir de la Asamblea, y en el ánimo de todos está, que la Vicepresidencia debe desaparecer de nuestras instituciones, porque yo diré, yo que soy el autor de la exposición de motivos, diré que la Vicepresidencia ha sido el ave negra de las instituciones republicanas en México. El vicepresidente ha sido el llamado a hacer labor obstruccionista, cuando no es una personalidad que tiene por objeto, como en el caso de don Ramón Corral, como decía Jesús Urueta, continuar una política dada en favor de un hombre dado. De manera que la supresión de la Vicepresidencia la sostiene la Comisión. Hay otro sistema de sustitución presidencial, que consiste en darle al presidente de la Corte Suprema de Justicia la facultad de sustituir al Presidente en caso de falta de éste. Esto tiene el inconveniente de dar a la Corte Suprema de Justicia un papel político y darles a los electores la oportunidad de nombrar como presidente de la Corte a un individuo con carácter político que pueda corromper y poner en peligro la estabilidad de la Alta Corte de Justicia. Hay otro sistema de sustitución presidencial, que consiste en que sea el presidente del Congreso de la Unión el que sustituya al Presidente de la República. El presidente del Congreso de la Unión es un individuo que ocupa accidentalmente ese cargo, porque, conforme a los reglamentos y antecedentes parlamentarios, el presidente del Congreso es nombrado cada mes y no es propio que en una República democrática en que el Presidente tiene que ser la representación del voto popular, sea un individuo nombrado accidentalmente, por un mes, para que vaya a desempeñar estas funciones. Hay, por último, otro sistema y es de los que tienen grandes inconvenientes, que consiste en que los secretarios de Estado vayan sustituyendo, por el orden designado en la Constitución, al Presidente de la República, comenzando por Relaciones, siguiendo por Gobernación, etc. Esto tiene el inconveniente que ya se ha indicado muchas veces, de que el Presidente, en caso de ser sustituido por un secretario de Estado, en realidad su sustituto es designado por él, y en ese caso la Representación Nacional queda burlada. Entre todos estos sistemas, no podrá escogerse ninguno, porque a cual más son detestables. Le ha parecido propio definir, en cierto modo democrático, el que propone, porque siendo el Congreso, es decir, la reunión de la Cámara de Diputados y la de Senadores, la representación del





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voto popular y de los intereses de la nación, se comprende que tiene bastante aptitud para elegir en un momento dado, teniendo en cuenta las consideraciones políticas del momento, para nombrar a la persona más propia para ocupar la Presidencia."



Por lo que atañe a la elección presidencial, la Constitución Federal de 1857 estableció el procedimiento indirecto en primer grado y en escrutinio secreto, conforme lo dispusiese la legislación secundaria (Art. 76). Este sistema fue intensamente debatido en el Congreso constituyente. Sus impugnadores sostenían que mediatizaba la voluntad popular y mermaba el régimen democrático, argumentando sus sostenedores, por lo contrario, que era el adecuado para las condiciones que a la sazón conformaban la situación política y cultural del pueblo mexicano. Entre los primeros descollaron Francisco Zarco, Ignacio Ramírez y Melchor Ocampo, figurando entre los partidarios de la elección indirecta Ponciano Arriaga, León Guzmán e Isidoro Olvera.

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Habiendo sido uno de los ideales políticos de la Revolución mexicana de 1910 el sufragio efectivo, que no se compadece con la elección indirecta de los titulares de los órganos primarios del Estado, lógicamente la Constitución Federal de 1917 adoptó el sistema contrario por lo que se refiere al Presidente de la República. En el proyecto respectivo presentado al Congreso de Querétaro por don Venustiano Carranza, se critica a los constituyentes de 1856-57 por no haber establecido la elección directa, afirmándose que a pesar de haber colocado al Poder Ejecutivo dentro de una esfera normativa que aseguró su libertad de acción frente al legislativo, "le restaron prestigio haciendo mediata la elección del presidente", por lo que ésta "no fue la obra de la voluntad del pueblo, sino el producto de las combinaciones fraudulentas de los colegios electorales".



Se arguyó en la exposición de motivos de dicho proyecto que "La elección directa del presidente y la no reelección, que fueron las conquistas obtenidas por la Revolución de 1910, dieron, sin duda, fuerza al Gobierno de la nación, que las reformas que ahora propongo (decía don Venustiano) coronarán la obra. El presidente no quedará más a merced del Poder Legislativo, el que no podrá tampoco invadir fácilmente sus atribuciones.

"Si se designa al presidente directamente por el pueblo, y en contacto constante con él por medio del respeto a sus libertades, por la participación amplia y efectiva de éste en los negocios públicos, por la consideración prudente de las diversas clases sociales y por el desarrollo de los intereses legítimos, el presidente tendrá indispensablemente su sostén en el mismo pueblo; tanto contra la tentativa de las Cámaras invasoras, como contra las invasiones de los pretorianos."



El dilema entre elección directa y elección indirecta a nuestro entender no debe resolverse de manera tajante, absoluta y excluyente en favor de alguno de dichos dos sistemas, ya que su solución está condicionada a diversos factores circunstanciales. En un sentido democrático puro, es evidente que el titular del órgano administrativo supremo del Estado debe ser electo directamente por el pueblo, es decir, que su investidura debe provenir inmediatamente de la voluntad popular mayoritaria. Sin embargo, cuando la situación económica, social y cultural de una colectividad humana no permite que ésta ejerza su potestad electiva como lo determina la Constitución, el sistema de elección directa no rebasa los límites de la teoría o de la dogmática como mera utopía. En la realidad socio política de un país deben existir las condiciones reales, fácticas y objetivas imprescindibles que hagan posible el desempeño del derecho del pueblo para nombrar directamente a sus gobernantes. La incultura, la insalubridad y la extrema pobreza, por no decir miseria, de grandes sectores de la población de un Estado son elementos presionantes negativos que impiden el normal funcionamiento del sistema de elección directa. Por ello, en México, y hasta antes de la Constitución de 1917, operó el sistema de elección indirecta del Presidente de la República, que si bien mediatizaba la voluntad popular suplantándola a menudo, era no obstante aconsejable en atención a las condiciones sociales,









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económicas y culturales en que vivían numerosos grupos mayoritarios. Tenía razón don León Guzmán al afirmar en el seno del Congreso constituyente de 1856-57 que la elección directa del presidente, como uno de los elevados ideales del régimen democrático, debía ser la meta que con el tiempo alcanzara el pueblo, una vez que, a consecuencia de su educación y de la eliminación de los factores negativos en que vivía, pudiese tener conciencia de la problemática nacional y el suficiente criterio para elegir a la persona que desde ese alto cargo pudiese afrontarla y resolverla atingentemente. La frase de "aún no es tiempo", tan frecuentemente proferida por los moderados para retrasar o posponer la implantación de medidas avanzadas, era perfectamente aplicable al caso de la elección presidencial.

Por otra parte, el sistema de elección directa, para que no provoque la proliferación excesiva de candidatos a la presidencia de la República, debe funcionar canalizado por el régimen de partidos políticos. Si cada grupo que se forme dentro de la masa popular con ocasión de la elección de presidente pudiese postular su respectivo candidato, se correría el riesgo de la multiplicación desorbitada de los aspirantes a la presidencia, situación que produciría el efecto de que ninguno de ellos obtuviese una votación de tal manera considerable que representase una fuerte corriente de opinión pública, sino simplemente la simpatía de ciertos grupos o facciones de carácter efímero y circunstancial. La ausencia de verdaderos partidos políticos en México durante la época en que estuvo relativamente vigente la Constitución de 1857 fue un factor que propiciaba los inconvenientes de la elección directa y que coadyuvó a la adopción del sistema contrario.

Las anteriores reflexiones confirman en nuestro ánimo la consideración de que la elección indirecta del Presidente de la República es idónea como sistema transitorio mientras el pueblo no adquiera la madurez cívica necesaria para elegir directamente, con toda conciencia y convicción, a dicho alto funcionario y en tanto no existan o no actúen genuinos partidos políticos con las características que en otra oportunidad quedaron expuestas en esta misma obra. Sólo la evolución popular progresiva, es decir, la consecución de un elevado y amplio grado de politización en los ciudadanos, puede hacer operante el sistema de elección directa, pues en el caso contrario, ésta únicamente implicaría un conjunto de prescripciones jurídicas declarativas de un dogmatismo distante de la realidad susceptible de enmascarar farsas electorales, como las que desafortunadamente y con bastante frecuencia ha registrado la historia política de México.

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